Geopolítica de la cooperación para el desarrollo: la Agenda 2030 tras la pandemia

CIDOB Report nº 7
Fecha de publicación: 07/2021
Autor:
Anna Ayuso, investigadora sénior, CIDOB
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 La pandemia de la COVID-19 ha impactado negativamente en algunas metas de la Agenda 2030 relacionadas con salud, pobreza y desigualdad. Se han puesto de manifiesto las debilidades del modelo de desarrollo, la vulnerabilidad y la falta de capacidad de respuesta del actual sistema multilateral. Aunque la lógica de geopolítica cooperativa de la agenda de desarrollo es más necesaria que nunca para la gestión de las interdependencias, la reunión de los líderes del G-7 de 2021 ha mostrado que la geopolítica competitiva también tensiona la arquitectura de la ayuda internacional. 

El efecto de la pandemia 

El efecto multidimensional de la crisis provocada por la pandemia de la COVID-19 ha revitalizado el debate sobre el papel de la cooperación internacional y su contribución a la consecución de la Agenda 2030 aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2015. Los objetivos prepandemia para la gestión de las interdependencias y los bienes globales que están en la lógica de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) suponen una visión holística e integral del desarrollo que entronca con una visión cooperativa de la geopolítica. Es una agenda que tiene en cuenta la complejidad de los retos globales y busca adaptarse a la diversidad de necesidades, intereses y demandas planteadas por un contexto internacional más diverso, heterogéneo y plagado de incertidumbres.

En la medida que la pandemia ha alterado el terreno de juego internacional y las prioridades de los principales actores, debemos plantearnos cuál será su efecto sobre la Agenda 2030. 

La pandemia ha agudizado problemas estructurales del actual modelo de desarrollo. Ahora debería iniciarse una fase de recuperación o de reconstrucción en la que está por ver qué prioridad adquieren los diferentes objetivos de la Agenda 2030. Ámbitos como la salud, la pobreza y la desigualdad deberían ganar peso; y el debate sobre las carencias en infraestructura social de los países de renta media, fuertemente golpeados por la pandemia, ha regresado a primera línea. También quedó al descubierto la precariedad de las condiciones de trabajo en los países en desarrollo que ha dejado a millones de personas desamparadas, incluso en países de renta media a los que se suponía tener sistemas de protección social más desarrollados. 

Una agenda de fortalecimiento institucional 

Los objetivos de la agenda de desarrollo no han cambiado sustancialmente, pero se ha incrementado la brecha entre la ambición de las metas y los recursos necesarios para alcanzarlas. El repunte de la pobreza y la desigualdad, provocado por la crisis, obliga a impulsar un cambio de paradigma en favor de modelos de desarrollo más estables y menos vulnerables a los cambios de ciclo económico, crisis y catástrofes sobrevenidas. La pandemia ha contribuido también a reforzar el debate sobre el papel del Estado y las políticas públicas y la necesidad de que se establezcan sistemas de protección social universal que garanticen los derechos fundamentales de las personas.

Eso sitúa al fortalecimiento institucional en el centro del debate sobre el uso de los fondos de la ayuda internacional y la asignación de los recursos de cooperación para el desarrollo dentro de un marco más amplio de la financiación del desarrollo. 

Durante las dos últimas décadas los criterios sobre el uso más eficiente de los recursos de la cooperación internacional han evolucionado. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de 2000 ponían el énfasis en la lucha contra la pobreza e instaban a concentrar los recursos de la cooperación internacional en los países más pobres. Sin embargo, los actuales ODS pretenden promover una acción colectiva compartida para alcanzar unos objetivos de desarrollo universales. Eso requiere una ingente movilización de recursos que van mucho más allá de los flujos de ayuda y un fortalecimiento del partenariado global del ODS 17, así como instituciones sólidas y eficaces, ya reclamadas por el ODS 16. 

Abordar la brecha de la financiación 

La cuestión de la financiación de una agenda tan ambiciosa como la de los ODS fue central en la III Conferencia sobre financiación del Desarrollo de Addis Abeba de 2015 y está incluida en el ODS 17. El déficit de financiación de los ODS ya era patente antes de la pandemia, tal como se constató en el Diálogo de alto nivel para la financiación del Desarrollo de 2019, pero los efectos de la COVID-19 lo han exacerbado porque, en primer lugar, se necesitan recursos adicionales para financiar la recuperación de las economías y la creación de empleo. En segundo lugar, una parte de estos recursos se dirigen fundamentalmente a apoyar la transición energética y digital, y no necesariamente a otros componentes sociales de la agenda de desarrollo. Tercero, muchos países en desarrollo estaban, ya antes de la crisis sanitaria, fuertemente endeudados por los efectos de la crisis financiera iniciada en 2008. Esa crisis se había saldado con una década de bajo crecimiento o, incluso, recesión. Eso les dejó muy poco margen fiscal para hacer frente a la pandemia y aún menos para financiar una recuperación que puede demorarse por los retrasos en las campañas de vacunación. 

Como los ritmos de salida de la crisis y las situaciones de partida son muy dispares, no podemos hablar de un reto de financiación, sino de varios. Como mínimo, debemos diferenciar entre países de renta alta que han sido capaces de poner en marcha planes de estímulo, países de renta baja, para los que se han diseñado mecanismos internacionales de apoyo; y países de renta media, para los que la falta de liquidez va a ser una soga al cuello y no tienen garantizado el acceso a la ayuda internacional. 

Entre los primeros destacan la Unión Europea, que adoptó en febrero de 2021 el mecanismo de revitalización y resiliencia de 672.500 millones de euros, pilar principal de los fondos del paquete Next Generation EU y, con más recursos todavía, Biden consiguió en marzo aprobar en el Senado un plan de 1,9 billones de dólares para reactivar Estados Unidos. En cuanto al resto del mundo, la OCDE ha estimado en sus informes de 2021 que los países en desarrollo enfrentan un déficit extra de 1.700 millones de dólares de financiación para hacer frente a los efectos de la crisis y avanzar en la consecución de los ODS. Este agujero se suma a los 2.500 millones que se había calculado antes de la pandemia. 

Países de renta media, como los de América Latina, han retrocedido dos décadas en los indicadores de pobreza y desigualdad, han incrementado el déficit fiscal y acumulan un servicio de deuda equivalente al 59% de sus exportaciones. Se precisa de reformas e iniciativas que modifiquen las estructuras de la financiación internacional, ya que las actuales herramientas no pueden absorber la crisis de deuda soberana que se avecina. Además de las medidas de emergencia directamente relacionadas con la pandemia, como el acceso a las vacunas, medicamentos y equipos de protección, la comunidad internacional debe prepararse para responder a las demandas de financiación. Según advirtió la secretaria general de la CEPAL, Alicia Bárcenas, una recuperación transformadora de la pandemia requiere una alianza que incluya a los países de ingreso medio en todas las formas de cooperación y financiamiento.  

La reforma de la arquitectura de la deuda 

Tras el golpe de la pandemia, toca fortalecer los instrumentos de financiación internacional para responder a futuras emergencias, tanto de las Naciones Unidas como de las organizaciones regionales. La mayoría de medidas de las instituciones internacionales se han dirigido los países menos favorecidos; como el aumento de los fondos del Fideicomiso para el crecimiento y la reducción de la pobreza del Fondo Monetario Internacional (FMI), que se creó en 2010 tras la crisis financiera global y que ha pasado de una media de 1.500 a 8.500 millones al año. El Banco Mundial y el FMI también instaron a los países del G-20 a crear la Iniciativa de suspensión del servicio de la deuda (DSSI, por sus siglas en inglés) para la que son elegibles 73 países, que entró en vigor el 1 de mayo de 2020 y se ha extendido hasta diciembre de 2021. En mayo de 2020, los primeros ministros de Canadá y Jamaica y el secretario general de Naciones Unidas lanzaron la Iniciativa de Financiamiento para el Desarrollo en la Era de COVID-19 y Más Allá (FfDI) para identificar y promover soluciones de financiamiento concretas para la COVID-19 en temas de salud y emergencia, haciendo un llamado a paliar la falta de liquidez de los países en desarrollo. 

Sin embargo, estas medidas no son suficientes para los países de renta media. En marzo de 2021, Naciones Unidas publicaba el informe «Soluciones a problemas de liquidez y deuda para invertir en los Objetivos de Desarrollo Sostenible: es el momento de actuar» en el que se ponía de manifiesto que la «actual arquitectura de la deuda ha sido ineficaz a la hora de prevenir episodios repetidos de acumulación de deuda insostenible y de reestructurar las deudas, en caso necesario, de manera eficiente, justa y duradera», lo cual impide invertir en desarrollo sostenible y potenciar la resiliencia del sistema financiero. Esto afecta sobre todo a países de renta media que quedan fuera de las medidas dirigidas a los países menos avanzados y que habían sido dados por «graduados» del sistema de cooperación. 

La presidencia italiana del G-20 organizó en mayo de 2021 una cumbre especial que finalizó con la Declaración de Roma, en la que se señalaba la necesidad de reforzar la Agenda 2030 y se subrayaba la importancia de los esfuerzos multilaterales para satisfacer las necesidades de financiamiento de los países de ingresos bajos y medianos, incluida la emisión de Derechos Especiales de Giro por parte del FMI y una reposición ambiciosa de la Asociación Internacional de Fomento. Por su parte, el G-7 en su primer encuentro presencial tras la pandemia acordó la Declaración de Carbis Bay el 12 de junio de 2021, en la que –además de señalar la necesidad de dar respuesta  a la pandemia y tomar medidas para poder dar respuestas a futuras crisis– se llamaba a una mejor coordinación de las instituciones financieras internacionales para promover la recuperación. También en la Declaración de Andorra de la XXVII Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado y de Gobierno de 21 de abril de 2021 se hizo un llamado a reforzar los organismos multilaterales financieros con mecanismos y procesos de desembolso y de tratamiento de la deuda externa innovadores y flexibles. 

Competición de modelos 

La lógica cooperativa de las propuestas antes mencionadas tiene como contrapunto aspectos propios de la geopolítica competitiva. Sobre todo, en la medida que la cooperación para el desarrollo forma parte de los ámbitos en los que grandes potencias globales compiten entre ellas e intentan expandir su espacio de influencia. Un buen ejemplo lo encontramos en la reunión de junio de 2021 del G-7. Su plan de «Reconstruir mejor para el mundo en desarrollo» puede verse como concurrente con la Belt and Road Initiative de China. Con este plan los mandatarios del G-7 aspiran no solo a responder a las necesidades de la recuperación, sino también a contrarrestar la creciente influencia china en el mundo en desarrollo a través de sus inversiones y préstamos. La propuesta del G-7 quiere movilizar 40.000 millones de dólares para impulsar proyectos en cuatro ámbitos: el clima, la seguridad sanitaria, la tecnología digital y la igualdad de género. Además de contar con fondos de instituciones financieras, pretende atraer la inversión privada. 

En una lógica de competencia geopolítica, los líderes del G-7 han querido mostrar una posición de unidad frente a prácticas que consideran lesivas al orden liberal. Por ejemplo, aprovecharon la iniciativa para denunciar el trabajo forzado en algunas provincias chinas. No se trata solo de proteger sus industrias nacionales (que también), sino de defender un modelo, unas reglas de juego y unos valores que garanticen la sostenibilidad del planeta y la equidad de oportunidades, pero además una institucionalidad basada en los valores y principios democráticos que se contrapone a los modelosautocráticos. 

El mensaje está claro, pero el compromiso real de los recursos necesarios está aún muy por debajo de los retos. Para dar consistencia a los principios, habrá que ser más efectivo en los hechos. El avance en la consecución de los ODS será una prueba de credibilidad del compromiso internacional con una geopolítica cooperativa, aunque no podrá evitar las dinámicas competitivas que subyacen en la asignación de los recursos.