Huida inmovilizada en Tijuana: desplazamiento forzado de mujeres mexicanas hacia Estados Unidos

Revista CIDOB d'Afers Internacionals, 129
Fecha de publicación: 12/2021
Autor:
Aída Silva Hernández y Beatriz Alfaro Trujillo
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Aída Silva Hernández. Investigadora posdoctoral, El Colegio de la Frontera Norte; profesora, Universidad Autónoma de Baja California (UABC). aida.silva@uabc.edu.mx. ORCID: https://orcid.org/ 0000-0002-7979-7192 

Beatriz Alfaro Trujillo. Consultora-investigadora independiente; profesora, Universidad Autónoma de Baja California (UABC). beatriz.alfaro@uabc.edu.mx 

Este artículo analiza las condiciones de vida en la ciudad fronteriza de Tijuana (México) de mujeres mexicanas desplazadas forzosas de sus lugares de residencia por ser víctimas de violencia familiar y del crimen organizado, huyendo hasta esa ciudad con la intención de solicitar asilo en Estados Unidos. Debido a que este país gestiona la recepción de solicitudes de asilo por medio de un sistema de cuotas diarias en montos insuficientes para atender la demanda, todo aspirante al asilo queda contenido en la frontera del lado mexicano a la espera de poder presentar su solicitud, lo que puede prolongarse más de un año. Para las mujeres mexicanas desplazadas, la interrupción de su huida las coloca en la frontera en un estado liminal en términos de subsistencia, seguridad y salud mental, exponiéndolas a la revictimización. A partir de marzo de 2020, ello se vio agravado por las medidas contra la COVID-19.

Este trabajo recupera parte de los hallazgos de la investigación «Efectos del desplazamiento forzado interno en niñas, niños y adolescentes y sus familias en Tijuana y Mexicali, B.C. durante la COVID-19», financiada por UNICEF-Tijuana y realizada por las autoras entre agosto de 2020 y febrero de 2021. Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva de las autoras.

El objetivo del artículo es analizar, desde una perspectiva sociológica, las condiciones de vida en la frontera de Tijuana (México) de mujeres mexicanas desplazadas de sus lugares de residencia por ser víctimas de violencia, huyendo hasta esa ciudad con la intención de solicitar asilo en Estados Unidos. Este grupo de población, al igual que el resto de aspirantes al asilo de otras nacionalidades, está sujeto a la política estadounidense que condiciona su recepción mediante un sistema de cuotas diarias en montos insuficientes para atender la demanda, con la consecuente acumulación de aspirantes del lado mexicano. La contención se agravó a partir de marzo de 2020, con la suspensión de los procesos de asilo debido a la pandemia por COVID-19, lo que hizo extender la espera en la frontera durante más de un año1.

En concreto, el estudio analiza ese compás de espera del desplazamiento forzado interno y la aspiración a la protección internacional. Para las personas desplazadas forzadas mexicanas, el intervalo constituye una paralización de su huida en el país de origen del cual quieren escapar. Inmovilizadas en la frontera, estas personas quedan colocadas en una suerte de tránsito extendido que las expone a la revictimización en términos de seguridad, derechos humanos, subsistencia y salud mental. Así es como experimentan el desplazamiento forzado interno (DFI) causado por la violencia: de manera obligada, intempestiva, con escasos recursos y en clave de huida del lugar de residencia habitual, sin llegar a cruzar una frontera internacional (CDH, 1998: 5; Gómez, 2020: 5; Cortés et al., 2020: 15). Como en otros casos, todo desplazamiento forzado compromete una violación de los derechos humanos y, como ocurre tanto en México como en otros países, suele ser el propio Estado el que origina el desplazamiento, ya sea por asumir un papel de persecutor o por su negligencia para garantizar los derechos básicos de supervivencia (Celis y Aierdi, 2015: 26 y 58; Gómez, 2020: 5).

Al intervenir actores como el Estado y las instituciones, estas realidades subsumen problemáticas de larga duración relacionadas con la violencia estructural e institucional. La violencia como estrategia de reproducción del sistema, como señala Segato (2003: 113), se refunda permanentemente para conservar su vigencia como aparato que subordina a los minorizados en el orden de estatus y para ocultar el acto que la instaura; con ello, la violencia estructural deviene en «la privación de los medios para alcanzar condiciones dignas de vida en un determinado sistema político y económico» (París, 2017: 34). Minorizados y excluidos por raza, género y condición económica, la mayoría de individuos DFI en México se encuentran en condiciones de marginación y pobreza, siendo principalmente indígenas, mujeres, niñas, niños y adolescentes (Pérez et al., 2018: 31); expuestos a la violencia institucional, son víctimas de «las debilidades de las instituciones donde el mal actuar de la burocracia, la centralización de la gestión pública o el dominio de criterios clientelares o patrimonialistas bloquean respuestas adecuadas y ágiles frente al riesgo o peligro» (Pérez, 2020: 140).

En este estudio nos interesa destacar a las mujeres DFI y las violencias que las afectan en sus lugares de residencia anterior, así como la manera en que dichas violencias repercuten en el contexto fronterizo de huida inmovilizada. Cuando las mujeres sobresalen como receptoras de esa reproducción sistémica de poderes excluyentes, de segregación, discriminación y explotación por cuestiones de género en un orden social patriarcal, nos referimos específicamente a la violencia contra la mujer, basada en «una sólida construcción de relaciones, prácticas e instituciones sociales (incluso del Estado) que generan, preservan y reproducen poderes de dominio masculino (acceso, privilegios, jerarquías, monopolios, control) sobre las mujeres, las mismas que deben también padecer la imposición de poderes sociales (sexuales, económicos, políticos, jurídicos y culturales) (Lagarde, 2007: 147 y 148). En este marco, la inmovilidad resalta como «una experiencia localizada que evoca los lugares (cerrados, saturados o restrictivos), donde las personas se ven obligadas a permanecer, con el sentimiento de tiranía espacial que esto genera» (Vidal y Musset, 2016: 2)2. En la inmovilidad fronteriza actúan dos fuerzas que presionan: la que se desprende de las políticas de asilo de Estados Unidos –en este artículo solo referidas para explicar el contexto–, y la que corresponde al Estado mexicano a partir de su injerencia en la violencia estructural e institucional, así como en su inoperancia como garante de los derechos humanos entorno al DFI. La espera, por lo tanto, no solo refiere a un espacio geográfico, sino que constituye un espacio social. Un «hecho social total», siguiendo a Vidal y Musset (2016: 5), en la medida que involucra diversas dimensiones y funda una interacción de poderes sociales, económicos, legales y políticos, prácticas y representaciones.

Partiendo de lo anterior, el artículo sostiene dos argumentos: en primer lugar, que el DFI en México es un problema social que precisa del análisis de las condiciones estructurales que le anteceden y el abordaje de la movilidad como efecto en el que se acentúa la desprotección y las violencias contra las mujeres como parte de ese proceso más amplio. Sus causas obedecen a diversos problemas estructurales que han descompuesto el tejido social, como la penetración del crimen organizado a nivel comunitario, la normalización de prácticas patriarcales y machistas de larga data en el país, así como un aparato de impartición de justicia con serias deficiencias que viola los derechos humanos. En segundo lugar, que es necesario regionalizar la problemática del desplazamiento forzado. Es decir, que la espera en la frontera norte de México requiere distinguirse como un contexto sui géneris de huida suspendida, estancada o contenida que coloca a las personas desplazadas internas que aspiran al asilo en Estados Unidos en un contexto de alta vulnerabilidad, con episodios de revictimización –latentes o patentes– al seguir expuestas a condiciones de desprotección e inseguridad. En términos de política pública, correspondería distinguir esa fase de inmovilidad como parte de un estado de contingencia, esto es, como la fase del desplazamiento en el que se deben ejecutar medidas urgentes para atender y proteger la vida e integridad de las personas durante un evento de DFI y garantizar el respeto pleno de sus derechos humanos. Las medidas urgentes constituyen el conjunto de estrategias y planes de acción de los tres órdenes de gobierno, de organismos internacionales y de la sociedad civil, como son las acciones de asistencia, protección, gestión de soluciones duraderas y apoyo jurídico (Poder Legislativo, 29 de septiembre de 2020: 88 y 89)3. De tal manera que, cuando se analizan las condiciones de vida de las mujeres en situación de DFI en Tijuana, se pone en evidencia un nodo de violencias que emanan de la dimensión estructural y que atraviesan el ámbito institucional, familiar e individual (emocional, físico y sexual).

A fin de sustentar estos argumentos, se presenta un breve escenario del DFI en México, el cual ha llegado a evaluarse como una crisis de derechos humanos en los últimos cinco años (Pérez y Castillo, 2019: 116). En ese marco, se revisa el caso de la violencia experimentada por mujeres en sus lugares de residencia previa y su posterior estadía transitoria y obligada en Tijuana, ciudad que concentra el 59% del total de personas a lo largo de la frontera norte de México a la espera de solicitar asilo en Estados Unidos, la mayoría de las cuales son mexicanas desplazadas (Arvey, 2021: 7; Leutert et al., 2020: 8). Este trabajo recupera parte de los hallazgos de una investigación cualitativa realizada entre agosto de 2020 y febrero de 2021, teniendo como eje de discusión la relectura de 13 entrevistas en profundidad de corte biográfico con mujeres adultas, todas madres, acompañadas en esa frontera por sus hijas e hijos. Desde lo vivencial, se observa que la indefensión y el miedo son una constante en sus condiciones de vida, unidos a un fuerte sentido de pérdida, ansiedad e incertidumbre. 

Causas del desplazamiento forzado en México: crimen organizado y violencia familiar

Siguiendo la tendencia a nivel mundial, México carece de un registro oficial de DFI, si bien aproximaciones internacionales estimaban un acumulado entre 2009 y 2019 de 345.000 desplazados internos por conflictos y violencia (IDMC, s. f.). En cuanto al volumen de desplazados mexicanos que buscaron la protección internacional en Estados Unidos, el Departamento de Seguridad Nacional de ese país reportó en el año fiscal 2019 la recepción de 34.945 solicitudes de asilo por parte de mexicanos, el número más alto en relación con los dos años anteriores (Baugh, 2020: 6 y 7).

En su génesis, diversos autores coinciden en señalar que la política de seguridad nacional mexicana implementada durante el período presidencial de Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012) fue el eslabón que detonó la cadena de expansión de la violencia proveniente del crimen organizado que se vive desde entonces en el país (Cervantes y Téllez, 2020; Gómez y Espinosa, 2020; Díaz y Romo, 2019; Pérez y Castillo, 2019, entre otros). Se trató de una política de choque entre fuerzas militares y policiales y las células del crimen organizado, lo que derivó en la multiplicación de enfrentamientos y de condiciones de inseguridad (Gómez, 2020: 12). Así, resultó ser una política fallida cuya proliferación quedó afianzada en variables estructurales como «la debilidad estatal previa y la desigualdad social característica de algunos de los estados con mayores índices de violencia» (Gómez y Espinosa, 2020: 29). Secuestros, asaltos, reclutamientos obligados, toma de territorios, extorsiones, imposición de cuotas por «derecho de piso», así como una creciente promoción de componentes simbólicos del narcotráfico como vía de poder, se convirtieron en expresiones cada vez más comunes en diversas regiones del país y en las principales causas del DFI.

De acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 2019 casi una tercera parte de los hogares mexicanos había tenido al menos un integrante como víctima de un delito. Solamente se denunció y se abrió carpeta de investigación en el 7,6% del total de casos, de los cuales un 44,5% concluyeron en que «no pasó nada o no se continuó con la investigación». La escasez de denuncias, según la encuesta, parece obedecer a que más del 70% del total de la población adulta en México considera que los jueces son corruptos y un 66% califica así al personal de los ministerios públicos estatales. En relación con el hecho de ser mujer, el 74,1% de las encuestadas percibe su municipio de residencia como inseguro (INEGI, 2020: 8, 40, 43, 48 y 57). Basándose en la misma encuesta, el Consejo Nacional de Población (CONAPO, 2019: 25), estimó que un 62% del total de personas que se habían visto precisadas a cambiar de vivienda o de lugar de residencia para protegerse de la delincuencia eran mujeres.

Una segunda causa del DFI en México es la violencia familiar, es decir, la que se desprende de «un acto de poder u omisión intencional, dirigido a dominar, someter, controlar o agredir física, verbal, psicoemocional o sexualmente a cualquier integrante de la familia, dentro o fuera del domicilio familiar, por quien tenga o haya tenido algún parentesco por afinidad, civil, matrimonio, concubinato o a partir de una relación de hecho y que tenga por efecto causar un daño» (CNDH, 2016: 2)4. Sus expresiones más recurrentes en el país señalan que se trata mayormente de una violencia ejercida por hombres en contra de mujeres, niñas y adolescentes. Los últimos datos oficiales indican que, en 2016, cuatro de cada diez mujeres en una relación habían sufrido algún tipo de violencia por parte de su pareja (INEGI, 2017: 35).

Así, en las causas del DFI en México para las mujeres se conjugan dos fuentes de violencia: a) la violencia familiar, que se caracteriza por ser sostenida en el tiempo y soportada por las mujeres de forma regular durante años y en la que, comúnmente, el agresor es la pareja, y b) la violencia del crimen organizado, la que suele presentarse como un evento aislado e intempestivo en el que el esposo suele ser la primera víctima directa. Ambas violencias no son excluyentes, ya que pueden llegar a enlazarse en la experiencia de vida de una misma mujer. Desde ese ángulo, destaca asimismo que «las mujeres mexicanas sufren de la violencia de la narcoguerra que azota el país desde 2006. Sin embargo, hay una tendencia a decir que esta afecta más a hombres que a mujeres –70% de muertos y desaparecidos son varones–, sin reparar en que la violencia sexual y de género se encuentra en un continuum de violencia» (Estévez, 2020: 28 y 29).

Como parte de este contexto, cabe destacar que el DFI sigue pendiente de fortalecerse en materia legislativa con un soporte normativo especializado. De hecho, se reglamenta junto con otras problemáticas a través de la Ley General de Víctimas (Poder Legislativo, 9 de enero de 2013), aludiendo a las personas en situación de desplazamiento interno como parte de los grupos de población que han sido víctimas de delitos y de violaciones a los derechos humanos, sin considerar las particularidades del DFI para su atención, protección, reparación y garantía de derechos. Desde 1998 hasta el primer trimestre de 2020 se habían presentado ocho iniciativas de ley sin haber sido aprobadas (CMDPDH, s. f.). Incluso el tema estaba diluido en el discurso y en la agenda pública debido a la resistencia del Estado a reconocer el DFI como una problemática significativa dada su incidencia y su afectación multidimensional. De acuerdo con Frausto y Galicia (2020: 11), «esta omisión respondía no solo a la intención de evitar responsabilidades, sino también a un intento de ocultar la posible participación de algunas autoridades públicas en los sucesos que orillaron a las personas a desplazarse de sus hogares».

Finalmente, en abril de 2019, ante la presión pública y la evidencia, el Gobierno mexicano se pronunció a favor del reconocimiento del fenómeno y, en septiembre de 2020, la Cámara de Diputados aprobó la iniciativa de Ley General para Prevenir, Atender y Reparar Integralmente el Desplazamiento Forzado Interno (Poder Legislativo, 29 de septiembre de 2020). Esta ley vislumbra un giro en la atención de la problemática y en la instauración de una política pública específica, al estar fundamentada en la obligación del Estado de reconocer y garantizar los derechos de las personas en situación de desplazamiento forzado interno (art. 2, fracc. vi: 86). Sin embargo, en el primer cuatrimestre de 2021, esta iniciativa seguía sin contar con la aprobación de la Cámara de Senadores –trámite necesario para entrar en vigor–. Mientras tanto, el DFI continúa siendo un fenómeno «victimizante, resultado de una gestión gubernamental poco eficiente» que acarrea una desarticulación social (Gómez, 2020: 9) y facilita expresiones de violencia institucional, como se ejemplifica en los siguientes testimonios. 

 «No nos quedó más que huir»: violencias en los lugares de residencia de mujeres desplazadas

La mayoría de las 13 mujeres entrevistadas habían nacido en el mismo lugar del que habían tenido que desplazarse, estando este en zonas urbanas o semiurbanas. Mayoritariamente estaban casadas e integraban configuraciones familiares predominantemente nucleares y, en menor medida, extensas o monoparentales maternas. El rango de edad era de 21 a 58 años, lo que pone en evidencia el impacto expansivo y transgeneracional del desplazamiento forzado por violencia. Respecto a su ocupación, la mayor parte se dedicaba a labores del hogar, algunas eran comerciantes y otras trabajaban en el sector de servicios. La escolaridad promedio se ubicaba en niveles básicos, con al menos un año cursado de primaria o de secundaria, mientras que dos mujeres eran semianalfabetas. Tres mujeres habían salido de sus entidades5 por ser víctimas de violencia familiar, ocho por violencia proveniente del crimen organizado y dos habían estado expuestas a ambos tipos de violencia, ya que la pareja agresora pertenecía a alguna célula delincuencial o conseguía su apoyo para intimidar y controlar a la mujer. Las mujeres procedían, coincidentemente, de Guerrero o de Michoacán, entidades costeras del Océano Pacífico mexicano con uno de los mayores índices de desplazamiento forzado masivo en el país (Pérez et al., 2020: 21). Se ha documentado que en Guerrero los desplazamientos están relacionados con el crimen organizado, los grupos de autodefensas y las disputas de terrenos ejidalespor proyectos extractivistas (Gómez, 2020: 15). En Michoacán, por su parte, la violencia prolifera a partir de «vacíos institucionales» que facilitan «una fuerte presencia de grupos del crimen organizado» (Cortés et al., 2020: 36).

La violencia proveniente de la delincuencia organizada se empieza a vivir como experiencia, primero, por las circunstancias que permean el entorno inmediato (barrio o colonia) para después condensarse en una afectación más directa. En un primer momento, las personas advierten en su comunidad la recurrencia de delitos tales como robos, extorsiones, asesinatos y secuestros, lo que va condicionando su manera de comportarse e interrelacionarse, al establecer medidas cotidianas de protección que paulatinamente van construyendo modos de vida que, de alguna manera, normalizan la violencia. El hecho de estar expuesto a las operaciones del crimen organizado se relaciona, en parte, a una posición socioeconómica media-baja o baja, que limita las posibilidades de vivienda y circunscribe a la población dentro de zonas periféricas o marginales, regularmente de alta criminalidad. Las entrevistadas coincidieron en destacar que fue en los últimos 10 años (desde 2010) cuando empezaron a percibir un incremento de la violencia en sus entornos cotidianos; una violencia promovida, principalmente, por las actividades del tráfico de drogas, las cuales se vieron facilitadas por las deficiencias en las funciones de vigilancia de la policía. En la ciudad de Lázaro Cárdenas (Michoacán), por ejemplo, «va el Gobierno y, sí, revisa según las calles, las colonias y eso, pero, de todos modos, los fulanos [delincuentes] andan ahí como quien dice “sueltos” (…) y pues uno qué les va a decir; nomás uno se mete a sus casas y ya» (Margarita, 41 años)7.

En este contexto, la protección que logran agenciarse consiste en formas de resistencia mínimas comparadas con el poder de los victimarios: resguardarse en casa, salir acompañadas y mantener en lo posible a niñas y adolescentes en el hogar. Los riesgos y violencias imperantes en los lugares de residencia guardan la latencia de cristalizarse en ataques directos en cualquier momento, lo que, si finalmente ocurre, se convierten en causa de huida, sea por amenazas, secuestros, extorsiones o asesinatos, con daños físicos, psicológicos y/o patrimoniales. El testimonio de Dulce (25 años) revela la penetración del crimen organizado y sus agresiones culminantes: ella y su madre vendían dulces en Acapulco (Guerrero), un puerto turístico. Llevaban tres años pagando «derecho de piso» a los delincuentes, cuota exigida para «permitirles» trabajar en su comercio. Cuando el monto alcanzó cifras imposibles de cubrir, los delincuentes llegaron a su local a amenazarla y golpearla, amagando con una pistola a su hijo de apenas cuatro años que estaba con ella. «Sentía yo los segundos. Y le pusieron un arma en la cabeza [a su hijo]. No nos quedó más que huir. Ya habían sido demasiadas extorsiones. Nosotras tampoco podíamos hacer nada».

El desplazamiento forzado por violencia familiar resulta igualmente dramático. Este tipo de violencia se presenta durante años mediante abusos reiterados y exponenciales hasta llegar el punto álgido en el que peligra la vida. El ejecutor de estas violencias, en las historias documentadas, invariablemente es la pareja de la mujer y padre de sus hijos. Puede ser una violencia del orden de lo verbal, físico, psicológico, sexual y/o económico, regularmente fusionada con problemas de adicción y celos. La exposición a las agresiones machistas intimida y denigra profundamente a las mujeres, quienes se advierten altamente vulnerables y desprotegidas. Como mecanismo de agresión recurrente, se observó que el padre utiliza a los hijos e hijas como transmisores de mensajes para la madre, exponiéndolos deliberadamente a situaciones altamente agresivas y sometiéndolos a una carga emocional extraordinaria sin importar la edad. Así lo expresó Esperanza (42 años), cuyo esposo la violaba sistemáticamente; drogadicto, narcomenudista y celoso: «la última vez que lo vi fue en marzo [de 2018]. Iba armado. Iba a matarme. En cuanto mis hijos lo vieron, la niña y el niño se echaron a correr. Les dijo: “vine a matar a tu madre, ven para que veas, vengan para que vean”». El giro que lleva a una mujer a decidir cortar con esa violencia sostenida es la constante preocupación por la integridad de sus hijos y la vivencia de un episodio extremo. Como atestigua Jessy (32 años), con hijos de 8 y 12 años de edad: «me quiso ahorcar, todo delante de mis hijos. Cuando eso sucedió, que él me empezó a golpear y todo, mis hijos se le fueron encima para defenderme (…) No sé cómo yo pude reaccionar (…) Corrí con mis niños».  En tres de los cinco testimonios recuperados para este estudio y que involucran violencia familiar, se repiten estos momentos, los cuales aumentaron especialmente durante el confinamiento por la COVID-19, en correspondencia con el patrón nacional de incremento en las manifestaciones de violencia contra la mujer, cuando las llamadas de emergencia llegaron al pico de 26.171 llamadas en marzo de 2020, el máximo registro mensual desde 2016 (SESNSP-CNI, 2021: 93).

Como parte de las circunstancias que imperan en los lugares de residencia en origen, y que terminan conduciendo al DFI, destacan los problemas recurrentes de corrupción e impunidad de las autoridades locales y del sistema de impartición de justicia –con su participación, fallas u omisiones– que sostienen la falta de garantía de derechos y la vulnerabilidad de este grupo de población. En los testimonios de las mujeres son constantes las referencias a la colusión de la policía en hechos ilegales como cohecho y protección de delincuentes; a la negligencia en el seguimiento de sus denuncias y, en general, apuntan a un desamparo institucional que las afecta considerablemente, lo que adjudican a su condición de pobreza, ya que advierten que la justicia se vincula al poder económico, así como a su condición de género, en la medida que tanto agresores como autoridades transitan en un esquema patriarcal que invisibiliza su situación y menosprecia las agresiones. En cuanto al debido proceso o acatamiento de los procedimientos judiciales, se observa cómo «la denuncia representa más peligro que solución y se visualiza como un camino inútil» (Díaz y Romo, 2019: 89).

En palabras de las mujeres desplazadas: «cuando a este señor no le hacían nada, al papá de los niños, es cuando sí tenía mucha impotencia. ¿Cómo no pueden proteger a las madres ni a sus hijos? Eso es muy claro de que no apoyan a uno, el Gobierno» (Eugenia, 39 años). Miriam (32 años), quien ha pasado por un triple desplazamiento huyendo de la violencia desde Guerrero, Nuevo León y estando ya en Tijuana, refiere: «ni siquiera demanda queremos poner; tienen palancas. En Guerrero se maneja así. Si denuncias algo que viste, la policía toma el caso y te llevan, pero te entregan con la gente mala, ni siquiera hacen justicia por lo que estás denunciando». Por su parte, Esperanza narra que interpuso una denuncia cuando el esposo rompió la puerta de la casa con un hacha. Le dijeron «que no procedía, que solo en caso de que él la violara, le robara o la matara, sí». En las oficinas del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) en Michoacán, organismo encargado de la protección integral de niñas, niños y adolescentes, una abogada le brindó apoyo al inicio y después le sugirió que consiguiera dinero para pagar un abogado porque «ella tenía mucho trabajo». En el Ministerio Público le llegaron a decir «que mejor tomara a sus hijos y se fuera de ahí». La primera vez que Esperanza denunció la violencia familiar que vivía con su esposo tenía 16 años. Hoy tiene 42.

Basándose en sus experiencias de vida, las mujeres perciben que la corrupción y la impunidad son fallas del Gobierno mexicano en general, no exclusivas de sus lugares de residencia, por lo que extrapolan su apreciación a todo el país. A partir de esta apreciación, visualizan que su huida debe tener como fin una protección internacional, de ahí su propósito de dirigirse hacia la frontera norte y solicitar asilo en Estados Unidos. En los relatos no aparece el ideal tradicional de la movilidad Sur-Norte del «sueño americano», debido a que las personas DFI no han tenido tiempo de realizar tal construcción imaginaria y porque el desplazamiento forzado no radica propiamente en un objetivo migratorio, sino en un escape de ese sistema deficiente. La frontera internacional representa un freno para los agresores porque hay requisitos que cubrir para poder cruzarla, de tal manera que Estados Unidos se aprecia como un país seguro y con instituciones consolidadas. «No me siento segura en México. No sé la magnitud del poder que ellos [los delincuentes] tengan para podernos buscar, pero yo pienso que en Estados Unidos no darían con nosotros, porque hasta donde yo sé, en Estados Unidos tienen unas leyes muy justas», argumenta Yesenia (58 años), quien huye del crimen organizado con sus nietas y su nuera después de haber recibido amenazas de los mismos agresores que asesinaron a su hijo.

En general, la violencia del crimen organizado y la violencia familiar como causas del DFI en los entornos de vida de las entrevistadas reflejan una descomposición social en México, con afectaciones individuales, familiares y comunitarias enclavadas, a su vez, en problemáticas estructurales que tienen que ver con instituciones poco robustas –principalmente las de impartición de justicia y de protección de derechos humanos– y con la prevalencia de desigualdades asentadas en el patriarcado y la exclusión. Finalmente, llegado el momento de escapar, la familia de la mujer suele ser un apoyo decisivo. En las historias documentadas, las redes familiares en México regularmente se movilizan en la fase inmediata a la salida de las mujeres, con aportaciones económicas para su traslado hacia la frontera y/o resguardándolas temporalmente en sus hogares. Complementariamente, sus redes en Estados Unidos aportan capitales monetarios, información, soporte afectivo y un próximo nicho de acogida, constituyendo recursos cardinales. El hecho de dirigir su camino a Tijuana se asocia estrechamente con el apoyo recibido por este tipo de redes trasnacionales, ya que esta ciudad históricamente se ha identificado como frontera de paso. Las mujeres, en su condición de madres, asumen la conducción de la fuga junto a sus hijas e hijos, de tal modo que «agencian la defensa, formas, modalidades y distribución de recursos asociados a la reproducción cotidiana de la familia en el tránsito del desplazamiento y de la instalación en los destinos» (Salazar, 2014: 65). 

«A la nada nos venimos»: huida inmovilizada en Tijuana

El fenómeno del DFI empezó a evidenciarse en Tijuana alrededor de 2014, con la llegada de desplazados en «episodios masivos» o en los llamados «gota a gota»8, precisamente provenientes de Guerrero y Michoacán, huyendo de la violencia ocasionada por organizaciones criminales y/o violencia familiar (París, 2018: 24; Avendaño et al., 2016: 17 y 69). Aun cuando Tijuana se encuentra entre los municipios más violentos a nivel nacional, con un promedio de cinco homicidios dolosos diarios de enero a noviembre de 2020 (GESI, 2021), las personas desplazadas siguen buscando esta ciudad fronteriza como puente de ingreso a Estados Unidos.

Desde las subjetividades de las mujeres entrevistadas, la espera en Tijuana configura una situación de tránsito en la que perdura un sentido de lucha, de ocultamiento y de alerta continua. Cuatro de ellas, en septiembre de 2020, llevaban entre ocho meses y un año en esa coyuntura, dos tres meses y el resto un mes o menos. A principios de 2021, con la suspensión aún vigente de los procesos de asilo en Estados Unidos, la espera en Tijuana se calculaba en 17 meses (Arvey, 2021: 9). Una inmovilidad que constituye un estado de alta vulnerabilidad dadas las condiciones anímicas de llegada, las complicaciones para poder trabajar, para la cobertura de las necesidades relacionadas con la atención a la salud y para retomar el ciclo escolar de los hijos. En general, al llegar a Tijuana las personas desplazadas se encuentran con esta situación de retención de manera sorpresiva, ya que es común que desconozcan cómo opera el sistema de asilo estadounidense. Así, el sentido del desplazamiento forzado como «una movilidad intempestiva, perentoria, de huida» (Salazar, 2014: 59), choca de frente con el muro de la espera y la muy escasa protección gubernamental. Sus principales apoyos provienen de sus propias redes, de la sociedad civil local y de organismos internacionales. Siendo el alojamiento una necesidad primaria, los albergues para personas en movilidad son espacios de concentración y un referente de los flujos que arriban a la ciudad. Las condiciones de vida de las mujeres desplazadas que se documentaron se centran en estos lugares de acogida. 

Condiciones de vida en albergues de Tijuana

En esta frontera, el alojamiento de la población en movilidad recae casi en su totalidad en albergues de la sociedad civil o de organismos internacionales9. Las entrevistas se realizaron en cinco albergues que permanecieron abiertos durante el confinamiento, cuatro de la sociedad civil local y uno de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM)10. Los albergues de la sociedad civil, en general, reciben el apoyo de otras organizaciones civiles y de organismos internacionales para cubrir ciertas necesidades de alimentación, mejora de instalaciones, asesoría legal, terapia psicológica, programas educativos, así como actividades lúdicas para niñas, niños y adolescentes. La sinergia interinstitucional y la profesionalización de la atención es variable entre los albergues. Los recursos con los que cuenta cada uno de ellos explican las diferencias existentes en la calidad de las instalaciones y en la atención otorgada; también definen la zona de la ciudad en la que se ubican (relativamente seguras o inseguras); sus posibilidades de otorgar insumos (productos de higiene personal, ropa y calzado) y de cubrir las necesidades alimentarias, educativas, de salud y de inserción laboral. Los aportes que llegan a recibir del Gobierno pueden consistir en subsidios en servicios, donativos en especie o la coordinación de visitas periódicas de unidades móviles de salud, así como el registro escolar de niñas, niños y adolescentes. En la ciudad no existe un albergue ni otro tipo de organización o institución dedicada a la atención de personas en DFI. En los albergues visitados se les atiende de manera estandarizada como parte del heterogéneo conglomerado de población en movilidad.

Las personas DFI que ingresan a los albergues suelen ser aquellas que llegan con muy pocos recursos económicos y están limitadas para alquilar alguna vivienda o habitación por su cuenta, si bien en algunos casos logran hacerlo por un tiempo corto, sobre todo a la llegada. Para las mujeres entrevistadas, los albergues adquirieron una significación fundamental como espacio de amparo, no solo para su subsistencia, sino también por reforzar un sentido de protección y solidaridad. Estas madres, en conjunto, tenían bajo su resguardo a 29 hijas e hijos, desde bebés hasta adolescentes, y solo dos de ellas estaban acompañadas por sus cónyuges. Aunque estos albergues se asumen como lugares desconocidos para los agresores, en las narrativas de los testimonios de las mujeres perdura el miedo y la sensación de riesgo; algunas, incluso, hicieron referencia a la sospecha que las autoridades de su localidad habían llegado a proporcionar datos de su paradero. Así lo mencionó Mónica (45 años) sobre su lugar de procedencia en Guerrero, del que no quiso precisar el nombre por este mismo temor. En el caso de Eugenia (39 años), su agresor, inmiscuido en el narcotráfico además de ejercer violencia familiar, «ya sabe dónde estoy. Pensé que él para acá nunca iba a venir, no me iba a alcanzar, pues, pero ya se enteró».

La vida en los albergues durante la espera –en cuanto a empleo, salud física y educación de los hijos e hijas– se va resarciendo en la medida de lo posible dentro de ese margen de recursos, carencias y cautela. Respecto al trabajo remunerado, las mujeres sin pareja y con hijos pequeños observan la mayor vulnerabilidad. Aún en el confinamiento, los albergues permitían las salidas con fines laborales siempre y cuando los vástagos quedaran bajo el cuidado de un adulto, lo que resultaba difícil de conseguir al estar entre personas desconocidas. Algunas mujeres encontraban como solución emplearse dentro del mismo albergue cuidando a hijos de otras familias. De los 13 casos documentados, solo dos mujeres habían podido emplearse, una de manera eventual e informal en labores de limpieza y otra en una fábrica maquiladora, resolviendo el cuidado de los hijos con familiares que las acompañaban.

Referente a la salud física, en los albergues se otorga atención muy básica, quedando las enfermedades de mayor complicación pendientes de atenderse. Entre las mujeres entrevistadas se mencionaron diversos malestares de orden ginecológico, además de diabetes e incluso casos de tumores en matriz y cerebro, así como calcificaciones renales. Sin embargo, ninguna había logrado contar con tratamiento adecuado. Violeta (33 años) ejemplifica esa desprotección y hace referencia a la calidad de los servicios a los que pueden acceder las personas desplazadas. Este caso implica, además, una violación a los derechos sexuales y reproductivos en una institución pública: llegó embarazada a la frontera y, en el momento del parto, en el hospital le pidieron su consentimiento –en realidad obligado– para que en ese momento eligiera entre una salpingoclasia –o ligadura de trompas– o un dispositivo anticonceptivo (DIU). Optó por el segundo, aunque ello le generó graves trastornos que no había podido atender.

En relación con la educación de las y los hijos, el carácter temporal de la estancia en la frontera se percibe entre las madres como una brecha en la educación con reconocimiento oficial, considerándola con pesar como un costo más de los efectos del DFI. A raíz del confinamiento y del cierre de las escuelas en México se complicó la situación, ante la imposibilidad de incorporarse a las clases en línea desde los albergues porque su equipamiento y espacios no estaban diseñados para eso. Uno de los albergues visitados mantenía un programa educativo presencial a cargo de una organización civil, pero tres madres lo consideraban como un curso informal al carecer de reconocimiento oficial. Por su parte, el Gobierno del estado de Baja California implementó, a mediados de 2020, el Programa de vinculación con Albergues para atender las necesidades educativas de niñas, niños y adolescentes en tránsito a nivel de primaria y secundaria, tanto de alumnos mexicanos como extranjeros11. Sin embargo, a través de los casos documentados no fue posible advertir su aplicación.           

Efectos del desplazamiento forzado en la salud mental de las mujeres

Entre las condiciones de vida en la frontera, destaca especialmente la situación de la salud mental, por evidenciarse como una de las grandes necesidades de atención, al haberse alterado el estado de bienestar y mente positiva (emocional y psíquica) que permite al individuo afrontar las presiones de la vida y ser productivo (OMS, 2004: 32). El desplazamiento forzado deriva en «sentimientos de desorientación», lo que «remonta a dinámicas de adaptación forzada, altamente exigentes en la comprensión macro y micro de los acontecimientos y en la significación de su propia familia en los nuevos escenarios» (Salazar, 2014: 64). Por ejemplo, Margarita (41 años) y su familia recibieron una amenaza de muerte que los llevó a dar un giro disruptivo en sus vidas: «que de repente lleguen unos fulanos y nos echen a la calle. Como quien dice, a la nada. Pues a la nada nos venimos». Al respecto, las mujeres presentan constantes en las expresiones de los duelos complicados que sufren. La separación de la familia y de la comunidad constituye un severo costo emocional, ya sea porque tuvieron que suspender el contacto con familiares cercanos por motivos de seguridad o por el asesinato de alguno de sus integrantes. Además, pasan por el desarraigo de sus comunidades y el desprendimiento de su vida cotidiana, siendo uno de los duelos más sentidos el de la pérdida del patrimonio familiar, ya que perder el hogar no solo tiene implicaciones materiales, sino también afectivas e identitarias. «Todo lo que uno tiene en la vida. Toda mi vida he estado ahí, desde mis 14 años. La infancia de mis hijos. Todo ha estado ahí. Es una tristeza dejar todo de repente. Dejarlo nomás así, no se lo deseo a nadie», compartió Margarita.

Asimismo, el sufrimiento durante la espera en la frontera evidencia exclusión social. Miriam (32 años) lleva tres meses en Tijuana, donde «siento que mucha gente me observa… Nosotros somos muy luchadores y no somos personas de problemas y hemos intentado vivir en otro lugar, y otro, y otro, y creo que ya ha sido mucho. Ha sido mucho y no veo salida, la verdad. A mí me gustaría que nos dieran el asilo [en Estados Unidos] porque quisiera tener segura a mi familia». Eugenia (39 años), quien suma ocho meses inmovilizada en la frontera, comenta: «me la paso deprimida, ya quiero irme, ya quiero regresar, pero ya luego mi papá, mis hermanos que están allá esperándome en el norte [Estados Unidos] me dicen que no me vaya [de regreso], que [mi esposo] va a ir otra vez a quererme golpear a mí y a los niños. Ya son muchos meses».  Así, en medio de las cargas emocionales propias, desde su condición de madres perciben la demanda interiorizada de contener emocionalmente al clan familiar, autoexigiéndose para mostrarse fuertes ante sus descendientes. Algunas colocan entre sus hijos la expectativa del asilo en Estados Unidos como promesa de una vida libre de violencia y de mayor bienestar. En contraparte a esa búsqueda de una imagen de fortaleza, se encuentra la expresión más contundente de la carga que significa la sucesión de duelos: la ideación suicida. Una de las mujeres expuestas a violencia familiar y a la violencia del crimen organizado llegó a considerarlo, culpándose de que su familia siguiera en riesgo a causa de su pareja. Ha pensado regresar con el esposo para que «acabe conmigo y se termine el peligro para la familia».

Este abanico de experiencias vividas en la frontera, dentro de los albergues, remite a la fase del DFI que ya se señalaba como extraordinaria, de contingencia y emergencia, no solo por la inseguridad latente o patente, sino también por los diversos costos que conlleva el desplazamiento y que afectan prácticamente todas las dimensiones de vida de las personas involucradas, en este caso, las mujeres. Para ellas, las violencias experimentadas en los lugares de residencia anterior, las pérdidas por el desplazamiento y la incertidumbre del porvenir se conjugan y acumulan en la frontera, repercutiendo de manera contundente en su salud mental. Los albergues con redes más consolidadas recurren a otras organizaciones de la sociedad civil para responder a esta necesidad de atención psicológica; sin embargo, la mayoría de mujeres entrevistadas no cuenta con este tipo de atención, o percibe que la terapia a la que tiene acceso no se da con la frecuencia requerida. 

Conclusiones

El fenómeno del desplazamiento forzado interno (DFI) en México es multifactorial, si bien la raíz principal se ubica en añejas y serias deficiencias del sistema de impartición de justicia y en ciertas formas de operación de los cuerpos policiales del país: deficiencias comúnmente articuladas con la corrupción y la impunidad que facilitan la subsistencia de un terreno en el que prolifera la espiral de violencias que trae consigo el crimen organizado y las agresiones dentro de las familias. Aunado al tardío reconocimiento del DFI por parte del Estado, se adolece hoy en día de la ausencia de una política pública específica para este tipo de población en movimiento. La normatividad existente contenida en la Ley General de Víctimas (9 de enero de 2013) no alcanza a atender operativamente las particularidades del DFI, como lo ejemplifican las narrativas de las mujeres entrevistadas en las que débilmente aparece un compromiso institucional y, en los casos que se presentó denuncia, la respuesta oficial resultó infructuosa o hasta contraproducente. Lo anterior subraya la pertinencia de considerar el DFI como una problemática social amplia que debe abordarse no solo como una cuestión de movilidad, que parece ser la tendencia del Gobierno, ángulo este último desde el que se estarían focalizando mayormente sus efectos más que sus causas.

Asimismo, resalta la importancia de diferenciar la problemática tanto a escala regional como desde perspectiva de género. En cuanto al primer punto, las experiencias examinadas puntualizan la manera en que la estancia en la frontera norte de México para aspirantes a solicitar protección internacional se convierte en una fase de huida inmovilizada que expone a las personas desplazadas a condiciones de vida precarias, inseguras y emocionalmente costosas. En ese tránsito liminal, se refleja la desprotección que existe desde el Estado y sus instancias de gobierno y, sobresaliendo en Tijuana, el involucramiento de la sociedad civil local y de organismos internacionales para resarcir, en la medida de sus capacidades, los vacíos. Respecto al segundo punto, desde la perspectiva de género, destacan la violencia familiar y el crimen organizado como causas principales del DFI. Soportadas en el andamiaje de la violencia estructural e institucional, desde sus distintas naturaleza y dimensiones, estas violencias dan como resultado afectaciones que, como se ha analizado, trastocan la vida de las mujeres en sus derechos humanos y su integridad física y emocional, quedando victimizadas y excluidas de una manera particular por el hecho de ser mujeres. Además, al ser madres, existe una correlación en la necesidad de extender estrategias de protección para sus hijas e hijos en beneficio de la unidad familiar.

La contundencia de la violencia sufrida por las mujeres entrevistadas se advierte como parte de un universo de voces y experiencias cada vez más amplio en México, lo que apuntala la necesidad de profundizar en el conocimiento y en el análisis crítico de los factores de distinta naturaleza que intervienen en el fenómeno del desplazamiento forzado interno en  el país. 

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Notas:

1- La reanudación de los procesos de asilo para personas mexicanas permanece sin cambios en los primeros meses de la Administración de Biden (abril de 2021).

2- Traducción propia.

3- Las definiciones de estado de contingencia y de medidas urgentes se retoman de la iniciativa de Ley General en materia de desplazamiento forzado interno, pendiente de aprobación en la Cámara de Senadores de México (abril de 2021). Véase en: http://gaceta.diputados.gob.mx/PDF/64/2020/sep/20200929-III.pdf  

4- Se diferencia de la violencia doméstica porque esta alude al hogar como el espacio físico en el que se perpetúa la violencia (Soto et al., 2003: 11). Las agresiones que originan el desplazamiento forzado interno ocurren dentro y/o fuera del hogar, por lo cual el término de violencia familiar es el indicado para nombrar la causal de esta problemática.

5- México se divide territorial, política y administrativamente en 32 entidades federativas, comúnmente llamadas estados. A su vez, cada estado se demarca por municipios.

6- Tierras otorgadas por el Estado a campesinos o a comunidades campesinas para labores de cultivo.

7- Todos los nombres utilizados son seudónimos.

8- Los primeros compuestos por al menos 20 personas que huyen de manera simultánea de una misma comunidad; los segundos, son desplazamientos aislados, individuales o familiares (Pérez et al., 2020: 13 y 14). Todos los casos documentados corresponden al tipo de DFI «gota a gota».

9- El único albergue del Gobierno en Tijuana es el Centro integrador de Migrantes Carmen Serdán, abierto en diciembre de 2019 para atender a personas registradas en los Protocolos de Protección a Migrantes de Estados Unidos (MPP, por sus siglas en inglés), si bien posteriormente empezó a recibir personas deportadas y solo escasa y fortuitamente a personas DFI (notas de campo).

10- Los albergues de la sociedad civil visitados fueron Movimiento Juventud 2000, Pro Amore Dei, Ágape Misión Mundial y Casa Puerta de Esperanza. El albergue de la OIM se abrió en julio de 2020 y se le conoce como hotel-filtro (por COVID-19), ya que recibe a toda persona en movilidad que voluntariamente acepte cumplir con un aislamiento de dos semanas para después pasar a un albergue de estancia más prolongada.

11- Entrevista personal a Yara López, coordinadora Estatal del Programa Binacional de Educación Migrante (PROBEM) de la Secretaría de Educación de Baja California. Entrevista en línea, 14 de septiembre de 2020. 

Palabras clave: desplazamiento forzado interno, frontera, violencia contra las mujeres, inmovilidad, México, Tijuana

Cómo citar este artículo: Silva Hernández, Aída y Alfaro Trujillo, Beatriz. «Huida inmovilizada en Tijuana: desplazamiento forzado de mujeres mexicanas hacia Estados Unidos». Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 129 (diciembre de 2021), p. 57-77. DOI: doi.org/10.24241/rcai.2021.129.3.57

Revista CIDOB d’Afers Internacionals n.º 129, p. 57-77
Cuatrimestral (octubre-diciembre 2021)
ISSN:1133-6595 | E-ISSN:2013-035X
DOI: https://doi.org/10.24241/rcai.2021.129.3.57

Fecha de recepción: 19.04.21 ; Fecha de aceptación: 02.09.21