Tras el muro: De Tiananmén a Hong-Kong
¿Cómo reaccionarían hoy las democracias liberales frente a una potencial represión todavía más contundente de las protestas en Hong-Kong? ¿Qué harían frente a una repetición de Tiananmén en 1989? Nunca antes había sido tan clara como ahora la renuncia de los estados democráticos liberales a hacer proselitismo de su sistema de valores e instituciones. Tras treinta años, y desaparecido del recuerdo colectivo lo que significó la caída del muro de Berlín, aquel optimismo transcendente que creía en la llegada de una ola democrática ha mutado en un pragmatismo occidental aséptico ante el coloso económico asiático.
La historia ha querido que coincidan en el tiempo las movilizaciones contra el autoritarismo en Hong-Kong con el treinta aniversario tanto de la caída del muro de Berlín como de la masacre de Tiananmén. En Alemania, el derribo coral de los tabiques y la toma de los checkpoints simbolizó la reivindicación del ciudadano y el inicio del fin del despotismo y la opresión soviéticos. Se abría un nuevo periodo marcado por la victoria del estado de derecho y los sistemas liberales de representación democrática. En China, la represión por parte del ejército popular generó airadas respuestas por parte de esas mismas democracias híper-optimistas, destacando las contundentes condenas y sanciones económicas de los Estados Unidos, el Reino Unido y la entonces Comunidad Europea. Las reacciones desde el bando liberal venían a decir que eso ya no era tolerable, que la Budapest de 1956 quedaba demasiado lejos. Muchos lo interpretaron como uno de los últimos coletazos violentos de un régimen que tomaba conciencia de su debilidad ante la ola democrática. Tras el derrocamiento del muro y la derrota de la Unión Soviética, pensaban, era ya inevitable que China no siguiera los pasos marcados por el liberalismo de manual y, gracias a la economía de mercado y el consecuente surgimiento de una clase media empoderada, se convirtiera en unos años en una democracia más.
Tres décadas después de la caída del muro, eso no sólo no ha sucedido sino que más bien parece que las democracias en el mundo estén en retroceso y amedrentadas[i]. Treinta años de vaivenes que nos devuelven al punto de partida: unos estudiantes en las calles de China pidiendo más derechos democráticos. Los cambios de estas tres últimas décadas y el recorrido de las propias democracias liberales nos dan precisamente pistas sobre qué podríamos esperar de ellas hoy ante una posible repetición de los hechos.
De la victoria a la euforia. El fin de la Guerra Fría, simbolizado en la caída del muro de Berlín, fue conceptualizado por muchos como una victoria de la democracia. Al haberse pensado el conflicto bipolar en términos esencialmente ideológicos o de competición de sistemas políticos y económicos, parecía intuitivo creer que la desaparición del contrario significaba la confirmación de la validez -e incluso superioridad- del sistema propio. Una euforia colectiva se apoderó de las democracias, despertando un optimismo transcendente que declaró “el fin de la historia” y la inevitabilidad de una victoria definitiva y perenne. Uno tras otro los regímenes autoritarios sucumbirían a la “ola democrática”.Frente a ello, el rol de las democracias liberales debía ser en todo caso el de “acelerar la historia”: el proselitismo democrático pasaba por trabajar en aras de una liberalización económica que, en el medio plazo, se traduciría en una liberalización política. El multilateralismo global de los años noventa da buena cuenta de esta convicción si pensamos, entre otros, en la Agenda para la Paz de Naciones Unidas (1992), la transformación del GATT en la Organización Mundial del Comercio (1995), o la etapa Wolfensohn en el Banco Mundial (1995-2005).
De la euforia a la imprudencia. El optimismo democrático generó enseguida un clima de euforia que llevó a la sobreactuación. El intervencionismo liberal en el Tercer Mundo de los noventa en adelante fue su mejor ejemplo. Las intervenciones militares en general infructuosas en Somalia (1992), Yibuti (1992) y Haití (1994), a caballo entre el humanitarismo y las lógicas de cambio de régimen y promoción democrática, son consecuencia de dicho optimismo. La imprudencia se vio agravada por la sensación de impotencia derivada de los genocidios en Ruanda (1994) y Srebrenica (1995), donde tras entender en primera instancia que no se podía ni debía hacer nada, se gestaron argumentos morales de peso para justificar posteriores intervenciones. Timor-Oriental o los bombardeos de Yugoslavia por parte de la OTAN durante la Guerra de Kosovo (ambos en 1999) encajarían en esta descripción. Ni la crisis financiera asiática (1997), demostrando que ni el crecimiento sostenido era tan fácil de conseguir ni la economía de mercado y la democracia eran vasos necesariamente comunicados, hizo disminuir la euforia. Después de los atentados del 11-S de 2001, y con el añadido del miedo y la “guerra contra el terror”, algunos estados democráticos iniciaron una segunda ronda de acciones imprudentes que tenían como narrativa central el proselitismo democrático liberal como antídoto del radicalismo y el terrorismo. La invasión de Afganistán dio inicio a un intento de cambio de régimen que hoy, casi veinte años después, parece pasar por la vuelta de unos talibanes descafeinados al poder. Y entonces llegó Iraq.
De la imprudencia al fracaso. La invasión de Iraq (2003), arquetipo del paradigma neocon de la “democracy promotion” y el “regime change”, fue la máxima expresión de la imprudencia. Las democracias lo podían todo, incluso en los contextos más difíciles. Pero la realidad golpeó a todos los cicerones republicanistas. Tras alrededor de doscientas mil víctimas mortales desde la intervención, la sensación en las capitales proselitistas fue que el precio a pagar era ya insostenible. Especialmente para un resultado tan pobre y frágil. Fue una toma de conciencia definitiva de que, más allá de voluntades espurias, no existía la capacidad para construir una democracia importada a la fuerza. Descubrieron por la vía más dura que, quizás, la victoria democrática ni sería cómoda ni mucho menos inevitable. Que sólo puede existir imperativo moral sobre aquello que puedes hacer, no sobre lo que está fuera de tu alcance. Años, más tarde, las llamadas Primaveras Árabes (2011) finiquitaron la reflexión. Libia fue la ratificación de que el proselitismo intervencionista no funciona; Siria, la confirmación de ya no lo íbamos a hacer más.
Del fracaso al nihilismo. Tras treinta años, y desaparecido del recuerdo colectivo lo que significó la caída del muro, el soufflé eufórico ha bajado. Lo que encontramos ahora es una vuelta a las dudas. Las propias democracias no sólo se cuestionan las capacidades de generar cambios efectivos sino la vigencia de la democracia como aspiración universal. Nunca antes había sido tan clara como ahora la renuncia de los estados democráticos liberales a hacer proselitismo de su sistema de valores e instituciones. Al contrario, incluso parecen haber renunciado a la idea de lo que es bueno para ellas es bueno para la humanidad en su conjunto. El mal llamado Occidente, especialmente, reniega por la vía de los hechos de sus valores humanistas fundacionales, incluso en su propia evolución interior, así como de su potencial transformador exterior. El nihilismo democrático impera.
Y en medio de tanta duda, Hong-Kong. En base a ese nihilismo resultante de las últimas tres décadas parece probable que un pragmatismo aséptico, economicista, impediría tan siquiera levantar mucho la voz ante el coloso económico asiático. Aceptarse incapaz de presionar en aras del avance democrático -o tan siquiera un mínimo respeto por el cumplimiento del imperio de la ley, la separación de poderes y los derechos humanos más fundamentales- es el resultado de la toma de conciencia de todos los fracasos anteriores. Ponerse de perfil como la única respuesta colectiva posible.
Pero, si la euforia se ha revelado peligrosa, el nihilismo ensombrece también la esencia de las democracias. Aceptar que no se puede hacer siempre lo que se quiera no implica la renuncia sistemática a la denuncia. Decir que no se puede hacer nada por el futuro de la democracia en Hong-Kong es equiparable a la abdicación de tan siquiera denunciar que nos ofende lo que vemos y que creemos en formas de hacer y de gobernar diferentes a las impuestas por la vía de la represión. Tiananmén fue el símbolo de que algo cambiaba; Hong-Kong no debería ser la muestra de que en treinta años no hemos aprendido qué mundo queremos.
Palabras clave: Hong Kong, Tiananmén, muro de Berlín, China, orden global, Guerra Fría
E-ISSN: 2013-4428
D.L.: B-8439-2012