Las debilidades de la política exterior europea al descubierto
La llegada masiva de refugiados procedentes sobre todo de Siria, aunque también de otros países como Afganistán y la región de África subsahariana, ha demostrado que la política exterior comunitaria está echa jirones. No se trata de una simple cuestión de falta de coherencia de los distintos estados miembros en su respuesta al mayor movimiento de población desde la Segunda Guerra Mundial; ni exclusivamente de un asunto relacionado con la no utilización de las herramientas disponibles dentro de la Unión Europea (ayuda humanitaria, política de vecindad, etc.) para conseguir los mejores resultados; el fracaso tampoco se deriva de sencillos errores administrativos que podrían ser fácilmente subsanados; se trata, principalmente, de un error de concepto. Si esta interpretación es correcta, los acontecimientos que se vieron en televisión el pasado verano sugieren que el impacto de cientos de miles de refugiados –porque esto es lo que son la mayoría de estas personas– conducidos a empujones por las fronteras de Croacia, Hungría, Austria y Francia habla por sí mismo del absoluto fracaso del modo en que las instituciones europeas y los tres países que desempeñan un papel principal en el desarrollo de la política exterior de este continente (Francia, Alemania y Reino Unido) han formulado su política exterior desde la desintegración de la Unión Soviética hace ya un cuarto de siglo.
En la actualidad, el fuerte impulso humanitario compite con el temor, cada vez más pronunciado, a la absorción de un gran número de musulmanes. ¿Por qué, entonces, Europa no ha realizado un esfuerzo mucho mayor para financiar la gestión de los campos de refugiados ubicados en Turquía, Líbano y Jordania, y asegurar así que las personas acogidas no solo reciban alimentos sino que sus hijos también puedan acceder a la educación? ¿Por qué no han propiciado el hecho de que estos refugiados tengan un mejor acceso a los consulados occidentales y a las ONG? La sugerencia de David Cameron sobre que se deberían llevar a cabo más actuaciones para ubicar a los refugiados cerca de las fronteras del país que abandonan tiene sentido; sin embargo, el primer ministro enturbia su discurso dejando entrever una mediocre línea de argumentación con visos xenófobos al hablar de «crisis migratoria» cuando se debaten aspectos de seguridad nacional, para continuar haciendo referencia a la «violencia extremista islamista». El tono que emplean los dirigentes franceses ha sido algo más comedido, sin embargo, todos los políticos, salvo la canciller alemana y el primer ministro sueco, emplean términos que sirven para avivar el creciente temor a la absorción de muchos musulmanes por parte de la Unión. Los partidos antiinmigración, como el Frente Nacional en Francia, están sacando el máximo provecho; los centros de acogida son blanco de incendios en Alemania, mientras que los políticos de derechas de países como Hungría, Dinamarca, Eslovaquia y Polonia comparten su temor a una invasión islámica.
El marco de la política exterior europea se ha venido abajo conceptualmente, y será difícil volver a ponerlo en su sitio. Un marco que, desde 1989, se ha construido sobre la convicción de representar el mayor grupo comercial de países en el mundo y de ser el espejo de la gestión política tras la Guerra Fría en el que el resto del mundo se podía reflejar. Ahora, tal espejo no ofrece más que una imagen de cristales rotos. Cuando el euro se estableció como moneda a principios del presente siglo, algunos políticos europeos se imaginaron que pronto sería una divisa rival del dólar estadounidense. Tras malinterpretar el retorno de Vladimir Putin a la presidencia de Rusia, así como no haber sido capaz de entender los informes del PNUD acerca del mundo árabe que desde 2002 señalan los graves problemas de la mayor parte de los países de Oriente Medio, Europa ha acabado con el dividendo de paz que había acumulado desde la caída de la Unión Soviética. Francia y el Reino Unido han exprimido a sus fuerzas armadas: Londres por haber participado en guerras imposibles de ganar en Afganistán e Irak; y Nicolas Sarkozy por haberse olvidado de las reticencias de su predecesor a participar en la guerra de Irak y por liderar la coalición para liberar a Libia del coronel Gaddafi. Sarkozy hizo caso omiso a los avisos de aquellos que apuntaban a la posibilidad de que surgieran problemas en el futuro. La construcción de naciones (nation-building) hacía furor en Estados Unidos y en la UE a finales del siglo pasado: sin embargo, lo que queda en la actualidad son naciones rotas como Libia y Siria, que nadie sabe cómo recomponer.
La política exterior europea nunca ha llegado a ser ni incluso la suma de sus partes. Tiende a olvidar que sus principales líderes militares, Francia y el Reino Unido, siempre tratan de satisfacer sus intereses particulares sin tener en cuenta las directrices de Bruselas. Europa se engañaba pensando que su influencia comercial la situaría al mismo nivel de Estados Unidos. Ha fracasado estrepitosamente a la hora de interpretar a sus vecinos del sur y del este en términos de realpolitik e «intereses duros» (hard interests), entre otras cosas porque hasta el 11-S estuvo mucho más tiempo absorta en la creación de sus propias instituciones, en tratar de modernizar su economía y acelerar su crecimiento, convencida de la infinita atracción que sus valores democráticos y virtudes económicas podrían ejercer en el resto del mundo.
Hoy, los intereses duros son los únicos que cuentan, no obstante, deberán ser debatidos en el contexto de un continente en el que muchos de sus habitantes y líderes políticos se sienten bajo asedio; en el que su economía crece mucho más lentamente de lo previsto y en el que millones de jóvenes son incapaces, ni siquiera, de encontrar trabajo. El orgullo desmesurado de antaño se ha evaporado para dar lugar a un pesimismo aún más grande. Desde el año 1989, los dirigentes europeos han demostrado ser demasiado optimistas con respecto a lo que podría conseguir la política exterior de este continente. Hoy en día, lo cierto es todo lo contrario.
A los vecinos del sur de Europa, sobre todo los países del norte de África, no les sirve de consuelo el desorden europeo. Si la crisis de los refugiados puede servir de algo, debería ser para obligar a la Unión Europea a atreverse a pensar más allá de lo convencional y así trazar escenarios futuros más audaces. Gestionar la cuestión de los refugiados debería ser una de las numerosas prioridades de una política exterior europea más valiente e integral, en el marco de una continua revisión de la Estrategia Global de la UE.