La importancia del Parlamento Europeo para la ciudadanía
Fernando Guirao
Catedrático Jean Monnet de Historia ad personam, Universidad Pompeu Fabra, Barcelona
10 de Marzo, 2014 / Opinión CIDOB, n.º 227/ E-ISSN 2014-0843
Hace cinco años, en ocasión de las elecciones europeas de junio de 2009 y la prevista entrada en vigor del Tratado de Lisboa, explicábamos que el Parlamento Europeo adquiría mucha importancia en una Europa supranacional. Cinco años después constatamos que, desde el verano de 2009, cuando la crisis financiera internacional se convirtió en una crisis institucional en la Unión Europea, prácticamente toda la acción europea se ha situado fuera de la estructura supranacional, con el protagonismo exclusivo del Consejo Europeo y, por tanto, de los jefes de Estado y de gobierno de los Estados miembros. Las próximas elecciones a la Eurocámara se celebran en un escenario con características similares a las anteriores convocatorias pero también con rasgos propios. Las características compartidas son conocidas: predominio de los problemas locales en la selección de candidatos y durante las campañas electorales, un voto que resultará comprensible sólo en clave interna, el alto grado de abstención y la presencia de populistas euroescépticos y eurófobos. Según el último Eurobarómetro, la confianza del conjunto de europeos en las instituciones de la UE bajó de un 57% en setiembre de 2007, justo antes de la crisis, hasta un 31% hoy; y hay que tener en cuenta que en la última Encuesta Social Europea, la Eurocámara recibe un 3,9 de confianza por parte de los españoles. Muchos ciudadanos identifican la austeridad que practican sus gobiernos con una imposición europea, que proviene esencialmente de la Comisión y del Consejo. La crisis ha traído una visión clara de las limitaciones de la UE y una posición más crítica sobre qué quiere decir integración. Todas las encuestas dan a los euroescépticos y eurófobos un incremento considerable de votos, pero es la expansión de los eurocríticos –aquellos que quieren una UE diferente- la que puede traer sorpresas. En una Europa intergubernamental, que no sigue el viejo método comunitario y es contraria a más transferencia de soberanía, el futuro del Parlamento Europeo es incierto.
El europeísmo simplista ya no tiene espacio electoral. Aquellos que explicaban la integración como un destino manifiesto, como el inevitable camino hacia una fórmula milagrosa que resolvería todos nuestros problemas, han quedado desacreditados. La idea de que un mercado único requería una única moneda – una falacia un millón de veces repetida entre 1989 y 1992 – obtuvo tal apoyo popular en países tradicionalmente inflacionistas como el nuestro, que se descuidaron las necesarias adaptaciones económicas, sociales y políticas. Pues bien, el 41% de los europeos es hoy contrario al euro, con porcentajes muy elevados en las poblaciones que recibieron la moneda única con euforia en 1999: 37% en España, 36% en Italia o 42% en Portugal. Muchos europeos se han despertado del sueño europeísta de sus dirigentes y no están dispuestos a continuar delegando soberanía sin cuestionar qué se hace con ella a nivel supranacional y quién controla su ejercicio. Lo mismo que puede pasar con el estado del bienestar, son los entusiastas irresponsables de la integración quienes nos han llevado a una situación insostenible. ¿Cómo se traducirá esta nueva visión en las próximas elecciones?
Los analistas han pronosticado un ascenso significativo de los partidos contrarios al actual nivel de integración y favorables a la renacionalización de políticas comunes, hasta una quinta parte del total de escaños. Esta subida en las encuestas es, en parte, debida a que hace meses que las falanges populistas están en campaña ante la lentitud mastodóntica de los partidos tradicionales. No obstante, este ascenso debería ayudar a los grupos mayoritarios en la Eurocámara, a la Comisión, a los gobiernos y a los ciudadanos en general a entender qué implica la integración (qué beneficios conlleva) y qué implicaría la desintegración (qué costes tendría). Necesitamos interiorizar la posibilidad del fracaso, de la marcha atrás, del desmembramiento de la UE para entender el valor genuino y no circunstancial de la Unión, así como la responsabilidad y los sacrificios que, de manera individual y colectiva, se derivan de ella.
El concepto de integración responsable no es un concepto menor. La integración no es un proceso continuo e inevitable; es el resultado de decisiones políticas soberanas que buscan mejorar la cuenta de resultados de los poderes políticos ante sus ciudadanos. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría la integración a estas alturas? No es suficiente con el discurso de la paz para sostener un proyecto como éste. Necesitamos que la UE nos beneficie a todos. Una guerra entre miembros de la Unión no cabe en el horizonte conceptual de las nuevas generaciones que hoy han dado apoyo a la integración mientras es evidente la erosión de los derechos fundamentales y el bienestar. El riesgo principal para la UE no son los partidos xenófobos sino la falta de respuesta efectiva desde las instituciones (de la Unión y de sus Estados miembros de forma combinada) a los retos planteados actualmente por las sociedades europeas. Po tanto, dado el riesgo de desintegración, la presencia de partidos anti-UE podría tener el efecto de forzar pactos entre las fuerzas mayoritarias en el Parlamento Europeo, en los parlamentos nacionales y en los parlamentos regionales, siguiendo el modelo de las grandes coaliciones de la postguerra europea.
La novedad de estas elecciones reside en que, según el Tratado de Lisboa, el Consejo Europeo deberá “tener en cuenta los resultados electorales” en la selección del candidato propuesto para presidente de la Comisión, lo que reforzará la trascendencia política de estas elecciones. En mayo de 2014 decidiremos si queremos una UE más competitiva pero también socialmente cohesionada o sólo fiscalmente consolidada; si queremos una Europa segura pero también respetuosa con los derechos fundamentales de los inmigrantes, vengan de donde vengan; si respetamos el derecho de libre circulación y establecimiento para todos o sólo para los ciudadanos más pudientes; si aplicaremos colectivamente medidas contra la especulación financiera y una fiscalidad progresiva a las rentas del capital y no sólo del trabajo o si la inacción de cada gobierno seguirá escudándose en la falta de acción del resto; si coordinamos la respuesta de más de 500 millones de ciudadanos a los retos de protección de datos, energías renovables, seguridad, igualdad de género, etc., o continuamos actuando como liliputienses ante Estados Unidos, China, Rusia o la llamada globalización. Nosotros decidimos.