El liberalismo en retroceso

Anuario Internacional CIDOB 2023_Artículo_U. ÖZKIRIMLI
Fecha de publicación: 11/2023
Autor:
Umut Özkırımlı, investigador sénior del Institut Barcelona d'Estudis Internacionals (IBEI), profesor en Blanquerna-Universidad Ramon Llull e investigador sénior asociado de CIDOB.
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* El presente artículo desarrolla muchos de los temas que también se exponen en el primer capítulo de mi libro más reciente, Cancelled: The Left Way Back From Woke (Cambridge: Polity, 2023).  

Un duro despertar                                         

Son pocas las voces que, hoy en día, discrepan de la idea de que la democracia liberal está en crisis. Y no se trata de un mero cliché o de la última moda entre los académicos que luego difunden a bombo y platillo los medios de comunicación, sino que estamos ante una tendencia que viene de lejos, y que está bien documentada. «En todas partes, los enemigos de la democracia liberal están intensificando sus ataques», escribían Sarah Repucci y Amy Slipowitz en la introducción del último informe anual de Freedom House, cuyo título lo expresaba de manera aún más enfática: «La expansión mundial de los regímenes autoritarios». Dicho informe afirmaba que «los regímenes autoritarios son cada vez más eficaces a la hora de cooptar o eludir las normas e instituciones que sostienen las libertades básicas, así como a la hora respaldar a quienes comparten sus objetivos». Al mismo tiempo, también en el seno de las democracias más consolidadas, las fuerzas iliberales han explotado las desigualdades sistémicas y las deficiencias de las instituciones para introducir en la política nacional los discursos del odio y la violencia1

Tras realizar un análisis de la situación de la libertad en 195 países y 15 territorios, a través de 25 indicadores diferentes, el informe de Freedom House concluye que 2022 supuso el decimosexto año consecutivo de retroceso de la libertad en el mundo. India, considerada la democracia más poblada del mundo, experimentó una caída significativa en 2021, que incluso la llevó a perder la categoría de estado «libre» para devenir «parcialmente libre». Y este no fue el único caso. Estados Unidos, en el transcurso del motín del Capitolio del 6 de enero de 2021, padeció un ataque atroz y casi letal a su democracia. Según los datos del mismo informe, en 60 países se experimentaron retrocesos de la calidad democrática a lo largo de 2022, mientras que solo 25 mostraron síntomas de mejoría. Esto situó la cifra de población mundial que vive en países «no libres» en el 38%, la proporción más alta desde 19972

Estos datos son corroborados por otros dos índices de democracia ampliamente utilizados. El primero de ellos forma parte de un informe elaborado por la unidad de inteligencia de The Economist, que en 2022 llevó por título «Frontline democracy and the battle for Ukraine», y que evaluó el estado de la democracia en 165 países y 2 territorios a través de cinco indicadores: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política democrática y libertades civiles. El informe concluyó que, a pesar de que casi la mitad de la población mundial vive en «algún tipo» de democracia (45,3%), tan solo el 8% goza de una «democracia plena», dato que es casi un punto inferior respecto al 2015 (8,9%), debido,  principalmente, a la degradación experimentada por los Estados Unidos, que pasó de «democracia plena» a «democracia defectuosa». Y más de un tercio de la población mundial sigue viviendo bajo un régimen autoritario. El informe expresaba especial preocupación ante la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia, en febrero de 2022, que consideró «con diferencia el acontecimiento más importante del año», y que puso de manifiesto los retos a los que se enfrentan las democracias liberales, en particular la tensión entre interpretaciones enfrentadas del principio de soberanía nacional, considerado como un requisito previo para la libertad y la democracia3

El segundo informe de referencia se tituló «Autocratization Changing Nature?», y se publicó en 2022 por el V-Dem Institut. Planteó un retrato similar al anterior, llegando a afirmar que «el nivel de democracia en el que vivía el ciudadano medio global, en 2021, había descendido a los niveles de 1989». Dicho informe señalaba un aumento de las dictaduras, que comprenden al 70% de la población mundial (5.400 millones de personas). También halló indicios de que la naturaleza de la autocracia estaba cambiando. En el contexto actual, los golpes de estado se han vuelto más frecuentes ‒con 4 nuevas autocracias (Chad, Guinea, Malí y Myanmar)‒, la polarización ha alcanzado niveles tóxicos en al menos 40 países y los gobiernos autocráticos han recurrido cada vez más a la desinformación para moldear la opinión nacional e internacional a su favor. Ni siquiera la UE parece inmune a esta tendencia, y puede estar asistiendo a su propia oleada de autocratización, si atendemos a que un 20% de sus estados miembros experimentan un retroceso democrático4

El retroceso del liberalismo 

Si bien existe consenso acerca del momento crítico que atraviesa la democracia, que además cuenta con evidencias científicas, no lo hay respecto a las causas y los atributos de esta deriva, lo que da lugar a un intenso debate acerca de la naturaleza de la crisis. Algunas voces sostienen que se trata de una crisis del liberalismo, ligada al auge del populismo de derechas y de los movimientos antisistema. Otros sostienen, en cambio, que refleja la pérdida de confianza en el sistema político a consecuencia de la globalización neoliberal y del consiguiente desgaste de la soberanía nacional. Esta es, de hecho, una de las tesis centrales del índice elaborado por The Economist en 2022, que subraya la negativa del Sur Global a tomar partido contra Rusia y a seguir la estela de Estados Unidos, Reino Unido y la UE, por razones que van desde la creciente frustración con el existente orden internacional, hasta el resentimiento existente por la injerencia occidental en sus asuntos en el pasado, que muchos vivieron como una hipocresía por parte de Occidente (además de otros cálculos mucho más concretos, como el de la dependencia de los recursos naturales de Rusia)5. Finalmente, también hay quien habla de una doble crisis, en la que el desarrollo de las tendencias iliberales y las tendencias antidemocráticas van de la mano, socavando los dos pilares del orden político actual. 

Como en cualquier crisis, cuando «lo viejo agoniza y lo nuevo aún no alcanza a nacer» ‒parafraseando el célebre adagio de Gramsci‒, no faltan neologismos para describir los tiempos que vivimos, la mayoría de ellos precedidos del prefijo «post», en referencia a algo que ya hemos dejado atrás, ya sea el liberalismo (posliberalismo) o la democracia (posdemocracia). Con independencia de la elección de los términos o de la afinidad ideológica, la larga lista de síntomas ligados al actual malestar político es más o menos coincidente: apatía, atomización, polarización, resentimiento y, sobre todo, rabia, que con demasiada frecuencia se manifiesta en estallidos de indignación, ya sea en internet o en las mismas calles. 

El presente artículo busca analizar la crisis de la democracia liberal; sin embargo, no pretende contribuir al saturado mercado de neologismos escatológicos y de escenarios «del día después», ya que no creo que hayamos dejado atrás ni el liberalismo, ni la democracia. Las crisis no siempre desembocan en finales trágicos; también son una oportunidad para el cambio y la mejora. Me abstendré, por consiguiente, de dramatizar en exceso nuestros problemas y trataré de tomar cierta distancia, argumentando que la crisis actual viene de lejos, y que no somos la primera generación de investigadores que trata de buscar soluciones para salir de ella. 

Sostengo que a lo que asistimos hoy es, sobre todo, a un retroceso del liberalismo, no a su final, ya que por imperfectas que sean la democracia procedimental y las elecciones, siguen siendo para muchos el único marco referencial. Es por ello, que muchos de los índices de democracia mencionados anteriormente han diversificado sus categorías para incorporar nuevos términos como «autocracia electoral», que intentan captar mejor los matices de regímenes híbridos que siguen celebrando elecciones periódicas y relativamente competitivas. Según V-Dem, por ejemplo, la autocracia electoral sigue siendo el tipo de régimen más habitual en el mundo y el que comprende a un 44% de la población mundial, es decir, 3.400 millones de personas6. Líderes autoritarios como Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdoğan, Viktor Orbán o Narendra Modi siguen gozando del apoyo de gran parte de sus conciudadanos y, aunque esto pueda deberse en algunos de estos casos a la manipulación de los procesos democráticos (como la manipulación electoral e institucional, las restricciones de los derechos y libertades básicos, o el desmantelamiento de los mecanismos de control y de equilibrio y de la supervisión judicial), no es esta, desde luego, la razón por la que más de 74 millones de personas votaron por un segundo mandato a Donald Trump en las elecciones estadounidenses de 2020, o por la que Erdoğan consiguió extender su gobierno a una tercera década gracias a más de 27 millones de votos, en mayo de 2023. A mi modo de ver, la principal razón detrás de estos sucesos es una renuncia deliberada al liberalismo7

Hasta que la identidad nos separe 

Para politólogos como Steven Levitsky y Lucan A. Way, los regímenes híbridos eran un fenómeno propio de la pos-Guerra Fría. Según defienden en su obra seminal Competitive Authoritarianism: Hybrid Regimes After the Cold War(Cambridge: Cambridge University Press, 2010) el coste de adoptar un autoritarismo a gran escala se volvió inalcanzable tras el colapso de la Unión Soviética en 1990, lo que dio lugar a un periodo de unos quince años de hegemonía liberal occidental, marcado por un poder militar, económico e ideológico estadounidense sin rival8. Sin embargo, la hegemonía liberal occidental no iba a durar para siempre. Por un lado, el ascenso de China y Rusia modificó el equilibrio de poder mundial y creó un espacio seguro para quienes deseaban cuestionar las normas internacionales liberales. Al mismo tiempo, el poder de atracción del que gozaba Occidente empezó a desvanecerse a consecuencia de las guerras funestas que lideró Estados Unidos en Irak y Afganistán, los problemas internos de la UE, la crisis económica de 2008 y el auge del iliberalismo en las democracias consolidadas. Tanto la UE como Estados Unidos perdieron su interés en promover la democracia a nivel mundial, lo que tuvo como consecuencia una disminución del coste externo de la represión autoritaria. A esto se le añadió el surgimiento de una nueva forma de autoritarismo en países donde hasta entonces la democracia había enraizado, como Hungría, Filipinas, Venezuela y Turquía. Según nos explican Levitsky y Way, remover el equilibrio de poder establecido en estos países exigía una «mayor habilidad, estrategias más sofisticadas y una movilización popular mucho más amplia que en países como por ejemplo Benín, Madagascar o Moldova». Para ello, los aspirantes a autócratas tenían que conseguir mayorías electorales indiscutibles, lo que a menudo «se logran mediante estrategias populistas o etnonacionalistas polarizadoras»9

Sin embargo, aunque acertado en términos generales, el panorama descrito por Levitsky y Way es incompleto y puede resultar algo engañoso, ya que según sus tesis parecería que el retroceso del liberalismo se debería únicamente a la  transformación de la dinámica internacional y a un cálculo de costes y beneficios, lo que no explica por qué la polarización populista y etnonacionalista ha devenido la estrategia predilecta de los autócratas y de los que aspiran a serlo, ni el porqué de su éxito y, lo que es igualmente importante, por qué no han surgido fuerzas compensatorias en el seno de la izquierda liberal o progresista. 

Mi respuesta a esta cuestión es sencilla aunque, a primera vista, quizá pueda resultar controvertida: el retroceso del liberalismo afecta tanto a la derecha como a la izquierda; dicho de otro modo, reaccionarios y progresistas tienen mucho más en común de lo que están dispuestos a reconocer. Y la noción clave aquí es la «política identitaria». Tanto populismo como etnonacionalismo son formas de política identitaria, del mismo modo que el identitarismo radical es la imagen invertida del populismo. La idea del consenso posliberal al que apelan algunas voces ‒y que queda recogida en la proclama a ser «de izquierdas en economía y de derechas en la cultura» del movimiento Blue Labour en Reino Unido‒, no es más que una versión ligeramente atenuada del proyecto hegemónico occidental que Levitsky y Way consideraban desfasado, especialmente en referencia a las cuestiones de cultura, inmigración y seguridad. Esto se explica, en parte, por la proliferación de los discursos extremistas en boca de los partidos de centroderecha y centroizquierda, con vistas a cosechar un mayor éxito electoral, pero también, a unas fuerzas progresistas que no renuncian a adoptar las mismas tácticas y estrategias iliberales de sus oponentes cuando se trata, por ejemplo, de reprimir la disidencia interna. Como resultado de este giro copernicano hacia la derecha, el centro político queda vacío y la política se ve reducida a un juego de suma cero, con dos jugadores cada vez más irreconciliables, aunque en esencia parecidos; una suerte de versión actualizada de la rivalidad entre los hermanos Rómulo y Remo. 

Subrayar la creciente convergencia entre populismo e identitarismo no significa que la izquierda sea equiparable a la derecha, ni que el dogmatismo identitario suponga una amenaza mayor para la democracia liberal que el conservadurismo reaccionario. Ni mucho menos. Lo político está claramente dominado por la derecha, no solo por su éxito electoral o por su participación en coaliciones gobernantes, sino ‒y esto es lo más importante‒ porque marca la agenda política. Y también la derecha domina lo económico (el sistema financiero mundial y gran parte de la riqueza que produce), mientras que la izquierda reclama para sí lo cultural, aunque incluso ahí, su feudo está menguando rápidamente. En gran medida expulsada de los núcleos de poder político y económico, la izquierda se ve cada vez más confinada a una guerra de trincheras en la esfera cultural, sobre todo en los campus universitarios y en los medios de comunicación, llevando la política al ciberespacio y a las calles, imitando la mentalidad del «nosotros» contra «ellos» de la derecha, y contrarrestando la violencia estatal y las desigualdades estructurales con movimientos de protesta ad hoc, activismo de teclado y vigilancia del lenguaje. 

Guerra de catecismos 

Resulta sorprendente en este contexto que, más allá del animado debate académico y político sobre el populismo de derechas y demás formas de política reaccionaria, haya muy pocas críticas al identitarismo radical desde dentro de la misma izquierda actual, en comparación, por ejemplo, con la década de 1990, en la que sí había un debate riguroso, y a la vez empático, entre los defensores de la política simbólica y la izquierda marxista más materialista. En lugar de este debate, hoy asistimos a una avalancha de discursos de derechas, algunos polémicos y abiertamente partidistas, otros con una pretendida aura de objetividad con el supuesto objetivo de proteger la «diversidad de puntos de vista» en el «mercado de las ideas», analogía que utilizó por primera vez el juez Oliver Wendell Holmes Jr. en su opinión disidente en el caso Abrams contra Estados Unidos (1919). Estos discursos reiteran, a grandes rasgos, los argumentos populistas, haciendo hincapié en la supuesta creciente brecha entre el «pueblo» y las «élites» distantes o, siguiendo etiquetas muy extendidas, entre los arraigados a un lugar determinado (somewheres) y los de cualquier parte (anywheres), los de la última fila y los de la primera fila, etiquetas que vienen a visibilizar las «legítimas quejas» de quienes quedan «rezagados» en un mundo de rápidos cambios, creciente diversidad y pérdida de preciados valores tradicionales e identidades nacionales10. Algunos añaden una dimensión étnica a la historia y subrayan la necesidad de hablar de blanquitud, reclamando una nueva política que devuelva a las mayorías blancas la esperanza en el futuro11. El denominador común de estos discursos es un desprecio visceral por la izquierda, a la que responsabilizan del retroceso del liberalismo. Como respuesta ofrecen diferentes variantes del catecismo «fe, familia y bandera», que invariablemente refleja los valores conservadores de la mayoría blanca. Las mujeres suelen figurar como actrices secundarias en esta puesta en escena, invocada principalmente contra los «otros», extranjeros, en particular los inmigrantes musulmanes o los abanderados progresistas de la justicia social, y la mayor parte de las veces acaban blanqueando o amplificando el mensaje de los populistas de derechas y los movimientos de extrema derecha. 

Aquí radica pues el reto para quienes desean frenar esta tendencia creciente hacia el autoritarismo. El iliberalismo no es un virus de derecha que causa estragos en una democracia, por lo demás sana. Es una enfermedad sistémica que afecta a todas las franjas de la sociedad, incluidos los progresistas quienes, a menudo, elaboran su propia versión del catecismo y tratan de imponerla a los disidentes, siguiendo la lógica de noblesse oblige. Para hacer frente a esto, las fuerzas democráticas deben enfrentarse primero a su propia complicidad en el retroceso del liberalismo y ofrecer una nueva visión que rompa el ciclo de indignación y polarización que paraliza hoy a las instituciones democráticas, ofreciendo una agenda social y económicamente progresista, que incluya a todos aquellos que se ven afectados negativamente por el neoliberalismo rampante. Solo se podrá alcanzar esta visión si se pone el centro de atención en lo que compartimos y no en lo que nos separa, es decir, si nos centramos en nuestra condición común como seres humanos12.  

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Arnade, Chris. Dignity: Seeking Respect in Back Row Americ. Nueva York: Sentinel, 2019. 

Eatwell, Roger y Goodwin, Matthew. National Populism: The Revolt Against Liberal Democracy. Londres: Penguin, 2018. 

Freedom House. Freedom in the World 2022: The Global Expansion of Authoritarian Rule. Freedom House (febrero de 2022) (en línea) https://freedomhouse.org/sites/default/files/2022-02/FIW_2022_PDF_Booklet_Digital_Final_Web.pdf

Goodhart, David. The Road to Somewhere: The Populist Revolt and the Future of Politics. Londres: Hurst & Co., 2017. 

Kaufmann, Eric. Whiteshift: Populism, Immigration and the Future of White Majorities. Londres: Allen Lane, 2018.

Levitsky, Steven y Way, Lucan A. Competitive Authoritarianism: Hybrid Regimes After the Cold War. Cambridge: Cambridge University Press, 2010. 

Levitsky, Steven y Way, Lucan A. «The New Competitive Authoritarianism». Journal of Democracy 31, nº 1 (enero 2020), p. 51-65.

Özkırımlı, Umut. Cancelled: The Left Way Back From Woke. Cambridge: Polity, 2023. 

The Economist. «Democracy Index 2022: Frontline Democracy and the Battle for Ukraine». The Economist (2023) (en línea) https://www.eiu.com/n/campaigns/democracy-index-2022/. 

V-Dem Institute. «Democracy Report 2022: Autocratization Changing Nature?». V-Dem Institute (2022) (en línea) https://v-dem.net/media/publications/dr_2022.pdf. 

Notas:

1- Véase Freedom House (2022).

2- Véase Freedom House, op. cit.

3- Véase The Economist (2023).

4- Véase V-Dem Institute (2022).

5- Véase The Economist, op. cit.

6- Véase V-Dem Institute, op. cit.

7- Para más detalles, véase Özkırımlı (2023), capítulo 1.

8- Véase Levitsky y Way (2010).

9- Véase Levitsky y Way (2020).

10- Véanse Goodhart (2017); Eatwell y Goodwin (2018); y Arnade (2019).

11- Véase Kaufmann (2018).

12- Véase Özkırımlı (2023), op. cit., capítulo 5.