Dentro/fuera, a favor/en contra, permisible/inadmisible: dicotomías de un universo cultural cubano

Anuario Internacional CIDOB 2019
Fecha de publicación: 06/2019
Autor:
Leonardo Padura, Escritor y periodista
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En 1961, un año que ahora parece tan lejano, la pequeña isla de Cuba, en medio de la efervescencia revolucionaria iniciada poco antes con el triunfo de su Revolución, era ya un país que se había proclamado como Estado socialista –entendido por aquel entonces como socialismo al estilo soviético–, agredido militar y políticamente y asediado en su desempeño comercial y económico. Por boca de su líder revolucionario, Fidel Castro, el país estableció en ese momento la que desde entonces y hasta hoy devendría la esencia de la política cultural del Estado y, por tanto, el corpus a acatar por todos sus practicantes: artistas, funcionarios e instituciones. De aquel discurso, pronunciado en los salones de la Biblioteca Nacional y titulado “Palabras a los intelectuales”, brotó el principio conocido desde entonces como el eje de la práctica y fomento del arte en el país: “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”.1

Aunque mucho se ha hablado de este concepto, también formulado como “Con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, y se ha insistido en que su intención nunca fue coartar las libertades creativas y de expresión, sino la defensa urgente del país frente a las propagandas adversas internas y externas en un momento de aguda confrontación clasista nacional e internacional, el hecho es que su aplicación siempre ha resultado controvertida. Intencionadamente o no, lo cierto es que se impuso un coto y quedó sancionada de forma oficial la opción de estar a favor o en contra, dentro o fuera: en definitiva, incluido o excluido. Sin embargo, la mayor complejidad de tal propósito político aplicado a un universo tan etéreo, diverso y peculiar como el de la creación artística, era el establecimiento de una relación entre el artista y la sociedad –que lo enjuiciaba a través de sus instituciones– de muy difícil solución: ¿dónde estaban los límites de lo permisible y lo no permitido? ¿Quién decidía cuándo una obra estaba dentro o fuera, a favor o en contra? ¿Existía un código de permisibilidad? Y, en última y con más raigal instancia: ¿puede un universo artístico funcionar con reglas políticas que desde la misma política validan o no la pertinencia de una obra?

A lo largo de más de cinco décadas la creación artística cubana ha estado acotada por este principio que ha afectado internamente al artista, en su concepción de la creación, y también externamente, en su ámbito de apreciación, cargándolo con el estigma de una aprobación cuya lectura no podía tener otro sentido que el político, mucho más drástico y menos inclusivo. De este modo, el arte cubano ha debido realizar sus expresiones observando en todo momento esos límites u oponiéndose a ellos, transgrediéndolos o esquivándolos, confrontando la censura o practicando la autocensura, lo cual ha implicado decantaciones políticas muy evidentes en algunos casos. Porque, como era de esperar, esas creaciones han sido leídas o apreciadas también desde perspectivas políticas, que se han encargado de aceptar y validar o negar y devaluar lo que desde esa posición netamente bipolar –a favor o en contra, dentro o fuera–, de esencia partidista, se hayan estimado como las expresiones más verdaderas o representativas de un arte y una sociedad, y por tanto determinando las que resultan permisibles.

Superar ese juicio político, derivado pre-juicio político y cultural, y en ocasiones hasta valoración de carácter moral –hoy se habla a nivel constitucional de la moral socialista como límite posible– resulta una de las tareas más complicadas a la hora de entender cómo ha sido posible el desarrollo artístico en Cuba. Por otra parte, en ese análisis, debe evitarse caer en el terreno de los fáciles y más comunes estereotipos con los que resulta tan sencillo –y útil a algunos– evaluar lo que ha sido y es la creación artística en esta isla caribeña.

La génesis de la política cultural cubana

Desde el siglo XIX, cuando empiezan a fraguarse la nacionalidad y la espiritualidad cubanas, diferentes a las de la metrópoli peninsular, la entonces muy próspera isla de Cuba –en la que por razones socioeconómicas no se concretan los proyectos independentistas continentales–, comienza a generar una cultura artística propia que llegaría a distinguirla a nivel universal. Si en los siglos XVI al XVII la cultura que produce el país es fundamentalmente de carácter práctico (una cultura militar y marinera, de acuerdo a las necesidades del territorio), cuando recién despunta la identidad cubana en las primeras décadas del siglo pasado se comienzan a producir obras de carácter literario, musical y pictórico que no solo definen una identidad, sino que se alzan en algunos casos como expresiones influyentes más allá del ámbito de la lengua; la poesía de José María Heredia, José Martí y Julián del Casal representa un excelente ejemplo de ello. La música, por su parte, inicia una andadura e influencia universales que aún persiste. En definitiva, es entonces cuando la cultura cubana empieza a rebasar la limitada geografía insular.

Esa vigorosa proyección de un universo cultural más allá de la isla siguió creciendo a lo largo del siglo xx, gracias a las aportaciones de artistas de todas las manifestaciones y disciplinas. Un ejemplo ilustrativo de esa desproporcionada visibilidad y contundencia de la cultura cubana lo hallamos en el siempre discutible, aunque reseñable canon establecido por el polémico crítico literario estadounidense Harold Bloom a finales del siglo pasado: entre los treinta escritores canónicos de la lengua española de la centuria coloca a seis cubanos. Esto es, la quinta parte de los autores referenciales en un ámbito literario tan amplio y bien representado2.

El corte histórico que se inicia en 1959 cuenta entonces con el respaldo de una magnífica tradición cultural que, desde ese momento, se vio apoyada y proyectada por el acontecimiento político que cambió la vida del país y, de inmediato, afectó su percepción continental y mundial. La hostilidad del gobierno norteamericano y varios sucesos como la invasión de abril de 1961 y la Crisis de los Misiles de octubre de 1962, que conmovieron al mundo, no hicieron más que otorgarle mayores empujes. Por supuesto, el plano político influye pesadamente en las reglas de juego interno del ejercicio artístico, al mismo tiempo que impulsa la visibilidad de una cultura y, lamentablemente, también soporta la propagación de estereotipos que pretenden caracterizarla, y no precisamente por sus valores estéticos.

De este modo, si en un momento se dio una imagen de Cuba como un paraíso tropical en donde el ron, el tabaco, las playas, los night clubs y la música hacían de la isla una “fiesta innombrable”, siendo el cabaret Tropicana el templo de aquella consagración, el proyecto revolucionario iniciado en 1959 lanzó otras imágenes que, casi siempre desde la lectura política, pretendían sintetizar un universo de esencia compleja. La isla de la Revolución, el bastión del antiimperialismo, la sociedad sin analfabetos, la tierra de instituciones culturales como la Casa de las Américas, el Instituto Cubano del Libro o el Instituto del Arte e Industria Cinematográficas, del nacimiento de un notable Ballet Nacional de Cuba y de nuevas compañías de danza, entre otras realidades, lanzaron al mundo las cualidades e intenciones de un programa político del cual la práctica y consumo de la cultura formaban parte intrínseca. Aun cuando los límites de esa proyección hubieran establecido cotos también de carácter político a los contenidos artísticos de lo que se realizaba y difundía.

Sin duda la crisis más aguda de esa proyección cultural cubana se produce en el año 1971, cuando tiene lugar el todavía hoy recordado “Caso Padilla”, con la detención y autoinculpación condenatoria del poeta Heberto Padilla, al que siguió la celebración de un drástico I Congreso de Educación y Cultura que descalificaba posturas individuales, morales y estéticas –con estigmas concretos sobre una cantidad notable de creadores. Y en este contexto, desde Europa y varias capitales latinoamericanas se produjo la polarización de los intelectuales que habían comulgado durante años con la Revolución Cubana y ahora optaban por abandonarla y criticarla, o por apoyarla y justificarla en la aplicación de políticas socioculturales en las que cualquier desliz podía ser considerado como inadmisible –algo que estaba fuera o contra. El estereotipo de lo que ocurría en el universo cultural cubano fue tan drástico como para lanzar las imágenes contrapuestas de “infierno comunista” o de “paraíso socialista”, en el que por lo general las medias tintas no tenían espacio.

Esos estereotipos que desde entonces se manejan contienen, como casi todas las síntesis, una dosis de verdad, pero no toda, y menos aun tratándose de un territorio –el del arte y la cultura– en el que las certezas tienen contornos muchas veces difíciles de definir.

Porque si bien es cierto, por ejemplo, que en los años posteriores a 1971 desde ciertos sectores se potenció y engendró una creación estética más cercana a los postulados del realismo socialista, también es verdad que con menos apoyo pero con voluntades estéticas definidas, también se creó un arte que se mantenía cercano a otras necesidades expresivas y culturales, con una mirada artística que había tenido un espacio notable en la década de los sesenta y que se volvió a evidenciar en la década de los ochenta, cuando abonó el terreno a las intenciones creativas abiertamente críticas de las últimas tres décadas.

Si en los primeros treinta años del proceso revolucionario (1960-1990) la creación artística cubana tuvo como vía de realización fundamental las plataformas institucionales, la inflexión que se produce en los inicios de la década de los noventa distanció por primera vez a las instituciones de los creadores –por la dificultad económica de las primeras en dar respuestas a las necesidades de los segundos. Este alejamiento trastocó muchas de las intenciones creativas de los artistas y creó un ambiente intelectual diferente, en un contexto de ingentes carencias materiales y de insondable crisis económica, que abocó a la población a la lucha cotidiana por la subsistencia. En ese momento los estereotipos, hasta entonces aplicados con cierta facilidad como colores opuestos en una gama cromática, comenzaron a perfilarse con otras tonalidades, tanto por lo que ocurría dentro de la creación como por las respuestas institucionales y la percepción internacional del arte cubano.

La crisis económica que se vivió en la isla a raíz de la desintegración y definitiva desaparición de la Unión Soviética a partir de 1990, que implicó la cancelación del apoyo económico que sostenía a la sociedad cubana, fue una conmoción que tuvo y sigue teniendo efectos muy profundos en el entramado social cubano. Porque si bien es cierto que las estructuras políticas y económicas de la nación y el Estado apenas han sufrido alteraciones esenciales, también debe reconocerse que la sociedad de fines del siglo xx e inicios del xxi funciona con resortes y peculiaridades en algunos casos muy diferentes de las que existieron hasta 1990.Y tal proceso ha tenido repercusiones y reflejos en el mundo de la creación artística de la isla durante estas tres últimas décadas, pues conmovió a toda una sociedad que se transformaba y exigía readecuaciones en las esferas de decisión política.

Junto a los grandes cambios geopolíticos mundiales y su repercusión en la vida doméstica cubana, los años transcurridos desde 1990 han visto el auge de una revolución global –más aún, un cambio de era histórica– de la que la isla no ha participado activamente pero que, sin embargo, también ha sido afectada por su enorme e imparable capacidad de transformación. Porque aun cuando la asimilación del universo digital y la informatización han sido un proceso lento y controlado dentro de Cuba, su impacto no ha sido del todo ajeno y ha creado unos modos de relación, también en el ámbito de la realización artística, que han modificado el panorama artístico cubano. Las estrategias para concretar determinadas obras –valga como mejor ejemplo el cine de soporte digital o la grabación musical doméstica–, para hacerlas circular y, en consecuencia, las maneras de concebirlas, mucho ha tenido que ver con esta nueva realidad global digital en la que vivimos. En paralelo, y también impulsado por la crisis económica, se ha abierto en el mundo cultural cubano una posibilidad de acceso al mercado del arte, que resultaba impensable –e incluso legalmente controlada– unos años atrás. De este modo, por primera vez hay pintores cubanos residentes en Cuba representados por galerías foráneas, músicos contratados por empresarios de otras latitudes, escritores publicados por editoriales de otros países, o artistas que viven a medio camino entre el extranjero y la isla. Al mismo tiempo, en la década de los noventa se produjo una notable diáspora de intelectuales que continúan su labor sin que, en la mayoría de los casos –por estar fuera, física y políticamente– haya sido divulgada en el país. Y esas relaciones afectan, y mucho, desde el proceso mismo de la creación hasta la circulación y comercialización de las obras culturales cubanas.

Todo este cúmulo de circunstancias, a las que se deben agregar una crisis de valores sociales y éticos, las leves pero relevantes reformas económicas –con el tímido retorno de la pequeña propiedad privada–, la dilatación del antes homogéneo tejido económico de la sociedad e incluso un cambio generacional que ha llegado a imponerse hasta en las figuras actuales del poder político, del gobierno y de otras muchas instituciones, ha tenido lógicas consecuencias en las alteraciones sufridas por la sociedad cubana y en el sector cultural.

Aunque se puede asegurar que, en sentido general, desde el año 1990 la política cultural cubana regida desde las instituciones oficiales ha sido más abierta que la existente en las décadas de los setenta y los ochenta –casi no podía ser de otro modo–, también habría que admitir que sus límites de permisibilidad siguen siendo férreos. No han faltado los actos de abierta censura de determinadas obras o creadores, de silenciamiento e invisibilización promocional o de expresiones de fundamentalismo político. Pero la reacción ante la censura ya no es siempre el silencio temeroso de los años setenta. Sirva de ejemplo la respuesta reciente de una parte notable del mundo intelectual cubano a la proclamación de un decreto ley –percibido como intrusivo– mediante el cual se otorgaba a ciertas instancias oficiales la potestad de admitir o no la presentación o difusión de una obra.3 El contexto en que tales disposiciones políticas son refrendadas, provoca que su efecto resulte notablemente complejo. Tanto, que un decreto firmado y aprobado por el jefe de Estado ha sido suspendido en su aplicación para ser sometido a nuevas discusiones y revisiones. Porque si la esencia del decreto era la de evitar la difusión de obras que, por su carácter sexista, racista o pornográfico, atentaran contra la moral socialista y la de establecer categorías artísticas, sus aplicaciones prácticas podrían establecer prerrogativas oficiales –en forma de inspecciones– que podrían llegar a infiltrar la misma creación y la validez del trabajo de artistas no afiliados a las instituciones gubernamentales. Y si bien una mayoría de la comunidad artística cubana rechaza determinadas expresiones culturales o pseudoculturales que han invadido nuestro mercado de consumo masivo –el reggaetón es el ígneo tridente de ese mal–, la creación de nuevos mecanismos de control, que se suman a los ya existentes, y los refuerzan y amplían, generó una lógica preocupación en muchos creadores que acabó desembocando en la congelación del polémico decreto.

El panorama artístico cubano actual

¿Qué conforma realmente el actual panorama cultural cubano más allá de los estereotipos del pasado –que aún persisten– y de los que han aparecido más recientemente?

A mi juicio, hoy, en Cuba, se han ampliado los espacios para la creación artística, si bien ese crecimiento sigue resultando insuficiente para las necesidades de un país con tal tradición cultural y que en el presente reclama poder repensar muchas de sus realidades. Una sociedad que, además, vive en un contexto global diferente, en el que las nuevas generaciones buscan poder casar las necesidades históricas con sus expectativas individuales.

En los debates desarrollados en 2018 y 2019, que terminarán con la aprobación de una nueva Constitución, sigue teniendo lugar la vieja contradicción entre lo admisible y lo no admisible en el ámbito del arte. El nuevo texto asegura que se garantiza la existencia de la libertad de creación artística, pero al mismo tiempo exige el respeto de esa creación a los valores de la “sociedad socialista cubana”. Muchos han advertido que la formulación contiene una variación notable respecto al mismo tema tal y como se planteó en la Constitución aprobada en 1976, en la cual se establecía: “Es libre la creación artística siempre que su contenido no sea contrario a la Revolución. Las formas de expresión en el arte son libres”. Pero la nueva legislación no se deshizo del condicionamiento de que la creación artística nacional, para ser admisible, supone el respeto –¿la aprobación?– por la moral socialista. Y con ello vuelve a aparecer la pregunta: ¿Quién determina en una obra de arte lo que es moral o inmoral? ¿Es inmoral lo escatológico?

¿Dónde está el límite entre erotismo y pornografía? ¿Debe el arte ser políticamente correcto? ¿Ética y arte funcionan con iguales parámetros?... y en última y siempre presente instancia; en esos tiempos tan alejados de 1961, ¿qué es lo revolucionario y qué no lo es?4¿Criticar a un gobierno o a su gestión económica o sus incapacidades sociales resulta permisible, o no?

¿Se puede establecer siempre –alguien puede establecer– un juicio certero sobre lo que es moral o inmoral? Porque en la década de los setenta y ochenta ser homosexual en Cuba era inmoral, casi contrarrevolucionario y una enfermedad, mientras que ahora se discute sobre la posibilidad del matrimonio igualitario.

Creo que hoy, más que nunca en varias décadas, la creación artística cubana es esencialmente heterogénea en sus modos de realización: ensaya y utiliza nuevos medios de difusión, promoción y comercialización y sus contenidos abarcan una gran diversidad de preocupaciones, muchas de ellas abiertamente críticas. El actual panorama artístico hubiera enloquecido a un funcionario cultural de los años setenta, cuando los límites de la corrección política fueron tan estrechos y vigilados por los todo poderosos cancerberos de la época (cuyo aliento a veces todavía hoy se respira). Puede parecer atrevido decirlo, pero pienso que hoy en Cuba existe una enorme libertad de creación. Repito, de creación. Resulta posible advertirlo en obras teatrales y plásticas, en películas y libros, en canciones y danzas. Los artistas se sienten con más potestad, empujados por una mayor necesidad de expresar sus conflictos individuales y de proyectarlos en el contexto social. El peso lamentable de la autocensura se puede cargar o desestimar y seguir adelante.

En otro territorio concomitante, pero diferente, queda la posibilidad de hacer circular determinadas obras en los circuitos institucionales –salas de cine o de teatro, editoriales, galerías del Estado–, aunque más de una vez hemos visto refrendados, por estos niveles oficiales, obras con contenidos de alto voltaje sociopolítico. Y también hemos visto ser desestimadas o simplemente censuradas obras con igual y hasta menor lectura conflictiva por esos sensibles voltímetros políticos de algún azaroso funcionario. Y este puede ser desde un programador de una Casa de la Cultura municipal hasta el propio ministro del ramo; desde un crítico desfasado hasta un defensor de un purismo político que cada vez resulta menos posible, pues de ese tipo de pureza hoy está bastante distante lo mejor del arte y la cultura cubanas. 

Notas:

  1. “La Revolución tiene que comprender esa realidad, y por lo tanto, debe actuar de manera que todo ese sector de los artistas y de los intelectuales que no sean genuinamente revolucionarios, encuentren que dentro de la Revolución tienen un campo para trabajar y para crear; y que su espíritu creador, aun cuando no sean escritores o artistas revolucionarios, tiene oportunidad y tiene libertad para expresarse. Es decir, dentro de la Revolución. Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Palabras a los intelectuales: discurso pronunciado por el comandante Fidel Castro Ruz, primer ministro del gobierno revolucionario y secretario del PURSC, como conclusión de las reuniones con los intelectuales cubanos, efectuadas en la Biblioteca Nacional de Cuba los días 16, 23 y 30 de junio de 1961.
  2. Harold Bloom, El canon occidental, 1994.
  3. Ver Decreto 349/2018 de Contravenciones en Materia de Política Cultural, firmado por el presidente Miguel Díaz-Canel el 20 de abril de 2018.
  4. En la década de 1960, por ejemplo, se consideraba al jazz una música decadente y escuchar a los Beatles una debilidad ideológica. Años después Fidel Castro elogió el inconformismo de John Lennon. Hace pocos años una editorial cubana publicó 1984, la novela de George Orwell editada en 1949, tradicionalmente considerada una obra anticomunista.