Autoritarismo y narrativas sobre subalternidad en Guatemala y El Salvador: el comunista y el marero

Revista CIDOB d'Afers Internacionals nº 132
Fecha de publicación: 12/2022
Autor:
Irene Lungo Rodríguez
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 Irene Lungo Rodríguez, coordinadora científica, Centro María Sibylla Merian de Estudios Latinoamericanos Avanzados (CALAS), Universidad de Kassel. lungo.calas@uni-kassel.de. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0775-0632

Este artículo explora dos narrativas sobre subalternidad promovidas desde el Estado y grupos de poder conservadores en Guatemala y El Salvador: la narrativa del comunista y la del marero, haciendo hincapié en su papel como soporte cultural del autoritarismo. Retomando nociones gramscianas sobre el «sentido común» y la propuesta de «economía moral» de Thompson, se analiza cómo se han tejido y re-actualizado narrativas sobre sujetos subalternos considerados extremadamente «peligrosos» y susceptibles de ser «erradicados». Asimismo, se identifican elementos compartidos en ambos casos de estudio y las particularidades de cada uno. Según nuestra perspectiva, estas narrativas permiten dotar de una suerte de racionalidad a prácticas autoritarias extremadamente violentas y de larga data en la región.

Existe un amplio consenso sobre el continuo uso de prácticas autoritarias1 por parte del Estado en Guatemala y en El Salvador. Un repaso a su historia reciente expone duraderas alianzas entre élites económicas y militares y numerosos golpes de Estado para llevar a cabo reacomodos en el ajedrez político; esto contrasta con procesos recientes de democratización, bastante frágiles y constantemente puestos a prueba. Este panorama, además, ha estado acompañado de una conflictividad social y política de larga data en ambos países, que ha encontrado puntos álgidos en diversos levantamientos campesinos, huelgas en el mundo urbano, prolongados conflictos armados y guerra civil (Almeida, 2011; Vela Castañeda, 2020). Resulta fundamental señalar que, en años recientes y bajo la tutela de gobiernos electos democráticamente, se advierte un importante proceso de re-militarización, mientras las encuestas muestran la vigencia de valores autoritarios entre la población (Villalobos Fonseca, 2018; Walter y Argueta, 2020; Programa Estado de la Región, 2021).

Tanto en Guatemala como en El Salvador, las prácticas autoritarias ejercidas desde el Estado han tenido un carácter excesivamente violento. Más allá de las diferencias temporales y locales, en ambos casos se han documentado cruentas masacres de población civil por parte del Estado, sobre todo dirigidas a población indígena y campesina, pero también hacia estudiantes, intelectuales y trabajadores urbanos. Sin ser exhaustivos, para el caso guatemalteco, durante la década de 1980 se llevó a cabo uno de los genocidios más extremos perpetrados en la época moderna; mientras que, para el caso salvadoreño, la matanza de 19322 expuso prácticas estatales de exterminio de la población. En este contexto, hay autores que señalan que el Estado ha ejercido el terror como modo privilegiado de control político, lo cual ha derivado en una forma de relación social particular mediada por el miedo y la muerte (Martín-Baró, 1988; Figueroa-Ibarra, 2011; Gómez, 2020).

Ante este escenario, queremos reflexionar sobre algunas bases culturales que han posibilitado la persistencia de prácticas autoritarias tan virulentas, lógica que ha subsistido pese a los constantes esfuerzos y demandas democratizadoras. El marco analítico utilizado se inspira en la propuesta sobre las «concepciones de mundo y el sentido común» elaborada por Antonio Gramsci (2000 y 2001 [1934-1935]) en los Cuadernos de la cárcel y en la reinterpretación elaborada por E.P. Thompson (1991) alrededor del concepto de «economía moral». Estos autores dan cuenta de sistemas de creencias colectivas que establecen límites a lo que es justo o moral y permiten así sustentar la acción social y/o justificar la dominación. Dentro de esta perspectiva el texto explora dos narrativas sobre la subalternidad que, a nuestro criterio, sirven como sustento cultural y justificación para prácticas políticas profundamente autoritarias y violentas en Guatemala y El Salvador.  

Es fundamental señalar que las narrativas estudiadas tienen como referencia primordialmente al sujeto subalterno como masculino. Esto se vincula a la construcción de visiones de mundo dentro de sociedades extremadamente patriarcales y con referentes principalmente masculinizados. Frente a ello, reconocemos la necesidad de realizar un análisis más fino sobre las implicaciones que tienen estas narrativas para la subalternidad feminizada; lamentablemente, esta reflexión no forma parte de esta investigación.

El artículo se divide en tres partes. La primera sitúa las prácticas autoritarias presentes en la historia política guatemalteca y salvadoreña, haciendo hincapié en un carácter que tienen en común: niveles extremos de violencia política. A continuación, se sintetiza la perspectiva analítica y se define la noción de narrativas sobre subalternidad. En tercer lugar, se analizan dos de estas narrativas en Guatemala y El Salvador: la de los comunistas y la de los mareros. Este artículo se cierra presentando una serie de reflexiones sobre el papel que juegan estas narrativas en la forma en que se entiende la política y las relaciones del Estado con la sociedad. 

Concentración del poder, resistencias y violencia estatal en Guatemala y El Salvador

Luego de la independencia de la corona española, de los proyectos fallidos de anexión a México y de aquellos por construir una sola confederación, cada país centroamericano comenzó a tejer su propio camino. Tanto Guatemala como El Salvador han ido configurando relaciones sociales y procesos particulares, sin embargo, comparten al menos tres características sobre las que quisiéramos puntualizar: a) una historia política marcada por la extrema concentración de poder y riqueza, b) la presencia de continuas resistencias y demandas democratizadoras y redistributivas, y c) la vigencia de prácticas autoritarias marcadas por una violencia estatal de enorme magnitud dirigida, especialmente, hacia grupos de población subalternos.

Los estados guatemalteco y salvadoreño se organizaron alrededor de la agroexportación y del cultivo del café. Esto sentó las bases de un modelo de sociedad profundamente excluyente, que promovió la acumulación de capital y riqueza en pocas familias, lo cual generó un fuerte vínculo entre estas y el Estado, mientras excluyó económica y políticamente a la gran mayoría de la población (Lauria Santiago, 2006; Pérez Brignoli y Samper, 1994; Torres Rivas, 1989; Bulmer-Thomas, 2011). De acuerdo con uno de los principales estudiosos del desarrollo en la región, esto permitió el nacimiento de estados oligárquicos-autoritarios con elevado grado de monopolio del poder (Torres Rivas, 1989). Durante la mayor parte del siglo xx, se consolidaron dinámicas políticas centradas en la concentración de poder en manos de pequeños grupos, el protagonismo de las Fuerzas Armadas y la exclusión de las grandes mayorías3.

Reconociendo que existen diferencias entre ambos países, en ambos casos predominaron gobiernos militarizados4 que cerraron la puerta a cualquier actor político que no respondiera a los lineamientos oficiales (Guido Véjar, 1982; Bermúdez 1984; Torres Rivas, 1989; Walter y Williams, 1993; Romano, 2012; Ching, 2014; Walter y Argueta, 2020). Según los especialistas, se creó una alianza entre agroexportadores y los militares, e incluso Torres Rivas (1989: 54) acuñó la noción de «privatización» del poder para dar cuenta de la concentración de este en la región centroamericana. Esto dio pie a la instauración de regímenes que para la década de 1930 fueron considerados autoritarios (Monterrosa Cubías, 2019).

Una segunda característica compartida alude a las constantes demandas sociales y políticas provenientes de distintos sectores de la población, sobre todo desde actores subalternos y de clases medias (Almeida, 2011; Vela Castañeda, 2020). El siglo xx vio germinar ejercicios de apertura democrática (Guatemala, 1944), grandes levantamientos populares integrados por indígenas (El Salvador, 1932), movimientos campesinos, de estudiantes, magisterio y agrupaciones obreras, sobre todo en la segunda mitad del siglo xx. En Guatemala tuvo lugar un largo conflicto armado entre 1960 y 1996, mientras que en El Salvador se asistió a una guerra civil entre 1980 y 1992. Las continuas demandas sociales y los intentos de transformación social se vieron inmersos en un ambiente cargado de violencia estatal y alta conflictividad sociopolítica; esto fungió como sello característico de ambos países.

Finalmente, llama la atención el elevado grado de violencia ejercida por parte de los estados guatemalteco y salvadoreño hacia grupos de población subordinada. Esto ha sido tan extremo que, en ambos países, tuvieron lugar cruentas masacres perpetradas por las Fuerzas Armadas contra miles de personas integrantes de grupos subalternos y/o contestatarios; se habla incluso de genocidio y política de exterminio hacia la población indígena5 (Casaús Arzú, 1992; Alvarenga, 1996; Vela Castañeda, 2005; González Izás, 2014; Euraque et al., 2005, López Bernal, 2007). La historia reciente muestra cómo se institucionalizaron formas de relación social de control y hasta exterminio por parte del Estado hacia diversos sectores subalternos; sobre todo hacia la población indígena y comunidades campesinas, pero también hacia integrantes de la clase obrera, mujeres, trabajadores informales, que han sido catalogados bajo la etiqueta de sujetos «peligrosos».

A partir de los acuerdos de paz que vieron luz a finales del siglo pasado en Guatemala y El Salvador, se instauraron procedimientos democráticos de elección de gobernantes y de apertura del sistema político para actores políticos tradicionalmente excluidos. Este momento se planteó como la oportunidad de oro para soterrar el autoritarismo histórico e impulsar una verdadera reforma democrática. Lamentablemente, el tiempo ha mostrado emergentes procesos de militarización y violencia estatal, mientras la sombra del autoritarismo constantemente pone a prueba a estas jóvenes democracias (Villalobos Fonseca, 2018; Walter y Argueta, 2020; Programa Estado de la Región, 2021). 

Eje de análisis: narrativas sobre la subalternidad

Este trabajo aborda la dimensión cultural como una clave para comprender la persistencia de prácticas profundamente autoritarias. Al respecto, existe un amplio corpus de trabajo, desarrollado sobre todo desde la ciencia política y la psicología, que se enfoca en las actitudes políticas, las percepciones sobre valores democráticos/autoritarios y la opinión pública. Estos trabajos se fundamentan en el individualismo metodológico y se concentran en identificar elementos normativos y valorativos expuestos por los individuos y que podrían explicar su comportamiento político. Esta perspectiva ha nutrido importantes proyectos regionales como el Latinobarómetro6 y numerosas investigaciones empíricas sobre percepciones políticas y alrededor de la tensión entre valores autoritarios y democráticos en América Latina (Mora Solano et al., 2014; de Oliveira y Castillo, 2020; Zubieta y Sosa, 2022).

Sin dejar de reconocer el valioso y fructífero aporte generado por esta línea de investigación, este trabajo propone un abordaje alternativo. Para los casos guatemalteco y salvadoreño, la persistencia de prácticas autoritarias es analizada a partir de la noción de «narrativas de subalternidad», que hace referencia a un conjunto de imágenes/creencias colectivas construidas para dibujar a sujetos que, dentro del sistema de dominación, se sitúan en una posición de subordinación y, sobre todo, son concebidos como tales. Aunque estas narrativas emergen principalmente desde voces hegemónicas, tienen la pretensión de formar parte de un sentido común más generalizado. Este abordaje se inspira en las nociones gramscianas de «concepciones de mundo y el sentido común» y la idea de subalternidad inscritas dentro de su concepción más general de hegemonía; y retoma elementos de la propuesta de «economía moral» elaborada por E.P. Thompson (1991) y aplicada también por otros autores.  

Antonio Gramsci (2000), connotado filósofo italiano, construyó en los Cuadernos de la cárcel un sistema categorial alrededor del concepto de hegemonía para abordar el problema de la dominación, el consenso y la contestación7. En su acepción más general, hegemoníaalude a la dirección política, intelectual y moral por parte del grupo social dominante frente al resto de la sociedad. Esta dirección política, intelectual y moral sirve como sustento del consenso social y permite que un orden social se perpetúe; por lo tanto, la hegemonía se conceptualiza como la contraparte de la idea de una dominación pura. Además, de acuerdo con este autor, la dominación y la hegemonía constituyen procesos inacabados; de tal suerte, los órdenes políticos y sociales se encuentran siempre abiertos al conflicto y las pugnas por el poder.

En sus escritos sobre la hegemonía, Gramsci (2001) desarrolló la noción de «concepción de mundo»para dar cuenta de diversos sistemas de ideas –colectivas– que permiten interpretar y entender el mundo y sus relaciones sociales; estos sistemas dotarían de sentido a las prácticas políticas. En esta idea se encuentra la clave de nuestra perspectiva analítica. El autor también sugiere la coexistencia de diversas formas de entender el mundo, las cuales suelen estar en disputa en una sociedad. Usualmente, alguna de ellas se torna dominante y operativa, lo cual se vincula con la capacidad de grupos dirigentes de promover determinadas concepciones de mundo en detrimento de otras. Las concepciones de mundo se vuelven operativas gracias a que se tornan en «sentido común», el cual, para Gramsci (2000), corresponde a la concepción de mundo más difundida y no implica necesariamente un sistema de ideas coherentes, más bien alude a una visión de mundo popularizada y vinculada a una moral práctica. De esta forma, los distintos grupos sociales pueden llegar a interpretarla como un esquema para organizar el mundo que se supone responde a intereses generales. Siguiendo esta lógica, en este trabajo se identifican y exploran narrativas sobre los actores subalternos que forman parte de sistemas de creencias operativos para la dominación y popularizados en tanto integran parte de un sentido común.

En los Cuadernos de la cárcel también se reflexiona en torno al vínculo que hay entre los procesos políticos y los culturales: «La realización de un aparato hegemónico determina una reforma de la conciencia y de los métodos de conocimiento» (Gramsci, 2001: 48). Es decir, lo cultural es consustantivo tanto de la hegemonía como de la dominación. Desde esta perspectiva, se reconoce la existencia de un soporte cultural que explica, justifica y también podría cuestionar determinadas prácticas vinculadas al orden social. Para el estudio de los casos centroamericanos, este artículo propone que existen determinadas narrativas sobre los sectores subalternos que contribuyen a dar sentido a prácticas autoritarias y violentas de larga data por parte de los estados.  

La perspectiva gramsciana ha inspirado estudios sobre el papel que juegan las visiones de mundo para orientar –o no– la acción social en contextos específicos. El trabajo sobre «economía moral» desarrollado por E. P. Thompson (1991) da cuenta de la existencia de una mentalité o esquemas compartidos en sociedades campesinas de la Inglaterra del siglo xviii sobre lo que se consideraba justo o moral. Para este autor, el contenido de esta mentalidad permitía explicar la presencia o no de motines durante el período estudiado; así, para entender la acción política en contextos y situaciones concretas, sería necesario rastrear estos esquemas morales. Es sobre todo una noción operativa.

Distintos autores han retomado la idea de economía moral para estudiar esquemas compartidos sobre el orden social en contextos específicos. Scott (1977) propuso la noción de «economía moral de los campesinos», basado en el estudio de sociedades campesinas en Birmania y Vietnam, y da cuenta de una suerte de «ética de la subsistencia» que permitiría legitimar relaciones de clase que, de forma aparente, no parecieran «racionales». Por su parte, Sachwehm (2011) utilizó la noción de economía moral para indagar si existen, o no, esquemas o un marco común en torno a la desigualdad en Alemania y, de ser así, en qué consisten. Bohstedt (2016) retoma la propuesta analítica de Thompson para investigar la dinámica política de la provisión de alimentos como indicador de bienestar y marcador de transición social en Inglaterra entre los siglos xvi y xix. En un reciente trabajo, Ramos-Zayas (2020) estudia distintas prácticas de crianza en familias de élite de Brasil y Puerto Rico para analizar experiencias cotidianas y discursos sobre el «privilegio blanco», los cuales inciden en la reproducción y legitimación de las desigualdades. Todos estos trabajos coinciden en mostrar sistemas de creencias que sostienen relaciones sociales o políticas y tienden a favorecer la reproducción de órdenes sociales.

Inspirados en la propuesta gramsciana y los trabajos de economía moral, en este artículo se abordan narrativas que, a nuestro criterio, contribuyen a dar sentido y racionalizar prácticas autoritarias de larga data en Guatemala y El Salvador. De forma específica, se observan un conjunto de narrativas construidas para describir a distintos actores subalternos, las cualessirven como referencia para clasificar y jerarquizar a los distintos actores sociales, sobre todo a aquellos considerados «inferiores» y «peligrosos». Las narrativas analizadas en este trabajo forman parte de discursos hegemónicos, es decir, son producidas y difundidas, principalmente, por actores vinculados al Estado y grupos poder.

Es importante señalar que tales narrativas pueden coexistir con otras antagónicas y no necesariamente constituyen corpus completamente coherentes o exentos de contradicciones. De esta forma, no deben ser interpretadas como un esquema de valores determinista o una suerte de verdad aceptada por toda la población; más bien refieren a formas popularizadas de comprender jerarquías en las relaciones sociales y que son susceptibles de ser cuestionadas y/o actualizadas. Esta mirada hace hincapié más en sistemas de creencias compartidos sobre cómo se ordena el mundo y las relaciones sociales, que en percepciones individuales, actitudes o valores sobre democracia o autoridad. Para contribuir a comprender la persistencia del autoritarismo en Guatemala y El Salvador, se analizan narrativas cargadas de atributos negativos sobre los sujetos subalternos, las cuales comparten contenidos en ambos países y operan como marco de referencia para racionalizar la inferiorización de grandes masas de población y, así, la vigencia del autoritarismo. 

Narrativas sobre la subalternidad en Guatemala y El Salvador: «Los siempre sospechosos de todo»

Esta sección explora dos formas de caracterizar a los sujetos subalternos presentes en los discursos hegemónicos de Guatemala y El Salvador y que se han popularizado en distintas coyunturas: la narrativa sobre el comunista y la narrativa sobreel marero. Son dos imágenes profundamente jerárquicas y cargadas de atributos negativos con las que se ha hecho referencia a sujetos considerados «peligrosos» para el orden social, las cuales se encuentran en el corazón de muchas justificaciones de prácticas autoritarias estatales. Estas dos narrativas retoman elementos de la decimonónica imagen del indio y, tal como veremos, se han actualizado a la luz de coyunturas específicas; es decir, no constituyen imágenes rígidas congeladas en el tiempo y han sido susceptibles de ser cuestionadas o redefinidas desde distintos actores de la sociedad. La imagen decimonónica sobre el indio constituye una narrativa sobre la subalternidad fundante en toda América Latina y una de las principales claves para abordar nuestra problemática. De acuerdo con Funes y Ansaldi (1994), el abordaje sobre las razas ha sido fundamental en la construcción del orden político, social y simbólico en las naciones latinoamericanas. Tales autores argumentan además que, hacia finales del siglo xix e inicios del xx, se construyeron discursos destinados a precisar inclusiones y exclusiones sociales basadas en el tratamiento sobre el otro problemático que, para el caso centroamericano, se trataba del indio.

Los proyectos de nación guatemalteco y salvadoreño se construyeron a finales del siglo xix promovidos por pequeños grupos de hombres criollos con poder heredado de la colonia y propietarios, quienes concentraron el grueso de las tierras, la riqueza social y el acceso al poder político. En la otra cara de la moneda, las poblaciones indígenas, campesinas, las mujeres y, en general, casi toda la población de aquel entonces quedaron relegados a los márgenes de la sociedad (Torres Rivas, 1989; Casaús Arzú, 1992: Lauria-Santiago y Gould, 2005; López Bernal, 2011).Al igual que buena parte de América Latina, estas naciones asumieron un modelo de sociedad basado en la oposición decimonónica «civilización-barbarie», la cualsuponía un mundo bipolar en el que coexisten razascivilizadas y superiores y razasbárbaras y atrasadas (Funes y Ansaldi, 1994; Quijano, 2000; Pérez Saínz, 2014; Gómez, 2014). Bajo esta lógica, los hombres criollos, europeos y propietarios eran los encargados de dirigir el proceso civilizatorio y modernizador, mientras que la población indígena representaba uninequívoco símbolo de atraso cultural.

En este escenario, la imagen del indio como peligro social fue delineada por intelectuales hegemónicos de Guatemala y El Salvador, que retomaron los atributos coloniales del indio8 y los redibujaron en una narrativa estigmatizante sobre sujetos «atrasados, haraganes»y, sobre todo, «peligrosos»para el orden y la modernidad(López Bernal, 2011:86; Casaús Arzú, 2012; Gómez, 2014; Palomo Infante, 2016: 189). Es sobre este último adjetivo que queremos enfatizar pues, más allá de las variantes locales que asumen las narrativas, la idea de un sujetopeligroso parece ser una constante, un elemento rector, una idea popularizada y uno de los principales justificantes para la ejecución de prácticas autoritarias.

Un análisis exhaustivo sobre la construcción liberal del indio excede los propósitos de este artículo; sin embargo, nos gustaría recalcar en algunos contenidos sobre la idea de peligroen los casos abordados. En El Salvador, la representación hegemónica sobre los indígenas dibuja sujetos haraganes e improductivos: «Los positivistas salvadoreños atribuían el atraso de su país a la poca disposición al trabajo de aquellos que denominaron jornaleros. Según ellos, los pobres del campo llevaban una vida confortable y, por ello, no hacían el esfuerzo necesario para convertirse en disciplinados trabajadores» (Alvarenga, 1996: 34). La haraganeríaestuvo íntimamente asociada a la idea de peligro en tanto eran vistos como violentos que ponían en riesgo el proyecto moderno de nación, específicamente cuando: a) protagonizaron movilizaciones sociales y de resistencia en medio de las vertiginosas transformaciones propias de la etapa fundacional (López Bernal, 2011), y b) demandaron protagonismo en los procesos de distribución de tierra o de decisiones sobre el mundo del trabajo (Lauria-Santiago, 2011). Es decir, se expone una idea de peligro vinculado a la indisciplina laboral y a la demanda de derechos de tierra o de representación política.

En Guatemala, se han documentado discursos hegemónicos extremadamente violentos hacia los indios, que incluso ha sido capaz de imaginarlos como sujetos susceptibles de la muerte: «(…) fue precisamente en esta calificación del “indio” y de la “raza indígena” como un peligro moral, pero sobre todo biológico, que el poder civilizador reclamó un poder de muerte política sobre este elemento poblacional» (Gómez, 2014: 44). Según Casaús Arzú (2012), además de encarnar la haraganería yel atrasocultural, a las poblaciones indígenas se les atribuyó una suerte de imposibilidad de redención y de integración a la modernidad nacional. De hecho, hacia inicios del siglo xx ya se podía rastrear la narrativa sobre un sujeto social susceptible de ser física y simbólicamente exterminado: «(…) desde el servilismo, la subalternidad, la humillación del Otro al que nada se puede hacer para salvarle o redimirle porque es un ser agónico llamado a desaparecer»(Casaús Arzú, 2012:187). 

Violentos en tiempos turbulentos: los «comunistas»

En el marco de la Guerra Fría emergió un fuerte espíritu anticomunista9 entre diversos sectores conservadores guatemaltecos y salvadoreños. Esto se vincula con la ola anticomunista que tomó fuerza en la región a partir del triunfo de la Revolución cubana en 1959 y que en América Central cobró especial relevancia debido a su posición geoestratégica. Con este escenario de fondo, en ambos países fue floreciendo una narrativa sobre el comunista para aludir al nuevo sujeto desafiante del orden social, quien suponía un enorme peligro para la existencia misma de la sociedad. Esta idea se encuentra en el corazón de los discursos hegemónicos del siglo pasado en ambos países, incluso se ha dado cuenta de importantes alianzas políticas e intercambio entre grupos «anticomunistas» guatemaltecos y salvadoreños (Panamá, 2005)10. Sin embargo, existen diferencias que vale la pena esbozar.

En Guatemala esta narrativa se volvió virulenta a partir de la década de 1950 con el golpe de Estado para deponer el Gobierno progresista de Jacobo Arbenz Guzmán, asociado a temores de los sectores conservadores sobre el empoderamiento de grupos indígenas y campesinos (Rostica, 2017; García Ferreira y Taracena, 2017; Vásquez Medeles, 2020). A partir de ese momento, el Estado y algunos grupos conservadores promovieron una poderosa narrativa anticomunista que sustentó discursos contrarrevolucionarios y alimentó una ideología vinculada a lo que se ha denominado como «terrorismo de Estado» (Vela Castañeda, 2005; Figueroa-Ibarra, 2011). Existe un consenso entre los especialistas de que las narrativas sobre el comunista sustentaron dispositivos de miedo y terror desde el Estado guatemalteco que encontró niveles extremos en las grandes masacres cometidas por el Ejército en los años 1981 y 1982, las cuales han sido catalogadas como genocidio y crímenes de lesa humanidad.

Para Vela Castañeda (2005), la imagen del comunista estuvo nutrida por un racismo ancestral y por profundos valores conservadores y católicos, pero sobre todo sirvió para definir al nuevo adversario de la nación: «La creación de “lo otro”, los rusófilos, los zánganos, los filocomunistas, los tontos útiles, los esbirros de Moscú, los comunistoides, los marxistas, los verdugos, los chacales con indumentaria humana, los pícaros, los camaradas, los rojos, los rojillos, en pocas palabras: el diablo, los comunistas (…) se colocaba al adversario en una posición más allá de lo “permitido” contra el cual –por tanto– era posible emplear grados de violencia sin límite»(Vela Castañeda, 2005: 98). En la cita se reproducen una serie de adjetivos bastante violentos y peyorativos utilizados por las voces dominantes para estigmatizar a quienes son catalogados como «comunistas».

Para el caso salvadoreño, el anticomunismofue abanderado por el Estado y sectores conservadores dos décadas antes que su vecino. Una temprana narrativa sobre el comunista surgió en el contexto del levantamiento indígena-campesino de 1932 para definir a los revoltosos y como justificación de la posterior matanza de alrededor de 20.000 indígenas a manos del Estado (Ching, 2007). Al lado del exterminio físico de pueblos enteros de indígenas, los discursos dominantes los borraron simbólicamente del imaginario nacional. La población que sobrevivió se fue confinando en algunos poblados del país y la imagen del «indígena» fue desapareciendo de los discursos oficiales (López Bernal, 2007; Lindo Fuentes et al., 2010). Esto marcó un giro en las relaciones étnico-raciales y en la forma de dibujar a los sujetos subalternos salvadoreños, cada vez menos asociados a la idea del indio y más a la del campesino.

A partir de entonces, el comunista como peligro para la nación fue ganando terreno dentro de las voces dominantes y conservadoras, mientras comenzó a utilizarse este término para referirse a otros grupos subordinados de la nación. Para la década de 1970, este ya podía ser cualquier actor contestatario: «(…) grupos de derecha protestaban enérgicamente contra (…) los grupos guerrilleros, ciertas universidades (UCA, UES), ciertos sectores religiosos, agrupaciones gremiales y todos aquellos otros grupos que desde su perspectiva podrían ser tildados de “hordas comunistas” (…)»(Melara Minero, 2011: 34). Esta narrativa tiende a englobar y estigmatizar a una serie de sujetos subalternos: indígenas, campesinos y obreros, considerándolos seres «amorales». Esto se expresa en un discurso del mayor Roberto d’Aubuisson, connotado anticomunista salvadoreño y fundador de los Escuadrones de la Muerte, quien llamó a tomar partido por las fuerzas armadas durante la guerra civil: «Hermanos, si somos cristianos, que es lo que nos diferencia por supuesto a los ateos, a estos terengos de los comunistas, de todos estos que no creen en nada; ahora es cuando más nosotros mismos debemos respaldarnos y apoyar a nuestro pueblo en esta guerra moral, en esta guerra espiritual» (citado en Melara Minero, 2011: 197).

Durante la mayor parte del siglo pasado el «peligroso comunista»fue el protagonista por excelencia de las narrativas conservadoras y estatales. También sirvió para interpelar a estructuras paramilitares –como Mano Blanca y los Escuadrones de la Muerte– y a los militantes de partidos ultraconservadores como el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) en Guatemala y, posteriormente, la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) en El Salvador. Además de su peso en los discursos políticos, esta expresión también apareció constantemente en los medios de comunicación, tornándose una forma popularizada para describir y estigmatizar a una diversidad de actores que se movilizaban frente a las esferas de poder o que, simplemente, constituían sujetos subalternos (Vela Castañeda, 2005; Melara Minero, 2011).

Más allá de lo característico de cada caso, ambos países comparten una imagen violenta y moralista sobre «el comunista», concebido como un peligromoral para el orden social y espiritual. Grupos dominantes y conservadores de Guatemala y El Salvador compartieron y desarrollaron narrativas centradas en la imagen del comunistapara categorizar, estigmatizar e, incluso, justificar el exterminio físico de pueblos indígenas enteros (en el Salvador en 1932 y en Guatemala los puntos más álgidos fueron en 1981 y 1982), pero también, a lo largo del siglo xx, de otros actores subalternos: estudiantes, maestros, sacerdotes vinculados a la teología de la liberación, organizaciones campesinas, incipientes movimientos obreros, etc. Se dibujó a un sujeto con un comportamiento «antisistémico, violento e irracional, inspirado en ideologías extranjeras, que ponía en riesgo la existencia misma de un orden social» (Panamá, 2005). Esta narrativa, en la práctica, contribuyó a deslegitimar todo tipo de activismo protagonizado por los grupos subalternos, al ser imaginados como sujetos terribles y susceptibles de ser eliminados, sobre todo en momentos signados por muy alta conflictividad y de inexistencia de mecanismos democráticos. 

Violentos en tiempos de paz: los «mareros»

En tiempos de paz e incipientes sistemas democráticos, ha surgido una narrativa que pone en escena a un nuevo sujeto subalterno «peligroso y amoral» en Guatemala y El Salvador: el marero. Esta imagen no se refiere a los pandilleros como sujetos concretos11; al analizarlo como narrativa tampoco se pretende minimizar, caricaturizar o reducir la complejidad del fenómeno de las pandillas o los dramáticos niveles de violencia social que han caracterizado la posguerra en los países del triángulo norte centroamericano. Lo fundamental es reconocer que el tratamiento político alrededor de la violencia social y la construcción de la narrativa del marero han alimentado nuevos procesos de militarización y represión policial, actualizando así la herencia autoritaria. Por lo tanto, el análisis se limita a identificar algunos contenidos implícitos en dichas narrativas, generadas desde voces hegemónicas, que se han popularizado y que se asocian con el auge de prácticas autoritarias en los países estudiados.

En el marco de sociedades hiperviolentas, como las estudiadas, la estampa del marero ha cobrado protagonismo en las últimas dos décadas. Varios estudios exploran las imágenes dibujadas en la prensa de la región alrededor de la violencia, la seguridad y la criminalidad; estos coinciden en mostrar que en los medios de comunicación aparece la estampa del marero como principal protagonista de la violencia extrema, anónimo y omipresente (Marroquín Parducci; 2007a y 2007b; de la Garza Mata, 2010; Sala et al., 2010). Una de estas investigaciones sobre las imágenes de las pandillas en la prensa sintetiza: «Las maras son un grupo social con importante visibilidad en los medios de comunicación (…) Al parecer hay un solo mensaje: maras es igual a muerte y violencia, y sobre todo es igual a miedo. En las maras, como construcción narrativa, se condensan los miedos sociales de un otro que es enemigo, de un otro violento» (de la Garza Mata, 2010: 32). Se trata de un fenómeno compartido entre Guatemala, El Salvador y Honduras, que ha generado diferentes respuestas estatales y ha reavivado numerosas fobias sociales en torno a sujetos subalternos considerados peligrosos.

La imagen del marero retoma los atributos de haraganería y peligrodel indio colonial para representar a jóvenes –y no tanto–, varones –aunque no exclusivamente– que habitan las enormes barriadas populares guatemaltecas y salvadoreñas. En Guatemala, González Ponciano (2006:129) señala cómo en dicho país se ha pasado del problema del indio al problema de la juventud subalterna y señala que: «La percepción de los estratos altos es que estos jóvenes choleros carecen de educación y son proclives a la delincuencia por tener tendencia a la holgazanería (…) Para esos jóvenes desempleados o subempleados la única opción laboral es incorporarse a la denominada “economía informal” (…) la delincuencia común o a cualquiera de las redes clientelares manejadas por militares involucrados en negocios ilícitos heredados de la contrainsurgencia».

En 2010, la editorial del principal periódico de Guatemala sostenía, con relación a un asesinato, que: «Se debe repensar en la importancia de tomar en cuenta los derechos humanos de las víctimas y sus familiares (…) Se debe repensar en maneras efectivas de liberar a la sociedad de estos individuos [maras], cuyo número en Guatemala va en aumento, así como de cuándo y en qué circunstancias se pierde la calidad de reintegrable en la sociedad»(citado en Sala et al., 2010). Esta cita expone la vigencia de narrativas sobre seres tan peligrosos que no merecen ser sujetos de derechos humanos, sino que debieran sean borrados de la sociedad. Esta narrativa ha fomentado la estigmatización de las juventudes populares e, incluso, ha justificado episodios relativamente recientes de limpieza social por parte de sectores paraestatales en Guatemala (Reséndiz Rivera, 2016). Lemus (2018) reflexiona sobre la existencia de un discurso criminalizante sobre los jóvenes promovido por el Estado y los sectores conservadores y asociado a políticas de mano dura, argumentando que se trata de «un razonamiento que tiene asidero en el sentido común y la experiencia cotidiana, además de que goza de una amplia difusión mediática»(Lemus, 2018: 47).

Para el caso salvadoreño, con base en entrevistas realizadas durante el año 2014 para mi investigación doctoral a personas privilegiadas, se identificó la vigencia de una narrativa que imagina a los jóvenes populares como sujetos «haraganes y peligrosos», a quienes no les gustaba esforzarse ni trabajar y, por ello, eran capaces de cometer los crímenes más atroces. Esta imagen se condensa en las dos citas que se reproducen a continuación, la primera enfatiza la haraganería como atributo principal y la segunda expone la imagen de un sujeto extremadamente peligroso:«Es que es una gente que (…) ha creado una forma de vida de la delincuencia, ya ves que es más fácil extorsionar y ganar mil dólares y vivir bien, que pasarte fregando (trabajando) y ganar 25 centavos vendiendo un dulce ¿me entendés?» (mujer gerente, 34 años) (Lungo Rodríguez, 2017: 260). «Con el maldito tema de las maras, mi esposo me regaña porque dice que soy fascista, pero para mí debería haber como un tema de muerte (pena de muerte). No estoy diciendo que es lo más cristiano de hacer, pero cuando ves que matan niños, o descuartizados. Porque entre las maras es bien común que descuartizan gente, que matan, que violan a una niña entre veinte (…) O sea, eso no es humano, eso no puede ser de dios»(mujer empresaria, 31 años) (ibídem: 261).

Por su parte, Marroquín Parducci (2007a: 76) reflexiona sobre un poderoso mensaje de una valla publicitaria en El Salvador en 2005: «Tres son las suertes del marero: cárcel, hospital y cementerio». Estos mensajes han alimentado numerosas prácticas autoritarias en nombre de la seguridad pública, políticas de mano dura e, incluso, han justificado acelerados procesos de remilitarización y uso de violencia policial por parte del Estado salvadoreño. La editorial de la Universidad Centroamericana, en el Semanario Proceso, expuso cómo opera esta narrativa en el contexto de los primeros planes de mano dura impulsados por el Gobierno de turno: «La cruzada arenera antimaras parece encontrar un terreno fértil: la añoranza autoritaria, sentimiento que ha aflorado siempre en momentos trascendentales de la vida nacional. Desde los tiempos en que se introdujo el café en El Salvador, a finales del siglo xix, hasta los años anteriores a los Acuerdos de Paz, viene floreciendo bajo varios ropajes: control y limpieza social, persecución política, racial e ideológica, represión militar o policial y, más recientemente, endurecimiento de las leyes e instauración de la pena de muerte»(UCA, 2003).

Si bien los pandilleros constituyen personas concretas, los discursos hegemónicos tienden a englobar en torno a su imagen a distintos jóvenes de extracción popular que habitan territorios controlados por las pandillas en la región. Un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) da pistas de cómo se entrelazan en las narrativas popularizadas sobre el marero la violencia social, juventud y exclusión social y pobreza: «(…) la inseguridad contribuye a que la juventud se convierta en un grupo estigmatizado (…) Del discurso de la sociedad se pueden extraer tres estigmas sociales en este respecto. Primero, los jóvenes son retratados como individuos que carecen de firmeza de carácter y eso los vuelve poco confiables y propensos a la afiliación pandilleril. Segundo, son víctimas de condiciones sociales altamente desfavorables, lo que les condena a no ser agentes de cambio. Tercero, son peligros potenciales para la sociedad y enemigos a quienes hay que evitar» (PNUD, 2015: 65). 

Conclusiones

Para comprender la persistencia de prácticas autoritarias y profundamente violentas por parte de los estados guatemalteco y salvadoreño ejercidas contra buena parte de su población, consideramos necesario voltear la mirada hacia elementos culturales. Recordemos que estas dos sociedades han visto pasar ante sus ojos matanzas, políticas de exterminio y masacres de comunidades enteras perpetradas por el Estado a lo largo del siglo xx. Con la llegada de los acuerdos de paz y la democratización en la década de 1990, se aspiraba a un cambio en la lógica política y en la forma de relación entre Estado y sociedad. Sin embargo, esta transformación no terminó de cuajar y en años recientes se ha asistido a procesos de remilitarización justificados por el auge de la violencia social, mostrando que una lógica autoritaria basada en el exterminio del otro se encuentra vigente y profundamente arraigada, incluso en los tiempos de paz y democracia.

Con el fin de contribuir a la comprensión de estos fenómenos hemos identificado y analizado discursos e imágenes que forman parte de visiones de mundo hegemónicas y que contribuyen a racionalizar y naturalizar prácticas de dominación extremadamente violentas. Se ha partido del supuesto de que existen narrativas capaces de orientar y dotar de sentido a la acción social y política, aunque no necesariamente la determinan. Más bien tienden a alimentar una suerte de sentido común y son susceptibles de ser actualizadas, reinterpretadas e incluso revertidas. Aunque no ha sido el objetivo de estudio de este artículo, a lo largo de la historia también se han documentado discursos contrahegemónicos pro derechos humanos que constantemente han cuestionado estas visiones popularizadas sobre sujetos considerados «peligrosos».

A lo largo del trabajo han sido analizadas dos narrativas que, más allá de sus propias particularidades, han alimentado la estigmatización e inferiorización de los sujetos subalternos guatemaltecos y salvadoreños, mientras han servido como justificante para una serie de políticas de seguridad eminentemente autoritarias. Asimismo, se ha explorado la narrativa del comunista protagonista de la Guerra Fría y la del marero contemporáneo. Son estampas que coinciden en dibujar sujetos «haraganes, amorales y peligrosos»,atributos heredados de la construcción de la imagen del indio hacia finales del siglo xix y principios del siglo xx. Estas narrativas suponen la existencia de seres irracionales, portadores de inestabilidad social, de caos y contrarios a los valores morales conservadores con los que se han fundado dichas naciones: El comunista pone en riesgo la prosperidad y el desarrollo económico de las naciones; el bárbaro marero constituye la gran traba para la consolidación del nuevo pacto social –de los tiempos de paz– y para las democracias actuales.

En sus orígenes, la imagen de un sujetopeligroso, violento y haragán, más allá de las particularidades de cada caso, sirvió para categorizar a las poblaciones indígenas. Pero se ha ido actualizando, adquiriendo nuevas matices e integrando a otros sujetos subalternos: poblaciones campesinas, trabajadores agrícolas, clase obrera, empleadas domésticas, vendedores ambulantes, trabajadoras del mercado, migrantes de la ciudad originarios de las áreas rurales, habitantes de las barriadas urbanas y marginales, trabajadoras de las maquilas, deportados, jóvenes urbano marginales, entre muchos otros grupos de personas que han engrosado las filas de los «siempre sospechosos de todo».

Estas narrativas, basadas en la oposición decimonónica «civilización-barbarie», han fomentado la imagen de naciones repletas de sujetos «salvajes e indeseables» que, en casos límite, pueden ser exterminados física y simbólicamente. Como se ha hecho notar, estas narrativas se han difundido ampliamente en los medios de comunicación y se encuentran muy presentes dentro del espacio público. Estas estampas –construidas en el marco de relaciones sociales profundamente desiguales y jerárquicas– tienden a alimentar la estigmatización e incluso la deshumanización de las grandes mayorías de población en Guatemala y El Salvador: pueblos indígenas, mujeres, afrodescendientes, campesinos, clase trabajadora, estudiantes, jóvenes de origen popular, habitantes de barrios marginados, entre una larga lista. 

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Notas:1- En este artículo no se desarrollará una discusión analítica en torno a la noción de «autoritarismo», para eso se recomienda revisar el recorrido presentado por Lesgart (2020). Más bien se utilizará una noción operativa que vincula el «autoritarismo» con la prevalencia de prácticas sistemáticas de ejercicio del poder político represivo u opresivo. Si bien antes este se pensaba como un fenómeno, sobre todo nacional y antagónico a la democracia, ahora queda claro que diversas prácticas autoritarias pueden surgir en el seno de democracias formales, mientras no se circunscriben necesariamente a los límites de los estados-nación.

2- Véase la cuarta sección de este artículo.

3-  Desde la historia y la sociología política se han abordado con detalle las características de los regímenes militares y su papel en la construcción de distintos estados centroamericanos. Muchos de estos trabajos remarcaron la tensión entre autoritarismo y democracia (Torres Rivas, 1989; Walter y Williams, 1993; Turcios, 2003; Ching, 2014; Walter y Argueta, 2020). Más recientemente, ha surgido un conjunto de estudios que llaman la atención sobre el papel que tuvieron los regímenes militares en la consolidación de dinámicas políticas autoritarias y violentas en buena parte de América Central (Vela Castañeda, 2005; Ching, 2007; Monterrosa Cubías, 2019).

4-  Gobiernos militares en Guatemala: a) 1931-1944 y b) 1954-1985. Gobiernos militares en El Salvador: 1931-1979.

5-  Masacres perpetradas por el Estado en Guatemala entre1981 y 1982 (por departamentos): Quiché, 200; Panzós, 78; Alta Verapaz, 63; Huehuetenango, 42; Baja Verapaz, 16; Petén, 10, y Chimaltenango, 9, entre otras (políticas de tierra arrasada/genocidio). Y en El Salvador, en 1932: masacre de entre 10.000 y 30.000 indígenas y campesinos en el occidente (política de exterminio); y entre 1980 y 1982: El Mozote, Rio Sumpul, El Junquillo, La Quesera, Barrios y Las Aradas, entre otras.

6- Véase: https://www.latinobarometro.org/lat.jsp [Fecha de consulta: 20.02.2022].

7-  Describir toda la complejidad de la propuesta gramsciana excede con creces los objetivos de este artículo. Sin pretender ser exhaustivos, para un análisis detallado de su obra se recomienda el trabajo clásico de Perry Anderson (1981), también destaca el texto de Dupont (1978) y, más recientemente, Modonessi (2013) y Martínez Matías (2020), entre muchos otros.

8- Severo Martínez Peláez, en su reconocida obra La patria del criollo, sintetizó los principales atributos conferidos al indio en el contexto colonial de la Capitanía General de Guatemala: «Tres son los prejuicios que con energía, insistencia y maña, se repiten a lo largo de todos los escritos elaborados por los grupos terratenientes (...) Uno es afirmar que los indios son haraganes, que no trabajan si no se les obliga. Otro consiste en decir que son inclinados al vicio, especialmente a la embriaguez, y que aumentan entre ellos las borracheras y los escándalos si no se les tiene ocupados con el trabajo obligatorio. Y el tercero consiste en expresar, en las más diversas y capciosas formas, que los indios no padecen pobreza, que viven conformes y tranquilos» (Martínez Peláez, 1973: 197).

9- Las narrativas anticomunistashan estado vigentes en los imaginarios políticos del siglo xx e inicios del siglo xxi en ambas naciones. Se trata de una narrativa que ha sido estudiada en su complejidad por diversos autores (Vela Castañeda, 2005; López Bernal, 2007; Lindo Fuentes et al., 2010; Melara Minero, 2011; Ramírez Fuentes, 2011; López Bernal, 2014; Vásquez Medeles, 2020). En este trabajo solo nos enfocaremos en contextualizar y situar la imagen del comunista como sujeto subalterno en Guatemala y El Salvador.

10-  Según este autor, conocida voz anticomunista en El Salvador, los grupos conservadores anticomunistas de Guatemala y el Salvador se encontraban íntimamente vinculados y tuvieron un fuerte intercambio en la década de 1970.

11-  A partir de la década de 1990 fue cobrando fuerza el fenómeno de las pandillas juveniles o maras en Guatemala y El Salvador. Actualmente, constituyen grupos delictivos transnacionales altamente organizados y extremadamente violentos en la región. Sus orígenes se atribuyen al encuentro entre integrantes de pequeñas pandillas locales e inmigrantes deportados provenientes de los Estados Unidos, donde ya pertenecían a este tipo de organizaciones (Cruz y Portillo, 1998). A lo largo del tiempo, estos grupos delictivos se han consolidado, regionalizado y cada vez controlan mayores porciones de territorio y ejercen el poder sobre la población que habita en tales zonas (Jímenez, 2016; Prado Pérez, 2018). 

Palabras clave: autoritarismo, América Central, economía moral, El Salvador, Guatemala, violencia política, maras, anticomunismo

Cómo citar este artículo:  Lungo Rodríguez, Irene. «Autoritarismo y narrativas sobre subalternidad en Guatemala y El Salvador: el comunista y el marero». Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 132 (diciembre de 2022), p. 145-167. DOI: doi.org/10.24241/rcai.2022.132.3.145

Revista CIDOB d’Afers Internacionals, nº 132, p. 145-167
Cuatrimestral (octubre-diciembre 2022)
ISSN:1133-6595 | E-ISSN:2013-035X
DOI: https://doi.org/10.24241/rcai.2022.132.3.145

Fecha de recepción: 11.05.22  ; Fecha de aceptación: 13.09.22