Alberto Fujimori

La extradición a Perú desde Chile en 2007 del ex presidente Alberto Fujimori para ser juzgado en su país por unos delitos de corrupción y de lesa humanidad revivió entre sus paisanos la controversia sobre el legado de la década del Gobierno fujimorista, ampliamente calificado de populista y autocrático escorado a la derecha. Catapultado al poder en 1990 desde el anonimato y barriendo en las urnas a los partidos tradicionales de diverso signo, este ingeniero hijo de inmigrantes japoneses aplicó con mano de hierro un plan de ajuste ultraliberal que liquidó la hiperinflación de cuatro dígitos y resucitó una economía moribunda, derrotó al terrorismo senderista de extrema izquierda con tácticas de guerra sucia y moldeó a su gusto el sistema político y jurídico tras un autogolpe de Estado civil en 1992, subordinando la legalidad democrática a la consecución de unos objetivos personales. Su pragmatismo desembozado, mezcla sui géneris de tecnocracia y autoritarismo, anteponía la obtención de resultados a cualquier escrúpulo sobre los métodos aplicados.

Unas elecciones fraudulentas, que le otorgaron la segunda reelección (tras haber derrotado en 1990 a Mario Vargas Llosa y en 1995 a Javier Pérez de Cuéllar, es decir, los dos peruanos con mayor prestigio internacional) previa interpretación torticera de la Constitución por él promulgada en 1993 (y la cual sigue vigente), junto con los desmanes de su todopoderoso asesor Vladimiro Montesinos, jefe de una vasta red delictiva, fueron las antesalas de la fuga a Japón y dimisión a finales de 2000 de Fujimori, destituido de paso por el Congreso. La antorcha del fujimorismo, que siguió siendo un movimiento político muy fuerte en Perú, fue recogida principalmente por la hija del ex mandatario ahora procesado y preso, Keiko Fujimori.


Nota de actualización: esta versión de la biografía fue publicada el 23/10/2007
.
Tras su extradición por Chile, el ex presidente Alberto Fujimori, recluido en el Penal Barbadillo, fue sometido a la justicia penal peruana y en los ocho años siguientes recibió cinco sentencias condenatorias, con una pena acumulada de 52,5 años de cárcel: a 6 años el 11/12/2007 por el delito de usurpación de funciones en un caso de allanamiento ilegal de vivienda; a 25 años el 7/4/2009 por crímenes de lesa humanidad (homicidio calificado de 25 personas, lesiones graves de cuatro personas y secuestro agravado de otras dos); a 7 años y 6 meses el 20/7/2009 por peculado, o malversación de fondos, doloso por apropiación y falsedad ideológica en agravio del Estado; a 6 años el 30/9/2009 por peculado doloso (en la compra de medios de comunicación con fondos públicos), violación del secreto de comunicaciones (espionaje telefónico) y cohecho activo (soborno de congresistas tránsfugas); y a 8 años el 8/1/2015 por peculado (en el desvío de dinero público asignado a las Fuerzas Armadas para la compra de líneas editoriales).

El 24/12/2017 Fujimori, mientras estaba ingresado en la Clínica Centenario Peruano Japonesa, recibió del entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski un indulto humanitario. El 4/1/2018 el ex presidente fue dado de alta hospitalaria en Lima y recobró la libertad, pero el 3/10/2018 la Corte Suprema de Justicia declaró nulo dicho indulto y ordenó su captura; entonces, Fujimori ingresó nuevamente en la Clínica Centenario y el 23/1/2019, una vez dado de alta, regresó al Penal Barbadillo para cumplir su pena. El 11/12/2021 un juzgado abrió contra Fujimori otro proceso penal por el caso de las esterilizaciones forzosas de mujeres y hombres indígenas durante su mandato.

El 17/3/2022 el Tribunal Constitucional declaró fundada una demanda de habeas corpus presentada por la defensa del reo; el indulto otorgado por Kuczynski en 2017 fue de esta manera reactivado, pero la liberación de Fujimori quedó en suspenso al resolver el Primer Juzgado de Investigación Preparatoria de Ica no acatar la resolución del Tribunal Constitucional, tal como había solicitado la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al Estado peruano. Finalmente, el 5/12/2023 el Tribunal Constitucional, argumentando que la CIDH no tenía competencia para ordenar el desacatamiento de una orden de un alto tribunal peruano, ordenó la inmediata puesta en libertad de Fujimori, a los 85 años, medida que fue aplicada al día siguiente.

En cuanto a las vicisitudes del fujimorismo como movimiento político organizado, su principal dirigente, Keiko Fujimori, jefa de los partidos Fuerza 2011 y Fuerza Popular, congresista de la República en 2006-2011 y con un historial de procesos penales y detenciones cautelares por presunta corrupción, compitió por la Presidencia de la República en las elecciones de 2011, 2016 y 2021. En las tres ocasiones cayó derrotada en el balotaje por estrecho margen, respectivamente frente a Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Pedro Castillo. Su hermano, Kenji Fujimori, a la cabeza de un grupo disidente de Fuerza Popular y que en 2018 organizó la bancada independiente Cambio 21, sirvió como congresista en 2011-2018. Aunque enfrentados entre sí, los dos hermanos han sido unos activos propulsores del indulto y la liberación de su padre en distintos momentos. Por otro lado, la antigua esposa de Fujimori, Susana Higuchi, falleció el 8/12/2021.

1. Un profesor de ciencias exactas devenido fenómeno político y electoral
2. Del fujishock de 1990 al fujigolpe de 1992
3. Diseño de un traje institucional a medida y golpe letal a Sendero Luminoso
4. La Guerra del Cenepa con Ecuador y la crisis de los rehenes de la Embajada japonesa
5. El expediente de los Derechos Humanos y la figura turbadora de Montesinos
6. Luces y sombras del neoliberalismo económico
7. Fraudulenta segunda reelección en 2000
8. El escándalo de los vladivideos como detonante de la renuncia al poder
9. Autoexilio en Japón y demanda de cuentas por la justicia peruana
10. Traslado a Chile y extradición al Perú


1. Un profesor de ciencias puras devenido fenómeno político y electoral

Sus padres, Naoichi Fujimori y Mutsue Inomoto, campesinos de extracción pobre, emigraron desde la prefectura japonesa de Kumamoto en 1934 como una pareja de recién casados. Naoichi ya llevaba años afincado en el Perú, donde se había ganado la vida como jornalero recolector del algodón antes de abrir un humilde negocio de sastre en Huacho, ciudad costera al norte de Lima. El matrimonio fijó su residencia en la capital del país. El pequeño Alberto nació cuatro años después, en un momento particularmente adverso para la familia, que había visto arruinarse la sastrería y a continuación los cultivos de algodón que tenía arrendados en el distrito limeño de Miraflores. El padre probó fortuna con la reparación de neumáticos de vehículos, negocio que le fue razonablemente bien hasta que el estallido de la Segunda Guerra Mundial disparó los sentimientos xenófobos de los peruanos autóctonos contra la comunidad de origen japonés y el Gobierno proestadounidense de Manuel Prado Ugarteche confiscó las propiedades económicas de esta última.

El segundo de los cinco vástagos de los Fujimori (siendo la primogénita Juana y los más jóvenes Pedro, Rosa y Santiago) realizó los estudios primarios en el colegio Nuestra Señora de la Merced y en la escuela pública La Rectora, y los secundarios en la gran unidad escolar Alfonso Ugarte. Los padres, aprovechando la posibilidad legal, le registraron como ciudadano japonés en el Consulado nipón, lo que proporcionó al niño la doble nacionalidad, peruana y japonesa. Educado en los valores de laboriosidad y superación personal típicamente orientales, e influenciado por las tareas agrícolas familiares, Fujimori ingresó en 1957 en la Universidad Nacional Agraria La Molina (UNALM), en el departamento de Lima, y en 1961 se graduó con el título de ingeniero agrónomo como el número uno de su promoción. En 1962 empezó a dar clases de Matemáticas en la recién creada Facultad de Ciencias, especialidad que junto con la Física estudió en Francia en 1964 en un curso de posgrado impartido por la Universidad de Estrasburgo.

Becado por la Fundación Ford, cursó otro posgrado de Matemáticas en la Universidad de Wisconsin en Milwaukee, Estados Unidos, donde recibió el título de máster en Ciencias en 1969, tras lo cual reanudó sus actividades docentes en el Perú. En julio de 1974 contrajo matrimonio con Susana Higuchi Miyagawa, otra peruana con ascendiente japonés y titulada en ingeniería también, con la que iba a tener cuatro hijos, Keiko Sofía, Hiro Alberto, Sachi Marcela y Kenji Gerardo.

En 1984, al cabo de más de dos décadas produciendo méritos científicos y académicos, Fujimori fue nombrado rector de la UNALM y de paso decano de la Facultad de Ciencias. En 1987 se convirtió en presidente de la Asamblea Nacional de Rectores, y ese año y el anterior recibió sendos doctorados honoris causa por la Universidad Agrícola de Gembloux (Bélgica) y la limeña Universidad de San Martín de Porres. Las mismas inquietudes sobre la situación del agro y la universidad peruanos que le llevaron a dirigir durante año y medio, entre 1987 y 1989, el programa de la televisión pública Concertando, le acercaron a los círculos políticos de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA, o Partido Aprista Peruano, PAP), histórica formación de orientación socialdemócrata que entonces dirigía el Gobierno nacional con el presidente Alan García Pérez.

En 1988, apoyándose en un grupo de colaboradores universitarios y hombres de negocios, Fujimori comenzó a preparar su propia fuerza política, Cambio 90 (C90), que registró oficialmente el 5 de octubre de 1989, una vez liberado de sus responsabilidades regidoras académicas, como un movimiento cívico independiente y sin una ideología definida. En su estatuto, el partido se presentaba como una fuerza "democrática y nacionalista, que se sustenta básicamente en los adelantos tecnológicos para lograr el desarrollo nacional trazado en el ideario". Cambio 90 ofrecía una composición social heterogénea, con representantes de la pequeña y mediana empresa, las profesiones liberales y las iglesias evangélicas. Más aún, Fujimori, derrochando autoconfianza e ilusión, se inscribió para competir en las elecciones presidenciales de 1990, de las que debía salir el sucesor de García, quien agotaba su mandato con la credibilidad hundida por el desastroso balance de sus cinco años de gobierno. El ingeniero se subió al proscenio político con un perfil pragmático y tecnocrático, de hombre de números y planes solventes al que no le interesaban lo más mínimo el estéril debate de ideologías y el politiqueo tradicional.

Candidato marginal y anecdótico al comienzo de la campaña, Fujimori, con su lema de Honestidad, Tecnología y Trabajo, sus mensajes sobre la necesidad de moralizar las instituciones democráticas y de ofrecer una alternativa a los políticos y partidos tradicionales, y sus promesas imprecisas de prosperidad y seguridad a espuertas, apenas despertó el interés de los medios de comunicación, que le consideraron un aventurero sin más argumentos que la capacidad persuasiva de sus acentos populistas. Él aceptó gustosamente y explotó el apelativo de El Chino, que espontáneamente le habían endilgado sus en apariencia escasos seguidores, para recalcar su ascendiente no europeo y, por tanto, mestizo. Bien diferenciado, por tanto, del "blanquito pituco", como despectivamente era tildado, Mario Vargas Llosa, candidato del centroderechista Frente Democrático (FREDEMO, nucleado en torno a la Acción Popular, AP, y el Partido Popular Cristiano, PPC) y al que apoyaban unánimemente las élites económicas y empresariales por su plataforma reformista neoliberal. Otro lema de Cambio 90 apelaba directamente a esta suerte de complicidad mestiza y social: Un presidente como tú.

Fujimori parecía no contar para una liza electoral cuyo máximo favorito era el célebre literato y candidato al Premio Nobel. Sin embargo, a escasas jornadas de la primera vuelta electoral, el 8 de abril, El Chino ascendió meteóricamente en las encuestas y el día de los comicios dio la campanada al adjudicarse el 29,1% de los sufragios y ganar el paso a la segunda vuelta, la cual acaso forzó. El sonriente postulante de Cambio 90 no sólo le pisaba los talones, con sólo tres puntos menos, a Vargas Llosa, sino que dejó en la estacada al aspirante del oficialismo aprista, Luis Alva Castro, quien había sido primer ministro, y a otros políticos curtidos como Henry Pease García, de la Izquierda Unida (IU), y el ex alcalde limeño Alfonso Barrantes Lingán, de la Izquierda Socialista.

Finalmente, el Tsunami Fujimori, en expresión de un alias electoral, barrió en la segunda vuelta del 10 de junio con un sorprendente 62.5% de los votos —excluyendo las papeletas inválidas, que rozaron el 10%— a un Vargas Llosa contra el que se movilizaron los apristas y la izquierda en bloque, y que sólo recabó el 37,5% de los sufragios. En las legislativas, Cambio 90 capturó 32 de los 180 escaños de la Cámara de Diputados y 14 de los 60 escaños del Senado, quedando en tercer lugar tras el FREDEMO y el PAP, lo que auguraba una difícil coyuntura parlamentaria para el nuevo mandatario.

La inopinada victoria electoral de un hombre surgido del virtual anonimato poco antes de los comicios, carente de cualquier experiencia política, sin un soporte partidista digno de llamarse tal y con escasos medios para financiar su campaña proselitista, es decir, un completo outsider que irrumpía desde cero, fue interpretada como un voto de censura sin precedentes a la clase política, desacreditada ante los ojos de buena parte de los peruanos por su venalidad e incompetencia, y despertó el interés de politólogos de todo el mundo. Los 4,5 millones de votos idos a Fujimori procedían del electorado pobre, indígena y mestizo que se ilusionó con la expectativa de soluciones poco menos que milagrosas, pero también de las clases urbanas medias y medias-bajas, antaño cortejadas con éxito por el PAP, e incluso de minorías no asalariadas por cuenta ajena con un estatus más pudiente. El presidente electo preparó un Consejo de Ministros dominado por profesionales y técnicos que no pertenecían a Cambio 90.


2. Del fujishock de 1990 al fujigolpe de 1992

El 28 de julio, el día de su quincuagésimo segundo aniversario, Fujimori tomó posesión de la Presidencia de la República del Perú con un mandato de cinco años no renovables. La ceremonia en el Palacio Legislativo, sede del Congreso, discurrió tumultuosamente por los abucheos que se intercambiaron los diputados del PAP y el FREDEMO, y a la misma asistieron cinco presidentes latinoamericanos. En su primera alocución a la nación después de recibir la banda presidencial de manos del nuevo presidente del Senado y a continuación primer vicepresidente de la República, Máximo San Román Cáceres (un industrial cholo, cuzqueño y quechuahablante, con un perfil muy apropiado para la imagen de partido interclasista, popular y antielitista que Cambio 90 buscaba difundir), Fujimori se lamentó del "desastre" que heredaba de la administración alanista y resumió el negro estado de cosas con estas palabras: "Nos toca afrontar la crisis más profunda que ha vivido el país en toda su historia republicana; una economía entrampada en una hiperinflación y una depresión, una sociedad escindida por la violencia, la corrupción, el terrorismo y el narcotráfico. En una palabra, casi una economía de guerra".

En efecto, 1989 había terminado con una contracción masiva, del 12% del PIB, una inflación anual del 3.398%, una deuda externa recrecida hasta los 20.000 millones de dólares y el dólar cotizando a 4.800 intis en el cambio oficial. El flamante presidente cuantificó la inflación acumulada en todo el quinquenio en la "espeluznante tasa" de más del 2.200.000%. Ahora, la mayoría de esas variables seguían empeorando, en particular la inflación, que sólo en julio creció un 100%. El déficit fiscal equivalía ya al 7,5% del PIB. Fujimori añadió que únicamente el 15% de la población activa tenía un "empleo adecuado", mientras existían un 10% de desocupados y un 75% de subempleados.

En el terreno de la seguridad interna, ésta era violentada sistemáticamente por las potentes guerrillas de la extrema izquierda, Sendero Luminoso (maoísta) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA, marxista-leninista), que seguían una estrategia de conquista revolucionaria del poder. Sus atentados terroristas, asesinatos y emboscadas llevaban una década ensangrentando el país, involucrando a las fuerzas armadas del Estado en una contienda sucia donde los Derechos Humanos eran violados por todos los combatientes. Esta verdadera guerra civil se había cobrado hasta el momento varios miles de muertos y desaparecidos, de los cuales la insurgencia senderista era la primera responsable.

Al manifestar su intención de crear "una verdadera economía social de mercado", simplificar la administración pública, derogar los monopolios e "insertar al Perú en la comunidad financiera internacional" Fujimori ya introducía matices correctores en el fácil populismo social del que había hecho gala durante la campaña electoral, aunque parecía que mantenía la fe en las medidas graduales y no traumáticas para enfrentar la descomunal crisis económica. Se trataba de una impresión falsa, ya que el presidente se disponía a aplicar, y sin temblarle el pulso, precisamente las recetas neoliberales que había propugnado el FREDEMO, diana favorita de los ataques de Cambio 90 y causa fundamental de la derrota de Vargas Llosa; es más, sus medidas iban a ser más radicales, yendo más allá de lo que el FMI se habría atrevido a prescribir.

El 8 de agosto, un día después de decretar el estado de emergencia por 30 días en Lima y en nueve provincias en respuesta a los últimos ataques perpetrados por Sendero Luminoso y el MRTA, que habían dejado una treintena de muertos, el primer ministro y ministro de Economía y Finanzas, Juan Carlos Hurtado Miller, anunció un drástico plan de ajuste y austeridad que perseguía yugular la hiperinflación, frenar el acaparamiento de mercancías por comerciantes especuladores y las compras compulsivas fruto del pánico —comportamientos que estaban agravando la penuria general de alimentos—, subsanar la angustiosa carestía de fondos en la tesorería del Estado y recomponer el nivel de divisas del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP). Para ello, se suprimían las subvenciones a productos de primera necesidad como el pan, la leche, el azúcar y la pasta, que duplicaban, triplicaban o quintuplicaban sus precios, así como al galón de gasolina, que se encarecía nada menos que un 3.000%. El ministro, tras anunciar también medidas de compensación como la apertura de comedores populares y subsidios al agua y el transporte público, terminaba su anuncio televisado con un lapidario "que Dios nos ayude".

El vulgarmente llamado paquetazo o fujishock cogió por sorpresa al PAP y a la izquierda parlamentaria, que inmediatamente se revolvieron contra el Gobierno y acusaron a Fujimori de "traición" y "agresión al pueblo", y colmó la desesperación de quienes ya vivían en una situación límite. En las horas siguientes al anuncio gubernamental, Lima sufrió una ola de disturbios y saqueos que fue atajada por la Policía con un balance de varios muertos y más de 6.000 detenidos. Hasta finales de año Fujimori hizo frente a varias huelgas obreras, a una ofensiva terrorista y a insistentes rumores de malestar en las Fuerzas Armadas a raíz de su pronta decisión de cesar y pasar al retiro a los comandantes en jefe de la Fuerza Aérea y la Marina (arma esta última muy conservadora y que había recibido la subida a la Presidencia de un hijo de inmigrantes con visible malestar), pero no del Ejército. A la espera de los efectos positivos que la terapia de choque debía surtir en la economía, 1990 cerró con un crecimiento negativo del PIB del 6% y una cota máxima de inflación, de diciembre a diciembre, del 7.600%.

La dimisión el 14 de febrero de 1991 de Juan Carlos Hurtado, principal arquitecto y ejecutor del draconiano ajuste fiscal, como resultado de una trifulca con el ministro de Industria, Guido Pennano Allison, no afectó a la línea ultraliberal inaugurada el 8 de agosto, que siguió siendo sostenida por sus sucesores en la presidencia del Consejo de Ministros, Carlos Torres y Torres Lara, y el Ministerio de Economía y Finanzas, Carlos Alberto Boloña Behr, un monetarista ortodoxo que era el primer peruano doctor en Economía por la Universidad de Oxford.

Perú fue adentrándose en una nueva era económica en la que señoreaban la desnacionalización de la banca privada, la privatización parcial del parque empresarial del Estado, la liberalización de las tasas de interés y la flexibilización del régimen de cambios monetarios. Piedra angular de la transición económica fue la sustitución del desahuciado inti (introducido por el Gobierno acciopopulista de Fernando Belaúnde Terry en febrero de 1985) por el nuevo sol el 1 de julio de 1991. El tipo de canje quedó establecido en un nuevo sol por un millón de intis.

Al mismo tiempo, Fujimori desarrolló una agresiva diplomacia económica, realizando numerosos viajes y reuniones destinados a renegociar el pago de la deuda externa, obtener nuevas ayudas financieras y favorecer la inserción del Perú en los esquemas de cooperación e integración regionales e internacionales. El Gobierno daba por finalizada la pesadilla de la stagflation, pero el impacto social de las medidas de choque estaba siendo brutal.

Mientras la inflación avanzaba por la senda descendente, hasta caer a los tres dígitos (el 409%) en 1991 y ya sólo a dos (el 73%) en 1992, la prioridad más urgente del Gobierno pasó a ser la contención del violento brote de cólera que en cuestión de semanas mató a más de 500 personas en diversos puntos del país. La epidemia, favorecida por el consumo de agua corriente contaminada por culpa de unos sistemas potabilizadores ineficientes, y que puso un broche particularmente dramático a la realidad de subdesarrollo y falta de inversiones públicas que afligía al Perú, ocasionó al país pérdidas económicas por valor de 770 millones de dólares debido a los embargos impuestos al comercio exterior de alimentos, sobre todo los productos pesqueros, y al retroceso del turismo. La calamidad sanitaria, unida a los estragos causados al sector primario por el fenómeno climático del Niño, repercutió muy negativamente en la incipiente recuperación económica: tras el 2,4% de tasa positiva anotada en 1991, la recesión iba a volver por sus fueros en 1992 marcando una tasa negativa del 2,7%.

Desde finales de 1991, el PAP y el FREDEMO comenzaron a ejercer en el Congreso una oposición coherente al Gobierno, el cual, por ejemplo, vio bloquearse una serie de decretos legislativos que conferían al Ejecutivo y a las Fuerzas Armadas el monopolio absoluto de la lucha contra la insurgencia y el narcotráfico. Con respecto a este punto, el 14 de mayo el Gobierno se plegó a la presiones de Estados Unidos, que tenía retenida su ayuda económica, y firmó una declaración sobre la ejecución de una estrategia conjunta para combatir con medios militares el enorme trasiego de coca y cocaína. En cuanto al Poder Judicial, se descalificó a sí mismo al liberar a decenas de narcotraficantes y a más de 200 senderistas, y al reducir arbitrariamente la duración de las penas carcelarias de otros reos.

Fujimori se sentía frustrado con el corsé legal que le imponían la división y la limitación de los poderes del Estado, y con las decisiones que tomaban los miembros del Legislativo y la judicatura. Decidido a remover los obstáculos a sus planes de gobierno, y luego de asegurarse el acatamiento de las Fuerzas Armadas, el presidente quebró el orden constitucional con un golpe de Estado institucional, un autogolpe, perpetrado en la noche del 5 al 6 de abril de 1992.

En su mensaje televisado a la nación, Fujimori anunciaba que, ante "la inoperancia del Parlamento", "la corrupción del Poder Judicial" (responsable de la "liberación inexplicable de narcotraficantes" y de la "masiva puesta en libertad de terroristas convictos y confesos"), y la "evidente actitud obstruccionista y conjura encubierta contra los esfuerzos del pueblo y del Gobierno por parte de las cúpulas partidarias", procedía a tomar las siguientes medidas: uno, "disolver temporalmente" el Congreso, hasta la aprobación de una "nueva estructura orgánica" del Poder Legislativo que sería aprobada mediante un plebiscito nacional; dos, "reorganizar totalmente" el Poder Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Tribunal de Garantías Constitucionales y el Ministerio Público, "para una honesta y eficiente administración de justicia"; tres; "reestructurar" la Contraloría General de la República; y cuatro, crear un "Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional", cuyos principales objetivos iban a ser, entre otros, "modificar" la Constitución en lo que atañía a la estructura de poderes, "moralizar radicalmente" el Poder Judicial, "pacificar el país" y "promover la economía de mercado" dentro de unos marcos jurídicos apropiados.

Fujimori terminaba su bando con estas palabras: "El país debe entender que la suspensión temporal y parcial de la legalidad existente no es la negación de la democracia real sino, por el contrario, es el punto inicial de la búsqueda de una auténtica transformación que asegure una democracia legítima y efectiva; que permita a todos los peruanos convertirse en constructores de un Perú más justo, más desarrollado y respetado en el concierto de las naciones".

La asunción por Fujimori de plenos poderes, la suspensión en la práctica de la Constitución Política de 1979 y el nombramiento del Gobierno de Emergencia, sustituyendo al Gabinete que desde noviembre encabezaba Alfonso de los Heros Pérez Albela, con el también abogado Óscar de la Puente Raygada de primer ministro, obtuvo el respaldo sin fisuras de la cúpula castrense, que sacó a las tropas a patrullar las calles y a ocupar las sedes de los principales diarios y emisoras de radio y televisión, y tuvo un eco favorable en el grueso de la población limeña —según un sondeo de Peruana de Opinión Pública (POP), el 73% de los encuestados se mostraba de acuerdo con el fujigolpe—, pero la clase política, todos los partidos salvo Cambio 90, se opuso casi unánimemente. El Ejército puso bajo arresto domiciliario temporal a los presidentes de la Cámara de Diputados, Roberto Ramírez del Villar, y del Senado, Felipe Osterling Parodi, ambos dirigentes del PPC, e intentó capturar a Alan García, quien escapó por los pelos y pasó a la clandestinidad antes de acogerse al asilo que le brindó la Embajada de Colombia, de donde partiría para el exilio.

El 9 de abril, clandestinamente reunidos, 99 diputados y 36 senadores declararon vacante la jefatura del Estado por "permanente incapacidad moral" de su titular e invistieron presidente constitucional de la República al segundo vicepresidente, el pastor evangélico Carlos García García, ante la ausencia del país del primer vicepresidente. El nombramiento quedó en agua de borrajas, ya que pocas horas después García corría a refugiarse en la Embajada argentina. El 18 Máximo San Román aterrizó en Lima procedente Estados Unidos y tres días después pudo jurar el cargo presidencial en el Colegio de Abogados. Se trató de un testimonio de la resistencia política al golpe que sin embargo no tuvo consecuencias.

Más motivo de preocupación que los inocuos desafíos de los partidos tenía para Fujimori, quien destinó varios días a darse verdaderos baños de multitudes afectas en Lima, la actitud de la comunidad internacional, que en líneas generales reaccionó muy negativamente al golpe, aunque el enfado se disipó pronto. El Grupo de Apoyo al Perú, formado por Estados Unidos, Canadá y España, congeló su cooperación económica, Venezuela rompió las relaciones diplomáticas, Argentina retiró a su embajador y Chile reclamó que se suspendiera al Perú de membresía en la Organización de Estados Americanos (OEA). Ésta emitió una condena sin paliativos, pero evitó imponer sanciones a Lima y posteriormente aceptó las garantías dadas por Fujimori sobre el próximo retorno a la normalidad constitucional. La negativa de Estados Unidos a reconocer el fantasmal contragobierno de San Román se tradujo rápidamente en una aquiescencia oficial al nuevo orden político peruano, guiado con mano firme por Fujimori.

Al comenzar 1993 era ya un hecho la normalización de las relaciones exteriores del Perú, salvo con Venezuela, cuyo presidente, Carlos Andrés Pérez, no perdonaba el asilo concedido a los militares sediciosos miembros del movimiento bolivariano que lideraba el teniente coronel Hugo Chávez, entonces encarcelado a raíz de su propia intentona golpista, y que intentaron derrocarlo en noviembre de 1992. Fujimori no dejó de asistir a numerosas asunciones presidenciales y a cumbres hemisféricas, como las anuales del Grupo de Río y las Iberoamericanas. El 9 y el 10 de marzo de 1996 el mandatario iba a dirigir en Lima la VIII Reunión del Consejo Presidencial Andino, cita especialmente relevante por suponer el arranque de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el Sistema Andino de Integración como el nuevo marco jurídico que tomaba el relevo al sistema surgido del Pacto Andino suscrito en 1969 y 1973 por Perú, Colombia, Venezuela, Ecuador y Bolivia.


3. Diseño de un traje institucional a medida y golpe letal a Sendero Luminoso

La idea original de Fujimori, legitimar su nuevo régimen del gobierno por decreto mediante un plebiscito que estaba programado para el 5 de julio —y que muy probablemente habría ganado—, fue prontamente desechada ante las presiones de la OEA, que le reclamaba un calendario preciso para la normalización democrática. El presidente presentó entonces un cronograma político que pasaba por tres convocatorias electorales: primero, en noviembre del año en curso, se elegiría un Congreso Constituyente Democrático (CCD) que tendría como misión elaborar una nueva Carta Magna; segundo, en enero de 1993, los peruanos votarían a alcaldes y concejales; y tercero, cuando el CCD terminara sus trabajos, la población sería llamada a refrendar la nueva ley suprema.

Antes de cruzar este calendario su primer y más importante hito, el 12 de septiembre de 1992, Fujimori se apuntó un tanto espectacular con la captura, anunciada a la nación a bombo y platillo, en una vivienda del distrito limeño de Surquillo por agentes de la Dirección Nacional contra el Terrorismo (DINCOTE) de la cúpula del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso. Los aprehendidos fueron el máximo jefe de la organización, Abimael Guzmán Reynoso, alias Presidente Gonzalo, la número dos y segunda cónyuge del anterior, Elena Iparraguirre Revoredo, alias Camarada Miriam, y otros siete dirigentes senderistas. Odiado por la población por su terrorismo indiscriminado, el mesiánico líder guerrillero fue exhibido a la exultante opinión pública vestido con el clásico traje a rayas de presidiario y enjaulado en una celda de barrotes.

La decapitación de Sendero Luminoso, que tenía a más de 20.000 hombres alzados en armas, imponía su ley en extensas zonas del sur del país y mantenía intacta su capacidad de hacer daño (como acababa de mostrar en julio con el coche bomba explosionado en la calle Tarata, en el distrito de Miraflores, con el resultado de 25 muertos), tuvo un impacto fulminante en la guerrilla, que redujo drásticamente sus ataques y comenzó a desintegrarse. Guzmán fue sometido a juicio sumarísimo por una corte militar formada por jueces encapuchados, condenado a cadena perpetua y encarcelado en la prisión de la base naval de la isla de San Lorenzo, frente a Callao. En octubre de 1993, en un movimiento pactado con el Gobierno, probablemente a cambio de unas mejores condiciones carcelarias, Guzmán pidió a los senderistas que aún seguían activos que depusieran las armas y de paso ofreció un acuerdo de paz con el Estado que finalmente no se concretó. En cuanto al MRTA, sufrió también un severo golpe con la detención el 9 de junio de su líder, Víctor Polay Campos, alias Comandante Rolando.

El hundimiento de Sendero Luminoso disparó la popularidad de Fujimori, pero en el estamento militar algunos elementos descontentos del Ejército se pusieron a conspirar. El 13 de noviembre el Gobierno informó de la detención de un grupo de altos oficiales, algunos en situación de retiro y entre los que se encontraban los generales de división Jaime Salinas Sedó, José Gabriel Pastor Vives y Luis Palomino Rodríguez, así como el general de brigada Manuel Obando Salas, cuando se disponían a tomar el Palacio de Gobierno y el Cuartel General del Ejército, conocido tradicionalmente como el Pentagonito, con el propósito de "asesinar" al jefe del Estado y hacerse con el poder. En un principio se dijo que Fujimori y su familia habían sido trasladados por seguridad al Pentagonito, sito en el distrito limeño de San Borja, pero luego se supo que había llegado a tomar refugio en la Embajada japonesa. Después de todo, sí había habido una conspiración golpista, dirigida por oficiales que decían actuar en defensa del orden democrático quebrado por el movimiento presidencial de abril.

Nueve días después de este sobresalto, el 22 de noviembre, tuvieron lugar las elecciones al CCD. En nombre del oficialismo concurrió la alianza formada por Cambio 90 y una nueva formación progubernamental, la Agrupación Independiente Nueva Mayoría (NM), fundada el 11 de septiembre, cuya composición, caracterizada por la presencia de empresarios y antiguos altos funcionarios del Gobierno y la Administración que en 1990 habían respaldado a Vargas Llosa pero que ahora mudaban sus lealtades con sentido oportunista, permitió compensar al fujimorismo la pérdida de apoyo de los grupos que habían abandonado Cambio 90, en particular las iglesias evangélicas, y ampliar la base del Gobierno entre los sectores sociales más acomodados y tradicionalmente conservadores.

El boicot practicado por el PAP, AP y otros partidos tradicionales, que esgrimieron los argumentos de la falta de garantías constitucionales y las sospechas de fraude y manipulación, puso en bandeja la mayoría absoluta a C90-NM, que se hizo con 44 de los 80 escaños en juego con el 38,3% de los votos. Entre los partidos opositores que sí participaron fueron los más votados el PPC de Luis Bedoya Reyes y el Frente Independiente Moralizador (FIM) de Fernando Olivera Vega, con 15 escaños entre los dos. Los votos nulos y en blanco alcanzaron el 22,7% y la abstención fue del 23,3%. El cabeza de lista de C90-NM, Jaime Yoshiyama Tanaka, dirigente de Nueva Mayoría, se convirtió en presidente de la asamblea constituyente. La siguiente cita electoral, las municipales del 29 de enero de 1993, supuso un rotundo fracaso para C90-NM, ya que hicieron fortuna las candidaturas independientes que, siguiendo el ejemplo dado por el propio Fujimori en el plano nacional, estaban proliferando en la política local.

El 31 de octubre de 1993 los peruanos ratificaron con un nada relumbrante 52,2% de votos favorables la nueva Carta Magna elaborada por el CCD, que contó entre sus disposiciones más importantes el regreso al sistema parlamentario unicameral, consistente en un Congreso de 120 miembros elegidos proporcionalmente en una sola circunscripción nacional, y la introducción de la posibilidad de reelección del presidente por un segundo mandato de cinco años. El texto fue promulgado el 29 de diciembre y dos días después entró en vigor. Fujimori no anunció inmediatamente si pensaba presentarse a la reelección en 1995, pero nadie tenía la menor duda de que la nueva disposición constitucional la iba a estrenar su artífice.

Entonces no lo sabía, pero Fujimori acababa de sentar un precedente, la reforma de la Constitución para permitir la reelección consecutiva del presidente en ejercicio, que en el transcurso de una década iba a hacer fortuna —y a levantar ásperas controversias— a lo largo y ancho del continente sudamericano: Argentina, Brasil, Venezuela y Colombia iban a seguir los pasos del Perú. A Fujimori le salieron imitadores incluso en la fórmula del autogolpe para poder gobernar a sus anchas: fue el caso del guatemalteco Jorge Serrano, que lo intentó de manera chapucera, fracasando en el intento, en mayo de 1993.

Imperturbable ante las crecientes acusaciones de autoritarismo y de desprecio a las más elementales fórmulas de diálogo y consenso políticos en democracia, más habiendo un proceso constituyente de por medio, Fujimori siguió adelante con su cronograma político unilateral. El 10 de octubre de 1994 inscribió ante el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) su candidatura para acudir a unos comicios presidenciales en los que quiso participar como candidata opositora nada menos que Susana Higuchi, quien vio frustrada su pretensión al prohibir la nueva ley electoral, aprobada ex profeso, aspirar a la Presidencia a los familiares del mandatario en ejercicio. Para entonces, Higuchi ya estaba separada del su todavía esposo, al que desde marzo de 1992 venía acusando de lucrarse, él y su familia carnal, con prácticas corruptas. Higuchi denunció en particular un supuesto negocio de venta de ropa de segunda mano donada por ONG japonesas que habría lucrado a sus cuñados Rosa y Santiago Fujimori, y a los cónyuges de éstos, Víctor Aritomi Shinto y Clorinda Ebisui.

La tormentosa relación conyugal llegó a su clímax en agosto de 1994, cuando Higuchi denunció ante la justicia como presuntos corruptos a dos ex ministros y al actual viceministro de Justicia, y de paso manifestó que su marido era un "tirano" que la tenía "encerrada" en el Palacio de Gobierno, lo que no le impidió abandonar el edificio e irse a vivir a otro inmueble de Lima; en represalia, Fujimori le despojó del papel simbólico pero privilegiado de primera dama y del cometido de presidir la Fundación por los Niños del Perú, y se los entregó a su primogénita, Keiko Sofía, que entonces tenía 19 años. Fujimori tachó de "desleal" e "inestable" a Higuchi, quien a su vez le acusó de ejercer contra ella "violencia física y moral" y de impedirle ver a sus cuatro hijos. El deseo de la todavía señora de Fujimori de emprender una carrera política con una organización propia, Armonía Siglo XXI, resultó infructuoso, pero en mayo de 1996 obtuvo el divorcio de Fujimori.

El escandaloso culebrón marital no dañó las posibilidades electorales de Fujimori, quien de hecho, luego de la derrota de Sendero Luminoso, el final del desbocamiento de los precios (la inflación anual se aproximaba ya al 10%) y el brinco sensacional de la economía (en 1994 el PIB había aumentado el 12,3%, una de las tasas más briosas del mundo), se encontraba en el cenit de su popularidad. Así, el 9 de abril de 1995 el ingeniero se deshizo en la primera vuelta de un contrincante opositor que era virtualmente el paisano más prestigioso que Perú tenía en el terreno de las relaciones internacionales, el ex secretario general de la ONU (1982-1991) Javier Pérez de Cuéllar, cabeza del nuevo partido Unión por el Perú (UPP).

La contención formal, las suaves maneras diplomáticas y el aura elitista de Pérez de Cuéllar no tenían nada que hacer frente al desparpajo popular de Fujimori, que arrasó con el 64,4% de los votos frente al 21,8% obtenido por el embajador. La candidata del PAP, Mercedes Cabanillas Bustamante, sólo arañó el 4,1% de los sufragios. En las legislativas al Congreso unicameral, C90-NM consiguió una mayoría absoluta de 67 diputados con el 52,1% de los votos, seguido por la UPP con 17. Los tres partidos con más solera, el PAP, AP y el PPC, quedaron laminados.

Los observadores de la OEA y de la ONG Transparencia refrendaron los resultados como incontestablemente válidos, disuadiendo a quienes en el desmoralizado campo opositor amagaban con denunciar fraude. Las sospechas habían sido alentadas en la víspera de los comicios por el descubrimiento de 3.000 actas electorales que recogían 600.000 votos falsos preparadas para ser integradas en el sistema de cómputo; según la oposición, tres cuartas partes de la documentación amañada favorecían a Fujimori. Asimismo, causaba pesadumbre el hecho de que las elecciones tuvieran lugar con el estado de emergencia vigente en buena parte del territorio nacional, con las consiguientes suspensión de garantías constitucionales y prelación de la autoridad militar, pese a que la actividad senderista había quedado circunscrita a la región del Alto Huallaga, en el departamento de Huánuco, y a bastiones aislados.

El 28 de julio de 1995 Fujimori y sus dos compañeros de plancha, Ricardo Márquez Flores, presidente de la Sociedad Nacional de Industrias (SNI), y César Paredes Canto, presidente de la Asamblea Nacional de Rectores (ANR), tomaron posesión de sus cargos con mandato ejecutivo hasta 2000. La asistencia a la ceremonia de nueve mandatarios latinoamericanos fue una elocuente demostración de hasta qué punto había superado Fujimori sus problemas de legitimidad democrática a los ojos de los gobiernos vecinos, que con tanta acritud se habían revuelto contra su autogolpe de 1992.

Coronada la renovación de las instituciones a la medida precisa de su impulsor, estabilizada la economía y domeñado el terrorismo, no pocos analistas se rindieron a los éxitos de Fujimori, presentados como un ejercicio de ingeniería política práctica y utilitarista, aunque tuviera que quedar en la estacada toda una cultura democrática de respeto al pluralismo y diálogo con el discrepante; para Fujimori, sólo contarían la prosecución de unos objetivos y la obtención de unos resultados sin apoyarse en nadie. Con una oposición parlamentaria achicada y fragmentada, con el respaldo entusiasta del Ejército, las instituciones financieras internacionales, el mundo de los negocios y los principales medios de comunicación, y con la adhesión de unas masas populares que seguían confiando en su talante resolutivo para ayudarles a salir de unas penurias que el ajuste neoliberal de hecho había agudizado, Fujimori inició su segundo mandato.


4. La Guerra del Cenepa con Ecuador y la crisis de los rehenes de la Embajada japonesa

En abril de 1995 Fujimori, luego de capear las posibles repercusiones negativas del escándalo generado por Susana Higuchi, se las arregló para enjuagar también el sabor a derrota que en la opinión pública peruana había dejado el enfrentamiento bélico mantenido con Ecuador en los dos primeros meses del año en la región selvática del Alto Amazonas, última expresión armada, después de los choques librados en 1941 y 1981, del vetusto contencioso territorial por culpa de la sección sin demarcar, 78 km, de la frontera que separa el departamento peruano de Amazonas y las provincias ecuatorianas de Morona-Santiago y Zamora-Chinchipe. La enemistad se remontaba al Protocolo de Paz, Amistad y Límites de 1942, que fijaba como frontera natural la cordillera del Cóndor y que tenía como garantes a Brasil, Argentina, Chile y Estados Unidos. Ecuador había impugnado el acuerdo a posteriori con el argumento de que le fue impuesto por la fuerza y desde entonces reclamaba la soberanía sobre una amplia extensión de territorio comprendido entre las estribaciones meridionales de la cordillera del Cóndor y el río Cenepa.

El 9 de enero de 1992 Fujimori, en la primera visita oficial en la historia de un mandatario peruano a Ecuador, ofreció en Quito al presidente anfitrión, Rodrigo Borja, el acceso ecuatoriano a la navegación fluvial por los afluentes septentrionales del Amazonas y un peritaje de la Santa Sede para fijar los límites de la frontera. Con este gesto de buena voluntad, Fujimori reconocía la existencia de un problema fronterizo sin resolver entre las dos naciones, aunque se guardó de hacer concesiones territoriales. De todas maneras, el espíritu de diálogo decayó y la solución diplomática se quedó en el tintero.

El 26 de enero de 1995, lo que en ocasiones anteriores no había pasado de ser leves escaramuzas e intercambios de disparos entre patrullas de soldados degeneró en una contienda bélica en toda regla que reclamó la movilización general de ambos ejércitos e involucró a miles de soldados de las fuerzas de tierra y a las respectivas flotas aéreas. Los combates terrestres tuvieron lugar en las penosas condiciones de un entorno inhóspito, en Cueva de los Tayos, Coangos, Tiwintza y otros destacamentos disputados, y en ellos las armas peruanas, que demostraron estar peor entrenadas y equipadas que las ecuatorianas, llevaron la peor parte. Al alto el fuego unilateral declarado por Durán-Ballén el 31 de enero le siguió, el 13 de febrero, un ofrecimiento similar hecho por Fujimori que fue secundado por su homólogo ecuatoriano, pero los combates prosiguieron, en buena parte debido a la determinación de Fujimori a extender el control peruano sobre Tiwintza antes de que las presiones diplomáticas obligaran a suspender las hostilidades.

La intervención de los países garantes del Protocolo de Río, como no podía ser de otra manera, forzó a los contendientes a firmar sendas declaraciones de cese de hostilidades y desmovilización en el palacio Itamaraty de Brasilia, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil, el 17 de febrero, y en Montevideo, el 28 del mismo mes. Los ministros de Exteriores adoptaron la Declaración de Montevideo mientras Fujimori y Durán-Ballén cenaban en la capital uruguaya con el presidente Luis Alberto Lacalle, a cuyo relevo en el poder por Julio María Sanguinetti iban a asistir al día siguiente.

Según distintas estimaciones independientes, la guerra había costado al Perú entre 100 y 400 bajas (si bien el Gobierno sólo reconoció 38 soldados muertos, un número similar al reportado por el Ejército ecuatoriano), y el derribo de una decena de cazabombarderos y helicópteros, luego había que hablar de cuantiosas pérdidas humanas y materiales. Con todo, ambas partes clamaron victoria y abundaron en la confusión sobre quién había mantenido el control o conquistado qué posiciones, máxime cuando en los respectivos partes de guerra se daba cuenta de operaciones relacionadas con una Falsa Tiwintza y una Falsa Cueva de los Tayos

Lo que no había zanjado el campo de batalla lo hizo la mesa de negociaciones, impulsada por un sincero espíritu de reconciliación: el 26 de octubre de 1998, tras sostener seis reuniones en dos meses, Fujimori y el nuevo presidente ecuatoriano, Jamil Mahuad, sellaron la paz definitiva en Brasilia. El acuerdo, más satisfactorio para las tesis peruanas, reconocía la delimitación fronteriza trazada por los garantes del Protocolo de Río de Janeiro de 1942, es decir, la que señalan las cimas de la cordillera del Cóndor, y reconocía que el área de Tiwintza pertenecía al Perú, aunque Ecuador obtuvo allí una jurisdicción simbólica de 1 km². En mayo de 1999 quedó completada la demarcación de los 78 km de frontera con la colocación del último mojón.

Fujimori cultivaba la imagen de estadista expeditivo, de hombre de acción poco dado a sutilezas o a atender prédicas sobre el respeto de los Derechos Humanos, pero en sus apariciones públicas hacía gala de una jovialidad y un transformismo sorprendentes; fuera para visitar remotas poblaciones indígenas del Altiplano o a los soldados destacados en el frente, el presidente peruano se colocaba la indumentaria más a tono para la ocasión, con total naturalidad, dispensando sonrisas y sin temer caer en el ridículo. Así, durante la guerra del Cenepa acudió a Cueva de los Tayos, rodeado de soldados y periodistas, para izar la bandera nacional y conceder una rueda de prensa al tiempo que se tomaba un baño en un estanque natural junto a la gruta conquistada.

Posteriormente, en enero de 1997, compitió con el presidente huésped, el ecuatoriano Abdalá Bucaram (en una cordial visita que allanó el camino para el posterior acuerdo con Mahuad), en la exhibición de excentricidades mediáticas, como la ejecución de danzas folclóricas y una festiva ingesta de pollo asado, vestidos los dos a la usanza tradicional de los indígenas de la región, en el antiguo asentamiento inca de Vilcashuamán, en Ayacucho, a la sazón un antiguo baluarte de Sendero Luminoso. Máxima expresión de este pintoresco pero eficaz populismo de cuidada puesta en escena fue la dirección personal el 22 de abril de 1997, enfundado en un chaleco antibalas y radiotransmisor en mano, del asalto a la Embajada japonesa en Lima y la liquidación del comando del MRTA que la tenía secuestrada desde el 17 de diciembre de 1996. Aquel día, 14 emerretistas burlaron los cordones de seguridad y se infiltraron en el edificio en el curso de una fiesta que celebraba el sexagésimo tercer aniversario del emperador Akihito.

El comando, armado hasta los dientes, tomó como rehenes al embajador, Morihisa Aoki, a sus pares de otros 11 países, al ministro de Exteriores, Francisco Tudela Van Breugel-Douglas, a su colega de Agricultura, Rodolfo Muñante Sanguinetti, al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Ernesto Giusti Acuña, al director ejecutivo de la DINCOTE, general Máximo Rivera Díaz, al ex candidato presidencial del partido opositor Perú Posible, Alejandro Toledo Manrique, al congresista izquierdista Javier Díez Canseco y así hasta más de 600 personas entre diplomáticos, funcionarios del Gobierno, oficiales castrenses, hombres de negocios y personal subalterno. Entre los secuestrados figuraban la propia madre del presidente, su hermano menor Pedro y un hermano de su cuñado Víctor Aritomi, quien era el embajador del Perú en Tokyo.

Los terroristas, no sin antes minar el edificio, fueron liberando rehenes por grupos hasta finales de año, empezando por las mujeres (inclusive la anciana Mutsue Fujimori, a la que al parecer no identificaron), y al final se quedaron con un grupo de 72 hombres, cuya entrega condicionaron a la excarcelación de 450 miembros de su organización y a la modificación de la política económica liberal del Gobierno. La postura de Fujimori a lo largo de toda la crisis fue invariablemente firme: el Estado no accedería a las demandas de los responsables de una acción que tachó de "repugnante". Las amenazas con comenzar a ejecutar cautivos, empezando por el canciller Tudela, no hicieron mella en Fujimori, quien no obstante designó un equipo neutral de mediadores y movilizó hilos diplomáticos para sondear la disposición de los emerretistas a entregarse sin condiciones o tal vez a partir a un exilio con garantías.

La paciencia de Fujimori fue agotándose y el 22 de abril, tras 126 días de secuestro y desoyendo las voces que le reclamaban máxima prudencia dentro y fuera del país —en particular la del primer ministro nipón, Ryutaro Hashimoto—, el presidente ordenó la activación de la operación Chavín de Huantar, es decir, el asalto de la embajada y el rescate de los prisioneros por 140 soldados de élite del Ejército al cabo de una breve pero furiosa secuencia de disparos y explosiones. La acción antiterrorista, que había sido planificada con toda minuciosidad desde el principio de la crisis —y que al parecer contó con algo más que la asesoría de la CIA estadounidense— por el jefe de Operaciones Especiales del Ejército, el entonces coronel José Williams Zapata, se saldó con la muerte de dos soldados, el juez Giusti y los 14 emerretistas, incluido su jefe, Néstor Cerpa Cartolini.

Aunque había que lamentar el fallecimiento de uno de los rehenes, Chavín de Huantar fue considerada por Fujimori y la mayor parte de la opinión pública peruana un gran éxito, ya que la operación habría podido terminar en un baño de sangre con muchas víctimas inocentes. Sin embargo, medios periodísticos extranjeros y ONG locales no dejaron de hablar, precisamente, de masacre, y se preguntaron porqué ninguno de los captores había salido con vida. El secretismo que rodeó las autopsias de los cadáveres (fueron realizadas en la morgue del Hospital de la Policía Nacional, que no reclamó la identificación corporal por los familiares y clasificó los informes forenses resultantes) y la inhumación de los mismos (efectuada de manera clandestina en diferentes cementerios de Lima) alimentó las sospechas de que algunos terroristas habrían sido ejecutados después de ser reducidos o de rendirse. Hasta después de abandonar Fujimori el poder, la justicia peruana no iba admitir a trámite las denuncias por presunto homicidio cualificado interpuestas por la Asociación Pro Derechos Humanos (APRODEH), dando lugar a órdenes judiciales de arresto contra varios oficiales que posteriormente fueron procesados y absueltos por la justicia militar.

Pero ahora, Fujimori saboreó su último momento de gloria, con la inmensa mayoría de la población, según indicaban las encuestas, aplaudiendo el desenlace de la crisis y sus cuatro colegas andinos, que celebraban el mismo día en Sucre su IX Consejo Presidencial, saliendo a arroparle con una declaración ad hoc en la que expresaban su "beneplácito" por la liberación de los rehenes y condenaban el terrorismo. Una jornada después del asalto, Fujimori quiso ser captado por las cámaras de televisión mientras inspeccionaba el destrozado interior de la Embajada; por ejemplo, pudo vérsele subiendo por una escalera en la que se tendían los cadáveres ensangrentados de algunos emerretistas.

En cualquier otro país formalmente democrático, un presidente no se habría atrevido a ser inmortalizado en medio de un escenario tan macabro —y desde luego sus asesores de imagen lo habrían considerado algo descabellado—, pero Fujimori parecía conocer el terreno que pisaba y las fibras emocionales que tocaba. El 22 de abril fue una jornada para la exultación patriótica, con el mandatario acompañando a los liberados a un hospital militar, montado en un autobús con la puerta abierta y enarbolando la bandera nacional mientras exclamaba al equipo de televisión que cubría el acontecimiento: "¡El Perú es libre!" Con sentido didáctico ahora, Fujimori se explayó en describir a la prensa cómo se había realizado la operación de rescate valiéndose de una maqueta de la legación y un bastón indicador.


5. El expediente de los Derechos Humanos y la figura turbadora de Montesinos

La vana exhibición de fuerza del MRTA y su supresión expeditiva por el Gobierno revivieron el interés de los observadores en la situación de la seguridad interna y de los Derechos Humanos en el Perú cinco años después del autogolpe. El caso era que la vigencia de los regímenes de excepción constitucional y las amplias prerrogativas concedidas al Ejército y al Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) para actuar contra el terrorismo estaban dando pábulo a graves abusos y violaciones que sólo más tarde, desvanecido el idilio entre la población y su presidente, iban a conocerse con rigor. El hecho de que las presidencias de Belaúnde Terry y Alan García presentaran un balance bastante más sombrío en este terreno no restaba gravedad a los hechos denunciados ahora.

Los peores atentados contra los Derechos Humanos durante el régimen fujimorista fueron perpetrados por una unidad paramilitar denominada Grupo Colina, que se comportaba como un verdadero escuadrón de la muerte. Integrado por miembros del Ejército y la Policía Nacional, y encabezado por el capitán Santiago Rivas Martín, el grupo tenía asignada la misión de colaborar en la persecución del terrorismo y la subversión armada, pero su siniestra ejecutoria se centró en la intimidación, el secuestro, la tortura y el asesinato de simpatizantes de Sendero Luminoso y el MRTA, universitarios de ideas izquierdistas, dirigentes sindicales, periodistas críticos y, en general, activistas opuestos al Gobierno.

Obras suyas fueron las llamadas masacres de Barrios Altos, en Lima, en la que fueron asesinadas, supuestamente "por error", 15 personas que participaban en una fiesta privada de familias humildes, el 3 de noviembre de 1991, y La Cantuta, denominación popular de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, sita en la capital, donde el 18 de julio de 1992 fueron secuestrados para posteriormente ser asesinados y enterrados en cal viva nueve estudiantes y un profesor sospechosos de senderistas. Dos meses antes de esta atrocidad, Rivas y sus hombres hicieron desaparecer a nueve campesinos en el valle ancashino de Santa, cerca de en Chimbote. Además, entre 1990 y 1993, 67 estudiantes de la Universidad de Huancayo sufrieron también desaparición forzada.

Todo apunta a que las órdenes concretas para cometer éstos y otros desmanes no partían de Fujimori, sino de un grupo de altos oficiales, militares y civiles, a los que el presidente, simplemente, dejaba actuar con una especie de carta blanca y felicitaba una vez cometidas las violaciones. Los más relevantes miembros de esta camarilla eran el general Nicolás de Bari Hermoza Ríos, presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas (CCFA) desde enero de 1992, el general Julio Salazar Monroe, jefe del SIN desde enero de 1991, y, sobre todo, el asesor presidencial y jefe de facto del SIN Vladimiro Illich Montesinos Torres, intrigante, sigiloso pero omnipresente personaje cuya presentación merece un punto y aparte.

Nacido en 1945 en Arequipa y bautizado con los sonoros nombres que le puso su padre marxista, el tocayo de Lenin era un antiguo capitán del arma de Artillería que durante la dictadura del general Francisco Morales Bermúdez, en la segunda mitad de los años setenta, tuvo que colgar el uniforme tras un proceso militar por traición a la patria en relación con unos nebulosos contactos con la CIA estadounidense, que le costó dos años de prisión. Posteriormente se formó como abogado y en la década siguiente amasó una gran fortuna llevando la defensa legal de narcotraficantes y policías acusados de corrupción. Sus relaciones con Fujimori se remontaban al paréntesis de la doble vuelta en la elección presidencial de 1990, cuando fue contratado por el candidato de Cambio 90 para que le defendiera de unas acusaciones falsa declaración de haberes instigadas por el FREDEMO.

Tras constituirse el Gobierno, Fujimori nombró a Montesinos asesor principal del SIN, empleo auxiliar que en sus manos devino un verdadero imperio en la sombra, convirtiéndose con rapidez en la eminencia gris del Ejecutivo en todo lo relacionado con la seguridad interna y las lucha contra el terrorismo y el narcotráfico, y en el jefe del SIN de hecho. Apodado el Rasputín andino por su perfil maquiavélico y de urdidor de todo tipo de tramas con matices siniestros, en abril de 1992 Montesinos fue el encargado de comunicar a los jefes de las Fuerzas Armadas la decisión del presidente de asumir la plenitud de poderes y de coordinar la logística del autogolpe. Con posterioridad al mismo, ejecutó la censura informativa, amedrentó a los periodistas independientes y forzó la renuncia de los magistrados afectados por la reorganización del Poder Judicial.

Asimismo, advirtió a Fujimori de la conjura del general Salinas y tuvo un papel principal en el diseño y ejecución de la Operación Chavín de Huantar, a cuyo término pudo vérsele flanqueando al presidente en la inspección de la embajada recién liberada. A mayor abundamiento, se le atribuían responsabilidades en la formación del Grupo Colina, algunos de cuyos golpes criminales acaso ordenó personalmente. El avance de Montesinos fue paralelo al retroceso de Santiago Fujimori, quien en los primeros años del Gobierno fue el asesor presidencial de más influencia, si bien el hermanísimo siguió controlando algunos resortes de poder, como la Superintendencia Nacional de Administración Tributaria (SUNAT), manejada a través de funcionarios del BCRP.

El influjo tentacular de Montesinos, cuya sed de poder parecía no conocer límites pese a no ostentar cargo oficial alguno, se extendió a la misma cúpula de las Fuerzas Armadas en agosto de 1998, cuando Fujimori, completamente dúctil a las codicias de su subalterno, sustituyó al general Hermoza al frente del CCFA y la Comandancia General del Ejército por el hasta ahora ministro de Defensa y anteriormente responsable de Interior, el general César Saucedo Sánchez, quien a su vez entregó su cartera gubernamental al jefe nominal del SIN, el general Salazar. Junto con Hermoza fueron cesados en puestos clave varios altos mandos militares, la mayoría de los cuales fueron reemplazados por oficiales que pertenecían a la misma promoción castrense de Montesinos.

La remoción de Hermoza y la transformación del virtual triunvirato de poder que había existido hasta entonces en un duopolio Fujimori-Montesinos fue acogida con profundo malestar por sectores del Ejército a los que desagradaba el imparable ascendiente del asesor presidencial, convertido a sus ojos en un arribista civil sin escrúpulos que se injería constantemente en la política de retiros y ascensos. Las maniobras extrañas incluyeron el regreso de Alberto Pandolfi Arbulú a la jefatura del Consejo de Ministros tan solo dos meses después de haber entregado el puesto a un sucesor efímero, el abogado aprista Javier Valle Riestra, quien presentó la dimisión por "incompatibilidad de caracteres". Pandolfi era el noveno primer ministro desde julio de 1990.

Por si no había suficientes anomalías, en marzo de 1999 los generales Saucedo (jefe del CCFA y comandante en jefe del Ejército), Salazar (ministro de Defensa), José Villanueva Ruesta (ministro del Interior), Fernando Dianderas Ottone (director general de la Policía Nacional) y Elesván Bello Vásquez (comandante general de la Fuerza Aérea), más el almirante Américo Ibárcena Amico (comandante general de la Marina), el contraalmirante Humberto Rozas Bonicelli (jefe del SIN) y el mismo Montesinos firmaron una Acta de Sujeción, documento por el que expresaban respaldo y acatamiento a las decisiones políticas de Fujimori, empezando por el autogolpe de 1992, y se comprometían a prestarse apoyo mutuo y defensa solidaria en caso de persecución judicial como copartícipes de esas decisiones.

Pero la capacidad de Montesinos para mover hilos no se detenía ahí. El asesor presidencial orquestaba una gigantesca red de corrupción que cubría los organismos del Estado, el mundo empresarial, los medios de comunicación y los partidos políticos, y que le reportaba cuantiosas ganancias idas directamente a su bolsillo. Corría el rumor de que Montesinos tenía amarrados a muchos políticos, funcionarios, militares, empresarios y periodistas merced a una videoteca y una fonoteca que sumaban miles de grabaciones clandestinas de reuniones y conversaciones. Más aún, el ex capitán mantendría unas lucrativas relaciones con capos de la droga peruanos y colombianos, los mismos individuos a los que el Estado consideraba enemigos y a los que el servidor público supuestamente debía combatir: a cambio de su protección política, como la destitución de generales de la Policía que golpeaban exitosamente a sus organizaciones criminales, los narcotraficantes entregarían a Montesinos importantes sumas de dinero. Todo esto se hacía con la aquiescencia, expresa o tácita, de Fujimori, el mismo que en 1990 había llegado al poder con la promesa de librar una "implacable lucha contra la corrupción".


6. Luces y sombras del neoliberalismo económico

Fujimori llegó a la reelección presidencial de 1995 con dos éxitos incontestables de su política económica bajo el brazo: la recuperación del crecimiento, que en 1994 registró la tasa sensacional del 12,9%, un ritmo de crecimiento más propio de países como China, y la extinción de la hiperinflación, habiendo crecido los precios aquel año sólo el 15,4%. Menos aparentes para la población eran la espectacular recuperación de las reservas internacionales del BCRP, que de los escuálidos 150 millones de dólares de 1990 saltaron a los 10.000 millones en 1997, y la reducción del déficit presupuestario, en razón de una enérgica reorganización del servicio de recaudación de tributos, que permitió triplicar los ingresos fiscales del Estado.

Las privatizaciones reportaron al tesoro público 5.940 millones de dólares hasta 1998. La desestatalización fue especialmente intensa en el sector minero, que se hallaba muy endeudado. Así, entre 1992 y 1997 fueron vendidas las compañías HierroPerú —otorgada a la metalúrgica estatal china Shougang por 120 millones de dólares—, MineroPerú, Minpeco-USA, Centromín, Cerro Verde y Condestable. También resultaron afectados el sector químico (Quimpac), el siderúrgico (SiderPerú), los astilleros (Inasa), los ferrocarriles (Enafer), la aerolínea AeroPerú, la generación y distribución de electricidad, y el sector de la energía con las privatizaciones totales de Solgas, Transoceánica y Petromar, y parcial de PetroPerú, que en junio de 1996 se deshizo del 60% de las acciones de la Refinería La Pampilla, subastadas a favor de un consorcio liderado por la española Repsol y la argentina YPF. Ese mismo año el Gobierno otorgó al consorcio formado por Shell y Mobil el contrato de explotación del vasto yacimiento de gas de Camisea, en el departamento de Cuzco.

La operación más importante, por el monto recaudado y el compromiso de inversión de la empresa adjudicataria, fue la adquisición en 1994 por Telefónica de España de la Compañía Peruana de Teléfonos (CPT) y la Empresa Nacional de Telecomunicaciones del Perú (ENTEL), dando lugar a Telefónica del Perú. La compañía española fue la que más alto pujó, al ofrecer 2.000 millones de dólares, cuatro veces más que el precio de salida fijado por el Gobierno. El régimen fujimorista invirtió también grandes esfuerzos en reestructurar el pago de la deuda externa, que en 1996 ascendía a los 33.500 millones de dólares (de los que 5.700 correspondían a tramos a corto plazo), cantidad equivalente al 55% del PIB, y obtener nuevas líneas de crédito del FMI, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Club de París y el Club de Londres, lo que se saldó con relativo éxito, máxime teniendo en cuenta los ecos negativos del autogolpe de 1992.

En 1995 la economía todavía creció un 8,6%, marcando la inflación ese año el 10,3%. En junio de 1996 el Gobierno firmó con el FMI una nueva declaración de intenciones sobre las políticas económica y financiera hasta 1999 basada en el compromiso de priorizar la atenta vigilancia de los precios, achicar más todavía el déficit presupuestario y rebajar el déficit por cuenta corriente, que ascendía al 7,6% del PIB. En otras palabras, el Gobierno aceptó recortar las inversiones públicas y enfriar la economía, que en 1996 sólo creció un 2,5%. En abril y mayo Fujimori aceptó la dimisión del primer ministro, Dante Córdova Blanco, y cesó al presidente del Instituto Peruano de Seguridad Social (IPSS), Luis Castañeda Lossio, un servidor público respetado por su competencia, al defender ambos la elevación del tope de gasto público y la devaluación monetaria para proteger a la producción nacional de la avalancha de mercancías de importación.

En el siguiente ejercicio, 1997, el PIB rebotó al 6,8% gracias a las inversiones del sector privado y la inflación fue del 6,5%, pero en 1998 sobrevino una fuerte degradación económica por la coincidencia de las crisis financieras rusa y asiática, la caída de los precios internacionales del cobre y los estragos ocasionados en las pesquerías por el El Niño. El derrumbe de la producción nacional a cero (el año registró de hecho una recesión del 0,4%) puso al descubierto la fragilidad del modelo de crecimiento, que en parte estaba ligado a la afluencia masiva de capital foráneo a corto plazo, atraído por una moneda sobrevalorada y unos elevados tipos de interés. La distorsión del mercado cambiario se vio agravada por la inundación de dinero negro procedente de un narcotráfico y una corrupción rampantes, fenómenos que altos dignatarios como Montesinos no hacían sino estimular con la rapacidad propia de regímenes pseudodemocráticos. Los ingresos obtenidos de las privatizaciones fueron parcialmente reinvertidos en un gasto social que tendía a estar politizado por la profusión de gestos populistas y maniobras clientelistas.

Peor para las perspectivas electorales del presidente, el final del corto boom ec