Donald Trump frente a Barak Obama: la polarización después del líder
La revolución Trump se viste con la bandera y se escribe contra las instituciones (globales y federales). El 45 presidente de los Estados Unidos se considera el líder de un movimiento, señor de la América blanca, religiosa y enfadada con el poder político. Ya lo anunció en su discurso de inauguración, retrato sombrío de un país que en nada se parecía al que imaginaron los centenares de miles de personas congregadas en el Grant Park de Chicago la noche que Barack Obama ganó su primer mandato el 4 de noviembre de 2008. «No estamos meramente transfiriendo el poder de una a otra Administración o de un partido a otro, sino que lo transferimos desde Washington DC y se lo devolvemos al pueblo», anunció Donald Trump en su toma de posesión. Él es un líder que no necesita intermediarios; «El pueblo se convertirá en el dirigente del país» porque Trump –millonario mediático– es el pueblo. Del poder de la promesa que significó la victoria de Obama al poder de la rabia que llevó a Trump a la Casa Blanca. El liderazgo populista se instaló en el número 1600 de la Avenida Pensilvania. «Dios quería que él fuera presidente y por eso está aquí, para dar su apoyo a las causas que preocupan a los creyentes», aseguraba la portavoz de la Casa Blanca, Sara Sanders, en una entrevista concedida a una televisión cristiana a principios de 2019.
Pero la presidencia de Estados Unidos no es voluntad de Dios (incluso si Trump se siente el elegido). Es consecuencia de un contexto que alimenta la personalización de la política y responde a características orgánicas de su propio sistema constitucional. Sus normas básicas definen el país como una república parlamentaria basada en un sistema presidencialista y ello determina que el Ejecutivo gire siempre entorno a la figura individual del líder. El «comandante en jefe», y la «primera familia» que le acompaña, deben ser los símbolos ejemplarizantes del poder y los valores del país, aunque la mitomanía no se corresponda con la realidad. En la historia de Estados Unidos han existido presidentes con un mayor o menor grado de personalismo en su gestión. Y existe Donald Trump, que sustituyó el presidencialismo por la egolatría, y en su primer año en la Casa Blanca, consiguió la mayor brecha partidista en los índices de aprobación de un presidente norteamericano desde la década de los cincuenta del siglo pasado (Tyson, 2018). Mayor que Nixon, Clinton o Bush hijo. ¿Puede un líder tan divisivo ser un hiperlíder?
Si hay un elemento que ha condicionado por completo el contexto de Obama y Trump es la polarización. En 1960 se realizó una encuesta en Estados Unidos en la que se preguntaba a la población adulta si les «molestaría» que un hijo suyo se casara con un miembro del partido político contrario: no más del 5% respondió afirmativamente. Pero, en 2010, la respuesta afirmativa se elevó al 33% de los demócratas y el 40% de los republicanos. Algunos lo llaman «partidismo» y ya supera al racismo como fuente de prejuicios divisores (Hochschild, 2018). La brecha ha sido gradual. La revolución conservadora anti-Estado que ha transformado Estados Unidos es muy anterior a Trump. Emana de la desregulación de Reagan, se radicaliza con el Tea Party y, con el neoconservadurismo de George W. Bush, se va a la guerra contra el nuevo enemigo del siglo xxi. Trump, el supuesto outsider antiestablishment, tira del cordón umbilical del populismo republicano.
Poder ejercido, poder percibido
El poder se ejerce y se explica. El gobernante sabe que su credibilidad depende de que los demás lo consideren poderoso, y por ello parte de la tarea de un Gobierno es, en buena medida, escenificación. El liderazgo también es teatral, así lo cuenta el diplomático Carles Casajuana después de años de ejercicio detrás de las cámaras negras del poder (Casajuana, 2014). El carisma se tiene, pero también se cultiva, se prepara y se exhibe. El fotógrafo Pete Souza construyó imagen y relato para la presidencia de Barack Obama. Auténticas obras de arte surgidas del objetivo de este veterano fotógrafo se ofrecían al mundo desde la web oficial de la Casa Blanca. El presidente con los pies sobre la mesa del despacho oval, en mangas de camisa, hablando relajado y sonriente por teléfono. Obama abrazando por la espalda a su esposa, Michelle, ante la sorpresa de una colaboradora; una imagen de Bo, la mascota presidencial, mirando por la ventana del despacho oval como Obama se acerca desde el jardín; incluso la imagen de la Situation Room la noche que apresan y asesinan a Osama bin Laden (la preocupación en el rostro de Hillary Clinton, Obama sentado en el rincón, el poder militar al mando de la operación y los rostros de expectación en torno a la mesa), todo ello atestigua una voluntad de dejar constancia, de construir imágenes y percepciones, de perdurar en la retina y en la memoria. A Obama se le reconoció el poder incluso antes de demostrar su capacidad transformadora hasta el punto de concederle el Premio Nobel de la Paz al inicio de un mandato todavía por desplegar. Fue el espaldarazo más contundente al momento de esperanza que consiguió crear entorno a su elección. La recompensa al discurso de la reconciliación, a un presidente que quería ser de consenso pero terminó atrapado por la parálisis de la polarización política.
Con Trump, el punto de partida fue completamente distinto. El recelo es permanente; es el líder imprevisible a quien no se le quiere atribuir una agenda real de cambio, a pesar de haber puesto sobre la mesa una guerra comercial con China, el retorno al armamentismo o la renuncia al multilateralismo y a la lucha contra el cambio climático. Vestido de antipolítica, Trump es un presidente con una agenda propia y la voluntad autoritaria necesaria para intentar imponerla. Esa misma ansia abusiva o arbitraria se refleja también en su relación con los diferentes poderes del Estado. Sus críticas al poder judicial y su trato al legislativo, en determinados momentos de tensión, carecen de precedentes en Estados Unidos. Su actitud, que en ocasiones cuestiona el propio funcionamiento constitucional, lo ubica en un terreno antisistémico. Un claro ejemplo de este comportamiento se evidenció durante la investigación del fiscal especial, dirigida por Robert Mueller, que buscó cualquier tipo de coordinación entre la campaña presidencial de Trump con el Gobierno ruso.
El trato que Trump ha propinado a sus rivales políticos también le acerca a la definición de líder populista o liberal. Tanto durante la campaña contra Hillary Clinton como en su relación con los líderes demócratas del Congreso, ha desplegado un tono despectivo y ciertos movimientos políticos que no responden a las lógicas cordiales que habíamos vivido con anteriores presidentes.
De Cicerón a la antiretórica
Las palabras, la dicción, el uso de los silencios, el lenguaje no verbal y la conexión con el público pesan tanto en el mundo de la política como en el del espectáculo. Los discursos de Obama presidente fueron analizados hasta la saciedad. El ritmo de sus aliteraciones, la cadencia de la voz, el uso de la emoción y las pausas, la repetición de un «sí, se puede» (Yes, we can) como si fuese una plegaria en plena comunión con su público... Obama fue (es) el Cicerón de nuestros tiempos. En la nueva República global multimedia, el demócrata se vio entronizado hasta la categoría de líder carismático planetario incluso antes de empezar a gobernar. We love you, le gritaban desde el público aquel 4 de junio de 2009 en un abarrotado auditorio de la Universidad de El Cairo donde Obama pronunció un discurso que pretendía acabar con el antagonismo entre el islam y Occidente (1).
No había revueltas árabes, ni guerra en Siria, ni Estado Islámico. Solo el daño infligido por la política beligerante de George W. Bush. Un enamoramiento inicial que la geopolítica y la realidad del poder se encargaron de apaciguar. Al fin y al cabo, Obama fue un hiperlíder sin estridencias.
Trump, por su parte, comunica de un modo coherente con su propia personalidad política: detrás de una imagen de desorden, improvisación o de falta de preparación existe una estrategia de acción definida para romper esquemas establecidos también en el ámbito comunicativo. Aunque algunos de sus asesores más cercanos han admitido cierta arbitrariedad en la toma de decisiones (Wolff, 2018), el estilo y las tácticas del presidente responden a unos objetivos políticos y mediáticos concretos: la campaña electoral de Trump fija a los medios como enemigo del pueblo americano. Solo se salvan aquellos periodistas afines al nuevo inquilino del despacho oval. La lista de rotativos y empresas de comunicación importantes del país que se han visto atacadas y señaladas por publicar, según Trump, fake news aumenta día a día. Consecuente con su discurso, el presidente se niega a adaptarse ni al lenguaje, ni a los canales, ni a los tiempos de los medios tradicionales. Ha ido a contracorriente, utilizando un tono inédito con muchos de los corresponsales en la Casa Blanca, con un marco conceptual propio que desacredita a los medios no afines y, a la vez, rompe con el ciclo tradicional de la información utilizando su perfil personal en las redes sociales para marcar la agenda político-mediática. El liderazgo de Trump también se caracteriza por su mano de hierro con los colaboradores. La elevada rotación en el equipo de asesores ha sido un elemento característico desde sus inicios como presidente. En el equipo de comunicación y prensa las salidas han sido especialmente frecuentes (Gstalter, 2019) y algunas con polémica: inició su mandato con Sean Spicer como director de comunicación, proveniente del Comité Nacional Republicano, y después de él han desfilado perfiles diversos como Mike Dubke, que duró 88 días en el cargo, seguido de otros como Anthony Scaramucci, destituido en su décimo día como director de comunicación de la Casa Blanca por una sonada entrevista (Lizza, 2017) donde repartió críticas a diferentes miembros del staff del presidente.
Los problemas de lealtad en su equipo estratégico y de comunicación han sido otra constante de la Administración Trump. Es una infidelidad bidireccional: miembros de su equipo han quebrado la confianza del presidente y el propio jefe del Ejecutivo, como líder voluble que es, se ha mostrado muy crítico públicamente con algunos colaboradores de su círculo más cercano.
La política comunicativa de la Administración Obama, en cambio, partió del polo opuesto a Trump. Si algún elemento identificó al demócrata fue su institucionalidad y su voluntad de encajar en el mapa mediático estadounidense. La creación de la «marca Obama» se basó en variables como la transparencia, una pretendida omnipresencia en medios y, al mismo tiempo, el establecimiento de una agenda propia que rompiese con la imagen de hiperlíder. Obama siempre aspiró a ser un líder del consenso bipartidista (Kwittken, 2009).
La transparencia fue un elemento indispensable, no solo por su iniciativa de Open Government, que sentó las bases institucionales de las políticas actuales de Gobierno abierto, sino por la apertura con la que su equipo y él mismo comunicaban la acciones de la Administración. La presidencia de Obama se caracterizó por no evadir preguntas ni en escenarios de crisis: el silencio administrativo era visto como un regalo a la oposición, una renuncia que cedía a los rivales políticos la oportunidad de ocupar el espacio del propio Ejecutivo. Para evitarlo, la colaboración con los medios era constante y se instaba a comentar y reaccionar a todas las polémicas surgidas de la acción política del presidente. El hiperliderazgo de Obama se considera de voluntad omnipresente por su proactividad en medios pero también en el entorno digital. Fue la primera presidencia nativa digital y con un uso intensivo de las redes sociales: no era un complemento a su política comunicativa, sino que fue un canal central.
Las redes ayudaron a apuntalar el personalismo de su presidencia, segmentando las diferentes plataformas para distintos objetivos. Los perfiles personalesayudaron a dar una imagen cercana y familiar del presidente: imágenes con su familia, sus mascotas, haciendo deporte o reunido con sus colaboradores con actitud distendida. La imagen que se configuró del presidente, basada en recursos audiovisuales, buscaba una identificación del ciudadano con el líder, que compartía momentos que se reconocían con hábitos de la población. Además, las redes también sirvieron para dar una imagen de un líder sensible: Obama se caracterizó por comunicar de forma explícita su parte más afectiva. El demócrata supo comunicar desde la sensibilidad y, a la vez, mostrar contundencia en sus acciones de gobierno, sentando precedente para otros líderes que lo imitarán en la gestión comunicativa de sus emociones, como Justin Trudeau.
En el mundo digital, Donald Trump se ha comportado de forma antagónica a su antecesor. Una sola red se ha llevado todo el protagonismo: el perfil personal en Twitter de Trump ha sido un canal habitual desde donde proclamar importantes decisiones de gobierno, rompiendo con todos los intermediarios institucionales y mediáticos que se presuponen necesarios para dar a conocer medidas ejecutivas. Decisiones tan relevantes como un cambio de política exterior respecto a Siria, fue anunciada a través de una publicación en Twitter. El presidente ha huído en la mayoría de ocasiones de sus cuentas oficiales en redes sociales, creadas por la Casa Blanca, usando la cuenta personal que ya tenía antes de acceder al cargo de jefe del Ejecutivo.
El tono de Trump en redes también se ha alejado mucho de la corrección política de Obama. En muchos de sus mensajes públicos ha atacado a periodistas, contrincantes políticos, incluso a líderes de otros países. Su tono agresivo y desafiante dista de la institucionalidad de su predecesor y de la mayoría de jefes de Estado aspirantes a hiperlíderes. La forma y contenido de sus anuncios virtuales es coherente con su discurso público: simplificación del mensaje, creación de un marco de conflicto permanente, imprevisibilidad en sus decisiones, identificación de «los culpables» antes que identificar soluciones a los problemas (Gutiérrez-Rubí, 2016) y un ataque permanente a las élites o al establishment. Todo ello responde, en gran parte, a su propia personalidad reactiva con el orden preestablecido. Si la comunicación de Obama siguió los cauces institucionales y respetó a los intermediarios y sus tiempos, Trump tiene por objetivo poner en duda el orden mediático y los roles de poder en el ámbito comunicativo. Trump rompe con aquello políticamente correcto e impone un nuevo orden en las relaciones entre el Gobierno y los medios de comunicación.
Sin embargo, a pesar de todas estas diferencias, no se puede entender el liderazgo de uno y de otro sin las redes sociales. Internet marcó la aceleración sin precedentes de la vida política norteamericana. Twitter se convirtió en un nuevo púlpito, que tanto sirvió a uno para crear comunidad como al otro para despedir a colaboradores a golpe de tuit (agradeciendo a Rex Tillerson los servicios prestados en la Secretaría de Estado) y lanzar amenazas a dictadores transpacíficos. Aunque podamos pensar que la comunicación de los dos líderes es contrapuesta, la finalidad de ambos es la creación de una marca propia, de un estilo que solo se pueda identificar con él.
Autoridad y autoritarismo
Obama y Trump son dos líderes perfectamente identificables, en la retórica y en el tono. El de Obama es pausado, reflexivo, conciliador, con la voluntad de seducir a los suyos y a aquellos que pueden dudar de él. Trump recurre al ruido, al agravio, a la mofa y a la estridencia. Su estilo de ejercer el liderazgo requiere menospreciar al contrario, tratándole de enemigo en vez de como un legítimo rival. Esta es una de las claves para entender la diferencia entre los dos presidentes: Obama fue un hiperlíder sin necesidad de alzar la voz. Trump subió el volumen de la estridencia, el nivel de las amenazas y la disrupción internacional y, sin embargo, es percibido como un líder con menos autoridad, aunque más autoritario. Su fuerza es otra. Son las diversas interpretaciones versionadas del America first que se van haciendo globales. La agenda Trump ya es transatlántica. Influencia por imitación.
Dos estilos contrapuestos pero de algún modo relacionados. ¿Hasta qué punto la aparición del fenómeno Trump no es una consecuencia del hiperliderazgo de Obama? Las altas expectativas que generó el 44 presidente de los Estados Unidos derivaron, también, en frustración para una parte importante del electorado americano. Trump se ha nutrido de esta desilusión. Su oportunidad (u oportunismo) fue contraponer su estilo de showman catódico, alejado de la correcta retórica obamista, a un orden institucional que no dudó en cuestionar, e incluso desafiar. Él mismo sabe que, para contentar a sus votantes, su liderazgo deber ir a contracorriente del que le precedió.
No podríamos comprender la «marca Trump» sin haber vivido los ocho años de la presidencia de Obama. El primer presidente afroamericano de la historia dejó un país en tensión racial. Sobre el malestar de una mayoría blanca que sintió su estatus amenazado se encaramó Trump. Él es solo la caricatura más deformada de la polarización de los últimos años, del discurso a la contra y del bloqueo político republicano que se impuso con un único propósito: detener a Obama.
«El legado más grande de la crisis financiera es la presidencia Trump» –sentenciaba un analista de la agencia Bloomberg– en una transición que transformó a la sociedad norteamericana y a sus líderes. Se pasó de la autoridad natural al populismo impulsivo; del exceso de expectativas al deseo de desafiar a poderes establecidos; del presidente que se hacía fuerte en la prudencia, al que quiere parecer firme mediante la estridencia. Del hiperlíder obsesionado por generar consensos al populismo que vive de la polarización. De Obama a Trump.
Nota:
1. Discurso de Barack Obama en la Universidad de El Cairo, 4 de junio de 209. Canal Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=N60GPAxqlTY
Referencias bibliográficas
Casajuana, Carles. Las Leyes del Castillo. Notas sobre el poder. Barcelona: Península, 2014.
Gstalter, Morgan. «The Five Trump Communications Directors Who Have Come And Gone». The Hill (3 de agosto de 2019) (en línea) https://thehill.com/homenews/administration/433248-trump-has-had-five-communications-
directors-heres-who-has-come-and
Gutiérrez-Rubí, Antoni. «Lo que aprendemos de Trump». Revista Reforma (30 de octubre de 2016). https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/articulo/default.aspx?id=972740&md5=ba638d6a49f4f626e9a6408ffe6b6662&ta=0 fdbac11765226904c16cb9ad1b2efe&lcmd5=b5c0b4a7317fb27ce842ced2b158613d
Hochschild, Arlie R. Extraños en su propia tierra. Madrid: Capintán Swing,2018.
Kwittken, Aaron. «Lessons from Brand Obama». Entrepeneur (20 de agosto de 2009) (en línea) https://www.entrepreneur.com/article/203114
Lizza, Ryan. «Anthony Scaramucci called me to unload about white house leakers, Reince Priebus, and Steve Bannon». The New Yorker (27 de julio de 2017) (en línea) https://www.newyorker.com/news/ryan-lizza/anthony-scaramucci-called-me-to-unload-about-white-house-leakers-reince-priebusand-steve-bannon
Tyson, Alec. «America’s polarized views of Trump follow years of growing political partisanship». Pew Research Centre (14 de noviembre de 2018) (en línea) https://www.pewresearch.org/fact-tank/2018/11/14/americas-polarized-
views-of-trump-follow-years-of-growing-political-partisanship/
Wolff, Michael. Fire and Fury: Inside The Trump White House. Nueva York: Henry Holt and Company, 2018.