«Trouble in Paradise»: ¿qué pasó en los Países Bajos?

CIDOB Report_1
Data de publicació: 04/2017
Autor:
Blanca Garcés-Mascareñas, investigadora sénior, CIDOB
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La mañana del 2 de noviembre de 2004, los Países Bajos parecían haber despertado de golpe del ensueño del multiculturalismo. El asesinato del cineasta Theo van Gogh a manos de un joven holandés de padres marroquíes provocó una gran conmoción. En los días siguientes, se sucedió una serie de ataques contra mezquitas, escuelas musulmanas y, en menor medida, también iglesias católicas y protestantes. Nadie podía creer que esto estuviera sucediendo en los Países Bajos: «Trouble in Paradise», así lo describió entonces el Financial Times

En marzo de 2017, los Países Bajos han vuelto a ser noticia. Se temía que el Partido por la Libertad de Geert Wilders se convirtiera en la primera fuerza política del país. Bajo el título «Los Países Bajos son nuestros de nuevo», el escueto programa de Wilders (de 11 puntos, no más) proponía menos inmigración, menos islam y recuperar la independencia con el abandono de la Unión Europea. Todo esto con un estilo muy propio: declaraciones claramente discriminatorias (como el queremos menos marroquíes) y propuestas descabelladamente anticonstitucionales (como la promesa de prohibir la venta del Corán o cerrar las mezquitas), todas anunciadas a golpe de twitter y sin más estructura de partido que él mismo como único miembro. De nuevo, ¿quién podía creer que esto estuviera sucediendo en los Países Bajos, allí donde el refrán popular recuerda que «comportarse normal ya es suficientemente loco»?  

El mensaje xenófobo de Geert Wilders y el miedo a que su victoria representara la llegada del populismo a la Europa continental, cuando todavía estamos conmocionados por el Brexit y la victoria de Trump y con las elecciones francesas a la vuelta de la esquina, nos ha hecho perder la visión de conjunto. Debemos recordar que el fenómeno Wilders no es nuevo. El partido de su predecesor Pim Fortuyn obtuvo el 17% de los votos en 2002; Geert Wilders sacó el 16% en 2010, el 10% en 2012 (tras apoyar el primer Gobierno de Rutte) y el 13% ahora en 2017. Incluso cuando las encuestas lo señalaban como el candidato más votado, el porcentaje de voto no era significativamente mayor. La verdadera novedad radica en la fragmentación del espectro político: cada vez hay más partidos en el Parlamento y cada vez son más pequeños. 

Tampoco debemos olvidar que el discurso xenófobo y, particularmente, islamófobo no es exclusivo de Wilders. Tras las elecciones holandesas, muchos respiraron tranquilos al ver en la victoria del liberal-conservador Mark Rutte la derrota del populista Geert Wilders. El mismo presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, sentenciaba aliviado que «los holandeses han votado a favor de los valores europeos: sociedades abiertas y tolerantes». Pero la victoria de Rutte, como también se ha señalado, no se ha producido a cambio de nada: condicionado por las encuestas, Rutte adoptó parte de la retórica populista de Wilders, sobre todo en lo que respecta a la inmigración y al islam. Esto tampoco es nuevo. Recordemos, sin ir más lejos, las políticas de mano dura y las declaraciones claramente islamófobas de Rita Verdonk, ministra de Inmigración e Integración por el mismo partido de Rutte entre 2003 y 2007. 

Por todo ello, la pregunta que deberíamos plantearnos no es tanto qué explica el auge del populismo en los Países Bajos, sino cómo y por qué un país que se vanagloriaba de sus políticas multiculturales ha sucumbido parcialmente al discurso del miedo hacia el otro. Para explicarlo, algunos señalan el sentimiento de pérdida generado por las políticas de austeridad de los últimos años. Aunque el crecimiento económico está estabilizado en torno al 2% y la tasa de desempleo no llega al 6%, la realidad es mucho más compleja. Por un lado, la cifra de desempleo no es real: quedan fuera aquellos que están trabajando a tiempo parcial, que ya no buscan trabajo o que tienen una pensión por incapacidad permanente. El Banco Central holandés estima que, de tenerlos en cuenta, la cifra de desempleo subiría hasta el 16%. También ha aumentado la inseguridad laboral: uno de cada cinco trabajadores tiene un contrato temporal y alrededor del 17% son autónomos. Por otro lado, las políticas de austeridad de los últimos años han significado recortes fundamentales en sanidad, educación, programas de ayuda a los discapacitados, infraestructuras y vivienda social, entre otros. Es en este contexto que debemos explicar el argumento populista de primero, los de casa

Pero los discursos antiinmigración empezaron a principios de la década de los 2000, mucho antes de la crisis económica y las políticas de austeridad. El eje fundamental de estos debates ha sido desde siempre la identidad, es decir, qué significa ser holandés. La centralidad de esta cuestión tiene que ver con cambios profundos en la sociedad holandesa. Hasta la década de los ochenta, las comunidades católica y protestante vivían en dos mundos aparte, cada uno con sus propias escuelas, periódicos y hospitales. En este contexto, los inmigrantes fueron acomodados como grupos culturalmente distintos en una sociedad ya dividida («pilarizada» es la palabra holandesa) de antemano. Sin embargo, un fuerte proceso de secularización transformó los Países Bajos en una de las sociedades más homogéneas de Europa. La defensa de los valores liberales (en torno a cuestiones tales como el aborto, el matrimonio homosexual o la igualdad de género) se convirtió en el eje de la nueva identidad holandesa. Aquellos que no lo comparten son sistemáticamente señalados como no holandeses e invitados a marcharse. Esto no ocurre en países como Francia o España, donde la población se encuentra mucho más dividida y, en consecuencia, estar a favor o en contra del aborto, por ejemplo, no te hace más o menos ciudadano. 

Finalmente, no hay que olvidar el componente político. A lo largo de la década de los noventa, el lenguaje de lo políticamente correcto no dejó manifestar, y con ello diluir, cierto malestar acumulado en algunos sectores de la población. Los políticos preferían no hablar de inmigración, cuando lo que deberían haber hecho es explicarse mejor. Cuando este malestar salió a la luz, lo hizo ya en boca de Pim Fortuyn que, al igual que Geert Wilders después, acusó a los políticos tradicionales de ignorar lo que estaba pasando en la calle. Lo sorprendente es que muchos políticos pasaron al otro extremo en poco tiempo. Tanto desde la derecha como desde la izquierda, se empezó a asumir el «fracaso» de las políticas de integración, a poner el islam sistemáticamente bajo sospecha o a caer en el lenguaje binario del nosotros/ellos. Todo esto acompañado de unos medios de comunicación que han puesto el foco sistemáticamente sobre aquellos que «hablaban más alto y claro». Así se han amplificado los mensajes más extremos mientras se acallaban todos los demás. 

El caso holandés demuestra que el discurso xenófobo e islamófobo va mucho más allá de los populistas. Salir de esta lógica binaria (populistas versus los demás políticos y ciudadanos) es imprescindible para darnos cuenta de hasta qué punto reproducimos sus argumentos. Pero también para entender sus razones, que es el paso previo necesario para poder combatirlas con hechos y argumentos pero también con más (y no menos) políticas públicas.