Asia Central y Meridional: las crisis de siempre y alguna primavera inesperada

Anuario Internacional CIDOB 2018
Data de publicació: 07/2018
Autor:
Nicolás de Pedro, investigador principal, CIDOB e Igor G. Barbero, periodista especializado en el Sur de Asia
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Asia Central y Meridional sigue inmersa en un proceso de transformación. En India, el fenómeno Modi sigue dando muestras de una enorme vitalidad y el BJP (Bharatiya Janata Party) se consolida, cada vez más, como la fuerza política hegemónica del país. Al mismo tiempo, la economía mantiene su dinamismo, lo que refuerza el optimismo de los observadores locales y extranjeros sobre el ascenso indio. Pakistán, por su parte, ha reavivado los tradicionales fantasmas de su política y vio cómo, nuevamente, un gobernante era incapaz de concluir su mandato, en esta ocasión debido a la corrupción. En el setenta aniversario de su independencia, la excolonia del Imperio Británico continuó mejorando ligeramente los indicadores de seguridad interna, aunque siguió enquistada en crisis periódicas con sus vecinos Afganistán e India. Acostumbrado a no aparecer en titulares de la prensa internacional salvo por grandes catástrofes, Bangladesh se convirtió en 2017 en uno de los principales focos mediáticos del planeta con una crisis de refugiados sin precedente en sus 46 años de historia independiente. En apenas cuatro meses, más de 650.000 miembros de la comunidad minoritaria musulmana rohingya llegaron al país desde Myanmar. En el plano de la seguridad interna, las autoridades consiguieron contener la ola de atentados islamistas que había hecho sonar las alarmas el año anterior. Por último, en Asia Central se asistió a la inesperada primavera uzbeka, impulsada por el presidente Shavkat Mirziyáyev.

India: Modi y el BJP refuerzan su liderazgo

El primer ministro indio, Narendra Modi, y su partido, el BJP continúan su aparentemente imparable consolidación como fuerza política de referencia en India, desplazando al Congreso Nacional Indio (INC, en sus siglas en inglés). Modi, quien no descuida los modinomics (agenda económica reformista y liberalizadora) pero cuya apuesta por el hindutva (nacionalismo hindú) es cada vez más evidente, mantiene su popularidad y pese a las expectativas desmedidas que generó su arrolladora victoria electoral en 2014, no muestra un desgaste significativo. El débil liderazgo de Rahul Gandhi al frente del INC, sin duda, juega a favor del actual primer ministro indio.

El BJP se ha impuesto en seis de las siete elecciones estatales celebradas en 2017 (Uttar Pradesh, Uttarakhand, Manipur, Goa, Gujarat, Himachal Pradesh), a las que cabe añadir el triunfo en las elecciones presidenciales de julio de 2017. Esta última representa un importante paso simbólico ya que, por vez primera, India cuenta con un presidente procedente de las filas del BJP. Ram Nath Kovind es, además, el segundo dalit –antiguos “intocables”– en alcanzar esta posición. El primer ministro Modi es, a su vez, un OBC –acrónimo administrativo indio para referirse a personas de casta baja–. Todo ello resulta llamativo y refleja el éxito del BJP teniendo en cuenta que es un partido tradicionalmente arraigado (y surgido) de las castas altas. Con las victorias de 2017, el BJP se ha convertido en la fuerza hegemónica en el nordeste y el norte de India –salvo Punjab y la ciudad de Nueva Delhi– y solo se le resisten de momento los estados dravídicos del sur (Karnátaka, Kerala, Tamil Nadu, Telangana)(1), Bengala Occidental, Odisha y Mizoram

De entre las elecciones de 2017 cabe destacar especialmente la de Uttar Pradesh (UP). Con sus casi 200 millones de habitantes es el estado más poblado del país y uno de los más sensibles en lo relativo a cuestiones religiosas y de casta. Alrededor de un 20% de la población son musulmanes y en tiempos recientes el estado ha sido escenario de algunos de los peores episodios de violencia comunal. Además, los dalits constituyen también un 20% de la población y los OBC alrededor de un 40%. Las elecciones en UP eran una buena oportunidad para tomar el pulso al fenómeno Modi que, a tenor de lo vivido, sigue dando muestras de vitalidad y dinamismo. El BJP se hizo con un 40% de los votos y alcanzó una abrumadora mayoría de 312 escaños de un total de 403. Tanto las dos grandes fuerzas regionales –el Bahujan Samaj Party (BSP) y el Samajwadi Party (SP)– como el INC quedaron muy por detrás del BJP en escaños. Tras el rotundo y un tanto inesperado triunfo, Modi eligió al controvertido Yogi Adityanath, reconocida figura del ala más exaltada del movimiento hindutva, como ministro principal del Estado de UP. El primer ministro indio lanzaba así un claro mensaje de su apuesta innegociable por las cuestiones identitarias.

También hubo, no obstante, novedades importantes en cuestiones económicas. Entre todas ellas destaca, sin lugar a dudas, la puesta en marcha del Goods and Services Tax (GST) en julio, reemplazando a más de 15 impuestos estatales y gubernamentales diferentes. Con el GST, similar al IVA europeo, se pretende contribuir a la articulación de un verdadero mercado nacional indio, muy fragmentado entre sus 29 estados y siete territorios de la Unión. La economía india sigue presentando buenos indicadores, aunque los achhe din “buenos tiempos” que prometió Modi durante la histórica campaña electoral de 2014 están aún por llegar para muchos. Particularmente para los agricultores, azotados por las sequías y un mal monzón que han provocado docenas de suicidios y protestas a lo largo y ancho del país. La situación les condujo a marchar hacia Nueva Delhi el 21 de noviembre para exigir mejores condiciones en una actividad realizada al borde de la subsistencia, pese al ascenso de India en la economía global. En cualquier caso, la sociedad sigue respaldando mayoritariamente el estilo enérgico del actual primer ministro. Por su parte, Rahul Gandhi accedió a la presidencia del partido del Congreso (INC) en sustitución de su madre, Sonia Gandhi, pero sigue mostrando dificultades para conectar con buena parte del electorado indio, significativamente, con la juventud urbana.

Pakistán: las mismas crisis de siempre, distintos collares

El líder de la histórica Liga Musulmana-N y tres veces primer ministro Nawaz Sharif fue inhabilitado por el Tribunal Supremo en julio después de un año de investigación por un caso relacionado con los papeles de Panamá. Esas filtraciones habían revelado que tres de los cuatro hijos del magnate pakistaní crearon compañías en las Islas Vírgenes británicas a través de las que controlaban propiedades en Londres. Sharif, que había admitido la existencia de las empresas pero negado su ilegalidad, se vio obligado a renunciar a su cargo de primer ministro por un asunto menor descubierto durante esas pesquisas: no haber declarado un sueldo de una empresa de su hijo durante ese mandato. Con su caída, el león del Punjab se convirtió en el decimoquinto gobernante que la sufría en un país con una historia repleta de golpes militares y política cainita. En la última década, no obstante, el liderazgo civil había protagonizado la primera transición democrática entre gobiernos, aunque siempre bajo la mirada vigilante de un ejército que sigue llevando las riendas detrás de bastidores. Sharif fue sustituido en agosto por Shahid Khaqan Abbasi, hasta entonces ministro de Petróleo y a quien en principio se veía como un gobernante interino que sería remplazado posteriormente por el hermano del primer ministro saliente Shehbaz Sharif, jefe de Gobierno de la provincia más poblada del país, el Punjab. Sin embargo, a finales de 2017 el menor de los hermanos Sharif no había optado todavía a presentarse a elecciones parciales para obtener un escaño que le diera acceso al puesto.

Abbasi, que corea la voz cantante de los Sharif, no dio un viraje a la política pakistaní. Mantuvo la relación preferente con China con un primer viaje a Beijing orientado a fortalecer los lazos con el gran aliado regional de Pakistán, que está invirtiendo 73.000 millones de dólares en una ruta comercial que conectará la ciudad de Kasghar, en la provincia noroccidental china de Xinjiang, con el puerto pakistaní de Gwadar, y en otros proyectos, fundamentalmente energéticos.

Con los EEUU de Donald Trump se mantuvieron los habituales rifirrafes en torno al discutido papel de Islamabad en la lucha contra la insurgencia y su supuesta diferenciación entre facciones talibanes “buenas” y “malas”. Las autoridades pakistaníes aseguran que, desde el 11-S, la guerra contra el terrorismo ha costado al país unos 120.000 millones de dólares (lo que supondría un 39% del PIB en 2016), cifra que la ayuda financiera estadounidense no cubre, mientras Washington exige una acción más contundente contra aquellos grupos que lanzan ataques en Afganistán e India.

Con datos casi al cierre de 2017, Pakistán había registrado ese año un total de 1.209 muertos por el conflicto entre insurgentes, civiles y miembros de las fuerzas de seguridad, según el Portal de Terrorismo del Sur de Asia. Esta cifra supone en torno a un tercio menos que el año previo y es la más baja desde 2006 en un período (2001-2017) en el que han fallecido más de 60.000 personas en todo el país. Se consolida así la tendencia a la baja, reforzada a partir de 2014 con el lanzamiento de grandes operaciones militares por el ejército. Pese a todo, ocurrieron con cierta asiduidad atentados terroristas, como uno terrible en febrero en la provincia meridional de Sindh que causó 88 muertos en un santuario sufí.

Más allá del terrorismo, el extremismo islámico no solo no dio muestras de remitir, sino que en noviembre la formación radical Tehreek-e-Labbaik Pakistan puso en jaque al Gobierno pakistaní con protestas violentas en Islamabad que llevaron a la dimisión del ministro de Justicia. Este partido se creó en 2016 tras la ejecución de Mumtaz Qadri, condenado por disparar 28 tiros al antiguo gobernador Salman Tasir, célebre por sus críticas contra la dura legislación antiblasfemia del país. En las postrimerías del año la formación radical tomó las calles para forzar la retirada de un cambio gubernamental en la jura de los cargos electos –“Yo juro” en lugar de “Yo creo” que Mahoma es el último profeta del islam–, que había sido tachado de blasfemo.

El curso también deparó la absolución “por el beneficio de la duda” de cinco talibanes acusados en el caso de asesinato de la ex primera ministra Benazir Bhutto, casi diez años después de su homicidio. La justicia, que sigue sin hallar a los autores del atentado, desestimó una confesión presentada como prueba y condenó por el contrario a dos ex altos mandos policiales por negligencia tras nueve años de procesos judiciales, ocho jueces y 300 vistas. Dos veces primera ministra, la entonces opositora y líder del Partido Popular (PPP) Bhutto murió el 27 de diciembre de 2007 en un ataque suicida en Rawalpindi, cerca de Islamabad, al final de un mitin. Bhutto había sobrevivido a un atentado anterior en Karachi y culpó al entonces presidente, Pervez Musharraf. Al exgeneral y expresidente se le relacionó con el crimen desde el principio pero su salida del país en 2009 paralizó los procesos judiciales hasta que regresó en 2013 y fue acusado por un tribunal de conspiración para matar a Bhutto. El militar salió de nuevo del país en marzo de 2016 alegando motivos médicos con la promesa de volver, y desde entonces no ha regresado.

Bangladesh: nuevo epicentro de la crisis de refugiados rohingya

En Bangladesh la crisis de refugiados explotó a finales de agosto tras un ataque insurgente contra casernas policiales y militares en el estado birmano de Rakáin, que fue respondido con una brutal operación militar contra lo que el Gobierno de Naypidó denominó “terroristas”. Los rohingyas vinieron al principio en avalancha y después de manera intermitente, pero continua. Llegaron por tierra, río y mar al distrito suroriental bangladesí de Cox’s Bazar huyendo de lo que el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, calificó en septiembre de “limpieza étnica de libro”.

Organizaciones activistas defensoras de los derechos humanos como Human Rights Watch (HRW) mostraron imágenes satelitales de la destrucción generalizada de aldeas en Rakáin, incluso después de que las fuerzas birmanas aseguraran haber detenido la ofensiva, y en diciembre, la ONG Médicos sin Fronteras (MSF) denunció que al menos 6.700 rohingyas, 670 de ellos niños, fueron asesinados en el primer mes de la violencia según datos obtenidos en estudios de mortalidad retrospectiva realizados en los campos y asentamientos de refugiados en Bangladesh.

Los rohingyas llegaban en condiciones muy precarias y pronto desbordaron los campos existentes, amalgamándose entonces luego en asentamientos improvisados que se iban fusionando unos con otros y que carecían de todo tipo de servicios básicos, lo que exigió una gran respuesta humanitaria. La crisis fue calificada como el éxodo de refugiados más rápido en un intervalo de tiempo menor desde el genocidio de Rwanda en 1994, y despertó la atención de la comunidad internacional hacia una comunidad apátrida que tradicionalmente se había situado entre las más olvidadas del planeta a pesar de la discriminación y restricciones sufridas desde hacía décadas.

Pese a llevar generaciones en Birmania, las autoridades birmanas no reconocen la ciudadanía a los rohingyas, que hablan un idioma similar a un dialecto bengalí, y amplios sectores de su sociedad los califican despectivamente como “bengalíes” aunque Bangladesh tampoco los reconoce como sus nacionales.

Además de los 650.000 refugiados por la crisis actual, en Bangladesh ya había entre 200.000 o 300.000 que vivían en campamentos o mezclados entre la población local fruto de momentos de tensión y conflictos anteriores, lo que supone aproximadamente el triple de los que ahora continúan residiendo dentro de Rakáin, según las estimaciones que maneja la ONU.

La líder de facto birmana y ganadora del premio Nobel de la Paz en 1991, Aung San Suu Kyi, fue profundamente criticada por su silencio e inacción, aunque en un momento dado declaró sentir el “sufrimiento de todos los que se han visto afectados por el conflicto”.

En noviembre, los gobiernos de Dacca y Naypidó firmaron un memorando de entendimiento para la repatriación de los rohingyas tras un proceso de verificación, pero en la comunidad internacional nadie apuesta para que las condiciones sean adecuadas a fin de que ese retorno pueda llevarse a cabo a corto plazo.

Más allá de la crisis con los refugiados rohingyas, Bangladesh revivió en 2017 los fantasmas de los desastres naturales que cíclicamente azotan su territorio, esta vez con unos deslizamientos de tierras que causaron la muerte de unas 150 personas en varios distritos del sudeste del país. La catástrofe fue calificada por el Ministerio de Gestión de Desastres como “los peores deslizamientos de tierras de la historia” del país y dejó una estampa desoladora de casas arrasadas y caminos anegados por el barro y el agua.

En julio se cumplió, además, el primer aniversario del ataque contra un restaurante de la zona diplomática de Dacca a cargo de un comando de cinco terroristas afiliados el grupo yihadista Estado Islámico (EI). La acción, que había causado 22 víctimas mortales, la mayoría ciudadanos italianos y japoneses además de dos policías, supuso un antes y un después en la lucha contra el extremismo islámico en Bangladesh. El país, considerado tradicionalmente como moderado, había experimentado una cierta deriva islamista en los últimos tres años, con atentados selectivos contra blogueros ateos, intelectuales y miembros de minorías religiosas. En 2017 el número de incidentes se redujo notablemente, aunque en marzo, por ejemplo, una explosión doble causó seis muertos en medio de una redada contra insurgentes en la ciudad nororiental de Sylhet.

En el plano político, el país celebrará elecciones generales a finales de 2018, unos comicios que se presentan cruciales para el Partido Nacionalista (BNP). La fuerza de la ex primera ministra Khaleda Zía busca resurgir tras boicotear los comicios de 2014 y pasarse los últimos años haciendo oposición fuera del Parlamento,a caballo entre la agitación de las calles y la represión ejercida por el Gobierno que lidera la Liga Awami de la gobernante Sheikh Hasina.

Asia Central: el año de la primavera uzbeka

En Asia Central, Uzbekistán asiste a su particular e inesperada primavera. Contra todo pronóstico, el presidente Shavkat Mirziyáyev está impulsando la apertura y la transformación del país. Sus más de trece años como primer ministro invitaban a apostar por una línea continuista, sobre todo en asuntos domésticos, pero para sorpresa de todos los observadores, tanto locales como foráneos, ha adoptado progresivamente un rumbo muy diferente. Aún queda por ver su verdadero alcance y su éxito a medio y largo plazo, pero de momento ha creado una nueva “atmósfera” más ligera y relajada y despertado un inesperado optimismo dentro y fuera del país.

El Gobierno uzbeko busca dinamizar la economía del país y atraer inversión extranjera en sectores diversos. Uzbekistán, con 32 millones de habitantes, es autosuficiente en materia energética y exporta gas natural a China, pero no dispone de recursos tan abundantes como para sostener su economía en la mera exportación de materias primas. De ahí su apuesta por liberalizarla progresivamente y dar un mayor peso a las pequeñas y medianas empresas privadas. Uzbekistán necesita ofrecer horizontes vitales a una población joven –la edad media no alcanza la treintena– más allá de la emigración a Rusia.

Por otro lado, para atraer inversión extranjera, Tashkent necesita mejorar su imagen internacional, deteriorada por el empleo de mano de obra infantil en la recogida de algodón y las acusaciones de violaciones de derechos humanos. En este sentido, dos docenas de presos políticos han sido liberados, casi tres mil convictos amnistiados y miles de personas han sido eliminadas de las llamadas “listas negras” de los servicios de seguridad. Aún queda un largo camino por recorrer, pero incluso las oenegés de Derechos Humanos como Human Rights Watch (HRW), extraordinariamente críticas con la labor del anterior y fallecido presidente Islam Karímov, apuntan ahora a un “optimismo con cautelas”. De igual forma, se ha acabado –así lo afirma un reciente informe de la Organización Mundial del Trabajo para el Banco Mundial– con la práctica del trabajo infantil forzado, lo que es una buena noticia.

En este contexto, sin duda, uno de los movimientos más espectaculares ha sido la destitución de Rustám Inoyátov, todopoderoso jefe del Servicio Nacional de Seguridad (SNB), heredero de la KGB desde 1995. Inoyátov se mantiene como senador y consejero del presidente, pero ha perdido su poder real. El asunto va más allá de un simple intento por parte del nuevo presidente de reforzar su propia posición situando a alguien de su máxima confianza al frente del SNB. Mirziyáyev quiere reducir lo que ha calificado como un poder “excesivo y arbitrario” del SNB, lo que incluye, por ejemplo, su control sobreel mercado del cambio de divisas y de ahí su oposición al retorno al país del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD), que insistía en su liberalización. La purga ha alcanzado también al general Shukhrat Gulyámov, segundo del SNB con Inoyátov, calificado por Mirziyáyev de “ladrón y traidor” y condenado a cadena perpetua por narcotráfico.

En política exterior las novedades han sido aún más evidentes. En claro contraste con su predecesor, Mirziyáyev ha viajado con mucha frecuencia. En su primer año de mandato ha realizado más de veinte visitas internacionales, entre las que cabe destacar su intensa agenda regional. El presidente uzbeko ha lanzado un proceso de deshielo con todos sus vecinos: ha visitado todos los países centroasiáticos (salvo Afganistán) y ha recibido a todos los presidentes vecinos (salvo su homólogo tayiko). Precisamente, su visita de Estado a Tayikistán en marzo de 2018 es la más destacable de todas. Desde la caída de la Unión Soviética, las relaciones entre Uzbekistán y Tayikistán han sido tensas y empeoraron significativamente en los últimos años. El principal elemento de discordia es el uso del agua del río Amu Darya y la construcción por parte tayika de la gran presa de Rogún. En 2012, el presidente Karímov alertó incluso de la posibilidad de que la disputa por el agua pudiera escalar hasta provocar un conflicto armado. La oposición uzbeka al proyecto de Rogún no ha cambiado, pero sí lo ha hecho el tono con el que aborda el asunto y el viaje de Mirziyáyev –así como otros encuentros previos con relación presidente tayiko Rahmón– estuvo plagado de gestos para visibilizar una nueva etapa en las relaciones bilaterales, en la que se apuesta por el diálogo y la negociación. Un Uzbekistán proactivo en materia de cooperación transfronteriza transforma por completo el panorama regional centroasiático. Pese a los grandes proyectos anunciados en el marco del Belt and Road Initiative de China, Asia Central se mantiene como una región pobremente integrada y con serios déficits en materia de conectividad.

Nota:

(1) Con la excepción de Andhra Pradesh en manos de un partido aliado con el BJP.

Palabras clave: 2018; Asia Central; Bangladesh; India; Modi; Myanmar; Pakistán; refugiados; Rohingyas; Uzbekistan