Veinte años de intervención internacional en Afganistán: contradicciones y lecciones aprendidas

Nota Internacional CIDOB 262
Fecha de publicación: 11/2021
Autor:
Pol Bargués, investigador principal, CIDOB
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La confianza de Occidente en las intervenciones internacionales para reconstruir un Estado posbélico (international statebuilding) ha menguado en los últimos años. Con el final de la Guerra Fría, Estados Unidos y Europa se vieron capacitados y moralmente legitimados para liderar intervenciones de ayuda a la democratización, la paz y el desarrollo en países en conflicto. Eran años de bonanza para Occidente, sin apenas contestación de su hegemonía después del colapso del bloque soviético y antes de la emergencia de los gigantes asiáticos. Naciones Unidas había lanzado más misiones de cascos azules entre 1988-1993 que en las cuatro décadas anteriores. Y, a finales de los noventa, tras la incapacidad de evitar los genocidios en Rwanda y en Bosnia-Herzegovina, las misiones de paz dispusieron de más recursos y adquirieron mayor complejidad y ambición para centrarse no sólo en supervisar elecciones y altos al fuego, sino en transformar naciones y renovar sus instituciones estatales, desde el sector de la seguridad hasta el económico y el poder judicial, con el objetivo de consolidar las instituciones de gobierno, la democracia y la paz (Paris, 2004). Tras los ataques terroristas del 11 de septiembre (11-S) en Estados Unidos, las guerras en Afganistán e Irak centraron los esfuerzos internacionales para garantizar la seguridad y estabilidad en el mundo; sin embargo, los resultados de estas misiones para forzar un cambio de régimen y reconstruir estos estados siempre fueron cuestionados, en ningún momento, fueron los esperados. 

Dos décadas después del inicio de la intervención en Afganistán, el presidente estadounidense Joe Biden asegura que es «el final de una era en que Estados Unidos utiliza el poder militar para transformar otras naciones». ¿Cuál es la clave del fracaso de estos modelos de intervención internacional para reconstruir estados que tuvieron su apogeo en la década del 2000 y que ahora Biden declara su fin? 

Este artículose centra en dos contradicciones que han marcado decisivamente la misión en Afganistán y que sirven para entender las dificultades para completar exitosamente esta y otras misiones internacionales tan ambiciosas como fueron las de Kosovo, Timor Oriental, Chad, República Democrática del Congo, Sierra Leone o Liberia. La primera contradicción es que el despliegue de más recursos militares, económicos y políticos para acelerar los resultados previstos produce a menudo efectos contraproducentes. Por ejemplo, vimos como los esfuerzos internacionales para la transformación de Afganistán aumentaron a finales de la década del 2000, pero estos crearon un Estado dependiente de la ayuda exterior. Al mismo tiempo, más recursos económicos y militares también forjaron más tensión y violencia en el interior del país, además de generar demasiadas expectativas y desapego con este proyecto, tanto en Estados Unidos y Europa como entre los militares y civiles responsables de llevar a cabo la misión sobre el terreno. 

La segunda contradicción tiene que ver con la «apropiación local», entendida como la política para transferir responsabilidades de las fuerzas internacionales a la población local. La contradicción es que las misiones de paz son para los locales, pero a menudo se implementan sin los locales. En otras palabras, sin el compromiso y el respaldo de la población local, así como sin la capacidad de las fuerzas internacionales de acercarse y entender el contexto local, las misiones se implementan de arriba-abajo (top-down), lo que provoca la fricción y la alienación, el agotamiento o el rechazo de la población local. En este sentido, el proceso de transferencia de responsabilidades a los afganos ha resultado difícil de concretar para Estados Unidos y sus aliados sin el apoyo de mucha gente de las zonas rurales, que se ha ido distanciando del Gobierno de Kabul y las instituciones apoyadas por la misión internacional, lo que ha facilitado el retorno de los talibanes. Como se argumentará, estas dos contradicciones pueden servir de lecciones aprendidas para orientar las misiones de paz en el futuro. 

Más intervención, peores resultados 

La intervención militar de Estados Unidos en Afganistán comenzó en octubre de 2001 con el objetivo de combatir a los terroristas de Al Qaeda –responsables de los ataques del 11-S– y al régimen talibán que los había acogido. El inicio de la Operación Libertad Duradera –así la llamó Estados Unidos– fue expeditivo e implacable. En dos meses, los talibanes ya habían sido derrotados. En diciembre del mismo año, fueron firmados los acuerdos de Bonn, auspiciados por Naciones Unidas, a fin de diseñar la estrategia internacional que ayudaría a la reconstrucción del Estado afgano sin los talibanes para poder sostener la paz y evitar, a largo plazo, que los terroristas pudieran reorganizarse de nuevo en el país. 

La estrategia internacional se articuló a partir de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF, por sus siglas en inglés) que, dirigida por la OTAN desde 2003, tenía el objetivo de velar por la seguridad de Kabul y sus alrededores, combatir Al Qaeda y los insurgentes, así como liderar la reforma del sector de la seguridad. Partiendo del supuesto occidental de que los estados liberales y democráticos aportan estabilidad y paz social, se decidió renovar todas las instituciones del país (desde el Ejército y la policía, hasta el sistema judicial, educativo y sanitario, además de las infraestructuras) e iniciar un proceso de democratización, con la creación de partidos políticos, sectores de la Administración y una prensa libre para, finalmente, organizar unas elecciones presidenciales y legislativas. Asimismo, organizaciones internacionales, como el Banco Mundial, o agencias de Naciones Unidas y sus colaboradores humanitarios, se encargaron de conducir la recuperación económica de un país en ruinas, que había sufrido la invasión soviética en los años ochenta del siglo pasado, una guerra civil en la década siguiente y el terror del régimen talibán hasta la nueva invasión liderada por Estados Unidos y sus aliados en 2001. 

Para evitar el regreso de los talibanes y que pudieran dar apoyo a grupos terroristas, el objetivo era transformar un Estado frágil en un Estado eficiente. Es decir, que la paz y la seguridad, tanto en Afganistán como en Occidente, dependían de la construcción de un Afganistán democrático, económicamente saneado y en el que se respetara el Estado de derecho. Tal como lo resumiría el académico y político afgano Ashraf Ghani –que había trabajado para Naciones Unidas y el Banco Mundial en los años noventa y acabó siendo el presidente de Afganistán (2015 -2021)– en un libro en coautoría con Clare Lockhart (2008, 4): «Las soluciones a todos nuestros problemas de inseguridad, pobreza y falta de crecimiento coinciden en la necesidad de un proyecto internacional para la reconstrucción del Estado». 

Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, a mitad de la década del 2000, Afganistán seguía siendo un Estado débil, que destacaba negativamente en todos los indicadores de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): bajo índice de desarrollo, inseguridad alimentaria, analfabetismo, mortalidad infantil, refugiados, desigualdad de género, corta esperanza de vida, etc. Además, el país continuaba siendo el principal productor y exportador de heroína del mundo, la corrupción permeaba todos los aspectos de la vida afgana y las instituciones de gobernanza eran deficientes. El propio presidente Hamid Karzai (2001-2014) estuvo involucrado en tramas criminales y de corrupción; de hecho, lo llamaban despectivamente el «alcalde de Kabul», porque solamente tenía autoridad en la capital. Mientras tanto, los talibanes estaban reorganizándose en las zonas rurales del país. 

En este contexto, la contradicción que se planteaba es la siguiente: la construcción de un Estado con instituciones de gobernanza solventes, que gozaran de legitimidad entre la población y que pudieran garantizar derechos y cumplir con sus obligaciones requería mucha inversión de recursos y tiempo. Sin embargo, a más recursos y más tiempo, mayor era la dependencia con el exterior; es decir, la asistencia internacional era necesaria para sacar al país de la ruina, pero Afganistán se convertía en un Estado rentista y artificial, con poca legitimad, que dependía totalmente de la ayuda externa y en el que la sobrefinanciación estimulaba la corrupción y desincentivaba el compromiso y la capacitación locales (Suhrke 2013). En palabras de la académica Astri Suhrke (2013): en Afganistán «más fue menos». 

Asimismo, más recursos militares produjeron menos seguridad sobre el terreno. Hacia finales de la década del 2000, se criticó a la Administración Bush por estar más ocupada en la guerra contra Irak –iniciada en 2003– y destinar más recursos en la reconstrucción del Estado post-Sadam Hussein que en Afganistán. Pero cuando en 2008 Barack Obama quiso dar un vuelco definitivo a la guerra de Afganistán, aumentando la financiación y los recursos militares para controlar todo el territorio (la OTAN realizó su máximo despliegue en 2010 y 2011, con más de 130.000 soldados), tampoco produjo los resultados esperados. Fueron momentos convulsos y violentos: el Ejército estadounidense tuvo más bajas entre 2009 y 2011 que en el resto del conflicto. El despliegue militar por todo el territorio contribuyó involuntariamente a la generalización de tensiones e inestabilidad. Fue un periodo de continuos enfrentamientos, de explosiones, de emboscadas de los talibanes y de redadas por las noches a las aldeas locales por parte de tropas estadounidenses, tal como documentó el fotógrafo y documentalista Tim Hetherington

El último informe de la oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, por sus siglas en inglés), creada por el Congreso de Estados Unidos, publicado en agosto de 2021, critica que hubiera un cambio constante de objetivos a lo largo de los veinte años de intervención internacional: «El esfuerzo estadounidense de reconstrucción de Afganistán puede resumirse como veinte esfuerzos anuales de reconstrucción, en vez de un esfuerzo que ha durado veinte años» (SIGAR, 2021: viii). El problema no era solo que hubiera cambios de estrategia; el problema de fondo era que a medida que aumentaba la ambición y la apuesta por acelerar la reconstrucción del Estado, también crecía la dependencia y, en este caso, era más difícil que el Estado se reconstruyera orgánicamente y pudiera sobrevivir cuando hubiera cesado la ayuda internacional (Paris, 2013). En Afganistán, la potencia norteamericana y sus aliados se vieron desbordados por tareas hercúleas de democratización, creación de instituciones y crecimiento socioeconómico, en un país afectado por conflictos y cambios de régimen constantes. Si algunos programas funcionaron (como los de alfabetización o escolarización de mujeres, o el aumento ligero del PIB), la mayoría parecían imposibles de sostener sin la constante renovación del apoyo externo. Por lo tanto, lejos de producir mejores resultados, con el crecimiento de recursos, tareas y objetivos, a finales de la década del 2000 se evidenció la complejidad de construir y sostener un Estado seguro y eficiente que había sido diseñado y dirigido esencialmente desde organizaciones externas (Suhrke, 2013). 

Esta empresa tan ambiciosa y con resultados tan poco sostenibles generó un descontento generalizado en muchos círculos políticos, humanitarios y académicos de Occidente, donde la guerra y estas intervenciones para construir naciones fueron perdiendo popularidad. A pesar de los esfuerzos, la transformación de Afganistán en un Estado próspero parecía un objetivo inalcanzable. También en el frente militar hubo mucho desgaste y desapego con la misión, como se refleja en las crónicas de militares relatadas durante este período. Para los militares era inimaginable que desde las trincheras o con esas incursiones en las aldeas más apartadas de Afganistán estuvieran contribuyendo a prevenir otro ataque terrorista en Nueva York. Para muchos, la guerra había perdido sentido. 

En resumen, una de las lecciones aprendidas en Afganistán es que con más recursos y más ambición externa no necesariamente se obtienen mejores resultados. Al contrario, la intervención para transformar Afganistán creó una cultura de la dependencia que impidió la construcción de un Estado orgánico, legítimo, capaz de sobrevivir después del fin de la misión internacional. Hoy, los límites de estas intervenciones son reconocidos por la mayoría de analistas y políticos que, a su vez, exigen la reorientación de estas estrategias (como se apuntará en las conclusiones). Joe Biden lo reconoce con estas palabras: «nuestra misión en Afganistán nunca debió haberse centrado en la construcción de una nación»; las intervenciones deben tener «objetivos claros y asumibles». 

Paz para Afganistán, sin los afganos 

Las fuerzas estadounidenses descubrieron a Bin Laden en su escondite a unos 100 km al norte de Islamabad (Pakistán) y lo mataron el 1 de mayo de 2011. Su muerte coincidió con los primeros planteamientos de retirada de las tropas internacionales para poder dejar el país en manos afganas. Desde 2015, la misión liderada por la OTAN pasó a denominarse «Apoyo Decidido», con menos presencia militar y desempeñando aquella un rol más secundario, centrado en asistir, entrenar y asesorar a las fuerzas de seguridad afganas, mientras se avanzaba hacia una reconciliación nacional. Sin embargo, las negociaciones para la paz, principalmente entre el Gobierno afgano y los talibanes, con la presencia de Estados Unidos y fuerzas regionales, casi siempre fueron torpes, ineficaces, lentas y sobrepasadas por reproches y desconfianzas mutuas (Farrell, 2017: 403-417). Prueba de ello es que, a pesar de que se firmó el acuerdo de paz en febrero de 2020 entre los talibanes y el Gobierno de Estados Unidos, la retirada de las tropas internacionales en agosto de 2021 fue dramática: dimisión del Gobierno de Ashraf Ghani, rendición del ejército afgano y los talibanes tomando el control de todo el país. 

¿Por qué una década después de las primeras conversaciones para la retirada y de tanta inversión política, económica y militar la transferencia de responsabilidades ha fracasado y los talibanes han podido volver? El segundo reto con el que se toparon las fuerzas internacionales fue el de la implementación de la llamada «apropiación local», es decir: las fuerzas externas debían transferir poder y responsabilidad a los afganos (tanto al Gobierno y demás instituciones como a la población civil), destinatarios últimos de la paz y gobernanza de su país; pero hubo fricción, porque muchos afganos no compartían el proyecto extranjero (Jarstad, 2013). Como los internacionales y (muchos) locales no querían lo mismo, ni cooperaban con lealtad y confianza, la apropiación local nunca se hizo efectiva. 

En los últimos días de la misión, Joe Biden lanzó esta crítica a los afganos para justificar la retirada de las tropas a pesar del colapso del Gobierno y el ejército: «Les dimos todas las herramientas que podían necesitar. Pagamos sus salarios. Nos encargamos del mantenimiento de sus aviones. Les dimos todas las oportunidades para determinar su propio futuro. Lo que no pudimos aportar fue la voluntad de luchar por ese futuro». 

Desde la perspectiva estadounidense, se ha criticado sin cesar la falta de compromiso del Gobierno afgano y de las instituciones, sobre todo del Ejército y la policía. Cuentan los marines que muchos militares afganos eran holgazanes, que se levantaban tarde y no querían patrullar durante las horas de más calor, o que los comandantes no se unían a sus tropas durante las operaciones (Farrell, 2017: 323-324). Los crímenes cometidos por el Ejército afgano, o por milicias armadas y señores de la guerra financiados y protegidos por las fuerzas internacionales, encargados de la estabilidad y la seguridad de muchas zonas, también deslegitimaron la misión. 

Algunos analistas próximos a la perspectiva estadounidense cuentan que, además de la falta de voluntad de muchos en el Ejército y en otras instituciones afganas, la transferencia de responsabilidades a los locales ha fracasado por su falta de capacidad. Se argumenta que muchos militares afganos disparaban al tuntún o que no sabían pilotar aviones de carga y escogían uniformes que no se camuflaban con el paisaje1. El último informe SIGAR  asegura que los afganos, en general, «no estaban entrenados ni calificados (…) El Gobierno de Estados Unidos fue incapaz de conseguir que las personas adecuadas ocuparan los trabajos adecuados en el momento adecuado». En resumen, según Biden y estos analistas, las fuerzas internacionales querían transformar Afganistán y derrotar a los talibanes con más convicción que los propios afganos, que nunca creyeron en (o no pudieron) apropiarse del proyecto internacional de transformar el país. 

Por otra parte, si los agentes locales no aspiraban a lo mismo que los internacionales, también es pertinente señalar que los internacionales nunca lograron convencer, entusiasmar o conectar con una parte importante de la población local, en particular con la rural. Como han señalado autores críticos con el papel de la intervención internacional (Kuhn, 2008), se crearon instituciones tecnocráticas al estilo occidental sin tener en cuenta las preferencias afganas, o se institucionalizó un Estado de derecho en un país que resuelve el 90% de sus disputas de manera informal o con sus propios códigos. Por ejemplo, se ilegalizó el cultivo y refinamiento del opio y se tomaron medidas contra la exportación de heroína, pero con ello se negó el sostenimiento de miles de familias, mientras se estimulaba una economía sumergida, el crimen y la corrupción; se quisieron liderar proyectos y reformas para aumentar la capacitación y agencia locales, así como educar a los afganos en cultura democrática, al tiempo que se demonizaban costumbres y saberes locales. El último informe de SIGAR también concluye que una de las razones del fracaso en Afganistán es la incapacidad de comprender y adaptar la reconstrucción del país al contexto local, sus dinámicas sociales, políticas y económicas: «la falta de conocimiento del nivel local implicó que proyectos destinados a mitigar el conflicto, a veces lo incendiaran y, otras veces sin saberlo, acabaran financiando insurgentes». 

Fuera de la capital, la conexión con lo población local no se acabó de consolidar en ningún momento a lo largo de la intervención. A menudo se ha criticado que hubo una excesiva bunkerización de los agentes internacionales (protegidos en burbujas aisladas de la población local), priorizando a objetivos militares para luchar contra el terror por encima de proyectos de seguridad comunitaria, o que hubo excesos de tropas y de sus colaboradores, lo que acabó deslegitimando la misión (Weigand y Andersson, 2019). Ni siquiera con acciones de contrainsurgencia (cuyo objetivo era acercar las fuerzas internacionales a las comunidades locales lejos de Kabul, para propiciar diálogo y ofrecer seguridad, tratando de ganarse sus «corazones y mentes» y que rompieran sus lazos con los talibanes) se logró mantener la confianza y la cooperación a lo largo de los años. En este sentido, en cualquier intervención internacional aparecen fricciones entre actores internacionales y locales: desde Kosovo a la República Democrática del Congo, por citar dos ejemplos, ha habido resistencia e incluso oposición por parte de algunos actores a los programas de reconstrucción del Estado diseñados desde el exterior (Autesserre, 2014); pero en Afganistán esta distancia ha sido especialmente grande. En resumen, no puede haber apropiación local ni consolidación de la paz sin que, por un lado, todos los actores locales estén comprometidos con el cambio propuesto por la misión internacional y, por el otro, la misión logre acercarse, entender o satisfacer las necesidades o los intereses de la mayoría de la población local.   

Lo que es importante observar en Afganistán es cómo la incapacidad de acercamiento y entendimiento con la población local, por parte de la misión internacional, contrasta con la pervivencia y resiliencia de los talibanes, quienes, a pesar de ser apartados del Gobierno en 2001 y abatidos militarmente durante dos décadas de intervención internacional, han logrado volver y vencer. Por una parte, desde el punto de vista militar, los talibanes han ganado porque han sabido evitar combates directos y apostar por tácticas de guerrilla y resistencia, como los explosivos improvisados que ralentizaban los avances de las tropas de los ejércitos, a la vez que perturbaban su moral. Además, el tiempo siempre ha jugado a su favor, ya que sabían, como apunta Farrell (2017), que «su victoria era no perder»: si se escondían, si sobrevivían, llegaría su oportunidad con el desgaste del Gobierno o la salida de las tropas internacionales. 

Por otra parte, y más importante para el argumento que se expone en este artículo, la resiliencia de los talibanes puede explicarse porque estos sí han sabido establecer lazos con la población rural, en contraste con la torpeza del Gobierno central y los defectos de la intervención internacional. Por regla general, lejos de acercarse a la población solo con métodos coercitivos o de intimidación, como a menudo han destacado los medios de comunicación occidentales, los talibanes lo hicieron con propuestas de gobernanza y estabilidad. Cuenta Farrell (2017) que los tribunales talibanes fueron especialmente populares entre los afganos para resolver todo tipo de disputas de manera rápida, eficiente y sin corrupción. Este entendimiento y aceptación de las reglas sociales afganas contrastaba con los tribunales oficiales que, copiando el modelo occidental, operaban más lentamente, eran más costosos y burocráticos, y resultaban estar politizados en favor de unos u otros. En las zonas rurales, muchos despreciaban al Gobierno, y otros muchos incluso anhelaban el orden y la seguridad de la época talibán. 

Esta es la segunda gran lección aprendida en Afganistán: el éxito de una misión depende de que las instituciones y el conjunto de la población local se apropien del proceso de construcción del Estado y de la paz. No se podía reconstruir Afganistán sin los afganos. 

Conclusión: ¿el fin de la intervención internacional? 

Tras veinte años de intervención internacional en Afganistán, ni se ha conseguido debilitar el terrorismo transnacional, ni se ha logrado la transición hacia un Estado liberal y democrático que pudiera sostener la paz. Dos contradicciones han planeado sobre lo que se considera un fracaso de la misión internacional que terminó con un caos en la retirada de tropas y evacuación de la población que quería huir del país y con el regreso al poder de los talibanes. 

Como se ha argumentado, la primera de ellas es que el incremento de recursos desde el exterior no aportó soluciones a la misión internacional en Afganistán, sino que aumentó los objetivos y las expectativas perseguidos, hizo crecer la tensión y la violencia, así como desgastó las tropas en el frente y los ciudadanos occidentales. Nadie entendía la necesidad de tanta inversión y tantos esfuerzos para renovar las instituciones de un país con unos resultados tan mediocres. La segunda contradicción es la de la apropiación local: las responsabilidades deben traspasarse a la población local, pero ello no es posible si no existen intereses compartidos ni cooperación genuina entre la misión exterior y la mayoría de la población en el país. Por consiguiente, en el caso de Afganistán, se persiguió una reconstrucción del Estado que no representaba a una mayoría amplia de la población. Las perspectivas cercanas al Gobierno o Ejército estadounidenses tienden a justificar este fracaso de la misión con críticas a la falta de voluntad y capacitación afganas, mientras otros analistas críticos tienden a subrayar las contradicciones de una intervención «de arriba-abajo» y la falta de comprensión del contexto local. 

Son problemas que, aunque han aflorado en Afganistán, son estructurales de otras intervenciones internacionales para reconstruir estados que tuvieron su máximo esplendor en la década del 2000. No es que las intervenciones en Timor Oriental, Kosovo, Iraq o Sierra Leone, por ejemplo, fracasaran flagrantemente (esto siempre es discutible), pero sí que en todas ellas surgieron las mismas contradicciones que se evidenciaron en Afganistán: la ayuda externa creó una cultura de la dependencia y unas expectativas que eran insostenibles sin esta ayuda y se produjo una fricción entre los intereses y valores de los actores internacionales y los locales. A estos problemas intrínsecos de las intervenciones internacionales se le ha añadido un contexto internacional de creciente contestación: estamos ante un ciclo de polarización y multipolaridad, en el que Occidente ha perdido la legitimidad y la hegemonía para liderar los procesos de democratización y paz en otras zonas del mundo. Por todo ello, Joe Biden ha sentenciado que la era de estas intervenciones para transformar estados «ha terminado». La pregunta pertinente ahora es: ¿cómo intervenir para la paz y la seguridad internacionales después de Afganistán? 

Después de las dificultades y los fracasos en las misiones para la reconstrucción de un Estado posbélico, el paradigma está evolucionando hacia unas intervenciones menos invasivas. Si la raíz del problema era que se quería imponer un proyecto demasiado ambicioso y gobernado desde el exterior, como hemos visto en Afganistán, la evolución pasa por crear procesos de paz en los que las organizaciones externas hagan menos y trabajen desde el inicio con la población autóctona. De hecho, desde hace ya unos años, Naciones Unidas está optando por misiones centradas en la prevención del conflicto, en vez de aspirar a la transformación de un Estado posconflicto, o por sostener la paz en zonas frágiles, en vez de imponerla. Estas misiones tienen la apropiación local como piedra angular, al intentar incluir a todas las partes del conflicto y a la población civil. Al mismo tiempo, Estados Unidos y sobre todo la Unión Europea también empiezan a explorar con nuevas formas de consolidación de la paz menos intervencionistas y siempre «desde abajo-arriba», con misiones civiles, mucha diplomacia y en permanente colaboración con agentes locales (Joseph y Juncos, 2019). Son intervenciones de larga duración que evitan el conflicto y la polarización, tratando de gestionar las diferentes dimensiones de las crisis en sus múltiples niveles de gobernanza. Estamos en los albores de una nueva era en la que las misiones de paz quieren desmarcarse de los intentos de transformación de los estados posbélicos de arriba-abajo. El éxito dependerá, en parte, de que se eviten las contradicciones y se aprenda de lecciones como las de Afganistán. 

Referencias bibliográficas 

Autesserre, Severine. Peaceland. Resolución de conflictos y las políticas cotidianas en las intervenciones internacionales. Barcelona: ICIP, 2018.

Farrell, Theo. Unwinnable: Britain’s War in Afghanistan 2001-2014. Londres: Vintage, 2017.

Ghani, Ashraf y Clare Lockhart. Fixing Failed States: A Framework for Rebuilding a Fractured World. Oxford: Oxford University Press, 2008.

Jarstad Anna K. «Unpacking the friction in local ownership of security sector reform in Afghanistan». Peacebuilding, vol. 1, no.º 3 (2013), p. 381-396.

Joseph, Jonathan y Juncos, Ana. «Resilience as an Emergent European Project? The EU's Place in the Resilience Turn». Journal of Common Market Studies, vol. 57, n.º 5 (2019), p. 995-1011.

Kuhn, Florian. «Aid, Opium, and the State of Rents in Afghanistan: Competition, Cooperation, or Cohabitation?». Journal of Intervention and Statebuilding, vol. 2, n.º 3 (2008), p. 309-327.

Mako, Shamiran. «Evaluating the Pitfalls of External Statebuilding in Post-2003 Iraq (2003-2021)». Journal of Intervention and Statebuilding, vol. 15, n.º 4 (2021), p. 425-440.

Paris, Roland. «Afghanistan: What Went Wrong?» Perspectives on Politics, vol. 11, n.º 2 (2013), p. 538-548.

Suhrke, Astri. «Statebuilding in Afghanistan: a contradictory engagement». Central Asian Survey, vol. 32, n.º 3 (2013), p. 271-286.

Weigand, Florian y Andersson, Ruben. «Institutionalized Intervention: The ‘Bunker Politics’ of International Aid in Afghanistan». Journal of Intervention and Statebuilding, vol. 13, n.º 4 (2019), p. 503-523. 

Notas:

1- Para estas críticas, véase la reciente miniserie documental Momentos decisivos: El 11-S y la guerra contra el terrorismo, en particular capítulo 4.

 

DOI: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2021/262/es

 

E-ISSN: 2013-4428