Sochi, un espejo del putinismo

Opinion CIDOB 222
Fecha de publicación: 02/2014
Autor:
Carmen Claudín, investigadora sènior CIDOB i Nicolás de Pedro, investigador principal CIDOB
Descargar PDF

Carmen Claudín, investigadora sénior CIDOB

Nicolás de Pedro, investigador principal CIDOB

18 febrero 2014 / Opinión CIDOB, n.º 222 / E-ISSN 2014-0843

Las olimpiadas de Sochi deben marcar un antes y un después para Rusia. Así lo planteó Putin en 2007 en su discurso ante el Comité Olímpico Internacional: “Esto es, sin lugar a dudas, no sólo un reconocimiento de los logros de Rusia en el deporte, es indiscutiblemente una evaluación de nuestro país […], un reconocimiento de sus crecientes capacidades, ante todo, en los ámbitos económico y social”. La Riviera soviética que fue Sochi ha sido una apuesta personal de Putin a pesar de dos obstáculos mayúsculos: unas infraestructuras completamente obsoletas, cuando no inexistentes, que exigían una inversión colosal y una ubicación geográfica, el Cáucaso norte, conflictiva y controvertida. Por ello, la propuesta de Sochi como sede olímpica también permite otra lectura: ilustra el tipo de gobernanza que caracteriza el sistema y encierra un mensaje claro de Putin - yo quiero, yo puedo.

La Rusia de hoy se parece poco a la que obtuvo los juegos olímpicos de invierno aquel 4 de julio de 2007. En apariencia, pocas cosas han cambiado en el país, pero el contexto interno se ha transformado sustancialmente. En 2007, el llamado “consenso Putin” –caracterizado por una “vertical del poder” apuntalada por un vigoroso crecimiento económico- se mostraba robusto y casi sin fisuras. En febrero de 2014, este consenso está seriamente erosionado, la economía rusa amenaza estancamiento y la entonces aparente estabilidad del Cáucaso norte ha demostrado ser un espejismo. Allí la transformación de una guerrilla independentista en un movimiento yihadista organizado -y, en ocasiones, atomizado- convierte la situación de la región en altamente volátil e impredecible.

La economía, ahora, tampoco acompaña. Según las propias previsiones del ministro de Economía ruso, Alexéi Ulyukáyev, Rusia crecerá un 2,5% en 2014 (un 4,3% en 2011 y 3,4% en 2012), en una proyección menos halagüeña, que se ha ido revisando a la baja. Los tiempos de crecimientos al 7 u 8%, fundamentados en los precios altos de los hidrocarburos, parecen haberse ido para no volver, al menos a medio plazo. Más grave aún, ese período no ha sido aprovechado para acometer la tan necesaria modernización de la economía rusa. Lo que al Kremlin le gustaría presentar como la gesta de Sochi ha sido concebido y llevado a cabo a imagen del modelo de desarrollo que conoce el país: el afán de dividendos fáciles y la ostentación de nuevo rico. Por ejemplo, el reputado economista ruso, Vladislav Inozémtsev, alertaba en 2011 que Rusia es el único de los llamados BRIC cuyo PIB ha crecido más deprisa que la producción industrial. Según sus cálculos, construir un kilómetro de carretera asfaltada cuesta, en promedio en Rusia, tres veces más que en Europa Occidental, o producir 40 millones de toneladas de cemento requiere la fuerza de unos 49.000 trabajadores, cuando en la UE un número similar (52.000) alcanza los 279 millones de toneladas.

Es fácil entender que lo que en 2007 podía parecer un proyecto ilusionante para la ciudadanía sea percibido ahora como un fasto desmesurado y capturado por la corrupción. Los juegos de Sochi no sólo van a ser los más caros de la historia, sino que su presupuesto inicial se ha multiplicado por más de cinco: de unos 10.000 millones de dólares iniciales se ha pasado, según diversos cálculos independientes y gubernamentales, a un coste total aproximado superior a 50.000 millones. Como no podía ser de otra forma, Sochi no ha escapado a la llamada “tasa especial” por corrupción (corruption overhead), una práctica imperante en Rusia y que la ciudadanía asocia, en primer lugar, con el poder político y las grandes empresas que éste favorece. Las estimaciones más moderadas hablan de unos 500 millones de dólares malversados, una cifra que parece modesta frente a los que hablan de 30.000 millones de dólares robados, pero que sigue siendo muy abultada.

El sondeo realizado por el centro de opinión pública independiente Levada, a finales de enero, ha preguntado a 1.603 encuestados en 45 regiones a qué causas atribuyen el hecho que los gastos generados por Sochi hayan superado los de todos los juegos anteriores. El 47% de los encuestados piensa que una parte importante de los fondos ha sido despilfarrada o saqueada, el 34% lo atribuye a la codicia y a la deshonestidad de las empresas, el 19% al mal gobierno, el 14% a la mala gestión y a la baja calidad de la construcción. En verano de 2013, un centro más cercano al poder como VTsIOM preguntó a la población sobre sus motivos de orgullo: sólo un 7% nombró Sochi.

Aunque Putin insiste en que el éxito será de todos los rusos, los juegos de Sochi están indefectiblemente asociados a su figura. Tal vez el nuevo complejo deportivo de Sochi, en el que se han volcado los máximos esfuerzos, sirva a la gente “cien años y más”, como dijo el presidente ruso por televisión en un documental del canal Rossiya-1. Sin embargo, parece dudoso que el resto de las infraestructuras construidas o los barrios nuevos levantados lo hagan, sin hablar de la calidad de la vivienda con la que se han encontrado los desalojados y desplazados forzosos de Sochi y pueblos de los alrededores. Pero probablemente Vladímir Putin apuesta también por validar, no sólo ante los ojos de sus conciudadanos sino también ante los del mundo, la sentencia que pronunció en una ocasión Caterina la Grande, y que todo ruso aprende en la escuela, “no se juzga a un vencedor”.