Repensar la solidaridad en los tiempos del miedo
*Esta Nota es fruto de las reflexiones conjuntas llevadas a cabo en el marco del proyecto “Sociedad más diversa, ¿sociedad menos solidaria?”, coordinado por el CIDOB en colaboración con Obra Social La Caixa y Palau Macaya.
Cada vez son más comunes los discursos apocalípticos acerca de la degradación de la cohesión social y la erosión de la solidaridad. En ocasiones, se vincula, esta erosión, a fenómenos como el individualismo, el capitalismo o la urbanización; en otras, se acusa a la globalización, la industrialización o la migración. Las combinaciones entre estos elementos son infinitas y recurrentes, pero el denominador común suele apuntar, como causa de esta pérdida, a la mayor diversidad y pluralidad cultural de nuestras sociedades, que corroe los valores y normas compartidos, tradicionalmente considerados como la base de la solidaridad. En efecto, el contexto ha cambiado: la movilidad geográfica y el impacto tecnológico hacen que nuestras sociedades sean más diversas o, mejor dicho, diversas de otra manera, de una manera sin precedentes, que requiere por tanto nuevos enfoques.
Al mismo tiempo, el concepto de solidaridad, antes reservado casi exclusivamente al movimiento obrero, ha ido ganando relevancia en los más diversos contextos sociales durante las últimas décadas. Esto puede interpretarse positivamente como un impulso de reapropiación de funciones básicas de toda comunidad humana. Funciones que, en ciertos contextos, se pudieron considerar innecesarias o se delegaron en el Estado, pero que en una era de creciente liquidez están necesitadas de nuevos elementos movilizadores.
Sin embargo, en nuestro mundo hiperglobalizado (es decir, en un estadio de globalización exponencial y superpuesto al control democrático), que se caracteriza por la ambigüedad y la incertidumbre, la solidaridad tiende a fragmentarse en momentos o meros destellos, puntuales y carentes de un contexto estable. La confusión acerca de nuestra identidad y nuestro encaje en el futuro dificulta encontrar asideros seguros para la solidaridad tal como se ha entendido en el pasado. Y esta banalización puede fomentar que, en vez de construir mayor cohesión social, dicho proceso de reapropiación fomente, por el contrario, la exclusión. Es por ello que creemos que nuevas convivencias requieren de nuevas formas de solidaridad. ¿De qué solidaridad podemos o debemos hablar en el siglo XXI?
Para entender la situación, primero debemos tener en cuenta el problema de la indeterminación conceptual de la solidaridad, reivindicando su utilidad analítica frente a los que no ven alternativa a su banalización o mercantilización. Abordaremos asimismo los efectos concretos de la hiperglobalización, específicamente en referencia a cómo una mayor diversidad se traduce en una mayor conflictividad y un creciente miedo que bloquea cualquier dinámica de solidaridad integradora. A partir de dos casos de estudio, analizaremos cómo el reconocimiento puede convertir la información en comprensión. El primer caso de estudio, el Pacto Mundial sobre Migración de Marrakech, muestra cómo desde las instituciones es posible deslegitimar el miedo a través de la cooperación internacional; mientras que el segundo caso, el movimiento #MeToo, muestra cómo el yo concreto puede empoderarse en el nosotros colectivo para vencer el miedo. Finalmente, se hacen propuestas acerca de cómo construir nuevas solidaridades que aprovechen las herramientas de la hiperglobalización.
1. Uso y abuso del concepto de solidaridad
A pesar de su reiterado uso discursivo, no contamos con conceptos claros respecto a lo que define la esencia de la solidaridad. Más bien, se percibe como un concepto esencialmente controvertido —«essentially contested»—, es decir, caracterizado por la fluidez o la indeterminación. Es una situación problemática que deriva del hecho de que, en ciertos tipos de discurso, haya una excesiva variedad de significados para términos que son clave para el desarrollo de sus argumentos. En este abismo entre teoría y praxis se da un proceso por el cual el concepto pasa a ser diluido, sustituido o empleado de forma banalizada.
Hay muchos ejemplos contemporáneos de los efectos nocivos de dicha banalización, que desemboca en un cierto sentimentalismo despersonalizado y carente de responsabilidad material. Asistimos a esta decadencia del concepto de solidaridad a través de fenómenos como el marketing humanitario, que nos es cómodo para soportar las escenas de miseria humana como ruido de fondo; o el exceso de dramatismo, que eleva fenómenos concretos a actos de aparente solidaridad con súbitos estallidos emocionales que, no obstante, raramente desembocan en nuevos hábitos o vínculos perdurables. Las grandes oleadas de solidaridad generadas hacia casos específicos como el de Julen, el niño caído en un pozo en Málaga, o Aylan Kurdi, el niño sirio ahogado en las playas de Turquía, son buenos ejemplos de esto, y contrastan con la apatía general hacia los miles de menores que fallecen en conflictos en otras partes del mundo o que acaban en manos de mafias de explotación laboral pero que no pueden ser fotografiados en Europa. Todo ello dificulta la articulación de unas bases sólidas para una solidaridad verdadera en contextos de fluidez como el actual.
Frente a esta situación, hay quienes han negado la utilidad analítica del concepto de solidaridad y lo han querido relegar a usos meramente ceremoniales o decorativos. Pero, esto significaría obviar el hecho evidente de que existen estructuras de actuación y comprensión social que, efectivamente, se derivan de la invocación de la solidaridad, siendo necesario reivindicar su uso analítico para comprender dichos fenómenos. Y este análisis es tanto más necesario cuanto que los discursos de solidaridad no son pluralistas: a saber, ante un hecho social concreto, o se es solidario o se es insolidario, y caer en la segunda categoría implica una carga de reprobación moral. No dotarnos de categorías de análisis para juzgar estos discursos favorece que cualquier actor pueda usar el concepto para legitimarse socialmente y deslegitimar a otros, e incluso para enmascarar actos o actitudes que podrían ser considerados insolidarios, sin posibilidad de contestación razonada.
El relato reconfortante de las fábricas tradicionales de solidaridad —familia, iglesia, nación— ha perdido su hegemonía y, con ello, el concepto ha quedado expuesto en su indeterminación. El reclamo creciente, no de igualdad o de libertad, sino de solidaridad (concepto heredero del de fraternité) es un indicador clave de que el malestar social incuba también una demanda de mayor implicación ciudadana para gestionar situaciones cuya complejidad no son capaces de abarcar los instrumentos tradicionales (principalmente el Estado y la ley).
2. Solidarizarse con, solidarizarse contra
La paradoja del discurso social predominante en Occidente consiste en que, a pesar de hablar recurrentemente en términos de solidaridad, determinamos siempre primero lo que nos divide (etnia, lengua, etc.) para después agruparnos de forma segmentada y, muchas veces, polarizada. Actualmente el binomio Nosotros-Otros está definido, sobre todo, desde la esfera territorial, como demuestra el auge de la extrema derecha, la xenofobia o las políticas duras contra la inmigración (es decir, esencialmente movimientos conservadores de las solidaridades tradicionales).
La hiperglobalización es, a la vez, el principal catalizador de la reapropiación social y el principal obstáculo para construir nuevos esquemas de solidaridad que trasciendan la rigidez del modelo del Estado-nación. En tal situación, y muy particularmente en las democracias occidentales, la incapacidad de acordar nuevas definiciones sustantivas de la comunidad solidaria de forma tan amplia y estable como solía ser normal se traduce en la búsqueda de una alteridad sobre la que construir una determinada solidaridad que sea capaz de movilización. Esto explica que, a día de hoy, tantos fenómenos sociales se legitimen como solidarios pero se caractericen por ser excluyentes y polarizadores, es decir, solidarios contra. La conclusión es que la enfatización del conflicto, una de las fuentes históricas básicas de solidaridad (Oosterlynck et al., 2015), permite que, en determinados contextos fluidos y faltos de relatos, sea más fácil fijar una idea del Otro que de la propia comunidad.
La indeterminación del concepto de solidaridad se vuelca, irónicamente, sobre el Otro. Y la hiperglobalización, si bien es un obstáculo para constituir nuevos esquemas igual de sólidos que los tradicionales, facilita en la distancia geográfica y cultural la manipulación de lo que se conoce como Otros generalizados (Benhabib, 1986), es decir, de las abstracciones de identidades sociales que manejamos cotidianamente (por ejemplo, «la comunidad musulmana» o «los agricultores del sur»). Esto es de gran relevancia: la hiperglobalización posibilita que para uno sea relevante el comportamiento de grupos sociales con los que el contacto material es mínimo y, por lo tanto, propicia que puedan ser caracterizados de forma interesada —posverídica— para hacer de ellos antagonistas convenientes. Se antoja lógico que éste sea el mecanismo para mantener vivos esquemas de solidaridad que temen ser anulados por la diversidad, como la solidaridad nacional, que se basa en la homogeneización cultural.
En la distancia solamente puede haber Otros generalizados, pero no Otros concretos; es decir, Otros con circunstancias e intereses variables cuya comprensión requiere contacto. La generalización es natural y puede servir como una forma de abstracción constructiva, pero resulta destructiva cuando hace una función de mediación que bloquea lo concreto. El resultado es un tipo de conflicto mudo que dificulta percibir siquiera información acerca de las condiciones concretas del Otro.
La otra cara de la moneda es la posibilidad de invertir el esquema habitual por el cual el conflicto con el Otro sirve para mantener la cohesión del Nosotros. A saber, ¿no podríamos dejar de pensar el conflicto como una causa de división y empezar a comprenderlo como un mecanismo particular de integración? Hablamos de enfocar el conflicto desde el mutuo reconocimiento del Otro como interlocutor igual de válido en una disputa; a partir de lo cual el conflicto se hace indisociable del contacto y la deliberación. Negociar la diversidad cultural también es negociar las normas y valores diferentes presentes en los esquemas de solidaridad y buscar el compromiso, aun sin necesidad de llegar a un consenso final, pero sí implicando la necesidad de un primer acercamiento en condiciones de igualdad. Si repensamos los conflictos en su contexto —lo que enuncian y denuncian—, comprenderemos que la pérdida de la homogeneidad grupal es lo más propiamente común que tenemos, y por tanto constituye un posible punto de partida para abordar realmente el conflicto, es decir, para gestionarlo de forma constructiva.
Contrarrestar la banalización del concepto de solidaridad es el punto de partida para repensar el conflicto y plantear alternativas; de lo contrario, la ilusión de una reapropiación social puede acabar derivando en un nuevo tipo de mediación marcada por el miedo, que ostenta un rol central en la gestión de las solidaridades contra. En estos casos, la solidaridad requiere que el conflicto sea mantenido para movilizar de forma perdurable a la comunidad solidaria contra Otros antagonistas, pero que a la vez nunca puede consumarse; de lo contrario, la comunidad se desmovilizaría al no tener contenidos sustantivos sobre los que deliberar con el Otro (su vacuidad interna quedaría expuesta), o requeriría la aparición de Otros alternativos. El elemento paralizador, aquél que impide abordar el conflicto en sí, que es capaz de encerrar a los actores en sí mismos y empujarlos a protegerse manteniendo los Otros a distancia, es el miedo (Martuccelli, 2019). El miedo es, siguiendo a Martuccelli, una anticipación imaginaria que bloquea la construcción de lo común, y esto equivale a no tener proyecto de futuro. La solidaridad mañana, dentro y fuera de tantas fronteras, sólo se construirá si decidimos combatir las causas de estos miedos.
3. Dinámicas de solidaridad en diversidad
Dos casos concretos nos dejan entrever posibles dinámicas de solidaridad contra y con. El primer caso de estudio es el Pacto Mundial sobre Migración ratificado en 2018 por la Organización de las Naciones Unidas en Marrakech, que tiene como objetivo mejorar la cooperación internacional en la gestión de la migración (1). Teniendo en cuenta la degradación general de los mecanismos de diplomacia multilateral durante los últimos años, haber conseguido a día de hoy proponer desde la ONU una perspectiva coordinada e integrada de la migración puede considerarse un hito.
Lo primero que salta a la vista es su forma discursiva, que destaca los beneficios de la migración para todas las partes implicadas en vez de centrarse en las problemáticas; así como su ambicioso redactado, que podría llegar a ser la base para una transformación de la legislación y para la concepción de nuevos derechos para las personas migrantes.
En primer lugar, el texto atribuye gran importancia a la gestión de la información y su valor, tanto por lo que respecta a la necesidad de discursos políticos responsables y políticas públicas basadas adecuadamente en los datos (por ejemplo, el art. 33 habla de «promover […] un discurso público abierto y con base empírica sobre la migración y los migrantes que genere una percepción más realista, humana y constructiva»), como a garantizar el derecho de los migrantes a una información veraz (por ejemplo, el art.19(c) habla incluso de «establecer puntos de información abiertos y accesibles a lo largo de las rutas migratorias pertinentes»). Es, en este sentido, una apuesta clara por la lucha contra la desinformación y la distorsión posverídica de la realidad, que contribuyen de forma tan crucial a la gestión interesada de los Otros generalizados. En segundo lugar, es recurrente el esfuerzo por situar al individuo en el centro, especialmente en referencia a la garantía de los derechos humanos, reivindicando la evaluación atenta de las condiciones concretas por encima de la agrupación homogeneizadora según características étnicas, culturales, etc. (hasta 7 artículos hablan de la importancia de la «evaluación individual»).
Los contenidos del Pacto tienen un claro potencial para inspirar medidas que, desde las instituciones, promuevan la trascendencia de los miedos y un contacto más real con los Otros concretos. Puede interpretarse también como una respuesta a la actual tendencia restrictiva que ha adquirido la gestión de la inmigración en muchos países (exámenes de ciudadanía, reducción de derechos laborales y sociales, restricciones de movimiento, etc.), en la medida en que aboga por poner en valor la diversidad y facilitar los trámites y procedimientos para las personas migrantes. Por todo ello su ambición y su carácter innovador son esperanzadores: demuestran que en las instituciones internacionales, más alejadas de la presión mediática, es posible crear un espacio en el que abordar de forma responsable y deliberativa las problemáticas; y también demuestra, en uno de los temas más cruciales en lo que se refiere a la gestión de la hiperglobalización, que hay consenso acerca de la necesidad de conectar con el Otro de forma más concreta y humana. Lamentablemente, la estrategia de los actores contrarios al Pacto consiguió imponer el rechazo de algunos de los gobiernos participantes, elevando los costes de la adhesión y movilizando a miles de personas a manifestarse en su contra, hasta el punto de provocar la ruptura del gobierno de coalición en Bélgica tras la firma del Pacto por parte del primer ministro. A pesar de la fuerte oposición suscitada, y de la correspondiente renuncia de varios países a participar en la firma final, el documento definitivo fue adoptado (en lo que fue el evento de más alto nivel del año 2018 para la ONU) y posteriormente ratificado por 152 votos a favor, 5 votos en contra (República Checa, Hungría, Israel, Polonia y Estados Unidos) y 12 abstenciones (principalmente países del centro y este de Europa).
Como se ha dicho antes, los mecanismos de posverdad sirven para mantener vivos Otros generalizados que tienen mucho de ficciones interesadas, y por ello es lógico que haya muchos actores políticos que no estén interesados en promover esta clase de medidas que fomentan la transparencia. La prueba es que el principal argumento usado por Estados Unidos para desentenderse, expuesto también por otros gobiernos, es obviamente falso: no es posible que el Pacto suponga una amenaza para la soberanía nacional, pues no tiene implicaciones legales directas, como explícitamente se establece en el artículo 15(c). Las razones, por tanto, han sido completamente ajenas al contenido del documento. Siguiendo la estructura básica de un argumento posverídico, se primó la emoción —el miedo— por encima de la credibilidad del argumento en sí. Y es muy ilustrativa la reacción de la Representante Especial de la ONU que coordinó el proyecto, Louise Arbour, que se mostró asombrada ante el nivel de desinformación difundido por ciertos gobiernos. Esta fue la paradoja: la desinformación, que el Pacto identifica tantas veces como amenaza, se convirtió en la herramienta clave para combatir el acuerdo. Esto ilustra perfectamente lo que antes hemos esbozado teóricamente: los Otros generalizados y la posverdad son dos caras de una misma moneda.
También es revelador el caso del #MeToo en tanto que movimiento de solidaridad hacia víctimas de acoso sexual. En su recorrido desde el hashtag original (2006), ha conseguido traspasar todas las fronteras con una doble intencionalidad: primero, enfrentar a ciertas personas a una presión mediática tal que su gran poder social no consiguiese evitar que fueran llevados ante la justicia (lo cual ahonda en lo apuntado anteriormente: transparencia y solidaridad son aliados necesarios); y segundo, permitió extender una acusación concreta de forma que abarcara una identificación global, con procesos similares de experiencia del acoso sexual que normalmente permanecen ocultos. El #MeToo obtiene un eco desmedido por originarse en un ámbito ya de por sí mediático como es Hollywood. ¿Habría conseguido el mismo nivel de proyección si se hubiese quedado en la denuncia de las trescientas artistas norteamericanas o en la suspensión de un Premio Nobel de Literatura por una acusación de violación? La realidad es que el #MeToo se propagó a gran velocidad por el efecto multiplicador de las redes sociales (más de 1,2 millones de tuits en menos de 24 horas), de forma horizontal y espontánea, entre todas aquellas mujeres que, independientemente de su clase, origen o condición sexual, consideraron que la situación de acoso sexual debía ser visibilizada y denunciada de forma masiva. Podríamos hablar, pues, de una forma de solidaridad que, a partir de la interacción entre experiencias de vida muy personales, es capaz de construir un significante común más allá de las fronteras nacionales, que a su vez evoluciona y se transforma con el agregado de estos inputs individuales. Este carácter dinámico y transversal se ve reflejado en la multiplicidad de sus formas de movilización, desarrolladas en función de las necesidades de las mujeres implicadas: la puesta en común de experiencias individuales que son parte de un sujeto colectivo —#MeToo—, la denuncia pública como mecanismo para superar el miedo y promover la conciencia social —#Cuéntalo— y la credibilidad como herramienta política de presión para visibilizar dicha problemática social —#YoSíTeCreo—. El poder global de la movilización resultante consigue incluso poner en evidencia otras solidaridades contra —las que se dan entre hombres que toleran, banalizan u ocultan el acoso (#HimToo)— y animar a transformarlas en solidaridades con (#HowIWillChange).
El caso del #MeToo demuestra que es viable producir un tipo de pegamento social que trascienda las fronteras políticas, geográficas e incluso culturales y lingüísticas. Si a día de hoy hablamos de ciberpolítica, ¿por qué no hablar de cibersolidaridad? Frente a las alarmas suscitadas por los diagnósticos de despolitización, el #MeToo es un ejemplo de acción social colectiva que, dadas las condiciones adecuadas, puede promover una implicación fuerte. En definitiva, el impacto del #MeToo, posibilitado por una de las herramientas más características de la hiperglobalización, demuestra dos cosas: que es posible otra forma de solidaridad que conecte lo más concreto e íntimo de la vida del individuo —el acoso sexual— con un significante de potencial global abrumador —la mujer—, de una forma no dirigida por ningún elemento mediador, como es habitual en los esquemas tradicionales de solidaridad —Estado, nación, etc. Y que las redes sociales, que han contribuido claramente a la banalización y al sentimentalismo que hemos criticado anteriormente, pueden ser herramientas positivas si se complementan con compromisos materiales —la acción por vía penal, la acción legislativa, etc—.
4. Pasar del contra al con
Ambos casos de estudio arrojan luz sobre las dinámicas que producen las solidaridades contra, y sobre las claves para promover nuevas solidaridades con. En primer lugar, se demuestra la íntima relación que existe entre miedo y posverdad, haciendo que ante las problemáticas suscitadas por la hiperglobalización sea fundamental abordar de forma inteligente la gestión social de la información. La transparencia por la que aboga el Pacto de Marrakech puede fomentar la identificación con las problemáticas de las personas migrantes a partir de unas realidades que son comunes a todos los ciudadanos y que pueden generar empatía. De forma similar, el caso del #MeToo expone cómo es posible generar nexos de identificación —sororidad— entre mujeres de todo el mundo. En ambos ejemplos, la fuerza de la identificación con el Otro concreto puede servir para derrumbar Otros generalizados y los miedos asociados.
En segundo lugar, se demuestra que la hiperglobalización no solamente pone en jaque las solidaridades tradicionales, sino que ofrece herramientas muy poderosas para construir otras nuevas y más ambiciosas. Más específicamente, la pérdida de la homogeneidad cultural puede ser vista en este sentido como un paso necesario de progreso, como la razón que necesitábamos para acercarnos a quienes de otra forma nunca hubiéramos contactado. Por ello, el Pacto de Marrakech desecha los habituales compartimentos, de la misma forma que el #MeToo no es compatible con los discursos que justifican la discriminación de la mujer dentro de ciertos grupos culturales: el esquema multicultural de mayorías frente a minorías ya no es viable y se requiere un abordaje del conflicto en pie de igualdad. A saber, hay que evitar las actitudes indulgentes de repartición de derechos diferenciales por medio del Estado, que prescinden del contacto con los Otros concretos, y acompañar la transparencia de un esfuerzo de comprensión para superar el miedo.
Por último, el análisis de ambos casos nos permite intuir la manera de salir del círculo vicioso de las solidaridades contra: la necesidad de conexión entre lo más concreto y lo más global. El lugar para empezar a construir una solidaridad auténtica, frente a la actual crisis de desmaterialización, está en el puente entre lo más personal —íntimo, incluso— y lo más global. Y esto es posible porque, a día de hoy, el sentido de lo concreto deriva, cada vez más, de lo global, y trasciende su representación tradicional en los estratos intermedios (Estados, regiones, etc.). Así, si bien el #MeToo demuestra la posibilidad de una síntesis entre lo concreto y lo global, el caso del Pacto de Marrakech apunta a las estructuras intermedias como principales actores de oposición. Parte del reto, pues, está en que quienes gestionen estas estructuras asuman en el futuro nuevos roles y faciliten, de forma inclusiva, la efectividad de la dinámica concreto-global.
En conclusión, el miedo ha resultado ser una estrategia muy común para no aceptar la pérdida de los presupuestos tradicionales de solidaridad (la contigüidad espacial, la homogeneidad cultural, la interdependencia local, etc.), pero los casos de estudio presentados muestran que son posibles nuevos esquemas que acepten la diversidad como condición básica a partir de la cual —y no contra la cual— construir solidaridad. Una gestión valiente de la información es el primer paso para pasar del contra al con. La comprensión es la forma de pasar de la anticipación imaginaria del Otro generalizado al deber de imaginarse en el lugar del Otro concreto. Y este lugar es cada vez más un lugar global.
En definitiva, ¿cómo sentir y producir hoy en día unas solidaridades auténticas, sustantivas e inclusivas? «Recuperar el control», como pedía el eslogan del Brexit, no tiene nada que ver con vivir instalados en el miedo y la polarización, sino con aferrarse a las formas de mediación tradicionales a la espera de que hayamos perdido tanto el control que ya no sea posible mantener en pie la ficción. ¿Y acaso entonces la única alternativa no será contraexistir? Por todo ello la reapropiación de la solidaridad social es muy necesaria, pero si aspiramos a solidaridades verdaderamente estables debemos anular la tensión entre solidaridad y diversidad. Se trata de una tarea compleja y ambiciosa en la que la mecánica concreto-global es el qué y la idea de una comprensión reflexiva y dinámica, el cómo de posibles solidaridades del futuro.
5. Bibliografía
Benhabib, S., 1986. Critique, Norm and Utopia. A Study of the foundation of Critical Theory. Nueva York: Columbia UniversityPress.
Martuccelli, D., 2019. Solidaridades: derechos y obligaciones. Barcelona, Conferencia durante las Jornadas Sociedad más diversas, ¿sociedad menos solidaria?, 19 de febrero de 2019, CIDOB y Palau Macaya.
Oosterlynck S., Loopmans M., Schuermans N., Vandenabeele J. & Zemn S., 2016. Putting flesh to the bone: looking for solidarity in diversity, here and now. Ethnic and Racial Studies, 39:5, 764–782.
Nota:
(1) Este Pacto ha sido el fruto de un trabajo continuado desde 2016, heredero de los Diálogos sobre Migración y Desarrollo (2006 y 2013) y del foro Global de Migración y Desarrollo (2007).
Palabras clave: Solidaridad, hiperglobalización, polarización, miedo, inmigración, diversidad
E-ISSN: 2013-4428
D.L.: B-8439-2012