Los ODS son cosa de todos

Monografia CIDOB ODS
Fecha de publicación: 03/2017
Autor:
Jonathan Glennie, director, Ipsos Sustainable Development Research Centre
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Introducción

¿Es el momento de poner fin a la ayuda? Esta es una opinión cada vez más común entre quienes tratan este tema por diversas razones; ya sea por ser parte de la población de un país «donante» que está sintiendo los efectos de una recesión económica, o bien por ser un ciudadano de un país «receptor» cuya economía está despegando. Ya sea por ser parte de un grupo que cree que la era de la ayuda ha sido un fracaso rotundo y hay que ponerle fin tan pronto como sea posible, o bien porque es de los que creen que la ayuda ha tenido bastante éxito en la promoción del desarrollo, pero ya ha «hecho su trabajo» y puede ser clausurada, excepto en contados casos. Ya forme parte de quienes creen que el hueco de la ayuda puede ser cubierto por una recaudación más justa de impuestos, o bien sea de los que piensan que ese papel lo cubrirá el aumento de la inversión del sector privado, que está experimentando un crecimiento de proporciones históricas; o bien porque sea uno más de los que consideran que podemos «poner fin a la pobreza en esta generación», o esté entre quienes creen que todavía hay mucho trabajo por hacer.

Cualquiera sea su lado del espectro político o académico, es poco probable que esté en desacuerdo con la idea de que, gradualmente (o incluso rápidamente), la ayuda debe disminuir en los próximos años, poniendo fin a un experimento que estaba destinado a reactivar el crecimiento en contextos de baja renta, pero que no estaba previsto para durar sine die. Incluso si usted es parte de la industria de la ayuda, que proporciona los medios de vida de millones de personas de todo el mundo, es probable que esté bien aleccionado para repetir el mantra de que «nuestro trabajo es poner fin a la necesidad de nuestra actuación». 

Este planteamiento que recoge el sentir general choca, sin embargo, con el hecho de que el nuevo marco de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODS) reclame más cooperación para el desarrollo que nunca. Si se atiende a esa nueva realidad, pudiera ser que la era de la ayuda esté todavía realmente por empezar. La realidad fundamental de unos estados que se ven obligados, por la severidad de los problemas que hay que afrontar, a apoyar el desarrollo internacional está aquí para quedarse. De hecho, con el tiempo es probable que veamos más y más naciones que participan en el ámbito de la cooperación, y más y más dinero que se gasta en él.

Y esta visión de un futuro en el que la ayuda evoluciona y se expande no se basa en ningún tipo de análisis naíf de la ayuda y sus impactos. El movimiento denominado beyond aid (más allá de la ayuda) hace hincapié en la importancia crucial de contar con otras fuentes de financiación del desarrollo y con la aplicación de medidas que son mucho más importantes que la ayuda para apoyar el desarrollo. Pero ahora nos enfrentamos a un problema diferente al de hace una década, cuando el pensamiento beyond aid comenzó a tomar lugar en el debate sobre el desarrollo. En aquel entonces, se ponía de relieve el protagonismo de la ayuda, dejando en un segundo plano otras formas decisivas con las que la comunidad internacional puede apoyar el desarrollo como, por ejemplo, reglas más justas en el comercio internacional, el tratamiento de la deuda o el fortalecimiento de los sistemas fiscales.

Pero actualmente, mientras que las cuestiones «más allá de la ayuda» siguen siendo de suma importancia, la ayuda está más próxima a quedarse fuera de la escena. En aquel entonces, tuvimos que hacer un llamamiento para centrarnos menos en la ayuda y considerar otros aspectos; hoy en cambio tenemos que pedir a la población que no eche la ayuda en el olvido. Asimismo, tenemos que convencer a los políticos, a menudo escépticos, y a las poblaciones de que la ayuda aún puede desempeñar un papel fundamental mientras sobrevuelan alrededor del mundo mensajes contradictorios y confusos. Eso significa que tenemos que cambiar la narrativa acerca de la ayuda y el desarrollo.

Narrativa y rendición de cuentas 

Para lograr los cambios que se esperan en el marco ODS, los gobiernos, técnicos, políticos y otros actores tendrán que construir el apoyo de sus electores. Mientras que, en el corto plazo, esto puede significar persuadir a expertos y tomadores de decisiones, en el medio y largo plazo, lo que finalmente importa es llegar a la población y explicar la evolución del papel que está llamada a tener la cooperación al desarrollo en el marco ODS. Una evolución que necesita ser internalizada por la mayoría de las personas y organizaciones que trabajan en este campo.

Cualquier intento de mover la agenda de desarrollo desde los ODM a los ODS sin tratar de persuadir también a la población se enfrentará a importantes barreras casi inmediatamente. Por un lado, las sociedades de los países de la OCDE están sintiendo el pellizco de la austeridad, mientras que, por otro, las sociedades en los mercados emergentes en general no son conscientes de la participación de sus países en desarrollo internacional, y las que sí lo son la cuestionan teniendo en cuenta los problemas existentes en sus propios países. Es probable que la cooperación gane el apoyo de la población si se reviste de una acción movida por el propio interés, tanto como por la solidaridad, tomando prestado el lenguaje del interés mutuo y de la lógica de los bienes públicos internacionales.

Las transferencias financieras son solo una pequeña parte de lo que los países ricos tienen que hacer para apoyar el desarrollo en otras partes del mundo y alcanzar los ODS. Además, los flujos de dinero público internacional son pequeños comparados con los recursos privados y con los recursos internos de los propios países afectados. Pero el hecho de que la ayuda y otros tipos de financiación pública internacional sean menos importantes, en términos cuantitativos, no significa que no sean importantes. En efecto, al convertirse en una proporción más pequeña de las economías de los países receptores, la financiación pública internacional (es decir, las contribuciones financieras de los gobiernos para apoyar los objetivos acordados a nivel internacional) se vuelve más importante, no por su cantidad, sino por sus cualidades, por las características que la hacen singularmente adecuada para responder a ciertos desafíos. El hecho de que en el pasado se haya orientado mal (a través de la condicionalidad y la dependencia), revela que es aún más importante la presente reordenación de la industria del desarrollo, en el contexto del impulso posterior a 2015, y con la llegada de miles de actores nuevos y reemergentes. A través de ese cambio es posible que las oportunidades que brindan los fondos públicos internacionales puedan ser mejoradas y los riesgos de su mala utilización mitigados.

¿Por qué es tan importante el dinero público? 

La principal diferencia entre el dinero privado (que se refiere principalmente a actividades orientadas a obtener una ganancia) y el dinero público (que busca promover los objetivos comunes, acordados mutuamente) es hoy bien conocida por las sociedades. Si bien los efectos y mecanismos de la financiación pública internacional son diferentes a los del gasto público a nivel nacional, y algo más complejos, existe una analogía importante que debe hacerse, lo que nos da una pista de cómo deberíamos reformar (o transformar) la cooperación para el desarrollo en el siglo XXI.

El papel crucial del gasto público en las economías nacionales es ahora aceptado por todos. Los debates políticos en relación con su tamaño en realidad tienen lugar en un marco en el que se asume que esos recursos suponen entre el 35% y el 50% de una economía determinada. Pero este consenso es relativamente reciente. Hasta el siglo XX el gasto público (en Occidente al menos) era responsable de poco más que el ejército. Ha sido precisamente durante el siglo pasado cuando los problemas sociales y económicos se han convertido en objetivo de ese tipo de recursos. En Gran Bretaña, por ejemplo, el gasto público aumentó desde un 18% del PIB en 1900, a más del 40% en la actualidad.

Una progresión semejante debe llevarse a cabo a nivel internacional. El gasto público internacional no puede ser un recurso pasajero mientras los países convergen en sus condiciones de desarrollo, que después deje paso para que el dinero privado tome el mando del proceso de cambio. Está aquí para quedarse, no solo después de 2015, sino también a partir de 2030, y de 2045 en adelante. Esta financiación debería convertirse en una parte permanente de la estructura de nuestro mundo, exactamente de la misma manera que el sector público se ha convertido en indispensable en el ámbito nacional.

Siempre habrá una necesidad de dinero público internacional, en la medida en que hay que proveer bienes públicos internacionales y responder a los desafíos comunes. La obsesión actual con las personas más pobres del mundo no carece de importancia para la priorización de los recursos escasos, pero alienta un error: que el objetivo de desarrollo internacional se limite a la erradicación de las formas más extremas de pobreza. No cabe semejante reduccionismo. Deberíamos apoyar una convergencia general de los niveles de vida en todo el mundo, de una manera ambientalmente sostenible, evitando el conflicto de los recursos a lo largo del camino. Esto requerirá altos costos iniciales para los países en desarrollo, incluidos los principales países de ingresos medios, especialmente en la construcción y la sostenibilidad de la infraestructura (tal y como han propuesto autores como Bhattacharya, Romani y Stern, 2012); pero no está claro que puedan hacerlo de forma espontánea (como las negociaciones sobre el clima han puesto en evidencia).

La necesidad es clara y el papel de la financiación pública internacional, entendido en sentido amplio (mucho más allá de las subvenciones y la AOD tradicional para incluir toda otra serie de instrumentos, a menudo reembolsables a largo plazo), permanecerá. No porque rivalice en su magnitud con la financiación privada, sino debido a sus características inherentes, a saber: su objetivo de promover metas internacionales, su flexibilidad y su disponibilidad de manera anticíclica y en partes del mundo donde hay poco beneficio, trayendo consigo principios de responsabilidad social y ambiental, así como la experiencia de los funcionarios públicos. Pero tendrá que cambiar si se trata de aumentar su eficacia y mejorar su legitimidad y credibilidad. En el Sur la ayuda es vista con sospecha, mientras que el apoyo del Norte parece estar disminuyendo.

De costo a inversión 

En muchos países la población cuestiona la simplista narrativa de que «la ayuda sí funciona». Son difíciles de verificar afirmaciones de que la ayuda es responsable de las mejoras en el desarrollo humano en el último par de décadas. Aún más difícil se hace justificar el envío de grandes cantidades de dinero al extranjero cuando los tiempos son malos en casa. La idea que sustenta la cooperación para el desarrollo tiene que cambiar. Necesitamos una nueva narrativa de la ayuda. Junto con Andrew Sumner, propusimos reimaginar la ayuda como un tipo de inversión extranjera.

En primer lugar, el concepto de inversión refleja mejor la realidad de la ayuda moderna. El paradigma de la caridad ha sido visto por muchos una condescendencia hacia los países pobres, y se considera cada vez más pasado de moda, incluso en muchos organismos donantes. El hecho de que los intereses estratégicos y económicos han estado presentes en la asignación de la ayuda es algo reconocido por la mayoría de los donantes de los países desarrollados, pero se defiende explícitamente por los contribuyentes «emergentes» de cooperación del sur global. Estos «nuevos donantes» evitan la palabra «ayuda» debido a sus connotaciones simplistas, prefiriendo la expresión «beneficio mutuo». Quieren dar a entender las relaciones horizontales entre iguales, fundamentalmente similares a las transacciones comerciales. Inversión, no caridad. En realidad, los orígenes de la asistencia oficial para el desarrollo (AOD) comenzaron a raíz de la Segunda Guerra Mundial y se alinearían con esta concepción, es decir la inversión extranjera para beneficio mutuo.

La ayuda reformulada como una forma de inversión extranjera podría ayudar a que la transferencia de recursos sea más responsable, pasando de donaciones de caridad a contratos con rendición de cuentas, transparencia, reconocimiento de un posible fracaso y evaluación como elementos clave de una relación a largo plazo.

La copiosa literatura sobre la inversión privada extranjera en los países en desarrollo (sobre todo la inversión extranjera directa o IED) es instructiva para el debate sobre la eficacia de la ayuda. Tanto la ayuda como la inversión extranjera pueden apoyar el crecimiento y el desarrollo; es una cuestión de contexto y decisiones específicas. Esta literatura debe informar los debates de la ayuda, en lugar de estar considerada como un tema de investigación independiente.

Según las evidencias, la IED trabaja para el país anfitrión bajo ciertas condiciones que incluyen la naturaleza de la inversión y las decisiones tomadas por los inversores, y por los gobiernos anfitriones. Estos factores podrían aplicarse también a la ayuda internacional y podrían fomentar una comprensión más profunda de la «eficacia de la ayuda».

La analogía de inversión tiene sus límites, naturalmente. La mayor parte de la inversión privada se hace con fines de lucro, mientras que las intervenciones en el campo de la cooperación internacional buscan objetivos de desarrollo y están basadas en muchos casos en acuerdos internacionales. Por lo tanto, utilizar el lenguaje de la inversión extranjera no debe ser entendido como una negación del elemento de solidaridad inherente a la cooperación al desarrollo, pero podría añadir una capa adicional a nuestra conceptualización de la ayuda y nos anima a ir más allá de la mentalidad de «receptor de la caridad», hacia la reciprocidad y el trabajo conjunto según los resultados acordados. Por todas estas razones, es hora de hablar de la ayuda como inversión y no solo como caridad. Podríamos empezar por cambiar el nombre a la «ayuda» y pasar a denominarla «inversión pública internacional».

La ayuda en Europa 

El caso de Europa misma es instructivo en términos de cooperación internacional como inversión en vez de ayuda. En 2011, el comisario de desarrollo de la UE ha anunciado planes para retirar la ayuda a muchos países de ingresos medios. Mientras tanto Reino Unido, el mayor donante del bloque, pronto terminará sus programas en países como India, Sudáfrica y, más recientemente, Vietnam. El argumento es que están ahora en condiciones de financiar su propio desarrollo. Pero cada año se asignan grandes sumas de dinero a los más pobres de los propios países desarrollados. El presupuesto asignado a los fondos estructurales y de cohesión para el período 2007-2013 en la Unión Europea ascendió a 348 billones de euros (286 billones de libras esterlinas), alrededor del 35% del presupuesto total. Eso hace que sea la segunda mayor partida presupuestaria después de la política agrícola común. 

Estos fondos, destinados a «reducir las diferencias de desarrollo entre las regiones y los estados miembros», se gastan en áreas tales como el desarrollo de infraestructura, la creación de empleo, la investigación y la innovación, y la protección del medio ambiente. La mayor asistencia se presta en forma de subvenciones a fondo perdido o de ayudas directas, a pesar de los préstamos, bonificaciones de intereses, garantías y capital que también se utilizan. Fundamentalmente, los programas están cofinanciados e implementados por los países receptores y son monitoreados y evaluados conjuntamente con la UE.  

Hace una década, los 10 países poscomunistas de Europa del Este se unieron a la UE. Su producto interior bruto (PIB) per cápita era una fracción de la de los 15 «antiguos» estados miembros. Sin embargo, con la adhesión a la UE tuvieron acceso a miles de millones de euros en ayuda para el desarrollo intrarregional. Los resultados son difíciles de discutir. Polonia, por ejemplo, ha recibido 67 billones de euros de los fondos de desarrollo, desde el año 2007, alrededor de 10.000 millones de euros al año y aproximadamente el 3% de su PIB anual. Durante ese período, el país ha experimentado un aumento del 65% en su PIB per cápita, superando el límite de 21.000 dólares (12.400 libras esterlinas) para convertirse en el país número 49 más rico del mundo. A pesar de esta riqueza relativa, la UE ha previsto unos 60.000 millones de euros en dinero de la ayuda para Polonia durante el período 2014-2020, con el objetivo de continuar la inversión en carreteras, hospitales, escuelas y otras infraestructuras necesarias para «reducir la disparidad de desarrollo» con otros países de la UE.  

No son solo los recién llegados del bloque los que se han beneficiado de la ayuda al desarrollo de la UE. Irlanda, Portugal y España también han sido importantes receptores. En la década de 1990, España absorbió más del 20% de los fondos estructurales y de cohesión de la UE, lo que ayudó a construir la infraestructura de transporte del país. Y no solo son los países los beneficiados, las regiones desfavorecidas en países relativamente más desarrollados también pueden solicitar fondos. A pesar de que el Reino Unido es uno de los países más ricos de la UE, y un contribuyente neto, ciertas regiones –en particular Gales y Cornualles, y partes del norte de Inglaterra y Escocia– son principales receptores de ayuda. El objetivo de este apoyo es cofinanciar las inversiones en creación de empleo y desarrollo local.  

La razón por la que estos países (o regiones) no se hayan graduado de la ayuda –a pesar de no ser ya muy pobres– es que la ayuda no se centra solo en la pobreza extrema, sino también en promover el crecimiento, la infraestructura y la convergencia, con los mayores niveles de vida de los países vecinos. Es, por lo tanto, frustrante ver que el dinero multilateral y bilateral de la ayuda se reducirá –o incluso se eliminará– en partes del mundo que son incomparablemente más pobres y con necesidades urgentes de desarrollo de la infraestructura similar a la que se admite en Europa. El PIB de Vietnam per cápita es de solo 4.000 dólares, y es el hogar de casi 40 millones de personas que viven en la pobreza extrema (menos de 2 dólares al día).  

Cinco pasos en la evolución de la «ayuda» a la «inversión pública internacional» (IPI)  

Sobre la base de la confianza de la sociedad en el sector público a nivel nacional, propongo cinco evoluciones fundamentales para fomentar en los próximos años la construcción de un nuevo modelo de financiación pública internacional para el siglo xxi y lograr vender el modelo al público europeo para cumplir los ODS.

De temporal a permanente 

Aunque las teorías detrás de ayuda han variado y evolucionado, ha habido una constante, todas ellas han estado basadas en la idea de que la ayuda es temporal, una acción de apoyo para vencer la trampa de la pobreza. Se suponía que, en algún momento,  las agencias de ayuda terminarían por convertirse en innecesarias ya que los países comenzarían a depender exclusivamente de los ingresos internos y los flujos internacionales privados. Sin embargo, mientras que sin duda todos los países están dispuestos a poner fin a la dependencia de la ayuda (en la que los flujos de ayuda constituyen una parte sustancial del gasto nacional por un período prolongado de tiempo), una nueva visión para la inversión pública internacional sería considerada como un elemento permanente en el panorama del desarrollo, siempre a mano para apoyar el desarrollo sostenible, los bienes públicos globales, las iniciativas de la pobreza y las situaciones de emergencia humanitaria.

De cantidad a calidad 

Uno de los puntos en común en casi todas las teorías influyentes de la ayuda es que se requiere para «subsanar las deficiencias» en el desarrollo y los presupuestos ordinarios de los países más pobres, donde los ingresos nacionales o internacionales de capital privado no son suficientes para cubrir las necesidades. El foco principal de los desarrollistas ha sido tradicionalmente la cantidad de la ayuda transferida; solo recientemente se ha enfocado en la calidad de ayuda, más allá de los confines del lema «más y mejor ayuda» cada vez más popular, en consonancia con la Agenda de París sobre la Eficacia de la Ayuda. La cantidad siempre tendrá importancia, por supuesto, pues algunos de los desafíos que enfrenta el mundo requieren inversiones públicas a gran escala; pero a medida que otras fuentes de financiación para el desarrollo se vuelven progresivamente más disponibles para la mayoría de los países, la tendencia a centrarse en la calidad de la financiación continuará. Las características de desarrollo de la inversión pública internacional, y no solo su cantidad, serán de suma importancia, como lo han sido en muchos países de bajos niveles de ayuda durante décadas. 

De graduación a gradación 

En los últimos 15 años se ha producido una migración masiva de países de una categoría de ingresos a otra. En la actualidad hay solo 36 países de bajos ingresos (PMA), casi la mitad de los 61 PMA que había en 2000, en comparación con los 103 países de ingresos medios (PRM) y 75 de renta alta. Como consecuencia, muchas partes del sistema de ayuda están tratando de eliminar los «graduados» de la lista de destinatarios. Pero, aparte del hecho de que el punto de corte PMA-PRM es arbitrario y mezquino, es un error vincular la necesidad de ayuda tan fuertemente al ingreso per cápita. Hay muchas otras cosas que importan, aparte de la renta per cápita, como las ecuaciones de asignación de ayuda más solventes reconocen. La UE, por ejemplo, tiene en cuenta los factores medioambientales en su fórmula y hay muchos otros que merecen atención, incluidos el riesgo de conflictos, las necesidades de infraestructura y las grandes «bolsas» de pobreza. Dada la gran cantidad de desafíos a los que el mundo se enfrentará en los próximos años, serán apropiados diferentes tipos de inversión pública internacional para diferentes países, y no necesariamente de manera lineal correspondiente a la renta per cápita. Tal enfoque sería más afín a la gradación que a la graduación.

De voluntaria a contributiva 

La comprensión convencional de la ayuda, que se ha mantenido firme desde la década de 1940, es que se trata de una transferencia de recursos de ricos a pobres, expresada en gran medida en términos de caridad, aunque a veces también con el reconocimiento de mutuo beneficio en el largo plazo. Sería absurdo, de acuerdo con esta concepción, para los países pobres contribuir a los gastos mundiales de desarrollo, e incluso más absurdo que un país pueda estar involucrado en actividades de desarrollo internacional en otro país con un mayor ingreso per cápita. Sin embargo, esto es exactamente lo que estamos viendo cada vez en más ejemplos de todo el mundo. Por ejemplo, en los países de América Latina hay acciones de cooperación que se orientan a países con mayor renta per cápita que el del proveedor. Más precisamente, Bután, Ghana, Sri Lanka y Sudán estaban entre los 10 principales receptores de la ayuda de India entre 2005-2010, y todos tienen mayores ingresos per cápita. 

La cooperación al desarrollo está evolucionando. Se está lejos de la actitud de condescendencia hacia los países más pobres y está surgiendo una serie de relaciones nuevas y sorprendentes, de tipo más horizontal. Si bien es inevitable que los países más ricos asuman la mayor parte de la carga de la inversión pública internacional, es plausible que en un futuro próximo todos los países vayan a aportar algo a los esfuerzos internacionales de cooperación al desarrollo. La participación incluso de los países más pobres será importante en el contexto de los ODS, pues se trata de un esfuerzo mundial que afecta a todos los países, no solo a unos pocos, y todos los países deben participar en la toma de decisiones.

Esta nueva dirección ya está en marcha. El Gobierno de Ruanda recientemente donó un millón de dólares al Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la tuberculosis y la malaria, convirtiéndose en el cuarto país africano que da apoyo financiero al fondo. Es una cantidad pequeña en comparación con los 700 millones de dólares que el fondo ha otorgado a Ruanda, pero representa un intento importante en nombre de un Gobierno que participa en los esfuerzos de desarrollo globales como colaborador, así como destinatario.

Con el tiempo, los pagos de los países podrían evolucionar de ser regalos voluntarios a una contribución estable de acuerdo con una fórmula acordada (la Unión Europea es un ejemplo regional que podría servir de ejemplo). Es absurdo que cuando un país sufre un desastre, deba confiar en que otros países se sientan generosos en su respuesta. Debería contar con fondos permanentes disponibles, al igual que existen a nivel nacional en los países desarrollados. Y lo mismo vale para otras prioridades de desarrollo. Una fórmula acordada también podría reemplazar a las rondas trienales en las que los bancos multilaterales solicitan contribuciones voluntarias de sus miembros. Si bien será difícil (y probablemente no deseable) para hacer cumplir un sistema de este tipo, la presión de grupo debe asegurarse de que funciona lo suficientemente bien para ser útil. Los países pueden dirigir su contribución a los objetivos y las organizaciones que en su mayoría computen con sus prioridades. Las contribuciones financieras podrían organizarse para imponer impuestos sobre males mundiales, como Thomas Pogge ha sugerido.

De extranjero a global 

Durante la recesión en muchos países occidentales, la idea de enviar dinero a lugares remotos sin ni siquiera la seguridad de que se van a lograr sus objetivos se está demostrando que es difícil de comprender para muchos políticos y sus electores. Seguramente, en su opinión, sus limitados recursos deben centrarse en su propia gente, en lugar de gastar en ayuda exterior. Pero en la mayoría de los países, las zonas más ricas pagan una prima en impuestos para apoyar a las regiones menos acomodadas o a la provisión de bienes públicos, incluso si no los utilizan. Al igual que los ciudadanos a nivel nacional aceptan el concepto de los impuestos para pagar por bienes nacionales públicos (bienestar, la conservación, parques nacionales, la vigilancia y la defensa, infraestructura) necesitamos desarrollar el lenguaje para hacer esa analogía a nivel mundial. Estas contribuciones no solo deben ser vistas como apoyo a otros países, sino a los bienes comunes globales. La pobreza y el conflicto en cualquier parte del mundo pueden ser una amenaza para la estabilidad y la prosperidad mundial, especialmente en la era de los límites de los recursos planetarios. El concepto de beneficio mutuo ya está firmemente arraigado en la retórica sur-sur de cooperación, y ha de ser más común entre los «donantes tradicionales».

Participación de la sociedad civil en la era de los ODS 

Atrás han quedado los días de nosotros y ellos, cuando los extranjeros arrogantes llegaban con planes preestablecidos. Estamos entrando en la era del gran acuerdo global, y la universalidad de los ODS es un símbolo de ello. De hecho, el proceso de elaboración de los ODS ha sido hasta ahora el más participativo en la historia de la ONU. Es una base sólida sobre la que construir ahora una actitud proclive a participar en todos los proyectos de cooperación al desarrollo. El simple hecho de que todos los países del mundo hayan participado en la elaboración de los ODS en conjunto no debe darse por supuesto; no fue el caso de sus predecesores, los ODM, que fueron definidos por burócratas de la ONU, a partir de borradores construidos por la OCDE. Pero, así como la amplia participación ha hecho que los ODS sean comprehensivos, los retos de la participación generalizada también son claros. Si se pregunta a una amplia gama de personas lo que piensan, se obtendrá una amplia gama de respuestas. El mundo se ha vuelto mucho más complejo y complicado de lo que una oficina de donantes preferiría. Para hacer frente a los aspectos fundamentales del hambre, la educación, la salud y el saneamiento, tenemos que responder también, tal como los ODS implican, a las cuestiones de la desigualdad, la industrialización, el consumo y la producción, y la conservación ambiental.

La presión para lograr «resultados» ahora es dominante en la mayoría de las estrategias de los donantes. Está claro que tiene alguna virtud, que emana de un deseo comprensible para dar cuenta de la alta calidad de los gastos de los fondos públicos limitados, pero está ejerciendo una presión significativa sobre un crucial principio: la participación ciudadana. Solo hay que escuchar los discursos de la mayoría de los burócratas de los países donantes en los últimos años y contar las veces que hacen hincapié en la participación de los beneficiarios para darse cuenta de que esta idea fundamental se ha puesto en peligro. En cierto sentido, la redacción de unos objetivos a nivel mundial fue la parte fácil. El verdadero desafío ahora va a ser continuar la actitud participativa en las intervenciones a nivel nacional y local. ¿Está el mundo de la cooperación listo para lo que eso implica? 

En resumen, por un lado, la evidencia sugiere que las necesidades globales aumentarán en las próximas décadas, y por otro, la incertidumbre del clima ciertamente implica que debemos estar preparados para cualquier cosa. Pero la ayuda no puede seguir como antes. La era del desarrollo y la cooperación internacional no está llegando a su fin, más bien está iniciando su andadura. La única pregunta es si tenemos la brújula moral y el coraje político para tomar las decisiones difíciles que se requieren.