La violencia, el talón de Aquiles de Centroamérica

Nota Internacional CIDOB 142
Fecha de publicación: 02/2016
Autor:
Sergio Maydeu-Olivares, Analyst and Consultant Specialised in Armed Conflict, Violence and Development
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Resulta imposible disociar un análisis sobre la realidad que se vive en Centroamérica de la violencia. En los últimos veinte años, esta región ha visto cómo la aparición de pandillas callejeras y la expansión reciente de la red de narcotráfico mexicanas han puesto en jaque la estabilidad política, económica y social de varios países centroamericanos y amenaza con extenderse al resto de la región. El epicentro de esta violencia se sitúa principalmente en Honduras, Guatemala, El Salvador y Belice. Desde hace años estos cuatro países poseen una de las tasas de homicidios más altas del mundo, encabezando la lista de países más violentos de toda América Latina. Los tres primeros conforman el llamado Triángulo Norte y han seguido políticas paralelas en cuanto a estrategias de reducción de la violencia, vinculadas principalmente a la aplicación de políticas con un claro enfoque de seguridad. Belice, por su parte, desaparecida de la escena mediática regional e internacional, ha hecho frente con escasos medios y todavía menos recursos a la inseguridad instalada especialmente en Ciudad de Belice. Los cuatro comparten un mismo diagnóstico en cuanto al origen de esta violencia pero presentan procesos históricos contemporáneos diferenciados, marcados por los diferentes conflictos centroamericanos de finales del siglo XX.

Por el contrario, quien mejor ha sorteado este fenómeno en toda la región es Costa Rica, si bien los últimos años ha experimentado un preocupante repunte de los índices de criminalidad. Panamá y Nicaragua también padecen altos niveles de criminalidad, aunque a mucha distancia de las cifras hondureñas o salvadoreñas. La implantación de pandillas callejeras en estos tres países no se ha producido de forma tan evidente y expansiva como en el Triángulo Norte y Belice. 

¿Violencia, qué violencia?

Al analizar el fenómeno de la violencia en esta región, la cuestión clave radica principalmente en el impacto de las elevadas tasas de criminalidad sobre su desarrollo. Éstas tienen efectos directos a corto plazo sobre el bienestar de la población y, a largo plazo sobre el crecimiento económico y el desarrollo humano y social. Instituciones como el Institute for Economics & Peace ya han empezado a estudiar el impacto económico de la violencia en todo el mundo, siendo Centroamérica foco de uno de sus principales y más interesantes análisis. El coste económico para esta región es enorme, con cálculos que afirman que la violencia causa la pérdida de un 8% de su PIB. La violencia limita y lastra el crecimiento de la actividad económica del país, generando enormes pérdidas a la productividad, aumentando los costes de producción y limitando la inversión extranjera, con el consiguiente perjuicio para el mercado laboral. También absorbe una cantidad importante de recursos en la aplicación de políticas de lucha contra la criminalidad en detrimento de otros sectores que tienen limitados sus recursos financieros.

La violencia además tiene un profundo impacto social, especialmente en aquellas zonas donde existen altos índices de criminalidad. Los problemas que genera son múltiples: reduce la calidad de vida de la población al no permitirle la ocupación y disfrute de espacios públicos o al restringir la libertad de movimiento afectando a la cotidianidad de la comunidad; provoca un bajo rendimiento escolar y alto abandono especialmente entre los adolescentes; genera serios problemas de salud mental, rompe el tejido social, modifica conductas y estructuras sociales, aumento de la vulnerabilidad de las mujeres. La inseguridad genera costos a personas y empresas, al Estado y a la sociedad civil.

Una de las especificidades de la violencia centroamericana son las maras, sobre las cuales merece la pena detallar dos particularidades relacionadas con el impacto social que tienen sus acciones. Para las pandillas callejeras, el territorio donde viven es también el lugar donde realizan su actividades delictivas, principalmente la extorsión, que afecta por igual a todos sus habitantes. Nadie escapa a su red. Actúa como elemento cohesionador para todos sus miembros, desintegrador para la comunidad. Su dominio territorial choca frontalmente con la normalización y socialización que se daría en un entorno menos violento. El crimen organizado, el otro gran catalizador de la violencia en Centroamérica, actúa de forma opuesta a las pandillas callejeras. Ambas se retroalimentan: éstas actúan con violencia extrema, apoyadas por un importante entorno social que las encubre, mientras el crimen organizado corrompe al Estado. 

¿Soluciones desde lo público?

Si la violencia impacta negativamente en el desarrollo ¿cómo han afrontado los diferentes gobiernos centroamericanos el aumento de la misma -especialmente el vinculado con las pandillas callejeras- en sus respectivos países? En el Triángulo Norte, han aplicado desde hace más de quince años políticas de “mano dura”, en las que se recurre a la militarización de la seguridad pública para hacer frente a los altos índices de criminalidad. Ello se ve acompañado en el ámbito judicial del encarcelamiento masivo de pandilleros y del aumento de los años de condena para los delitos de los que son acusados. La práctica totalidad de los gobiernos han impulsado este tipo de políticas con diferentes nombres pero una misma estrategia: en El Salvador Plan Mano Dura o Super Mano Dura, en Honduras Plan Libertad Azul o Cero Tolerancia, y en Guatemala Plan Escoba. Estas operaciones  lograron encarcelar a un número importante de pandilleros pero tuvieron efectos contrarios a los perseguidos. Por un lado, han supuesto un incremento considerable de la población carcelaria, en unos sistemas penitenciarios ya de por sí saturados en los que las políticas de reinserción brillan por su ausencia. Más grave aún, el encarcelamiento masivo facilitó la mejora de las redes delictivas en el interior de las prisiones. Las pandillas perfeccionaron así su estructura orgánica que trasladaron fuera de los penales.

Uno de los efectos más visibles de estas políticas de “mano dura” fue la movilización del Ejército en las calles, hecho especialmente notorio los últimos años en las principales ciudades hondureñas, salvadoreñas y guatemaltecas, sustituyendo en muchos casos las funciones de las fuerzas de seguridad públicas. No es infrecuente verlo asumiendo tareas de protección del transporte público -uno de los colectivos más castigados por las pandillas-, protegiendo edificios públicos o infraestructuras vitales como hospitales. También se han creado cuerpos especiales específicos para luchar contra las maras y los grupos de narcotráfico. Esta militarización, en cambio, no se ha dado en Nicaragua, que ha optado por aplicar la estrategia de Muro de Contención. Impulsada por el Gobierno nicaragüense, esta estrategia ha ido impidiendo la entrada de grupos de narcotráfico y otros grupos criminales externos al país, lo que está permitiendo controlar los niveles de violencia en el país. A pesar de que en Nicaragua la criminalidad sigue siendo elevada lo es en menor medida que en sus países vecinos.

¿A qué se debe esta militarización de la seguridad pública en determinados países? En parte a los altos índices de corrupción de los diferentes cuerpos de policía. La corrupción, instalada en amplias capas de los estamentos políticos, judiciales y económicos centroamericanos, afecta de lleno a la policía, cuerpo que no cuenta con el apoyo social de la ciudadanía en muchos países. Por el contrario, es vista como una de las principales responsables del actual estado de deterioro de las instituciones públicas centroamericanas. Además son frecuentes los casos de denuncia de ejecuciones extrajudiciales por parte de las fuerzas de seguridad, especialmente hondureñas o salvadoreñas. Centroamérica es una de las principales regiones del mundo con mayores niveles de impunidad. Estados Unidos, uno de los principales damnificados por la debilidad institucional de los gobiernos centroamericanos que han convertido la región en la principal ruta de entrada de narcotráfico sudamericano hacia el país norteamericano, lleva años instando a los diferentes gobiernos centroamericanos a que implementen una serie de profundas reformas institucionales, empezando por la policía. En Honduras, después de muchos años de denuncias de organismos internacionales, el actual Gobierno de Juan Orlando Hernández se vio forzado a iniciar un proceso de depuración y reforma de la policía hondureña. Uno de los retos pendientes en toda Centroamérica es la necesidad de romper los vínculos entre policía y organizaciones criminales, entre policía y corrupción, acompañados por una profunda reforma de la Justicia. 

¿Otros intentos de búsqueda de soluciones?

Si bien es cierto que las políticas reactivas dominan las estrategias nacionales y regionales de lucha contra la criminalidad, también ha habido (escasas) acciones de contención que se han desarrollado en los últimos años, siendo las treguas el ejemplo paradigmático. El interrogante de si una estrategia para luchar contra la inseguridad requería abrir espacios de diálogo con el principal colectivo causante de la violencia en la región, las maras, ha alimentado uno de los eternos debates que se han desarrollado durante estas dos últimas décadas. La controversia generada por si es lícito llevar a grupos pandilleros a mesas de negociación con representantes gubernamentales ha hecho que muy pocos gobiernos, de forma directa o velada, hayan apostado por esta estrategia.

Uno de los pocos países que ha optado por intentar esta estrategia ha sido El Salvador. En 2012 con la aceptación tácita pero nunca oficial del Gobierno salvadoreño, se abrió un espacio de tregua respaldado por la Iglesia y la Organización de los Estados Americanos (OEA), que actuaron como facilitadores del proceso. Duró poco más de un año y trajo consigo uno de los períodos menos violentos de los últimos años en el país, reduciéndose la tasa de homicidios de 15 a 5 asesinatos diarios de media. Las dos principales maras del país, Barrio 18 y la Mara Salvatrucha, dejaron de atacarse. Posteriormente, a esta tregua se sumaron otros grupos pandilleros menores, como Mara Máquina, Mao-Mao o Mirada Locos 13. La presión de la derecha salvadoreña y el hecho que las extorsiones o los secuestros siguieran siendo elevados llevaron al Gobierno del entonces presidente Funes a retirar su apoyo tácito a los mediadores que impulsaban el proceso, por lo que en 2014 se dio por finalizada la tregua. Hoy la situación ha empeorado notablemente. El Salvador sufre el período más violento de las últimas décadas con más de veinte homicidios diarios de media en los últimos meses. Paralelamente a este repunte de los homicidios, las extorsiones y los secuestros siguen produciéndose. El fin de la tregua trajo consigo, de nuevo, avisos por parte del Gobierno salvadoreño de la aplicación de políticas de “mano dura”. El Ejército volvió a las calles y los enfrentamientos entre las maras y contra las fuerzas de seguridad del Estado volvieron a las principales ciudades del país. El resultado de este aumento de la violencia habla por sí solo. El Salvador superó en 2015 a Honduras como el país con la mayor tasa de homicidios en zona de no conflicto armado del mundo.

Otro de los países que abiertamente ha impulsado procesos de negociación con las pandillas ha sido Belice. Con la tercera tasa de homicidios de Centroamérica, solo superada por El Salvador y Honduras, el Gobierno beliceño decidió que debía tomar la iniciativa para reducir los niveles de violencia. Los dos intentos que se han producido en los últimos años aportaron una notable reducción de los homicidios, pero la falta de compromiso político y los pocos pasos dados por las principales pandillas beliceñas (Blood y Crips) en cuanto a desmovilización y desarme llevaron al estancamiento de las negociaciones y, por ende, al fin de las treguas. Hoy Belice sigue siendo uno de los países con mayor tasa de homicidios del mundo. 

La violencia como causa

El repunte de la violencia en Centroamérica en la última década ha tenido también un impacto directo en los movimientos migratorios que se producen en la región. A las causas económicas, principal razón esgrimida por miles de personas para desplazarse, se ha unido la violencia como factor determinante de migración.

Un ejemplo de esta situación se dio en 2014 en Estados Unidos con la conocida “crisis de los menores migrantes”, cuando más de 66.000 menores no acompañados fueron detenidos intentando cruzar la frontera sur de Estados Unidos. Tres de cada cuatro menores provenían del Triángulo Norte. Por primera vez desde que existen este tipo de registros intentaban cruzar la frontera estadounidense más menores migrantes no acompañados hondureños que mexicanos. La novedad no residía tanto en que fueran menores centroamericanos, ya que los últimos años el flujo migratorio de centroamericanos que intentaban entrar de forma irregular en EEUU había sido constante, sino que fuesen no acompañados. En el momento de su detención no estaban a cargo de ningún familiar. La importancia de este fenómeno, que obligó al Gobierno del presidente Obama a considerarlo una crisis humanitaria, reside en los motivos de este aumento del desplazamiento de menores centroamericanos. ¿Qué llevó, por ejemplo, a que en apenas cinco años se multiplicara por 17 el número de menores hondureños no acompañados que intentaban llegar a Estados Unidos? Uno de los principales factores reside en el aumento de la violencia en Honduras en el último sexenio, especialmente el incremento de los homicidios que se duplicaron, poniendo en evidencia la correlación existente entre el origen de los menores hondureños y los índices de homicidio existentes allí.

A finales de 2014 los gobiernos de Honduras, El Salvador y Guatemala presentaron el Plan de la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte, impulsado y financiado por Estados Unidos, que pretendía hacer frente a la crisis de menores migrantes planteando una serie de reformas en los sectores productivos, justicia y seguridad. Tras casi dos años de implantación, el único resultado visible obtenido ha sido una reducción significativa de llegada de irregulares centroamericanos a la frontera sur de EEUU durante los primeros meses, debido a una política de deportaciones masivas aplicadas por el Gobierno de Estados Unidos y México. No obstante, y a tenor de los últimos datos ofrecidos por la patrulla fronteriza, esta tendencia ha resultado ser un espejismo. En esto últimos cinco  meses se ha producido un repunte significativo de llegada de menores (y adultos) a la frontera sur. El impulso que se pretendía dar a las tan esperadas reformas en Centroamérica ha quedado en nada.

Los desplazamientos de población centroamericana que a través de México llegan a EEUU no son nuevos y han sido profusamente documentados los últimos años. En los flujos actuales, la diferencia radica en que la violencia ejercida por las maras y otros grupos criminales se ha convertido en un factor generador de emigración.

Paralelamente a estos flujos también se está produciendo un aumento de los desplazamientos internos forzados por la violencia en países como El Salvador, Guatemala o Honduras. Estos son cada vez más frecuentes y empiezan a ser documentados aunque no visibilizados. Estos movimientos se producen especialmente de la ciudad al campo y dentro de ciudades con altos índices de criminalidad, como San Pedro Sula, Tegucigalpa y Juticalpa (Honduras), San Salvador y San Miguel (El Salvador) o Ciudad de Guatemala y San Marcos (Guatemala). La población huye de las extorsiones a las que son sometidas por grupos pandilleros, por amenazas directas de muerte o para evitar que los menores sean reclutados por pandillas o sufran abusos sexuales. La disputa territorial entre maras por barrios en zonas urbanas marginales constituye el factor principal de desplazamientos. Esto afecta por ejemplo a las casas ubicadas en zonas sensibles para el control territorial de los grupos pandilleros. Los grupos pandilleros generan un paraguas social sobre su entorno que lleva a la población disconforme con su presencia y sus métodos se vea obligada a abandonar no solo su casa sino también el barrio. El control social de las pandillas sobre un territorio puede resultar asfixiante para muchas familias. Este desplazamiento forzado, por cierto, supone una fuente de ingresos adicional a las pandillas. Las casas abandonadas son a menudo vendidas o alquiladas a personas de su entorno. Los desplazamientos de la ciudad al campo llevan, a su vez, a movimientos de población rural: la irrupción de grupos de narcotraficantes en Honduras o Guatemala ha llevado por ejemplo a casos documentados de extorsión de campesinos tras negarse algunos a vender sus tierras a estos grupos, hecho que les ha llevado a huir de sus tierras.

Las consecuencias sociales para estos desplazados son enormes. Expulsados de sus casas y, en muchos casos con la consiguiente pérdida laboral y económica, todo ello afecta de lleno a sus vínculos familiares o de comunidad. Resulta difícil cuantificar el número de personas en Centroamérica que se han visto obligadas a abandonar sus hogares y a instalarse en otras zonas de la ciudad donde residen. No es un desplazamiento masivo pero si significativo en los últimos años y ayuda a entender el impacto que la violencia tiene en la población centroamericana. El desplazamiento forzado intraurbano es de difícil diagnóstico y tiende a ser invisibilizado, empezando por los propios gobiernos y municipalidades. Son víctimas ocultas de la violencia urbana. 

Conclusiones

A los países que conforman Centroamérica les unen problemáticas comunes, como la desigualdad, la corrupción o las mismas incapacidades para hacer frente a la violencia. La aplicación de políticas de “mano dura” ha sido ineficiente para reducir significativamente los índices de criminalidad en gran parte de la región. De hecho, estas políticas han conseguido el efecto contrario aumentando, en los últimos cinco años, los delitos de extorsión y secuestro por parte de las maras o los homicidios. La militarización de la seguridad pública no funciona. Mientras un grupo de países centroamericanos han optado por políticas represivas, el resto de países han optado por políticas de contención, buscando fórmulas para frenar la expansión e infiltración de grupos criminales externos dentro de sus fronteras.

Hasta hace pocos años el único enfoque que se daba a la lucha contra la violencia estaba asociado a seguridad. Pero las recomendaciones de diferentes organismos internacionales para que se entendiera que la violencia también es un problema de salud pública han impulsado la aparición de nuevas políticas. De momento estas surgen todavía a pequeña escala, especialmente en el ámbito municipal, pero permiten abrigar la esperanza de que se produzca definitivamente un giro en las soluciones públicas aplicadas por los gobiernos centroamericanos. Se trata de programas de prevención de la violencia juvenil, intrafamiliar y violencia contra la mujer; construcción y fortalecimiento del tejido asociativo; cumplimiento efectivo de los instrumentos internacionales relativos a la niñez, la adolescencia y la juventud; incorporación en las políticas públicas del enfoque de género; programas de resolución de conflictos y de reducción de los niveles de exclusión social, etcétera. No se asume que estamos ante un problema de salud pública y que es necesario que la toma de decisiones a escala municipal, nacional y regional incluyan este enfoque. La necesidad de obtener resultados inmediatos y cortoplacistas impide entender que la lucha contra la violencia es constante y a largo plazo.

Actualmente y según criterios de la Organización Mundial de la Salud, la violencia en Centroamérica es epidémica y se está volviendo crónica en algunas zonas urbanas. Nada parece indicar que, a corto o medio plazo, esta situación vaya a revertirse. Las políticas represivas por si solas no son efectivas si no van acompañadas de otras proactivas y enfocadas a la prevención de la violencia. Es hora de actuar con estas otras políticas.

 

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012