La tecnología y los límites ecológicos del planeta: el lado oscuro de la digitalización

Anuario Internacional CIDOB 2023
Fecha de publicación: 11/2023
Autor:
Ricardo Martínez, investigador sénior, Programa Ciudades Globales, CIDOB y Marta Galceran-Vercher, investigadora principal, Programa Ciudades Globales, CIDOB
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Según las últimas evaluaciones, la huella ecológica de la humanidad supera el 75% de la capacidad regenerativa de la Tierra. Transformar integralmente la economía para que la explotación de los recursos naturales vuelva a estar dentro de los límites del planeta es, sin lugar a dudas, uno de los retos fundamentales de nuestra era. Y en ello el manejo sostenible de la transición digital jugará un papel fundamental. 

La innovación tecnológica es, a menudo, considerada una aliada imprescindible en la transición ecológica que la sociedad humana deberá acometer más tarde o temprano. Basta considerar que desde hace ya algunos años se ha experimentado un desacoplamiento a nivel mundial entre la tasa de crecimiento del PIB y el aumento relativamente menor de las emisiones de carbono. Tal y como demostró la experiencia de adaptación a las restricciones a la movilidad durante la pandemia de la COVID-19, la creciente digitalización de nuestras vidas podría desempeñar un papel central en la mitigación del cambio climático. En el marco del abandono de los combustibles fósiles y la apuesta por las energías renovables, la progresiva desmaterialización de nuestra economía a través del avance en servicios e infraestructuras digitales podría contribuir al objetivo prioritario de evitar sobrepasar el peligroso umbral de 1,5 °C de calentamiento global. 

Sin embargo, la transición digital como baza fundamental en la actual crisis medioambiental presenta asimismo limitaciones significativas. Es precisamente gracias a la amplia difusión en curso de herramientas como el ChatGPT, o de la popularidad alcanzada por las criptomonedas que la cuestión del impacto ecológico de la expansión del mundo digital empieza a cobrar relevancia. Aunque este texto se centra en la dimensión medioambiental, los riesgos que la digitalización acarrea van por supuesto más allá de la transición verde, y enlazan con consideraciones tan diversas como el aumento de la brecha digital, el impacto de la Inteligencia Artificial (IA) y la automatización en el mundo laboral, así como con los principios éticos que deberían orientar la incorporación de tecnologías digitales en términos de privacidad, transparencia y no-discriminación. 

Cabe destacar, en primer lugar, que la innovación tecnológica posibilita avances relevantes en materia de eficiencia y de ahorro energéticos, pero que estos lamentablemente corren el riesgo de ser ampliamente sobrepasados por el aumento de consumo energético que acarrea el crecimiento exponencial del mundo digital. Si se computara como un país, Internet constituiría el sexto mayor consumidor de electricidad del planeta (véase el informe de Stefan Schwarzer y Pascal Peduzzi sobre «The growing footprint of digitalisation» de 2021), un consumo que aumenta año a año a medida que lo hace el tráfico mundial de datos. La cifra, estadísticamente extrema pero reveladora, es que en 2020, en el punto más álgido de la pandemia y en plena parálisis global, el tráfico de Internet creció un 35%. 

Ahora bien, el problema no estriba en el consumo energético de las tecnologías digitales en sí, sino en la huella de carbono que supone. En un contexto donde, a pesar de la emergencia climática y la urgencia de alcanzar la neutralidad climática para mediados de siglo, las fuentes renovables producen solamente el 28% de la electricidad mundial (tal y como informa la International Energy Agency en su «World Energy Outlook 2022»), el mundo digital genera el 4% de las emisiones mundiales de carbono, una cifra por encima del total de emisiones generadas por la aviación civil. 

No sorprende por tanto que la huella de carbono digital, que engloba el impacto de dispositivos, servidores, centros de datos y redes de cables, crezca cada año. Su aumento es también consecuencia de la incorporación masiva de tecnologías disruptivas, presentes y futuras, que por su propia naturaleza suponen un incremento en el consumo energético. Se ha calculado, por ejemplo, que entrenar un modelo de IA especializado en Procesamiento Natural del Lenguaje (PNL) produce las mismas emisiones generadas de promedio por cinco coches estadounidenses durante toda su vida. A eso debe añadirse que los modelos de IA deben ser regularmente reentrenados para incorporar información actualizada. 

Al mismo tiempo, el progresivo impacto de la digitalización va más allá de la huella de carbono y abarca dimensiones ecológicas más amplias. Por un lado, las infraestructuras digitales requieren de agua y minerales para su producción y funcionamiento. Por ejemplo, si bien los centros de datos ‒piezas fundamentales de la infraestructura de Internet‒, están mejorando su eficiencia energética, aún consumen elevadas cantidades de agua a través de sus sistemas de refrigeración. Y no solo eso, sino que los estudios revelan que casi el 20% de los centros de datos en EEUU se encuentran en cuencas hidrográficas bajo estrés. Ante el aumento de la demanda de agua para abastecer a una población mundial en expansión, la creciente necesidad de este bien fundamental por parte de los centros de datos será cada vez más problemática. Especialmente si tenemos en cuenta que, a raíz de los efectos del cambio climático, se estima que en 2030 existirá una brecha del 56% entre el suministro mundial de agua y su demanda global (un exhaustivo informe al respecto fue publicado por Colin Strong et al. «Achieving abundance: Understanding the cost of a sustainable water future», en 2020). 

Los minerales son asimismo otro recurso natural básico para la innovación tecnológica. Las notables propiedades que poseen algunas de estas materias primas plantean, sin embargo, dilemas considerables debido a la ubicación de sus yacimientos y su procesamiento. Más del 70% de la producción mundial de cobalto, por ejemplo, una materia prima crítica que es fundamental para las baterías de teléfonos móviles y coches eléctricos procede de la República Democrática del Congo, y su extracción se ha vinculado con episodios de conflictos armados, vulneración de derechos humanos y daños medioambientales. De manera similar, actualmente, el 80% de la producción de las denominadas tierras raras, una gama de minerales imprescindible para el desarrollo de productos tan diversos como pantallas LCD, turbinas eólicas o armas está en manos de China, hecho que también tiene obvias consecuencias estratégicas en una era caracterizada por el retorno de las tensiones geopolíticas. 

Muchos de estos minerales no solo son escasos ‒o se extraen en escasos países‒, sino que existe una presión permanente por parte de la demanda que es cómplice de la rápida obsolescencia de los dispositivos tecnológicos. Además de repercutir en la demanda, la obsolescencia genera una cantidad colosal de residuos electrónicos que, a día de hoy, supone ya el sector de desechos que más crece a escala planetaria. Se estima que en 2019 se generaron 53,6 millones de toneladas métricas de estos residuos en todo el mundo, lo que supone un crecimiento del 20% respecto el 2014, y una media de 7,3 kg por cápita. El problema de estos residuos no es solamente su volumen, sino que cuando los teléfonos inteligentes y otros dispositivos digitales se convierten en desechos electrónicos, no solo se malgastan cantidades significativas de materiales económicamente valiosos y escasos (como el oro, el cobre, el aluminio u otros elementos de tierras raras), sino que, si no se tratan adecuadamente, estas sustancias pueden resultar altamente contaminantes y nocivas para la salud pública. 

La digitalización es, posiblemente, la fuerza más transformadora de nuestros tiempos. Su potencial para dar soluciones a los desafíos más importantes que enfrenta la humanidad parece no tener límites. Sin embargo, como se apuntaba al inicio de este texto, la digitalización debe ser entendida como un arma de doble filo. La creciente dependencia de nuestras sociedades de las tecnologías digitales conlleva costes sociales y ambientales muy significativos que, si no son debidamente abordados y mitigados, pueden remar en contra de los objetivos de sostenibilidad más básicos. En este sentido, urge transformar la aún incipiente sensibilidad hacia el impacto ecológico de la digitalización en el debate público en políticas públicas que aborden esta problemática emergente. Y aquí las ciudades ofrecen un punto de partida idóneo. 

En un mundo cada vez más urbanizado, las ciudades generarán una demanda cada vez mayor de servicios e infraestructuras digitales con uso intensivo de energías, al que se sumará la multiplicación de centros de datos también ubicados en zonas urbanas. Si, como afirman sus gobiernos locales, las ciudades se han fijado para sí objetivos de reducción de emisiones más ambiciosos que sus respectivos países, resulta imperativo que dispongamos de registros de la huella de carbono digital de las ciudades para poder así formular medidas de mitigación específicas. Al mismo tiempo, como asentamientos que alojan los niveles más elevados de densidad humana y consumo de bienes, las ciudades pueden multiplicar los beneficios que brinda la circularidad, ya sea impulsando la reutilización de materiales y productos para reducir los residuos electrónicos, ya sea aprovechando el elevado calor generado en los centros de datos para la calefacción de edificios residenciales y comerciales. 

En definitiva, aprovechar todo el potencial que nos ofrece la digitalización pasa, necesariamente, por deconstruir la idea de lo digital como algo etéreo, ilimitado, desmaterializado o neutral; y contemplarlo como una esfera que debemos regular y repensar si no queremos sobrepasar los límites ecológicos del planeta.