La pandemia y los nuevos desafíos de la solidaridad

Anuario Internacional CIDOB 2022
Fecha de publicación: 09/2022
Autor:
Danilo Martuccelli, sociólogo y profesor, Université Paris Cités y Universidad Diego Portales
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Pocos retos de dimensión a la vez local y global son hoy tan necesarios como el de repensar la solidaridad. Cuando pensamos en la noción de solidaridad, lo habitual es que nos vengan a la mente dos grandes modalidades o tipologías. La primera, responde a una solidaridad de proximidad, casi cuotidiana, organizada en torno a lazos familiares, instigada por la voluntad de hacer el bien y estructurada a partir de la proximidad y la reciprocidad relacional. La segunda, apela más bien a una solidaridad abstracta, promovida por el Estado en base a la fiscalidad y que persigue la equidad a través de una interdependencia entre anónimos.

Por simplista que sea, esta distinción nos permite establecer el punto de partida para abordar el proyecto de solidaridad estatal que se implementó, sobre todo en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial; un modelo de solidaridad entre clases, generaciones y géneros organizado desde el Estado y que requirió de un importante incremento de la presión fiscal. Un proyecto que según enunciaba el Informe Beveridge en 19421 debía instaurar una seguridad social «desde la cuna hasta la tumba». El resultado fue un modo de individuación de la cobertura pública sin precedentes en la historia. Como resultado, la solidaridad se transmutó: dejó de basarse esencialmente en los lazos sociales entre personas para convertirse en un conjunto de prestaciones sociales desmercantilizadas. El estatus de ciudadanía era la puerta de entrada a bienes sociales (educación, salud, jubilaciones). Se inventó así un nuevo régimen de independencia interpersonal, que por primera vez permitió a muchos individuos liberarse de coerciones y accidentes que atenazaban la vida de los menos favorecidos.

Llegados a este punto, la pandemia ha evidenciado aún más si cabe cómo la solidaridad puede ser la respuesta a las múltiples brechas económicas y sociales que se han agravado a raíz de la COVID-19, y los inconvenientes que ha comportado para el normal funcionamiento de la economía y la sociedad. Este es el punto de partida en el que situaremos nuestra reflexión: en Europa –y a pesar de las sensibles diferencias entre estados– se ha extendido un tipo de individuación que se ha consolidado, y que hoy parece indisociable del conjunto de políticas sociales. Especialmente a partir de la década de los setenta, la narrativa más común ha sido la de la crisis del Estado benefactor. Es este un modelo que ha sido ampliamente validado por las urnas, pero que no debemos ignorar que cuenta también con sus críticos feroces. A las tempranas críticas de Hayek al Estado benefactor, que consideraba «un camino de servidumbre» –ya que en su opinión, sometía sin remedio a los ciudadanos a merced de la maquinaria estatal todopoderosa–, se le ha añadido más recientemente el relato de la inminente crisis de la fiscalidad. Según esta lectura, este tipo de Estado induce a un incremento constate de los impuestos para poder sufragar un volumen cada vez mayor de prestaciones y de gasto público, en una suerte de círculo vicioso.

Este es un diagnóstico en torno al cual existe actualmente un acalorado debate político. En uno de los polos de la discursión se encuentran los defensores de la denominada «revolución neoliberal», que se oponen a la elevada recaudación de impuestos –que definen como confiscatorios– y que, como alternativa, plantean argumentos basados en más que dudosas leyes económicas –como la de la «curva de Laffer»2–. Con sus postulados, promueven la idea de que los beneficiarios de las ayudas son «asistidos sociales» que en su mayoría abusan de las prestaciones sociales. En contraposición a ello, ensalzan las virtudes del trabajo, el esfuerzo o el mérito. Su discurso da nueva vida a la vieja distinción victoriana entre pobres meritorios y viciosos, que sirvió de pretexto para denostar a los «asistidos» y que teatralizaban su vulnerabilidad y que, si podían, parasitaban a los que trabajaban. En aquel momento el objetivo era el mismo que ahora: promover una batalla ideológica contra los pobres.

En paralelo al auge del neoliberalismo, tuvieron lugar importantes transformaciones del trabajo y del empleo. Fue el momento en el que se iniciaron procesos de disciplinamiento de la mano de obra, que vino acompañada de una moderación o estancamiento de los salarios ampliamente documentada, por ejemplo, en EEUU desde 1980. La situación en este país no fue una excepción, sino más bien la regla; en una pléyade de estados disminuyeron los sueldos, así como los pagos de indemnización por desempleo, se flexibilizaron los contratos de trabajo, se facilitaron los despidos, proliferaron nuevas tipologías de contrato –siempre más favorables al contratador– y aumentó el número de personas trabajadoras por cuenta propia. La conjunción de todo ello empujó a la clase media –con el fin de mantener su nivel de consumo– a tener que aportar dos salarios por hogar –cuando antes se podía vivir solo con uno– y, progresivamente, a recurrir masivamente al crédito para contrarrestar la pérdida de ingresos y la erosión de ciertos derechos sociales. Es decir, que si bien es cierto que la pandemia ha tenido un impacto sobre el Estado de bienestar, existen multitud de evidencias de que este había entrado en crisis mucho antes.

No obstante, no seríamos justos con la realidad si nos quedásemos solamente con esta parte de la historia. Debemos señalar que a pesar de las múltiples tensiones a las que está expuesto, en ningún país europeo el Estado benefactor ha sido desmantelado y, con los números en la mano, el porcentaje del gasto social no ha descendido significativamente sino que la tendencia ha sido más bien la contraria: ha tendido a aumentar. Ciertamente, algunos derechos –principalmente laborales– se han visto recortados, al tiempo que se han elevado las barreras para acceder a otros –como las pensiones–, pero debemos reseñar que en las últimas décadas también se han expandido o reconocido nuevos derechos sociales. Por ejemplo, se ha ampliado la cobertura de salud en países donde no era universal; otorgado nuevos derechos para la tercera y la cuarta edad, o se plantea el establecimiento de un ingreso mínimo de subsistencia o una renta universal, por citar algunos de los principales avances. Todo ello nos permite afirmar que, en Europa, y a pesar de los mordiscos de sus críticos, la solidaridad estatal sigue siendo decisiva.

Tres confluencias: desregulación, menos recaudación y más prestaciones

Otro factor que ayuda a comprender cómo concebimos la solidaridad en el momento actual es la confluencia de tres grandes dinámicas que ponen en riesgo la supervivencia del Estado benefactor. En primer lugar, y debido a la progresiva integración en el marco de la Unión Europea, muchos de los estados miembros entraron en una dinámica de competencia para atraer las inversiones, en la que el principal aliciente era la rebaja de los impuestos. La filosofía subyacente era la creencia de que las empresas –y la lógica del mercado– eran los mecanismos más eficientes para distribuir las inversiones, y por ello, merecían también una porción mayor de los dividendos generados. A partir de la década de los noventa, las dinámicas de la globalización dieron pábulo a la deslocalización industrial, la desregulación de los mercados de capitales, y a la elusión y evasión fiscal. Como consecuencia de todo ello, disminuyó la progresividad fiscal en términos porcentuales, gracias a políticas que perseguían la reducción generalizada de los impuestos, con EEUU a la cabeza.

En segundo lugar, y como resultado de lo anterior, los estados recaudaron menos impuestos sin que esto se tradujese en un descenso de las prestaciones sociales o del gasto público: por ejemplo, al final del mandato de Margaret Thatcher, en 1989, Inglaterra gastaba más que antes de su llegada a Downing Street (debido al aumento de las indemnizaciones de paro). En otros lugares, como en Estados Unidos, se instauró una suerte de «keynesianismo de derechas» en la que el motor del gasto público era el incremento del gasto militar. A modo de síntesis, podemos afirmar que el resultado de estas políticas fue reorientar –más que suprimir– el papel del Estado en la economía. Se modificó así el perfil de los grandes beneficiarios de la intervención estatal, lo que en muchas ocasiones vino financiado por un mayor endeudamiento público.

Y en tercer y último lugar, lejos de disminuir, las demandas de protección social han aumentado en las últimas décadas. En los países europeos, la ciudadanía sigue votando a favor de los servicios públicos. Así lo entendió Thatcher cuando optó por no privatizar el sector salud, y lo sabía Tony Blair cuando optó por renacionalizar el transporte ferroviario. Sin embargo, es importante reseñar que estas demandas ciudadanas se dirigen a estados que cada vez recaudan menos.

El resultado de esta ecuación de tres factores es que la riqueza se acaba concentrando en las empresas (en especial en su accionariado), que los estados recaudan cada vez menos a través de los impuestos y que, sin embargo, los ciudadanos esperan un mayor gasto social. A consecuencia de este desequilibrio, la mayoría de los estados acaban recurriendo al sector privado ­–que paradójicamente es quien se beneficia de la reducción de los impuestos– en busca de crédito que cubra lo que se deja de recaudar.

Las consecuencias de este proceso son cada vez más palpables: aunque con matices, asistimos a un incremento de las brechas sociales y económicas, que profundiza la desigualdad y la exclusión. En Estados Unidos, la riqueza en manos del 1% más rico de la población ha pasado del 10% del PIB en 1970, al 22% en 2020.

Y progresivamente, el imaginario compartido de las clases medias se ha erosionado, a medida que los grupos sociales se han ido fragmentando. A las divisiones clásicas –entre los de arriba y los de abajo– se superpone cada vez más la fractura entre los de «dentro» y los de «fuera», lo que acaba produciendo un verdadero archipiélago de condiciones sociales, yuxtapuestas todas y cada una de ellas, de manera inconsistente. La percepción de fragilidad se ha extendido a todos los sectores: en Francia –y contra lo que reflejan las evidencias factuales– el temor a ser excluido, o de «caer» socialmente preocupa hoy a individuos de casi todas las categorías sociales.

Todo ello ha tenido un impacto sobre la solidaridad, que se ha visto transformada. Por un lado, hemos visto un repunte de la solidaridad intrafamiliar que, sin embargo, ha estado acompañado por actitudes más egoístas en lo referente a la solidaridad estatal. La elusión y la evasión fiscal –y la tolerancia ciudadana al respecto– o la resistencia a pagar más impuestos han ido en aumento a medida que el poder adquisitivo se ha concentrado en menos manos. Una menor recaudación ha comportado también una mayor focalización de las políticas sociales –por ejemplo, mediante umbrales explícitos de ingresos– que a veces, por muy pocos euros, han dejado fuera a colectivos que se han sentido injustamente abandonados, lo que ha acabado generando un resentimiento hacia aquellos conciudadanos que, en realidad, están muy próximos en cuanto al nivel de vida. Y no pocas ocasiones ha aflorado un componente xenófobo, con representaciones racializadas y de confrontación de los nacionales con los inmigrantes. Este componente restrictivo de la solidaridad ha impregnado la esfera política, dando pábulo a visiones excluyentes, como por ejemplo la propuesta de restringir solo a los nacionales el acceso a los derechos sociales que hoy día promueven varios movimientos nativistas autoritarios en Europa.

En algunos ámbitos, las prácticas insolidarias han ganado terreno y los egoísmos grupales se han multiplicado. En Europa, por ejemplo, aunque aún es pronto para hablar de una guerra intergeneracional, la solidaridad entre generaciones se resiente a medida que el «poder gris» de los mayores se organiza para defender las pensiones y los jóvenes empiezan a reclamar una reorientación del Estado benefactor. Y este no es el único ejemplo: proliferan también otras dinámicas excluyentes e insolidarias, como por ejemplo los movimientos que se oponen a la instalación de una política o un servicio solo cuando les perjudica a ellos directamente (y que en inglés se conocen como NIMBY o Not in My Backyard); ejemplos de ello son las lógicas que apoyan la existencia de las narcosalas, pero no en su vecindario; o también los múltiples ejemplos de segregación entre barrios, que en los casos más extremos llevan a la creación de barreras físicas, de muros.

Todo esto lesiona la solidaridad ciudadana y genera una reacción en cadena; los ricos se desentienden de los pobres, los pobres se desentienden de los aún más pobres, los mayores de la juventud, las mujeres de los hombres. Las reivindicaciones sectoriales se multiplican y ponen en cuestión la existencia misma del bien común o del interés general. El análisis de varias luchas sociales de las últimas décadas así lo constata: cada colectivo eleva, por separado, sus demandas sectoriales al Estado, exponiendo una larga lista de agravios. Y sin embargo, otorga muy poco valor a los impactos que sus exigencias tendrán sobre los otros grupos sociales.

La solidaridad bajo el prisma de la pandemia

¿Cómo ha afectado la pandemia al Estado del bienestar? Por razones de espacio, nos circunscribiremos tan solo a señalar algunos de los principales desafíos que se han planteado en este contexto.

En primer lugar, la pandemia sacó a relucir las carencias acumuladas por lustros de inversión pública insuficiente (incluso en países con crecimiento económico) y de las políticas de austeridad en el sistema de salud, que en muchos casos comportaron el cierre de servicios y la reducción del número de camas. Sin explicarlo todo, esto da cuenta de por qué varios países vieron sus sistemas de salud colapsar: a pesar de tantas voces críticas (y de tres brotes epidémicos en tan solo la última década), los sistemas de salud estaban desguarnecidos para enfrentar la pandemia.

La miopía economicista fue compensada con una respuesta experta prácticamente unánime: los confinamientos. Aislar y desmovilizar a la población para ganar tiempo o, por lo menos, limitar y espaciar al máximo en el tiempo los contagios, con el fin de suplir la carencia de camas, de plazas en las UCI, de equipos respiratorios disponibles. En casi todos los países, las olas sucesivas de la pandemia evidenciaron que el sistema de salud no estaba estructuralmente preparado para enfrentar una pandemia como la que vivimos.

En términos de solidaridad, los confinamientos plantearon una primera paradoja: la disminución del contagio exigió el aislamiento de los individuos, pero el éxito de esta medida suponía un reforzamiento de los lazos sociales y de la colaboración. La pandemia ejemplificó, con un vigor inusitado, la fuerza de la interdependencia entre individuos en las sociedades contemporáneas, cuestionando la idea de una rígida separación entre solidaridades estatales y relacionales.

En segundo lugar, la pandemia complicó el debate entre los partidarios de medidas universales y los que optan por las focalizadas. La situación generó novedades. Por doquier, incluso en países con escasa tradición de políticas universales, los estados asumieron integralmente el financiamiento de la vacunación y, a pesar de las polémicas desatadas por ciertos grupos, estas campañas fueron exitosas.

Pero esta universalidad también tuvo otra dimensión, la uniformización de las medidas sanitarias que, por analogía, recordaba a la imposición de un mismo paquete de medidas de talla única ante un shock económico global. Los confinamientos fueron generalizados, prestando muy escasa atención a los contextos locales. Y esto fue especialmente perjudicial en América Latina, donde los confinamientos pasaron por alto elementos como la dificultad de las instituciones de llegar a ciertos colectivos sociales –como el de trabajadores informales o independientes, o el de los trabajadores con ingresos diarios–, también, por ejemplo, que existen familias que no disponen de refrigerador para conservar sus alimentos y deben comprar diariamente; no se tuvo en consideración la exigüidad de muchas viviendas, o el impacto psicológico en aquellas personas que viven en soledad; o, a la inversa, no se tuvieron en cuenta las muchas familias que viven hacinadas en pequeñas viviendas superpobladas; o incluso las distintas necesidades psicológicas de los distintos grupos de edad.

Aunque en menor medida, todas estas circunstancias se dieron también en Europa. Si bien el Estado benefactor logró paliar muchas de las consecuencias económicas de la pandemia, la solidaridad de los servicios públicos se reveló incapaz de hacer frente a la diversidad de las situaciones. La pandemia evidenció que se necesitan nuevas reflexiones acerca de cómo corregir la asociación errónea entre políticas universales de derechos y representaciones homogeneizadoras de la sociedad. La universalidad no se opone a la heterogeneidad, pero exige tener en consideración sus especifidades.

Otra observación fruto de la pandemia fue que los estados benefactores siguen ocupando un papel central en la vida social. Más allá de innegables diferencias nacionales, fuimos testigos del «retorno del Estado» en plenitud de facultades, con sus capacidades coactivas íntegras (confinamientos, distanciamiento) y como factótum del interés general, en tanto que gran proveedor de seguridad, ayudas y protecciones.

La pandemia agudizó también una tendencia que se entreveía desde inicios de la década del 2010, a saber, la crisis de un cierto paradigma de la globalización y del neoliberalismo. Varios actores políticos cambiaron con sorprendente velocidad sus discursos: algunos destacados abanderados de la globalización (como Boris Johnson o Emmanuel Macron) se convirtieron en fervientes partidarios de relocalizar la producción ante la evidencia de que muchos países habían perdido algunas capacidades estratégicas, como por ejemplo la de fabricar vacunas, de disponer de circuitos próximos de producción –lo que quedó brutalmente de manifiesto con la falta de mascarillas–, o de garantizar su soberanía alimentaria. El proteccionismo (muchas veces rebautizado como patriotismo económico) volvió a ganar carta de nobleza.

Y, de nuevo, los ciudadanos demostraron su firme apoyo a los estados benefactores. En ciertos países europeos esto se concretó en un impresionante gasto público (en Francia, en solo dos años, la deuda estatal aumentó 15 puntos respecto al PIB). Por el contrario, en otros lugares, como en América Latina, la demanda ciudadana de protección se vio huérfana de toda respuesta estatal o contó solamente con apoyos puntuales.

La pandemia trajo también a colación el desafío de financiación del Estado benefactor. Para algunos, la respuesta es evidente: es el 1% o incluso el 0,1% de la población con mayores ingresos el que debe pagar más. Esto ha avivado los debates sobre la necesidad de los impuestos a los superricos (de tipo extraordinario o durables) y a las herencias. No obstante, existe también quien opina que estas medidas desincentivarán la inversión, por lo que deben explorarse otros caminos de financiación.

Francia es un ejemplo paradigmático en estos debates. Tras haber practicado una de las más onerosas políticas de sostén a los ciudadanos durante la pandemia, y con independencia de los vaivenes electorales, se impone en una parte de la opinión pública la necesidad de acometer reformas sociales y económicas que permitan salvar el pacto solidario entre generaciones. Pero resulta mucho más importante que detallar exactamente las medidas, aplicar la lógica de la acción. En el contexto de la pandemia, el aumento de financiación necesario para la solidaridad extraordinaria (durante la pandemia) se compensó restringiendo el acceso a las prestaciones sociales de ciertos grupos. Sin embargo, esto no tiene por qué ser siempre así. Recordemos que, tras la Segunda Guerra Mundial, en medio de una situación fiscal deteriorada, se optó por una solución distinta: se impusieron tasas marginales elevadas de impuestos o impuestos extraordinarios, y también se confiscaron bienes. Estos debates, planteados en estos términos, se rigen por una lógica de suma cero: unos pierden lo que otros ganan, y viceversa. Y según este precepto no solo no hay alternativa, sino que la cuestión de la solidaridad queda reducida a un mero cálculo fiscal. El debate político se limita a establecer quién paga y a quién se castiga.

Otra de las cuestiones que quedaron de manifiesto con la pandemia fue que la oposición casi caricaturesca entre la solidaridad relacional y la solidaridad estatal no era tal, y que era imprescindible buscar una nueva forma de articular ambas formas de solidaridad. Por un lado, en aquellos países donde existe ya una amplia cobertura social estatal, las solidaridades relacionales y familiares fueron puestas en valor –a veces por razones económicas, otras veces para paliar la soledad, ayudar en el cuidado de hijos o nietas, reconfigurar la sociabilidad intrafamiliar...–. Y a la inversa, en aquellos países con coberturas sociales reducidas o una férrea tradición de políticas focalizadas, pero en las que el soporte familiar es ya un factor decisivo, la pandemia evidenció la importancia de disponer de mecanismos más sólidos de solidaridad estatal.

Este es un aspecto esencial: en los lustros venideros, más allá de estrictas y legitimas consideraciones económicas, será indispensable pensar los modos de articulación –la hibridación– entre solidaridades estatales y solidaridades relacionales. Las combinaciones que se inventaron bajo el sello de la urgencia durante la pandemia tendrán que institucionalizarse en la larga duración. Por supuesto, el sentido del cambio no debe ser que el Estado relaje algunas de las ayudas que ahora presta a las familias –que es como decir a las mujeres, ya que sobre ellas recaen muchas de las tareas de cuidados– sino que se deben hallar fórmulas que permitan que la solidaridad estatal se complemente, hibridándose con la solidaridad relacional y reforzándola.

Si en el momento de máxima expansión del Estado benefactor, tras la Segunda Guerra Mundial, estas dos visiones de la solidaridad tendieron a contraponerse, en el futuro será necesario repensar cómo podemos articularlas mejor, con el fin de renovar, sobre bases distintas, la interdependencia de los individuos.

Finalmente, la pandemia nos ha dejado otro gran aprendizaje: en lo que a la producción de solidaridad se refiere, es urgente combatir colectiva e individualmente un elemento esencial, el miedo. No hay solidaridad con miedo. El miedo encierra a los actores en sí mismos; los empuja a protegerse poniendo a distancia a los otros; circunscribe la ayuda a los cercanos y excluye a los alejados o distintos. Sin la liberación de los temores será imposible reanudar el impulso de transcendencia, generosidad y cuidado que constituye la base de la solidaridad.

Ciertamente, desde Hobbes, hemos asistido a múltiples intentos de construir la solidaridad en base al temor. El actual liberalismo del miedo es un buen ejemplo de ello. Sin embargo, debemos recordar que, incluso en el Leviatán, el Estado se constituye en oposición al miedo de una muerte violenta a manos de otros. Es por ello que no debemos olvidar que las sociedades europeas optaron por construir la solidaridad sobre el rechazo de la instrumentalización de los miedos. Nada es más urgente que el trabajo colectivo para liberarnos del miedo. De nuestros miedos. Este es el horizonte de toda futura política de solidaridad, sobre el que conspiran muchas derivas del mundo y sobre todo los discursos de los empresarios del miedo: el de los muros, la catástrofe ecológica, las guerras, las invasiones de inmigrantes, las epidemias, la pobreza, la pugna entre jóvenes y mayores, mujeres y hombres, pero también la precarización laboral y las inconsistencias programáticas Habrá que tenerlo siempre presente: aun siendo cierto que el miedo es el sepulturero de la solidaridad, en un contexto de zozobra generalizada como el que suscitó la pandemia fuimos capaces de recrear solidaridades.

La pandemia vino a subrayar los problemas de los que adolece la solidaridad. Nos demostró la urgencia de debatir sobre el financiamiento del Estado benefactor frente a las crecientes demandas, impuso nuevos criterios de previsión colectiva y nos enseñó a distinguir el matiz importante entre la universalidad y la homogeneidad. También nos obliga ahora a repensar la combinación entre diversas formas de solidaridad, y a convertir la lucha contra el miedo en la punta de lanza de cualquier política futura de solidaridad.

Notas:

  1. N. del E.: el citado informe fue elaborado por el economista británico William Beveridge para el Parlamento británico,  titulado «Seguridad Social y Servicios Aliados» (Social Insurance and Allied Services) sirvió como marco conceptual para la puesta en marcha del sistema de protección social del Reino Unido. Partía de la premisa de que la filantropía, por sí sola, era incapaz de poner fin a los grandes males de la sociedad, que él identificó con la escasez, la enfermedad, la ignorancia, la miseria y la ociosidad. Su propuesta reclamaba una acción coordinada por parte del Estado para atajarlos simultáneamente, a lo largo del ciclo vital de las personas. 
  2. N. del E.: la curva de Laffer (por su autor, el economista Arthur Laffer) es la representación gráfica del principio económico que argumenta que la relación entre los tipos impositivos y la recaudación que acaban generando no es proporcional, pudiendo llegar incluso a ser una relación negativa a partir de un punto óptimo o de máxima recaudación, a partir del cual los aumentos impositivos generan una menor recaudación proporcional.