La nueva geopolítica del cambio climático: de la cooperación a la competencia
El año próximo, una vez recuperados, esperemos, de los peores efectos de la pandemia de la COVID-19, el mundo se centrará en la celebración del quincuagésimo aniversario del nacimiento del movimiento medioambiental internacional. Aunque podríamos hallar precedentes en la década anterior, fue en 1972 que se produjeron dos acontecimientos trascendentales para la concienciación de la sociedad respecto a los temas ambientales. El primero, la icónica fotografía de la “canica azul”, tomada por los astronautas de EEUU desde 29.000 km de distancia, y en la que se ve a la Tierra flotando en el espacio; un símbolo de la fragilidad del planeta, de la vida que alberga, y de la necesidad de una cooperación global para protegerla. El segundo acontecimiento fue la Conferencia sobre el Medio Ambiente Humano patrocinada por las Naciones Unidas y celebrada en Estocolmo. Se trató de la primera gran reunión internacional específicamente dedicada a problemas medioambientales y que tuvo como resultado la creación del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (en inglés, UNEP) y la histórica declaración que, entre otras cosas, estableció el deber de todos los países a cooperar en la protección del medio ambiente. Pese al enorme énfasis que se puso en la reciprocidad, la Conferencia quedó marcada también por el conflicto: fue boicoteada por los países del bloque soviético en protesta por la exclusión de Alemania del Este, que no fue invitada por no ser miembro de la ONU.
La tensión que se refleja en los dos acontecimientos (la necesidad de cooperar y la tentación de competir) ha marcado desde entonces los esfuerzos por resolver los retos ambientales globales, como el cambio climático. A pesar de que de manera intrínseca, presentan multitud de incentivos para la cooperación, las cuestiones ambientales globales también han conducido a la competencia geopolítica. De ello se ha resentido particularmente la respuesta global al cambio climático, que depende de una acción colectiva a nivel mundial. A lo largo de las últimas décadas, las negociaciones internacionales sobre el clima han estado marcadas por una profunda división entre el norte y el sur, en la que resonaban los ecos de la Guerra Fría y de la fractura entre los países no alineados y las dos grandes potencias.
Si bien la acción ambiental internacional siempre se ha visto influida por la geopolítica, lo que es mucho más nuevo es la dinámica inversa, la de la geopolítica viéndose condicionada por las cuestiones ambientales. El propósito de este artículo es explorar algunas de las vías por las que, de manera creciente, las iniciativas multilaterales para responder al cambio climático se están viendo afectadas por la geopolítica –en especial por la emergencia de China, y también hasta qué punto, la propia geopolítica y la seguridad internacional están siendo configuradas por la evidencia inapelable del cambio climático. Como sucede a menudo, estamos ante una mala y una buena noticia. La mala es que aunque el cambio climático es en esencia un problema que debería afrontarse por la acción colectiva internacional, el mundo está lejos aún de tener el espíritu de cooperación necesario para resolverlo. La buena es que, afortunadamente, quizá sea posible hacer tanto por mitigar el cambio climático a través de la competencia, como a través de la cooperación.
La cooperación climática y el ascenso de China
Al constatar que los esfuerzos multilaterales para abordar el cambio climático se han visto minados por las dinámicas geopolíticas, uno no resulta precisamente original. Sin embargo, el argumento cobra una especial relevancia ahora, que estamos a las puertas del treinta aniversario de la Conferencia sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro en junio de 1992. A pocos años del final de la Guerra Fría, la cita reunió a representantes de 179 países, y en paralelo al encuentro, y por primera vez, la Cumbre de la Tierra incluyó también un “Foro Global” en el que tomaron parte una multitud de organizaciones no gubernamentales, inaugurando una nueva era por lo que respecta a la participación de la sociedad civil.
La Cumbre de Río fue una de las más productivas en la historia de las conferencias de las Naciones Unidas. Impulsó importantes acuerdos internacionales sobre desertización y diversidad biológica, y lanzó el Convenio Marco sobre el Cambio Climático; estableció un nuevo organismo internacional –la Comisión sobre el Desarrollo Sostenible, para sustentar los compromiso alcanzados en la Cumbre; e hizo un llamamiento urgente a la necesidad de un desarrollo sostenible –mediante la Declaración de Río, que prometía buscar un nuevo equilibrio entre el desarrollo económico y la protección ambiental, potenciando la inversión y la participación pública, la buena gobernanza y la igualdad de género.
No obstante, treinta años después, el mundo parece avanzar en una dirección opuesta a la trazada en Río. Las emisiones de gases de efecto invernadero han aumentado de manera casi ininterrumpida y en vez de una convergencia global hacia principios como la participación democrática y la transparencia de la información, las relaciones internacionales están cada vez más marcadas por la confrontación entre democracias liberales más o menos polarizadas, con Estados Unidos a la cabeza, y sociedades crecientemente autoritarias a la estela de China. La creciente competencia geopolítica entre ambos modelos ensombrece los esperanzadores primeros pasos de cooperación global expuestos en Río hace tres décadas.
El actual contexto político en el que desenvuelven los esfuerzos globales para abordar el cambio climático se ha visto modelado por multitud de factores. Sin embargo, uno destaca sobre el resto: la crisis financiera del 2008. La recesión a la que dio lugar sacudió a muchas de las principales economías, diezmando el gasto militar y presumiblemente plantando la semilla de acontecimientos posteriores, como por ejemplo el Brexit o la presidencia de Donald Trump. Sin embargo, lo que hizo que la crisis financiera del 2008 fuese verdaderamente trascendental –también para el clima– fue el concurso de China.
Y es que a medida que se expandía la crisis, el primer emisor mundial de carbono –y que pronto sería la segunda mayor economía del mundo– se estaba preparando para los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008, llamados a ser una suerte de puesta de largo global para la potencia asiática. Sin embargo, poco después del colapso del sistema financiero, la fe de Beijing en el orden mundial liderado por Occidente –modulada también por sus propias ambiciones, la guerra de Irak y otros desarrollos– se vio muy cuestionada. En este clima de desencanto, la conferencia sobre el clima de Copenhague de 2009, de la que muchos esperaban que produciría un acuerdo internacional vinculante para reducir las emisiones, tuvo un resultado migrado debido a la acritud entre Beijing y las potencias occidentales.
En la década que siguió (2010 en adelante), la narrativa geopolítica dominante fue la del ascenso de China como potencia cada vez más asertiva e iliberal. En el ámbito doméstico, China aumentó la represión de los activistas y de las organizaciones de la sociedad civil. Hacia el exterior, Beijing se desdijo de la política mantenida durante mucho tiempo de no confrontación respecto a disputas territoriales con sus vecinos, especialmente en Mar de China Meridional. El gobierno chino dejó claro que esperaba tener más influencia en asuntos globales, y para remacharlo, creó un nuevo banco de inversión multilateral, el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, incardinado además con el macroproyecto del Cinturón y la Ruta (en inglés, BRI), una suerte de Nueva Ruta de la Seda.
Sin embargo, no todo ha estado marcado por la sombra de la dinámica competitiva entre potencias. Debemos reseñar también la consolidación de una nueva diplomacia climática internacional. Tras la debacle de Copenhague, Estados Unidos y la UE concertaron su acercamiento diplomático a Beijing con vistas a lograr reducir las emisiones y su contribución al cambio climático. La estrategia funcionó por dos importantes razones: en primer lugar, porque, el acercamiento a China se produjo desde una perspectiva de igual a igual –lo que tuvo una acogida positiva en Beijing– y también, porque el factor de protección ambiental y de sostenibilidad encajaba con su objetivo de ascender en la cadena de valor global y reforzar su poder blando. En el año 2014, el acuerdo entre Estados Unidos y China estableció topes a las emisiones chinas antes del 2030, poniendo fin así a la tradicional negativa de las naciones en vías de desarrollo a limitar sus emisiones contaminantes. Un año más tarde, el Acuerdo de París del 2015 extendió por vez primera la obligación de reducir sus contribuciones al cambio climático al resto de países del mundo.
Puede que el Acuerdo de París haya sido el único –y modesto– logro de la acción colectiva internacional ambiental de la primera parte del siglo XXI. Tras la rúbrica del Acuerdo, los años que siguieron han estado marcados por la retirada de EEUU del Acuerdo y de Gran Bretaña de la Unión Europea, por una guerra comercial y un fuerte deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y China, y por una respuesta internacional caótica a la pandemia de la COVID-19, que parecía haber herido gravemente al comercio global, a los viajes y tal vez, al respaldo político a la cooperación global. Empezaron a vislumbrarse los contornos de un nuevo orden mundial mucho más sustentado en el proteccionismo, la preeminencia del interés nacional por encima del resto y la competencia entre potencias.
En la línea de lo anterior, en el nuevo orden internacional emergente, la acción climática internacional ha encontrado un mejor impulso en la competencia que en la cooperación. En diciembre de 2019 el exsecretario de Estado y actual máximo diplomático estadounidense en materia de clima, John Kerry, escribió un artículo titulado “No dejemos que China gane la carrera verde”, en el que argumentaba que la política climática de EEUU y la inversión en energía limpia estaban justificadas por la competencia con China1. Y su idea tuvo una buena acogida en otras de las grandes economías del mundo.
Por su parte, en un importante discurso ante las Naciones Unidas, en septiembre de 2020, Xi Jinping prometió que su país alcanzaría la neutralidad de emisiones antes del 2060, un anuncio que cogió por sorpresa al resto de países y que fue interpretado como un desafío. Pocas semanas después, Japón se comprometió a lograr la neutralidad del carbono diez años antes que China, en un aparente acto de ecosuperación.
La Agenda climática como vertebrador de la nueva política exterior estadounidense
Una de las lecciones de la gestión global de la pandemia es que, pese al optimismo que generó el Acuerdo de París, el mundo está todavía muy lejos de poder cumplir con el objetivo de prevenir un cambio climático dañino. Contamos con evidencias de que los gases de efecto invernadero acumulados tienen ya efectos sensibles sobre el clima, y como consecuencia, las cuestiones climáticas se convierten en un factor que influye en la diplomacia, la seguridad y la geopolítica internacional en 2021, incluso en el contexto de la pandemia. La constatación de sus impactos ha aupado el cambio climático hasta convertirlo en una preocupación central respecto a la guerra y la paz en todo el mundo.
La renovada atención desde la órbita de la seguridad la ilustra bien el informe del Consejo Nacional de Inteligencia de EEUU titulado “Tendencias globales 2040” y publicado en marzo de 2021. El documento predice que los desastres relacionados con el cambio climático contribuirían a un incremento de la emigración, especialmente desde los países de renta media a los de renta alta. Curiosamente, sin embargo, el informe evita establecer un nexo directo entre el repunte de la emigración y la seguridad internacional –el enfoque más habitual, para en su lugar, ligarlo a un incremento de la inestabilidad política. Así, enfatiza que el aumento de las migraciones, especialmente de refugiados, podría desbordar el margen de acción de unas instituciones internacionales que ya están al límite de sus capacidades. Por otra parte, el texto hace hincapié en que los impactos derivados de las políticas de mitigación climática están ya incrementando las divisiones sociales en países desarrollados de Europa y EEUU. A modo de conclusión, el documento afirma que “el cambio climático conducirá a un entorno geopolítico más disputado y al mismo tiempo, será un reflejo del mismo”2. Efectivamente, una característica fundamental –y sorprendente– de la nueva narrativa sobre seguridad climática y geopolítica es el reenfoque de la cuestión climática, que ha pasado de ser vista como un factor de inestabilidad y de fracaso de la colaboración entre estados, a ser un elemento clave de la gran estrategia reocupación scialmenys, que l'entrada del nou president no tenia repercussi gustarplanetaria y de la competencia entre grandes potencias.
Una consecuencia inmediata del cambio en la presidencia de Estados Unidos ha sido el giro diametral que ha dado la agenda climática, que para la admistración Biden ha pasado a ser el eje vertebrador de la política exterior estadounidense. Ciertamente, había ocupado un lugar preeminente durante la administración Obama y es sin duda un tema de interés para la Unión Europea; sin embargo, la priorización de la cuestión climática por parte de la administración Biden no tiene precedentes, ya que explícitamente la ha situado en el centro de su política exterior. El secretario de Estado Anthony Blinken, al reincorporarse al Acuerdo de París en febrero de 2021, se comprometió a que “abordar las amenazas reales derivadas del cambio climático y escuchar a nuestros científicos estará en el centro de nuestras prioridades domésticas y en política exterior. Es una cuestión vital en nuestras discusiones sobre seguridad nacional, migración, esfuerzos internacionales en pro de la salud, en nuestra diplomacia económica y en nuestras conversaciones comerciales”3.
Donde este viraje resulta más evidente es en las instituciones multilaterales globales, incluso en aquellas más centradas en la seguridad que en los bienes públicos. Prueba de ello es que, en marzo de 2021, en pleno estallido de tensiones en la frontera de Ucrania con Rusia, los ministros de Exteriores de la OTAN aprobaron un plan que incorporaba el cambio climático en la planificación militar y de seguridad, y, más sorprendente incluso, prometía que los ejércitos de los estados miembros –grandes devoradores de combustibles fósiles4, alcanzarían la neutralidad en carbono antes de 2050. Exceptuando el advenimiento de un conflicto o crisis importante –de las dimensiones de la COVID-19, es más que probable que el cambio climático se convierta en el tema prioritario de las instituciones multilaterales en los años venideros.
La agenda climática como eje de la política exterior: ¿un obstáculo para la relación con China?
En el caso de las relaciones internacionales en general, el enfoque centrado en el cambio climático complica un reto ya de por sí espinoso: cómo responder al ascenso de China. A lo largo de la década de 2010, las potencias mundiales desarrollaron actitudes diversas respecto al protagonismo económico y político creciente de China. Algunas, como Australia y la India, buscaron un encaje con China que combinase el estímulo al crecimiento económico y el fortalecimiento de las relaciones en materia de seguridad. Sin embargo, el énfasis creciente en el cambio climático, sumado a una política exterior china más beligerante, hacen que este equilibrio sea cada vez más difícil de sostener. El papel de China como principal emisor y como mayor financiador de proyectos de energía fósil alrededor del mundo la ha convertido en un partícipe indispensable a la hora de reducir las emisiones. Sin embargo, las relaciones de Beijing con países como Canadá o la India, que habían adoptado una postura moderada ante su ascenso, están empeorando rápidamente. Si estos países, como han prometido, intensifican sus esfuerzos para luchar contra el cambio climático, deberán entrar en un contacto más estrecho con Beijing, lo que puede avivar más las tensiones. Y si la política exterior de China en el pasado puede servirnos de guía para prever su conducta, lo más probable es que esté cada menos dispuesta a aceptar las críticas de las potencias medias sobre temas sensibles como Taiwán y Hong Kong, lo que puede limitar la cooperación en cuestiones climáticas con dichos actores.
Y resulta más que probable que las tensiones por la agenda climática china no se limiten solo a las potencias medias. Por el momento, Estados Unidos ha afirmado que adoptará un enfoque dual respecto a Beijing; por un lado, confrontativo en materia de derechos humanos y en seguridad, y en cambio, colaborativo en cuanto al cambio climático. No obstante, la propia China ha sugerido que quizá las cosas no resulten tan sencillas. Después de que la administración Biden calificase de genocidio los abusos sobre los derechos humanos en Xinjiang, un portavoz del Ministerio chino de Asuntos Exteriores advirtió que “China está dispuesta a trabajar con Estados Unidos en el tema del cambio climático, pero esta cooperación no puede no verse afectada por el estado general de las relaciones entre China y EEUU. Es imposible pedir el respaldo de China en asuntos globales interfiriendo al mismo tiempo en sus asuntos domésticos y perjudicando sus intereses”5. Este tipo de tensiones no son nuevas en las relaciones EEUU-China, pero es probable que se vuelvan cada vez más complejas, tanto para Washington como para otras potencias, a medida que el cambio climático ocupe un papel cada vez más central en la política exterior.
El reto de la energía limpia
Tal vez la implicación más importante de la aceleración de la crisis climática para la geopolítica y la seguridad internacional tiene que ver con la mayor atención prestada a las tecnologías de mitigación y adaptación climáticas. Se ha hecho evidente que, pese al rápido crecimiento en la capacidad de producir energía renovable, se necesitará una inversión adicional en investigación, desarrollo y despliegue, para evitar un cambio climático catastrófico. Entre esas tecnologías se incluye: el almacenamiento de la energía, la captura y el almacenamiento del carbono, y los combustibles fósiles, así como nuevos enfoques para hacer más resilientes a las ciudades y a la agricultura. El imperativo de invertir en estas tecnologías ha tenido varias consecuencias geopolíticas. Primero, ha incrementado la rivalidad entre los principales países industrializados para conseguir una posición de ventaja competitiva en la producción de energía limpia. Esto fue más notable entre China, Estados Unidos y la Unión Europea, que se enzarzaron en disputas y rencillas comerciales relativas a la tecnología de la energía limpia en las primeras décadas del siglo XXI. En el caso de Estados Unidos, la presunta competencia desleal por parte de los productores chinos de paneles solares jugó un papel importante en la imposición de aranceles en 2018, que inició la guerra comercial entre Estados Unidos y China.
Segundo, algunos petroestados están ya repensando sus sistemas económicos. Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, en particular, empezaron a invertir en la tecnología de energía limpia e iniciaron una transición de sus economías para disminuir su dependencia de los combustibles fósiles con vistas a un futuro descarbonizado. En el caso de estos dos países, además, las reformas económicas vinieron acompañadas de unos espectaculares cambios políticos y sociales relativos al papel oficial del islam, a la igualdad de género y a otras cuestiones. Sin embargo, esto no es así en todos los casos; para otros productores de petróleo –especialmente Rusia– el clima y la energía limpia parecen tener un impacto mínimo sobre su estrategia económica y política.
Del mismo modo que el énfasis en el desarrollo de la energía limpia tuvo un impacto sobre las grandes potencias, también alteró la consideración de algunos bienes públicos globales. Aunque despierta mucha más inquietud que otras fuentes de energía, la energía nuclear ha recibido un fuerte impulso gracias a los avances en el diseño de reactores, algunos de los cuales prometen una miniaturización sustancial, lo que puede permitir que la energía nuclear genere energía eléctrica a pequeña escala, con un potencial importante en el campo del transporte. Estos desarrollos aumentaron el atractivo de la energía nuclear como alternativa no fósil para la generación de energía eléctrica de carga base, aunque también plantearon inquietudes respecto a la proliferación nuclear, al terrorismo y a posibles accidentes.
De la necesidad de hacer frente al cambio climático y de desarrollar energía limpia, surge el imperativo de apostar por la geoingeniería, a medida que aumenta la sensación de que este será un instrumento clave para prevenir un cambio climático, o por lo menos, para ganar tiempo para poder descarbonizar completamente la economía mundial. Es posible que una de sus aplicaciones más interesantes sea en relación con el control de la temperatura, mediante la dispersión por la atmósfera pequeñas partículas que, de un modo similar a lo que sucede durante una erupción volcánica reflejen la luz solar y enfríen la temperatura del planeta. Diversos estudios sugieren que dicho esfuerzo podría costar tan solo unos miles de millones de dólares al año; sin embargo, como contrapartida, tendría efectos notables –y no del todo predecibles– sobre la pluviosidad y otros fenómenos climáticos.
Ganadores y perdedores en la nueva geopolítica del clima
Los expertos que abordan las cuestiones de seguridad climática tienden a focalizar sus estudios en los impactos del cambio climático sobre determinadas regiones y países. Ciertamente, existen algunas regiones y países del mundo que están más expuestos y que cuentan con más probabilidades de sufrir sus efectos gravemente –como Yemen o Bangladesh, mientras que otros países en altas latitudes –como Canadá, Rusia y Dinamarca, en especial Groenlandia– pueden verse beneficiados. Sin embargo, debemos señalar que probablemente, la principal diferencia radicará en la inversión en la tecnología como factor de mitigación y la adaptación climáticas, especialmente en la transición hacia la energía limpia. Los países capaces de descarbonizarse con éxito podrán obtener importantes ventajas económicas, y en el caso de los países dependientes de la importación, como Japón, seguridad energética. Por el contrario, los países ricos en combustibles fósiles que siguen siendo dependientes de las exportaciones de energía con alto contenido de carbono probablemente sufrirán económicamente, en el largo plazo. En todos los casos, la capacidad técnica e institucional tendrá una relevancia crítica: a modo de ejemplo, la pequeña nación insular de Singapur, aunque críticamente expuesta a la subida del nivel del mar, es probable que, gracias a su riqueza y a su capacidad tecnológica, pueda adaptarse con éxito. Mientras, sus vecinos insulares del Pacífico Sur –como Kiribati, Tuvalu, etc.– serán menos capaces de hacerlo sin asistencia externa.
Asumiendo que la nueva geopolítica del cambio climático dará ventaja a algunos países y desventaja a otros, también proporcionará un amplio impulso a la influencia de actores no estatales. Por lo que respecta a la mitigación, es muy posible que el sector privado –especialmente aquellos sectores con un uso más intensivo del carbono, como la aviación y el acero– busquen influir notablemente en la agenda de la política climática, tanto a nivel nacional como internacional. Por lo que respecta a la adaptación, es evidente que las autoridades subestatales y las organizaciones no gubernamentales tendrán que soportar gran parte de la carga, dado que en el campo crucial de la resiliencia infraestructural, por ejemplo, los gobiernos provinciales y municipales acostumbran a ser protagonistas.
A modo de conclusión, podemos afirmar que respecto a la nueva geopolítica del cambio climático, la verdadera división será la que se producirá entre aquellos países, sociedades y organizaciones que consigan hacer inversiones proactivas tanto en energía limpia como en adaptación climática en el contexto de la competencia económica y geopolítica, y aquellos que, por cualquier razón, no consigan hacerlas. Para los defensores de la cooperación medioambiental global, esta puede parecer una conclusión desalentadora. Pero no lo es. El movimiento medioambiental internacional siempre ha estado configurado por la geopolítica. Y en la medida en que los esfuerzos globales por prevenir un cambio climático catastrófico se orientan hacia un aumento de la investigación, el desarrollo y el despliegue de la energía limpia, la competencia proporcionará un poderoso incentivo para que los países y las empresas inviertan más en la tecnología que el mundo necesita para descarbonizarse completamente y adaptarse a los efectos climáticos.
Cincuenta años después de la Conferencia de Estocolmo, y treinta años después de Río, el sueño de la cooperación medioambiental global se ha visto afectado por la realidad geopolítica. No obstante, esto no significa que se haya desvanecido. El contexto actual de competencia es sin duda distinto a uno de cooperación; sin embargo, es también un desafío a los gobiernos de todos los niveles –del global al local– para lanzarse a una carrera para liderar tanto la mitigación como la adaptación climática. Es también un llamamiento tan genuino como el que se escuchó en 1972, cuando nació el movimiento medioambiental internacional. Y nos corresponde a nosotros responder, de nuevo, a esta llamada.
Referencias bibliográficas:
Birnbaum, Michael; Ryan, Missy. “Facing sweltering soldiers and flooded ports, NATO to focus on climate change”. The Washington Post, 23 de marzo de 2021. Accesible en línea: https://www.washingtonpost.com/world/europe/nato-climate-change-stoltenberg/2021/03/23/3884fe52-8aa7-11eb-a33e-da28941cb9ac_story.html
Blinken, Anthony. “The United States officially rejoins the Paris Agreement”. U.S. Department of State, 19 de febrero de 2021. Accesible en línea: https://www.state.gov/the-united-states-officially-rejoins-the-paris-agreement/
Bolton, John. “Beijing won’t let America ‘compartmentalize’ climate change”. The Wall Street Journal, 3 de febrero de 2021. Accesible en línea: https://www.wsj.com/articles/beijing-wont-let-america-compartmentalize-climate-change-11612392531
Kerry, John; Khanna, Ro. “Don’t let China win the green race”. The New York Times, 9 de diciembre de 2019. Accesible en línea: https://www.nytimes.com/2019/12/09/opinion/china-renewable-energy.html
U.S. National Intelligence Council. “Global Trends 2040: A More Contested World”. U.S. National Intelligence Council, marzo de 2021, p. 40. Accesible en línea: https://www.dni.gov/files/ODNI/documents/assessments/GlobalTrends_2040.pdf
Notas:
- Véase Kerry y Khanna, 2019.
- Véase U.S. National Intelligence Council, 2021.
- Véase Blinken, 2021.
- Véase Birnbaum y Ryan, 2021.
- Véase Bolton, 2021.