Haz limonada. La UE en las negociaciones del clima

Nota Internacional CIDOB 136
Fecha de publicación: 11/2015
Autor:
Oriol Costa, Agregado (interino) de Relaciones Internacionales, Universitat Autònoma de Barcelona. Investigador asociado del IBEI (Instituto Barcelona de Estudios Internacionales).
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E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012

 

La Unión Europea se presenta ante sí misma y ante terceros como el actor que lidera las negociaciones internacionales del clima. Y así ha sido desde el principio. En la que representa su primera decisión sobre el tema, el Consejo Europeo acordó en junio de 1990, en Dublín, lo siguiente: “La Comunidad y sus estados miembros tienen una responsabilidad particular en el fomento y la participación en la acción internacional para combatir los problemas medioambientales a escala mundial. Su capacidad para asumir el liderazgo en este ámbito es enorme” (Consejo Europeo, 1990).

Este rol ha sido validado a menudo por parte de observadores externos, en una evaluación que suele extenderse al conjunto de la política ambiental internacional posterior a 1989-1990. La Unión ha sido invitada a actuar, o incluso a liderar, por un buen número de actores; y se ha adjudicado a sí misma este papel de manera bien explícita, cubriendo así el vacío de liderazgo dejado por Estados Unidos a partir de finales de los años ochenta.

Además, el desempeño de la UE en este campo ha contribuido a un discurso más amplio acerca del papel de la Unión en el mundo: en una época de densas interdependencias, la UE puede ser un actor internacional eficaz y particularmente favorable a las instituciones multilaterales. Conceptos académicos como potencia normativa, potencia amable o fuerza para el bien dan cuenta de los contornos de este discurso.

Así pues, la CE/UE identificó ya en junio de 1990 la oportunidad que la política del clima le ofrecía. Y la pudo aprovechar hasta 2005. Naturalmente, ello no significa que controlara todos los extremos de las negociaciones, pero resulta indiscutible que protagonizó los debates que llevaron primero a la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC) y después al Protocolo de Kioto, así como los que permitieron su entrada en vigor. Durante ese tiempo la UE fue un actor necesario, cuando no suficiente, para la construcción del régimen internacional del clima. En cambio, desde hace una década las condiciones bajo las que la UE construyó su papel protagonista han desaparecido por completo. La influencia de la UE ha dependido durante esta última fase de su capacidad para abandonar, como mínimo tácticamente, sus preferencias acerca de la política internacional del clima; de su habilidad para armar muy amplias alianzas, cuyas condiciones de posibilidad no están bajo el control de la UE; y de su destreza para aprovechar las oportunidades ofrecidas por los nuevos actores clave de las negociaciones, EEUU y China. Y no obstante la influencia de la Unión no ha sido en absoluto despreciable. Desde 2005, a la UE las negociaciones del clima le han dado limones y, con el paso de los años, ha aprendido a hacer limonada. 

1990-2005. De la ambición a la flexibilidad.

El liderazgo de la UE entre 1990 y 2005 conoce dos momentos bien diferenciados: de 1990 a 2001 y de 2001 a 2005. Durante la primera fase la UE tiró de las negociaciones presentando propuestas de una ambición superior a la de otros grandes emisores. En cambio, entre 2001 y 2005 y ante la amenaza representada por la Administración Bush, la UE desplegó toda la flexibilidad posible para salvar la propia supervivencia de la política internacional del clima. Esta evolución merece un análisis más detallado.

Desde principios de los noventa la CE/UE protagonizó las negociaciones encarnando en ellas las posiciones ambientalmente más avanzadas. Durante el proceso que llevó a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC, por sus siglas en inglés) (1990-1992), la Comunidad defendió la necesidad de estabilizar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) a los niveles de 1990 para el año 2000. Algunos cuestionaron la audacia del objetivo, bajo el argumento de que era poco más que el resultado de los compromisos ya anunciados por los países miembros. Es verdad también que esta posición común no desembocó en el desarrollo de una estrategia compartida que permitiera a la Comunidad actuar conjuntamente. Pero, a la vez, la meta de la estabilización se convirtió inmediatamente en el asunto clave del debate.

Más tarde, en el camino hacia el Protocolo de Kioto (1997), mientras la UE apostaba por negociar un protocolo que obligara a los estados desarrollados a reducir sus emisiones en un 10-15% para 2010 (respecto de 1990), un conjunto de países encabezado por EEUU prefirió evitar compromisos legalmente vinculantes o, cuando no pudo impedirlos, reducir notablemente su ambición. Así, Japón defendió una reducción del 5% y aún con la condición de que fuera de carácter indicativo. EEUU propuso simplemente que las emisiones volvieran a los niveles de 1990 durante el período 2008-2012. Las negociaciones alumbraron finalmente una reducción media de un 5% para el conjunto del Norte, con porcentajes diferenciados país por país y con un objetivo común de un 8% para la UE. Y a pesar de que se había mostrado reticente a los mercados de derechos de emisión, la Unión tuvo que ceder finalmente ante la insistencia de EEUU y aceptar su inclusión en el Protocolo –una decisión de la que la UE tampoco se habrá arrepentido mucho, a juzgar por el amplio uso que ha dado después a este instrumento de política pública. En cualquier, el hecho de haber sido el primer gran actor en proponer objetivos específicos y haberlo hecho de una forma relativamente audaz dio a la UE un perfil muy destacado en las negociaciones.

A partir de 2001, en cambio, el liderazgo de la UE implicó la adopción de iniciativas diplomáticas que requirieron de una buena dosis de pragmatismo. Después de que George W. Bush anunciara en marzo de 2001 que EEUU no iba a ratificar el Protocolo de Kioto, la Unión se embarcó en una intensa actividad diplomática para evitar una cascada de renuncias por parte de otros países que hubiera resultado fatal para la política internacional del clima. La UE envió delegaciones a visitar al presidente Bush, sin éxito alguno, y a todos los otros actores principales del resto del mundo, con un resultado más positivo. Irónicamente, la crisis de las negociaciones dio lugar a un cierto vigor diplomático. La construcción del régimen internacional del cambio climático, que durante años había adquirido un tono técnico y poco vistoso, se vinculó entonces al combate por el multilateralismo en un momento de unilateralismo rampante. Sin embargo, en esta ocasión liderar las negociaciones no requería presentarse con la propuesta más avanzada, sino ejercer un nivel muy alto de flexibilidad ante las demandas de Japón y Rusia, en cuyas manos estaba la entrada en vigor del Protocolo. Fue esta flexibilidad de la UE la que hizo posible que entre julio y noviembre de 2001 se adoptaran los acuerdos de Bonn/Marrakech, que permitieron la implementación del Protocolo de Kioto. Asimismo, cabe también atribuir la decisión rusa de ratificarlo, algo que no estuvo asegurada hasta finales de 2004, a todo tipo de presiones e incentivos por parte de la Unión. 

A partir de 2005. El cambio estructural en las negociaciones del clima.

Como sea que los compromisos incluidos en Kioto terminaban en 2012, los estados tuvieron que afrontar, inmediatamente después de su entrada en vigor, el debate sobre el futuro del régimen internacional del clima. Estas negociaciones tuvieron lugar en condiciones radicalmente distintas a las que se habían conocido hasta la fecha.

En primer lugar, las negociaciones tuvieron que acomodar la emergencia de algunos países del Sur como grandes actores de la política internacional del clima, propulsados por sus crecientes niveles de emisiones. Ya en 2005, China figuraba como el primer emisor de GEI y Brasil como el cuarto, mientras que Indonesia ocupaba el quinto lugar y la India el séptimo. En segundo lugar, la victoria de Barack Obama en las presidenciales de noviembre de 2008 precipitó el retorno de Estados Unidos a la primera línea de las negociaciones; un retorno de todas formas inevitable puesto que el segundo emisor no puede quedar al margen de los esfuerzos contra el cambio climático. Así, en esta segunda fase, el centro de las negociaciones lo han ocupado actores (particularmente Estados Unidos y China) que en los años anteriores habían desempeñado un papel más bien secundario, desplazando necesariamente a la Unión Europea.

Bajo estas nuevas condiciones, se adoptó en 2007 el llamado Plan de Acción de Bali, conforme al cual los estados debían alcanzar en 2009 un acuerdo acerca del futuro de la política internacional del clima (post-2012). Un acuerdo sobre cuyo estatus jurídico no existía consenso alguno. ¿Debía o no ser legalmente vinculante? La falta de una respuesta común anunciaba cambios de fondo. Copenhague 2009, supuestamente el punto de llegada de estas negociaciones, mostraría a las claras el calado de los cambios registrados durante los años anteriores. El Acuerdo de Copenhague, negociado primero entre los países BASIC (Brasil, Sudáfrica, India y China), después con Estados Unidos, y más tarde presentado a otros estados para recabar su apoyo, consistió tan solo en un llamamiento para que los gobiernos anunciaran de forma unilateral y legalmente no-vinculante a) sus compromisos de limitación de las emisiones (para el Norte), o b) sus compromisos de adopción de políticas sobre el clima (para el Sur). Para terminarlo de arreglar, la oposición del ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América) impidió que el Acuerdo de Copenhague fuera asumido como propio por la Conferencia y que por tanto ingresara en el proceso de la UNFCCC.

La distancia entre la posición defendida por la UE no podía ser mayor. La Unión quería un acuerdo legalmente vinculante lo suficientemente ambicioso como para limitar el calentamiento global a 2ºC comparado con los niveles anteriores a la revolución industrial. Así pues, la UE defendía un tratado que llevara a los países desarrollados a reducir sus emisiones en un 25-40% para 2020 y en un 80-90% para 2050, en comparación con los niveles de 1990. Por su parte, las emisiones globales debían reducirse a la mitad para 2050, lo que también implicaba que los grandes países industrializados del Sur contribuyeran al esfuerzo: sus emisiones de 2050 debían estar un 15-30% por debajo del escenario business as usual. Para reforzar su papel en las negociaciones, la UE se comprometía unilateralmente a reducir sus emisiones en un 20% para 2020, con la opción de elevar el porcentaje hasta un 30% si otros grandes emisores se comprometían a esfuerzos comparables.

En suma, el Acuerdo ponía en crisis los consensos duramente impulsados por la UE y que habían articulado la política internacional del clima desde, como mínimo, 1995: compromisos negociados multilateralmente y legalmente vinculantes. Los nuevos actores clave, y en particular China y el resto de los países BASIC (Brasil, África del Sur e India), parecían no sentirse vinculados con el enfoque imperante hasta 2005. 

La UE ante la nueva fase

Copenhague resultó un verdadero mazazo para la UE. Los cables filtrados por WikiLeaks muestran hasta qué punto llegó la decepción y la sorpresa de la UE por el desarrollo de las negociaciones: “van Rompuy sacó a colación la reciente COP […], a la que tildó de ‘desastre increíble’. No estaba enfadado, puesto que nunca parece enfadado, pero estaba más agitado y frustrado de lo que lo haya visto nunca antes. Pensaba que Europa se había visto ‘totalmente excluida’ y que había sido ‘maltratada’. Pensaba que la única salvación era que él mismo no había estado allí”.

Copenhague suponía exactamente el tipo de acuerdo que la UE hubiera querido evitar, tanto en sus contenidos como en lo tocante al proceso de adopción, que ponía en evidencia su pérdida de peso. De la noche a la mañana, la UE dejaba de ser una prometedora potencia normativa verde para quedar relegada a la segunda corona de estados de la política del clima. Y sin embargo, la reacción de la Unión fue la de acomodarse a la nueva realidad de las negociaciones. Tomó el Acuerdo de Copenhague como un primer paso hacia un nuevo acuerdo vinculante y subrayó sus aspectos positivos, como la mención a los 2ºC como límite máximo del cambio climático tolerable (mención que debemos a la propia UE) y el inicio de la diferenciación hasta entonces radical entre países del Norte (con compromisos) y los demás (sin compromisos).

El presidente de la Comisión Europea, J.M. Durão Barroso, argumentó que la mejor forma de avanzar era “construir sobre lo que pudimos acordar en el Acuerdo de Copenhague y encontrar nuevas formas de instilar confianza en el proceso”. También la comisaria competente, Connie Hedegaard, apuntó en esta dirección, con más entusiasmo: Copenhague había generado “un impulso sin precedentes para la acción”, al estimular la presentación por parte de decenas de países de objetivos de limitación de emisiones y promesas acerca de la adopción de políticas. La aceptación del nuevo terreno de juego por parte de la UE quedaba confirmada por su complicidad con la dura ofensiva diplomática protagonizada por EEUU (que incluyó “espionaje, amenazas y promesas de ayuda”) para conseguir que otros estados aceptaran el Acuerdo de Copenhague.

Así pues, en un escenario en el que ya no le era posible marcar las reglas de juego, la UE se fijó tres objetivos para poder construir el futuro del régimen, con los materiales proporcionados por Copenhague y sobre los cascotes de la política del clima tal como ella mismo la había concebido en los años noventa. El primer objetivo era anclar el Acuerdo de Copenhague en el marco de la UNFCCC; el segundo, aumentar la ambición de las promesas realizadas por los estados después de 2009, que, siendo insuficientes, ofrecían por primera vez un punto de partida para negociar compromisos para todos los principales emisores; el tercero, enmarcar estos objetivos en un tratado internacional.

Este enfoque requirió que la UE se reinventara a sí misma en el papel de constructora de puentes entre los principales bloques negociadores, estructurados desde entonces a lo largo de la fractura Norte-Sur. Backstrand y Elgström, en un arranque de optimismo, calificaron este rol de la UE como “leadiator, a leader-cum-mediator”. En el mismo sentido, la UE aceptó también la demanda del Sur de dar continuidad al Protocolo de Kioto más allá del 2012 (contra la que se había posicionado en Copenhague). 

La UE aprende las nuevas reglas del juego

Esta estrategia ha dado frutos relevantes. En 2011, los esfuerzos de una amplia coalición formada por la UE, la Alianza de Pequeños Estados Insulares y los estados del Grupo Africano permitieron alumbrar la llamada Plataforma de Durban para la Acción Reforzada. Desde entonces, la Plataforma se ha convertido en la nueva hoja de ruta de las negociaciones y establece que en 2015 las partes deben haber negociado un “protocolo, instrumento legal o un acuerdo con fuerza legal” para que sea implementado a partir de 2020, con el objetivo de limitar el aumento medio global de la temperatura a 2ºC o 1,5ºC. Todo ello debe realizarse sobre la base de los compromisos unilaterales que se han venido a conocer como Contribuciones Previstas y Determinadas a Nivel Nacional (INDCs, por sus siglas en inglés). En otras palabras, la plantilla de Copenhague (como prefieren los actores emergentes) en el marco de la UNFCCC (como quería la UE).

Sin embargo, las condiciones bajo las que la UE puede efectivamente armar alianzas de tan amplio espectro están sujetas a los vaivenes de las negociaciones en las que estas mismas alianzas están llamadas a influir. El hecho de que Japón, Australia y Canadá dieran marcha atrás en sus promesas de limitación de las emisiones, así como el hecho de que endurecieran retóricamente la defensa de sus intereses en tanto que países desarrollados frente a los grandes emisores emergentes, enconó en no poca medida el clivaje Norte-Sur, lo que llevó al límite la capacidad de la UE para mantener sus alianzas. También la tibieza de EEUU con respecto de sus propios objetivos de limitación de emisiones y la intransigencia de potencias emergentes clave dificultaron que la UE llevara a buen puerto su estrategia para, paso a paso, elevar la ambición de las promesas unilaterales de Copenhague e insertarlas en un acuerdo legalmente vinculante en 2015.

La situación no se desencalló hasta que en noviembre de 2014 EEUU y China anunciaron conjuntamente (en lo que supone una demostración de la interdependencia de sus INDCs) que el primero reduciría sus emisiones en un 28% para 2025 en comparación con los niveles de 2005 y que el segundo empezaría a reducir las suyas a partir del año 2030. Ambas INDCs suponen una mejora significativa respecto de las contribuciones de EEUU y China al Acuerdo de Copenhague, y junto con la promesa europea de reducir las emisiones en un 40% para 2030 respecto de los niveles de 1990, han facilitado una elevación de las expectativas de cara a la Conferencia de París.

En estos momentos han presentado sus INDCs más de 130 estados que representan el 90% de las emisiones globales de GEI. Y se estima que, de cumplirse, sus promesas limitarían el cambio climático a 2,7ºC, un aumento de la temperatura superior a los 1,5ºC-2ºC indicados por la Plataforma de Durban, pero nítidamente inferior a los 3,5ºC-4,2ºC que habría arrojado el cumplimiento de los objetivos anunciados después de Copenhague (y naturalmente, muy por debajo de un escenario de business as usual). Es previsible que la Conferencia de París, por insistencia de la UE y de algunos otros estados, establezca un mecanismo de revisión periódico de estos objetivos, con disposiciones más o menos restrictivos que impidan que la revisión se dé a la baja, para poder así cubrir la distancia entre la ambición declarada en Durban y la revelada en las INDCs. Y todo ello quedará encuadrado en un sistema de acuerdos presidido por un tratado que regulará de manera legalmente vinculante aspectos relacionados con la verificación, la transparencia y la monitorización.

La UE no ha sido, durante este tiempo, el actor del cual ha dependido el progreso o el retroceso de las negociaciones. Ciertamente, China y EEUU son ahora los componentes necesarios de cualquier acuerdo: nada parecía avanzar hasta que hace un año alcanzaron un acuerdo bilateral y desbloquearon las negociaciones. Pero, a la vez, hay que constatar que el resultado final de la cumbre de París podría parecerse bastante al diseño hacia el que UE quiso reorientar el desastroso resultado de 2009. Una parte de esto tiene que ver con el desempeño de la propia Unión y con la forma en que ha condicionado la resolución de algunos momentos que ahora se nos antojan críticos. La UE fue clave para que Copenhague incluyera, al final, una referencia al límite de los 2ºC, que se ha convertido en una manera de subrayar el trecho que queda por cubrir y evitar complacencias peligrosas. La UE fue clave, con su aceptación de una (muy mermada) segunda fase del Protocolo de Kioto, para que los países del Sur se comprometieran en Durban. Y lo es también para aumentar la exigencia acerca de los elementos de vinculación jurídica del acuerdo de París y para asegurar que las INDCs son revisadas periódicamente al alza.

La UE no lidera. Su influencia requiere de la alineación favorable de las posiciones de otros, singularmente de EEUU y China. Pero ha aprendido a aprovechar las oportunidades que se presentan y a darles recorrido en las negociaciones. Esperemos que no dejen de presentarse.

 

Oriol Costa, Agregado (interino) de Relaciones Internacionales, Universitat Autònoma de Barcelona. Investigador asociado del IBEI (Instituto Barcelona de Estudios Internacionales).