Fuerzas de seguridad y revueltas árabes

Opinion CIDOB 107
Fecha de publicación: 02/2011
Autor:
Eduard Soler i Lecha, Investigador principal de CIDOB
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Eduard Soler i Lecha,
Investigador principal de CIDOB

28 de febrero de 2011 / Opinión CIDOB, n.º 107

Uno de los elementos más llamativos del actual ciclo de protestas y revueltas en distintos países árabes, es la dispar actuación de las fuerzas de seguridad. El comportamiento del Ejército, la policía, las guardias presidenciales y los servicios de inteligencia se está convirtiendo en un factor determinante a la hora de entender, por un lado, la capacidad de un régimen de resistir a los levantamientos ciudadanos y, por otro, el nivel de violencia y represión utilizadas para acallar estos movimientos de protesta.

Los países árabes, en términos generales, son conocidos como países con abultados presupuestos de Defensa, por una presencia importante de representantes del sector de la seguridad en altos cargos del poder, por una larga historia de golpes y pronunciamientos militares y por tener unos cuerpos de seguridad interior especialmente robustos entre los que destacan las mukhabarat, los servicios de inteligencia centrados en la lucha contra el “enemigo interior”.

Los levantamientos de Túnez, Egipto, Bahrein y Libia plantean cuatro casos distintos de actuación de las fuerzas de seguridad que responden a la desigual naturaleza de sus fuerzas armadas. El Ejército de Túnez, liderado por Rachid Ammar, dispone de pocos efectivos (35.000 hombres) y un presupuesto discreto (1,4% PIB en gastos de defensa) pero ha contado con el apoyo y aprecio de una población que no lo asocia con el régimen que ha gobernado el país con mano de hierro. Su situación periférica respecto a los círculos de poder y el hecho de estar compuesto, en su inmensa mayoría, por soldados de remplazo explican su comportamiento durante el levantamiento popular que derrocó a Ben Ali.

Antes y después de la huída de la familia presidencial, el Ejército se negó a abrir fuego contra los manifestantes y se esforzó en mantener el orden y la estabilidad en las calles. Una actitud que contrasta con la actuación de miembros de la guardia presidencial y de los cuerpos policiales. Además, las Fuerzas Armadas han insistido que su papel en la transición política es, simplemente, mantener el orden y la seguridad, sin voluntad de interferir en un proceso de cambios que debe estar protagonizado y dirigido por actores civiles.

En el caso de Egipto, en cambio, las Fuerzas Armadas están tutelando la transición tras la deserción de Hosni Mubarak y, a diferencia de Túnez, es un militar, el general Mohamed Hussein Tantawi quien está manejando los hilos desde el 11 de febrero. El protagonismo del Ejército egipcio en esta transición está vinculado a su peso (casi medio millón de efectivos, 3,4% del PIB en gasto militar) y entronca con el papel preponderante que ha mantenido en la política egipcia durante el último medio siglo. El Ejército egipcio es la columna vertebral de un régimen que se inició en 1952 con el Golpe de los Oficiales Libres y todos los presidentes egipcios, hasta ahora, han pasado por sus filas.

Ante la situación de descontento político y social y las crecientes movilizaciones desde el 25 de enero, los altos mandos de las Fuerzas Armadas comprendieron que la mejor manera de preservar su posición era mantener una actitud dialogante con los manifestantes y la oposición. Una vez más, su comportamiento contrastó con el de las fuerzas policiales. La jugada, tras sacrificar a Mubarak, parece haberles salido razonablemente bien. Se han diferenciado del sector del régimen que encarnaba Gamal Mubarak y la oposición no cuestiona, por ahora, que los militares desempeñen un papel activo hasta las próximas elecciones. Insisten, eso sí, que esta situación ha de ser temporal y que deben acabar cediendo el poder a los civiles. Con todo, hay indicios para pensar que el esquema ideal de los mandos egipcios sería disfrutar de una posición parecida a la que tradicionalmente han tenido las Fuerzas Armadas turcas: actor con influencia política, con unos altísimos presupuestos y con influencia en distintos ámbitos de la economía productiva.

Tras Túnez y Egipto fue la población de Bahrein, un pequeñísimo archipiélago del Golfo, la que sumó a las movilizaciones contra el régimen. Primero pidiendo un cambio de gobierno y luego derivando en un alegato contra la propia Familia Real. En paralelo con el endurecimiento del discurso de los manifestantes, se multiplicaron las imágenes de unas Fuerzas Armadas que abrían fuego sobre la población. Algo que contrastaba con la contención que tuvieron los militares tunecinos y egipcios semanas antes.

El de Bahrein es un Ejército que goza de una alta dotación presupuestaria (4,5% del PIB) y con un alto nivel de modernización técnica. No obstante, la clave de esta actitud represiva se encuentra en su composición: un ejército totalmente profesionalizado (sin soldados de replazo), con un amplio número de extranjeros (árabes pero también pakistaníes) y en el que una parte importante de la población, los chiíes, tienen de facto vetado el acceso. Es decir, unas Fuerzas Armadas que, a diferencia de sus homólogos tunecinos o egipcios, pueden desvincularse emocionalmente de los manifestantes y de sus reivindicaciones, y actuar en defensa del régimen con un alto nivel de represión hacia la población civil.

Libia es un caso todavía más complicado. Cuenta con un Ejército mixto, compuesto a partes iguales de soldados de remplazo y voluntarios, y relativamente pequeño (50.000 hombres) al que se le suma una serie de fuerzas paramilitares y guardias personales del gran líder. Aunque los datos son poco fiables, los cuerpos paramilitares cuentan con un número elevado de efectivos y algunos cuerpos han sido especialmente bien entrenados y remunerados. Entre estas fuerzas se encuentra la Legión Panafricana, que ha acogido a mercenarios de distintos países africanos.

La dualidad del sistema libio se explica, principalmente, por la desconfianza de Gaddafi hacia su propio ejército, de quien siempre temió que pudiera llevar a cabo un golpe de estado. Efectivamente, una parte importante de las Fuerzas Armadas de Libia desertó y se sumó a los sublevados cuando Gaddafi ordenó la represión contra los levantamientos populares del mes de febrero. En cambio, mercenarios ya asentados en el país y otros contratados en distintos países africanos para la ocasión han tenido un papel destacado en un espiral de represión que ha llevado a Naciones Unidas a aplicar sanciones contra el régimen.

De este rápido repaso a cuatro de los países que han protagonizado levantamientos populares en 2011 se extraen dos conclusiones. La primera es que cuanto más representativo de la sociedad es un cuerpo de seguridad, tanto menos dispuestos están sus miembros a defender a un régimen cargando violentamente contra la población. La segunda es que un cuerpo de seguridad que ha controlado, total o parcialmente un régimen, intentará tutelar todo proceso de cambio para impedir que se erosione en exceso su posición dominante dentro del sistema político, económico y social.

Convendría recordar estas dos conclusiones cuando en un futuro la Unión Europea, la OTAN o países individuales decidan poner en marcha programas de apoyo, asistencia y formación de las fuerzas de seguridad. Demasiado a menudo se ha pensado la reforma del sector de seguridad en clave de modernización técnica, desatendiendo los aspectos de control democrático, la connivencia con fuerzas privadas de seguridad o la construcción de una vocación de servicio a los ciudadanos. Nunca es tarde para rectificar y más si tenemos en cuenta que, al igual que otras reformas fundamentales, la del sector de seguridad en los países árabes no concluirá en cuestión de meses.

Eduard Soler i Lecha,
Investigador principal de CIDOB