Elecciones presidenciales en Estados Unidos: una mirada desde la agenda transatlántica

Nota Internacional 310
Notes internacionals CIDOB, nº. 310
Fecha de publicación: 10/2024
Autor:
Pol Morillas (coord.), con los análisis de Pol Bargués, Inés Arco, Javier Borrás, Patricia Garcia Duran, Carme Colomina, Blanca Garcés, Anna Ayuso y Ricardo Martínez
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Las encuestas de la carrera hacia la Casa Blanca muestran un empate entre ambos candidatos: el expresidente Donald Trump y la demócrata Kamala Harris. Pasado el efecto sorpresa, tanto de los intentos de asesinato del primero como de la nominación exprés de la segunda previa renuncia del presidente Joe Biden, el resultado de las elecciones presidenciales es impredecible. 

En unos pocos estados determinantes, la batalla sigue abierta, y es probable que se repita la circunstancia por la cual el ganador del voto popular no consiga la mayoría en el colegio electoral, necesaria para la elección de la presidencia. 

Esta Nota Internacional es el resultado de un esfuerzo colectivo del equipo investigador de CIDOB para analizar los principales temas de la agenda transatlántica que, sin duda, se verán afectados por el resultado. 

 

Introducción: de lo conocido y lo desconocido de Harris y Trump

Pol Morillas, director, CIDOB

Pensando en la trascendencia de las elecciones presidenciales estadounidenses para el futuro de la relación transatlántica, un alto funcionario de la Unión Europea (UE) comentó recientemente, parafraseando a Donald Rumsfeld, exsecretario de Defensa de Estados Unidos: con la victoria de Kamala Harris nos mantendríamos en el terreno de lo conocido desconocido (the known unknown), mientras que, con la de Donald Trump, entraríamos en lo desconocido conocido (the unknown known). 

Sabemos que Harris representa la continuidad en las relaciones transatlánticas, tal y como las concibe el partido demócrata hoy. La alianza entre Estados Unidos y la UE sigue siendo un pilar fundamental del orden liberal internacional. Es también el mayor marco de cooperación birregional del mundo, tanto en términos económicos y políticos, como de seguridad y de valores. El apoyo occidental a Ucrania fue clave para el fracaso de los propósitos iniciales del Kremlin, pero sabemos que la ayuda a terceros países es crecientemente impopular entre ciertas bases demócratas, para las que el apoyo a las comunidades menos favorecidas pasa por delante del gasto en política exterior. Sin haber torcido el brazo de Israel en su ofensiva regional en Oriente Medio, Estados Unidos y Europa coinciden en la necesidad de un alto el fuego en Gaza y Líbano. Sabemos también que Harris es defensora de los marcos de cooperación multilateral y de los derechos de las mujeres y de las minorías. 

Lo que no sabemos es la distancia que marcará Harris con la agenda de su predecesor. La vicepresidenta no es hija de la Guerra Fría, como sí lo es Biden. Tiende a anteponer los intereses estadounidenses en el ejercicio de la política exterior, por encima de marcos ideológicos y de una visión definida por el cleavage entre democracias y autoritarismos. La relación con la UE puede pasar crecientemente por el cedazo del proteccionismo económico y del transaccionalismo de los intereses de Estados Unidos, con demandas más explícitas para reforzar la participación europea en la OTAN y el gasto en defensa, o condicionar las relaciones UE-China de acuerdo con la agenda del de-risking que promueve la Casa Blanca. 

Asimismo, es probable que Harris busque reforzar las alianzas «minilaterales» en el Indopacífico, con aliados likeminded, como el QUAD o el AUKUS, en detrimento de marcos de cooperación regional más amplios y multilaterales. Puede aumentar también la divergencia con la UE en sectores regulatorios específicos, desde la agenda climática, de energía y sostenibilidad, a la tecnología y la inteligencia artificial (IA). 

De Trump desconocemos toda consecuencia de su carácter temperamental e imprevisible. Desconocemos cómo pretende acabar la guerra de Ucrania «en 24 horas» o, lo que es lo mismo, qué términos prevé para la capitulación de Ucrania en los territorios ocupados por Rusia y las consecuencias del compadreo de Trump con Putin u otros «hombres fuertes». No sabemos cómo pretende conseguir la paz con palestinos y árabes si la política exterior del partido republicano se nutre cada vez más de enfoques mesiánicos evangelistas, en línea con las tesis del «gran Israel». 

Sí conocemos, no obstante, los contenidos del «proyecto 2025», del que Trump pretende distanciarse, pero que se ha convertido en el libro de instrucciones del movimiento MAGA (Make America Great Again): cooptación de toda la administración con fieles al movimiento, Estado mínimo, transaccionalismo extremo en política exterior, desdeño por el multilateralismo y alianza con las fuerzas nacionalistas y patrióticas. En la UE, los partidos de derecha radical se verán reivindicados con la victoria de Trump. Y el riesgo de la desunión entre estados miembros puede pasar por la competición entre sus líderes para ser el primero en acercarse a la Casa Blanca o, incluso, por una visita de Viktor Orbán a la mansión de Trump en Mar-a-Lago, felicitándolo por su victoria o, quizás, cuestionando la legitimidad de unas elecciones ganadas por Harris.  

Política exterior y de defensa: elementos de continuidad

Pol Bargués, investigador sénior, CIDOB

En las discusiones sobre defensa y política exterior, Kamala Harris y Donald Trump se asemejan más de lo que les gustaría; más de lo que a menudo se admite en los análisis y comparaciones académicas, y de cómo se autodefinen los candidatos. Con un tono conciliador y normativo, Harris abandera la defensa de la democracia a escala global, del multilateralismo y de unas relaciones internacionales basadas en el respeto a leyes y normas, mientras acusa a Trump de decantarse por el aislacionismo, abandonar el sentido de la responsabilidad, ningunear a los aliados y apostar por la acción unilateral. Harris se enorgullece del liderazgo ofrecido por el presidente Joe Biden en política exterior, destacando su apoyo a Ucrania. Así, promete seguir defendiendo a este país para custodiar la seguridad en Europa, a la vez que asegura que, si Trump estuviera en el poder, Putin ya habría llegado a Kiev. 

Con un tono más estridente, polémico y maniqueísta, Trump apuesta por una política aislacionista, que contrasta con el supuesto internacionalismo liberal y el cosmopolitanismo de los demócratas, y que da sentido con los mantras de «America First» o «Make America Great Again». Trump se declara el presidente más «pro-Israel» de la historia y advierte a los votantes de que Harris sería la «más anti-Israel». Con regularidad critica la falta de «ferocidad» de la administración Biden y alardea constantemente de que resolvería los conflictos de Rusia-Ucrania o Israel-Palestina «en un día». 

Sin embargo, la América fortaleza de Trump no es tan diferente a la de Harris, quien presume de que, por primera vez en este siglo, Estados Unidos no esté involucrado en una guerra ni tenga tropas luchando en ningún rincón del mundo. En defensa, ambos candidatos coinciden en modernizar las fuerzas armadas (y no querer ampliarlas) y dan suma importancia a la disuasión en un mundo de competición entre potencias. Poco hablan de estados frágiles o fallidos, o de la amenaza del terrorismo internacional, ni mucho menos de cómo sus tropas podrían ayudar a la reconstrucción de naciones y estados en África o América Latina, como era frecuente en debates de décadas anteriores. 

Tanto Harris como Trump señalan a China como el enemigo principal. Harris cree que la influencia de China es «la principal amenaza a la seguridad nacional», mientras que Trump, que ya lanzó una guerra comercial contra China durante su mandato, ahora anuncia que aumentará la confrontación tecnológica e industrial. Los dos apoyan política y militarmente a Israel, manteniéndose firmes contra Irán y sus aliados. Tampoco la decisión tomada sobre Afganistán los divide. Como quedó claro en el debate presidencial, ambos se acusan mutuamente de la polémica retirada de tropas: Harris reprocha a Trump haber negociado con los talibanes en 2020, y Trump critica que, durante la retirada de tropas bajo la administración Biden en 2021, murieran una docena de soldados. Sin embargo, no discuten la decisión sobre la retirada, y los dos apuestan por la no intervención militar directa en Oriente Medio.

Con esto no se trata de obviar las diferencias.  Por ejemplo, respecto a la guerra de Ucrania, se observan discrepancias significativas, a pesar de que ambos candidatos critican el expansionismo de Vladimir Putin: si bien Harris siempre enfatiza la necesidad de seguir ayudando a Ucrania hasta que haga falta, Trump, que admite llevarse bien con Putin, fanfarronea sobre su plan de terminar la guerra en 24 horas. Asimismo, existen claras diferencias en las formas y en la cordialidad mostrada hacia los aliados europeos y la OTAN (que Harris enaltece y Trump cuestiona). 

Como antecedente, no se puede olvidar que, en su mandato, Trump quiso destruir el orden liberal internacional y salir de acuerdos multilaterales, lo que la administración Biden ha querido restaurar. En el fondo, se trata de observar cómo este mundo de creciente confrontación geopolítica condiciona a una primera potencia en repliegue: Trump y Harris comparten aliados y villanos, y se inclinan por una política cauta hacia el exterior.

La competición con China: el diablo está en los detalles

Inés Arco Escriche, investigadora, CIDOB

China es, posiblemente, el punto de convergencia más importante de los candidatos presidenciales. Republicanos y demócratas coinciden tanto en el diagnóstico –Beijing es una amenaza– como en la dinámica general de las relaciones –la competición estratégica–. Gane quien gane, se dará continuidad a un enfoque antagónico con el país asiático que, cada vez más, impregna los debates y políticas domésticas sobre economía, tecnología o cambio climático. Ahora bien, los matices son importantes y el desacuerdo impera en los temas centrales y las estrategias para competir con China. 

Aunque no ha definido explícitamente su política hacia China aún, Harris sentenció en una entrevista en 2023 que la competición con Beijing «va de minimizar riesgos (de-risking)». El foco de una nueva administración demócrata será gestionar la rivalidad mediante el continuismo de la estrategia incisiva de la administración Biden, dirigida a la imposición de aranceles y controles de exportaciones en sectores estratégicos (energías renovables, semiconductores o productos médicos, entre otros) y el fortalecimiento de la industria estadounidense con mayores inversiones. 

A la estrategia de «patio pequeño, vallas altas» elaborada por Jake Sullivan, también se le sumarán «grandes coaliciones» para la coordinación con aliados en respuesta a la asertividad china –tanto en Taiwán como en los conflictos del Mar de China Meridional–. La elección del gobernador de Minnesota, Tim Walz como potencial vicepresidente, quien cuenta con una extensa experiencia con China, también señala la voluntad de mantener un diálogo abierto y cierto pragmatismo con su rival.

La apuesta de Trump es, en cambio, el desacople a cualquier coste. Por una parte, el enfoque del expresidente aspira a «asegurar una independencia estratégica de China» con la revocación de su estatus de nación más favorecida para comerciar y la imposición de aranceles del 60% a todos los productos de origen chino, a expensas del coste previsto de casi 2.600 dólares anuales para los hogares estadounidenses. Por la otra, medidas similares a la China Initiative –que llevó a la investigación casi persecutoria de académicos de origen chino y asiático en universidades estadounidenses para evitar el robo de propiedad intelectual– podrían ser reintroducidas pese a su orientación discriminatoria y al aumento de racismo contra los estadounidenses de descendencia asiática, como defiende la plataforma Stop AAPI Hate

El enfoque aislacionista y transaccional de Trump también afectará a las relaciones con el resto de actores internacionales, incluido Taipéi, a quien el republicano ya ha avisado que «deberá pagar por su defensa» y al que acusa de «robar nuestro negocio» de semiconductores. No obstante, la retórica errática de Trump, con continuos elogios al presidente chino Xi Jinping, podría llegar a nuevos máximos durante una segunda nueva administración según su equipo: figuras como Matt Pottinger, exasesor adjunto de seguridad nacional, abogan explícitamente por el cambio de régimen en China, mientras que otras voces candidatas al Departamento de Estado, como Elbridge Colby o Robert O’Brien, se oponen a ello. 

¿Y qué opina Beijing? Para las autoridades chinas, apenas hay diferencias entre ambos candidatos: ninguno es bueno ni está por conocer. Pero, ante un contexto adverso y su aversión al riesgo, es posible que China prefiera la previsibilidad de Harris a la volatilidad de Trump.  

Tecnología: consensos geopolíticos, interrogantes regulatorios

Javier Borràs, investigador, CIDOB

Estados Unidos y la Unión Europea han tenido, en las últimas décadas, aproximaciones distintas a la tecnología. El modelo estadounidense ha sido fundamentalmente optimista, priorizando el libre mercado y la innovación. El europeo, en cambio, ha sido más escéptico, usando el poder del Estado para contrarrestar el de las grandes empresas tecnológicas. Un tercer «imperio digital», China, ha ascendido y generado suspicacia tanto en Washington –por su impacto en la hegemonía estadounidense– como en Bruselas –por su modelo digital estatalista-autoritario.

En los últimos años de administración Biden, sin embargo, se ha producido una mayor convergencia entre la visión estadounidense y europea. Por un lado, la UE se ha americanizado en su postura frente a Beijing, al realizar duras restricciones de exportaciones de hardware avanzado y limitar las inversiones chinas en sectores tecnológicos punteros. A su vez, Estados Unidos se ha europeizado, en su mayor regulación de las grandes tecnológicas y llevando a los tribunales a Google, Apple, Meta o Amazon por comportamientos anticompetitivos.

¿Qué continuidad tendrá esta nueva visión estadounidense de la tecnología –más confrontativa con China, más prorregulatoria– si vence en las elecciones Kamala Harris o, por el contrario, Donald Trump? En el plano de la competición tecnológica con China, gane quien gane, la política seguida por Biden seguirá intacta. En un Estados Unidos fuertemente polarizado, uno de los pocos consensos entre demócratas y republicanos es el apoyo a una competición dura con China en la que la tecnología juega un papel central.

En el campo de la regulación, existen más interrogantes. Aunque Harris es considerada una continuadora de las políticas de Biden, sus vínculos con empresarios de Silicon Valley y su etapa política en la protecnológica California, podrían indicar que la contienda con las Big Tech va a mantenerse, pero no a aumentar. La simple implementación de las iniciativas de su predecesor puede satisfacer a unas bases demócratas que pedían más regulación.

El caso de los republicanos es más confuso. En primer lugar, por la impredecibilidad de Donald Trump, quien ha defendido menos regulación en algunas áreas, pero a la vez ha atacado repetidamente a empresas de Silicon Valley. En segundo lugar, por su candidato a vicepresidente, J.D. Vance, que tampoco ofrece más certezas: ha recibido apoyo de figuras del mundo tecnológico como Peter Thiel, a la vez que se ha mostrado a favor de «romper» Google. Aunque los republicanos han conseguido apoyos del Silicon Valley más personalista y del capital riesgo –Elon Musk, Marc Andreessen–, la mayoría del Silicon Valley corporativo sigue en el campo demócrata.

En los próximos años, la cuestión tecnológica más importante para Estados Unidos será la inteligencia artificial (IA). En este campo, convergen la competición geopolítica y el esfuerzo regulatorio. Existe el temor de que regular demasiado la IA favorezca a China, pero, al mismo tiempo, que regularla poco genere crisis y desigualdades imprevistas. Estados Unidos ve la IA como clave para mantenerse por delante de China; sin embargo, para ello, la IA debe cumplir las expectativas revolucionarias que se le han atribuido, algo que cada vez genera más escepticismo. La IA, además, puede volver a tensar la tradicional divergencia ideológica-tecnológica transatlántica, con un Estados Unidos –de nuevo– más abierto a los riesgos de la IA y una UE más proclive a la regulación.

Comercio: entre la estela de Biden y la guerra arancelaria

Patricia Garcia Duran, investigadora asociada, CIDOB 

La UE es una de las principales potencias mundiales de comercio, junto con Estados Unidos y China. Según Eurostat, la UE exportó e importó en 2023 bienes por un total de 5.073 mil millones de euros (sin incluir el comercio intracomunitario), es decir, 417 mil millones de euros menos que China y 271 mil millones de euros más que Estados Unidos. El mayor exportador mundial de bienes es China (17,5%), el segundo la UE (14,3%) y el tercero Estados Unidos (10,5%). Sin embargo, la potencia norteamericana es el mayor importador mundial de bienes (15,9%), seguido por la UE (13,7%) y luego por China (12,9%). Para la UE, Estados Unidos es su principal cliente y, por tanto, está muy interesada en su política comercial.

A pesar de la importancia de Estados Unidos en el comercio mundial y de su tradicional enfoque liberal, la última década ha traído un endurecimiento de su política comercial. Durante su período como presidente, Donald Trump bloqueó la renovación de los miembros del órgano de apelaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), inutilizándolo para la gestión de conflictos del comercio internacional, lo que debilitó a la organización. Además, entró en una guerra comercial con China, subiendo los aranceles por encima del 20% y bloqueando sus exportaciones tecnológicas; y entró en conflicto en varios productos (como el acero y el aluminio) con sus aliados, incluida la UE. Fue un período de fuerte tensión comercial. 

Durante la posterior presidencia de Joe Biden, la potencia estadounidense ha mantenido sus altos aranceles y su control de exportaciones con China, así como el bloqueo del órgano de apelaciones de la OMC; sin embargo, ha hecho las paces con sus aliados, al llegar a acuerdos de cooperación como el Consejo de Comercio y Tecnología (CCT) con la UE, o el Marco Económico del Indopacífico (IPEF) con los asiáticos, en favor de fortalecer el bloque occidental. 

El repaso de lo acontecido desde 2017, ayuda a entender lo que pasará en función de quien gane las próximas elecciones presidenciales. Si gana Kamala Harris, la situación seguirá siendo muy similar a la actual: la UE podrá seguir con su estrecha cooperación a través del CCT y será presionada por Estados Unidos para ser más dura con China. Sin embargo, si gana Trump, la situación volverá a ser de tensión, tanto global como entre la UE y Estados Unidos. El candidato ha prometido subir los aranceles al 60% para los productos provenientes de China, y al 10% para el resto del mundo. Además, también ha prometido una tasa impositiva del 15% para los productos «hechos en Estados Unidos» para atraer las inversiones de los principales fabricantes del mundo. Trump prevé atacar los cimientos de la OMC y entrar en una guerra arancelaria y de inversiones que también afectaría a la UE. 

Desinformación: violencia política y realidades alternativas 

Carme Colomina, investigadora sénior, CIDOB

Los estadounidenses se enfrentan a unas elecciones que, según Donald Trump, podrían estar «amañadas» incluso antes de celebrarse. La fiscal general adjunta de Estados Unidos ha advertido del «aumento sin precedentes» de las amenazas a funcionarios públicos y trabajadores electorales, «desde secretarios electos o designados hasta voluntarios», en los puntos de votación. El Departamento de Justicia ha presentado cientos de casos y ha advertido del riesgo que supone este incremento de las amenazas de violencia y de la violencia real para la seguridad electoral. Según una encuesta de Reuters/Ipsos, dos de cada tres estadounidenses dicen que les preocupa el riesgo de violencia política y de revancha electoral tras el 5 de noviembre, recordando el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. 

La toxicidad del debate electoral en Estados Unidos tiene ecos transatlánticos: desde las teorías de supuestos pucherazos a la irrupción de la violencia política en campaña; del intento de asesinato contra Donald Trump en un mitin en Butler,  Pennsylvania, al tiroteo que hirió al primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, en mayo de 2024. El refuerzo de los extremos, el endurecimiento del lenguaje y la violencia verbal contra el adversario tensan las campañas electorales y las dinámicas políticas, tanto en la UE como en Estados Unidos. Pero estas similitudes transatlánticas están cargadas de matices. El primero de ellos apunta directamente al papel de las redes sociales y a las distintas concepciones sobre los límites de la libertad de expresión y, el segundo, a quién está detrás de la desinformación que contamina el debate público. 

La entrada en campaña de Elon Musk como invitado de honor en el escenario jaleando a Trump, también como entrevistador y diseminador de noticias falsas, simboliza aquello que la UE pretende acotar con su Ley de Servicios Digitales (DSA, por sus siglas en inglés). En estos dos años desde que compró y rebautizó Twitter como X, Musk ha publicado o compartido 52 mensajes sobre el voto de ciudadanos sin papeles, que han sumado casi 700 millones de visitas, según un análisis del Washington Post. En este contexto, la Comisión Europea ha abierto su propia batalla contra Musk. Tras siete meses de investigaciones, Bruselas denunció, en julio pasado, a la plataforma X por considerar que las marcas azules de verificación de la red social son engañosas y no cumplen con los requisitos de transparencia y rendición de cuentas del bloque comunitario, además de no cumplir con las reglas de transparencia publicitaria. Sin embargo, y a pesar de los titulares iniciales, la investigación de la Comisión sobre «la difusión de contenidos ilícitos y la eficacia de las medidas adoptadas para combatir la manipulación de la información» continúa abierta. 

Pese a la legislación puesta en pie en la UE, Bruselas es consciente de la batalla por la libertad de expresión abierta en Estados Unidos y de los problemas de la administración Biden y de todos aquellos que han intentado discutir los límites de la toxicidad en línea. Una investigación del Congreso, dirigida por el republicano Jim Jordan a finales de 2022, acusaba a la administración Biden de obligar a las grandes empresas tecnológicas a aplicar la censura sobre voces conservadoras y a amordazar a los estadounidenses en general. En los últimos meses, la extrema derecha europea ha empezado a hacerse eco de estos debates, y el riesgo de importar una politización divisiva en el debate sobre la desinformación empieza a intuirse también a este lado del Atlántico.

Además, mientras la UE sigue obsesionada con la injerencia rusa sobre el debate europeo, en Estados Unidos, incluso con las denuncias del departamento de Justicia contra determinadas campañas vinculadas a Rusia e Irán, la polémica sobre la influencia externa que marcó la campaña de 2016 ha quedado eclipsada por la cantidad de desinformación generada por los mismos actores locales y en especial por el propio Donald Trump. El candidato republicano, quien, el mismo día de su toma de posesión en enero de 2017, acuñó la idea de los «hechos alternativos» para modelar su propio relato, ha acabado abrazando una realidad alternativa en la que existen inmigrantes que comen mascotas, estados donde es legal abortar después de dar a luz, y donde el insulto, la descalificación, y el discurso del odio forman parte de su valoración del otro, empezando por la candidata rival, Kamala Harris.

Inmigración: todo acaba en la frontera 

Blanca Garcés, investigadora sénior, CIDOB

La inmigración ha vuelto a ser uno de los temas clave de la campaña electoral. No es de extrañar si consideramos que, según las encuestas, se encuentra entre las principales preocupaciones de la población. Es, además, una cuestión que divide al electorado: mientras 6 de cada 10 votantes republicanos están a favor de la deportación de los inmigrantes indocumentados, casi 9 de cada 10 votantes demócratas son partidarios de lo contrario, es decir, de que se queden legalmente. 

Es difícil saber qué es primero, si la polarización del electorado o la polarización del debate político. Los republicanos presentan a los demócratas como ineptos, acusándoles de crear una crisis en la frontera con sus políticas liberales. Los demócratas argumentan que las políticas «duras» de los republicanos no abordan las causas estructurales de las migraciones y van en contra de los valores fundamentales de Estados Unidos.

En términos de medidas concretas, Donald Trump promete que, si es presidente, llevará a cabo deportaciones masivas y acabará con el derecho a la nacionalidad por nacimiento. Por su parte, Kamala Harris asegura que seguirá trabajando para que se apruebe una nueva ley que restringa las entradas irregulares (hasta ahora paralizada en el Congreso por los republicanos) y facilitar la entrada por vía regular.

También hay diferencias en lo que ambos gobiernos han hecho hasta ahora. Por ejemplo, la administración de Joe Biden suspendió de inmediato dos políticas del Gobierno Trump: la que forzaba a los solicitantes de asilo a esperar la resolución de sus apelaciones en México, y la que separaba a padres e hijos llegados irregularmente a la frontera. Más recientemente, en junio de 2024, la administración demócrata ha reconocido el derecho a quedarse y a trabajar de los conyugues indocumentados de ciudadanos estadounidenses, lo que supone una medida de regularización impensable bajo un Gobierno republicano. 

Donde apenas ha habido diferencias fundamentales es, nuevamente, en la frontera. Presionado por el aumento de las llegadas irregulares –que en 2023 alcanzó el máximo histórico anual de más de 2,4 millones de intentos de cruce– y por los alcaldes demócratas de ciudades que se vieron desbordadas por el aumento de las llegadas desde el sur del país, en junio de 2024, la administración Biden aprobó una orden ejecutiva que, al más estilo Trump, permitía la deportación inmediata de los inmigrantes sin necesidad de procesar sus solicitudes de asilo.

Este ir y venir, o ceder en la frontera, no es exclusivo de Biden. Recordemos que Obama deportó más extranjeros que cualquier otro presidente anterior. En vistas a la presidencia, Harris también ha moderado sus posiciones, defendiendo ahora la construcción del muro, los procedimientos de asilo exprés o las políticas de deportación. «Debe haber consecuencias» para los inmigrantes que cruzan irregularmente la frontera, recordaba durante la campaña.

En caso de ganar, la inmigración seguirá siendo una cuestión incómoda para los demócratas. Hagan lo que hagan, siempre será poco para unos (los defensores de los derechos de los inmigrantes) y demasiado para otros (partidarios de mano dura con la inmigración). Mientras tanto, Donald Trump sigue gesticulando y lanzando proclamas incendiarias. En su caso, da igual lo que diga y lo que acabe pasando. Como en Europa, para los votantes de aquellos que defienden posiciones populistas y antiinmigración, vale más la retórica que los hechos. Es justamente esto lo que hace que, al menos en este ámbito, tengan todas las de ganar.

Estados Unidos y la geopolítica multipolar del Sur Global 

Anna Ayuso, Investigadora sénior, CIDOB

Frente a la creciente inestabilidad y competencia internacional, emergen las reivindicaciones del Sur Global ante la percepción de inmovilismo por parte del Norte Global. Ni la Administración Trump ni la de Biden han tenido una estrategia clara hacia un grupo de países que consideran heterogéneo y falto de cohesión. Trump, con su maniquea división entre amigos y enemigos los identificó como una amenaza a la que confrontar. La Administración Biden también ha visto con recelo los intentos de China de erigirse en el líder del Sur Global en oposición al orden liberal. Durante los primeros años de su mandato, trató de crear alianzas abanderando la democracia y los valores liberales frente al avance de los regímenes iliberales y autócratas.

Sin embargo, más recientemente, se ha ido conformando una posición más pragmática y menos ideológica, con una diplomacia de geometría variable basada en fortalecer los intereses comunes con las potencias emergentes del Sur Global. Con ello, se ha desplegado una nueva aproximación que ha llevado al presidente, a la vicepresidenta y al secretario de Estado a una intensificada agenda de contactos con países del Sur Global, aunque también con organismos regionales como la Unión Africana (UA) o la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN, por sus siglas en inglés). 

Esta estrategia, de la que Harris forma parte, busca fortalecer lazos económicos basados en el interés mutuo y no tanto en factores ideológicos. La candidata demócrata representa una postura más abierta al Sur Global y multilateralista que Trump, pero siempre y cuando el interés nacional no esté en riesgo. Harris ha asegurado que Estados Unidos ganará la competición entre grandes potencias del siglo xxi sin abdicar de un liderazgo global. En cambio, Trump asume una postura más defensiva y aislacionista, contraria al gasto excesivo en la cooperación con terceros, salvo que sea en beneficio propio. Un ejemplo claro son las diferentes aproximaciones a la agenda climática, donde las posiciones de ambos candidatos son opuestas y tienen grandes repercusiones para el Sur Global. Si Trump vuelve a la Casa Blanca, probablemente vendrán nuevos recortes a las agencias de Naciones Unidas, como hizo en su primer mandato, poniendo en peligro el sistema multilateral. 

Existen otros frentes en las relaciones de Estados Unidos con el Sur Global con consecuencias transatlánticas. Muchos países del Sur Global no comparten la posición de Estados Unidos y sus aliados europeos en la guerra de Ucrania, y rechazan las sanciones a Moscú. También acusan de doble moral a Occidente en Oriente Medio. La guerra de Gaza y su extensión al Líbano han incrementado el desprestigio de la potencia norteamericana en el Sur Global, extendiéndose también a Occidente y a las Naciones Unidas, debido a su inoperancia. 

La Administración demócrata se ha abierto a la posibilidad de una reforma del Consejo de Seguridad, a lo que tradicionalmente Estados Unidos había sido reacio. En esto coincide con la UE y con el Sur Global, aunque con diferencias respecto al alcance de las reformas, como se ha demostrado en las negociaciones del Pacto para el Futuro adoptado en septiembre del 2024. Un nuevo fracaso de las reformas debilitaría el ya maltrecho sistema de seguridad colectivo, con daños colaterales en la Alianza Atlántica.

Otros frentes abiertos con el Sur Global son las demandas crecientes de una reforma de la arquitectura financiera internacional y, en concreto, para la financiación de la Agenda 2030 y responder a los problemas de la deuda.  Las negociaciones de la iv Conferencia Internacional de Financiación para el Desarrollo que se celebrará en 2025 en España se verían comprometidas con una Administración reacia al multilateralismo. La falta de avance en las reformas conlleva un riesgo de fragmentación mayor del sistema financiero, así como el auge de vías alternativas como las impulsadas por los BRICS. Esto ya se refleja en la apuesta por la desdolarización de las transacciones, que busca reducir la dependencia de la divisa estadounidense y, con ello, debilitar su papel global. 

La continuidad de una administración demócrata supondría una profundización del enfoque diplomático, que favorece una gobernanza multilateral como la que promueve la UE; mientras que una reedición de Trump augura una mayor confrontación con el Sur Global. Pero en cualquiera de los dos casos, las demandas del Sur Global seguirán emergiendo y suponiendo un reto para el statu quo. Solo un Gobierno favorable al multilateralismo en Estados Unidos permitirá avanzar con sus socios en las reformas necesarias para modernizar y hacer más inclusivo y eficaz el sistema internacional, tal como reclaman los países del Sur Global.

Cambio climático: balón de oxígeno o nueva retirada de los Acuerdos de París

Ricardo Martinez, investigador sénior, CIDOB

Con un 2024 encaminado a ser el año más caluroso del planeta, jamás antes registrado, las elecciones presidenciales de Estados Unidos cobran una relevancia trascendental para la agenda climática global. Siendo el segundo mayor emisor de gases de efecto invernadero, por detrás de China, una victoria de Donald Trump implicaría, probablemente, renunciar definitivamente al cada vez más difícil objetivo de mantener el calentamiento global por debajo de los 1,5 grados centígrados con respecto a los niveles preindustriales. Según estimaciones realizadas por CarbonBrief a principios de 2024, el retorno de Trump a la Casa Blanca podría suponer para 2030 la emisión adicional por parte estadounidense de 4.000 millones de toneladas de CO2 equivalente, en comparación con las medidas de Joe Biden, una cifra que iguala la suma de las emisiones anuales de la UE y Japón. 

La victoria de Kamala Harris, en cambio, supondría mantener la agenda climática como prioridad política. En 2021, al reincorporarse al Acuerdo de París, la administración Biden-Harris se comprometió a reducir para 2030 un 50%-52% sus emisiones de gases de efecto invernadero con respecto a los niveles de 2005, superando el objetivo fijado por el expresidente demócrata Barack Obama en 2015. 

La piedra angular de la administración Biden al respecto fue la adopción de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés), promovida como el más amplio paquete de medidas climáticas de la historia del país y que consiguió la aprobación del Senado, precisamente tras el voto de desempate de la vicepresidenta Harris. A pesar de su reciente cambio de postura sobre la prohibición de la fractura hidráulica –la polémica técnica de extracción de gas y petróleo– el historial medioambiental de la candidata demócrata es innegable en comparación con el republicano, tal y como demuestran los primeros pasos de Harris como fiscal general del estado de California entre 2011 y 2017, cuando inició demandas judiciales contra empresas petroleras por daños medioambientales e irregularidades.   

Las negociaciones de la COP-29 de Azerbaiyán tendrán lugar inmediatamente después de las elecciones, en un clima internacional profundamente marcado por dos posibles escenarios diametralmente opuestos. De ser reelegido, el equipo de campaña de Trump ha anunciado que expandiría la producción nacional de gas y petróleo, volvería a retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París1 e incluso de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC, por sus siglas en inglés). 

Con o sin esta decisión, la segunda administración Trump emitiría una peligrosa señal de distensión para los más reticentes países productores de hidrocarburos, socavando tanto la ayuda climática internacional como los acuerdos climáticos bilaterales con China. De la misma forma, dada la iniciativa de la UE de establecer un impuesto sobre el carbono a los productos importados, las relaciones comerciales transatlánticas sufrirían una mayor tensión. 

A su vez, si Estados Unidos se retirara nuevamente de la acción climática internacional, la UE podría asumir el rol de liderazgo global, en cooperación con China. Con una potencia norteamericana todavía lejos de alcanzar el objetivo de reducción de emisiones que se ha fijado, el Gobierno Harris, por su parte, podría significar –nunca mejor dicho– un balón de oxígeno, redoblando esfuerzos, tanto a nivel nacional como internacional, a favor de la transición energética necesaria para alcanzar el Acuerdo de París.

Nota:

1- Cuando Trump anunció en 2017 la decisión de retirar a su país del Acuerdo de París, declaró haber sido elegido para representar a los ciudadanos de Pittsburgh y no a los de París. La decisión fue repudiada por el mismo alcalde de Pittsburgh, que en cambio sí se comprometió junto con otros 406 alcaldes estadounidenses a honrar los objetivos climáticos internacionales.   

DOI: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2024/310/es

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