El reto de la gobernanza oceánica: una oportunidad para la tierra

Anuari Internacional CIDOB 2022
Fecha de publicación: 09/2022
Autor:
R. Andreas Kraemer, fundador y director emérito del Ecologic Institute; Investigador sénior del Institute for Advanced Sustainability Studies (IASS)
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El 2022 tenía que ser el «Año del Océano», y pese a algunos progresos que celebrar, lo cierto es que el panorama general induce al pesimismo. Como es sabido, el océano cubre aproximadamente el 72% de la superficie total de nuestro planeta; si fuese un país, con un gobierno y una oficina de estadística que publicase sus registros en los principales indicadores, sería la quinta mayor economía del mundo y, por tanto, miembro del G7. Además, comparte frontera con más de tres cuartas partes de los países y no está en guerra con ninguno. También es, de lejos, el principal biorreactor del planeta, ya que contiene mucha más vida, y juega un papel mucho más importante en la regulación del clima, que los ecosistemas terrestres y la atmósfera combinados. 

Y sin embargo, los gobiernos no se preocupan lo suficiente del océano como para protegerlo. Se pierde mucha vida planetaria en el océano, no solo a causa de la sobreexplotación pesquera y de la contaminación provocada por las sustancias químicas y los plásticos vertidos en él. El océano se está acidificando debido al exceso de dióxido de carbono que la industria, la construcción y el transporte emiten a la atmósfera y que posteriormente es absorbido en sus aguas. También se está «enfadando» –para emplear una expresión común entre los que pueblan sus costas–, debido a un exceso de calor y de energía, un subproducto residual de la industrialización basada en los combustibles fósiles. A ojos del comercio mundial, el océano es visto simplemente como una superficie enorme por la que circulan los barcos de un puerto a otro. 

Y este océano, «enfadado» y cada vez más expoliado, ya no da peces y otros alimentos en abundancia, y asciende –literalmente– a causa de sucesos como las marejadas ciclónicas que, de manera imperceptible, elevan poco a poco el nivel del mar. Cuando se desborda, inunda las tierras que a menudo son las más fértiles, las planicies costeras y los tramos finales de los ríos. Estamos ya a las puertas de una era de diluvios «invertidos» –con inundaciones que ascienden desde el mar– que obligará a reubicar puertos, ciudades costeras y una porción significativa de las infraestructuras industriales y de transporte que las comunican. La muerte de la vida en el océano y su subida de nivel comportará hambre e inanición en tierra, a medida que la proteína del océano se vaya perdiendo para el consumo humano. 

Sin embargo, aún queda lugar para la esperanza: esto no tiene por qué ser así. El océano todavía no ha sido dañado más allá del límite de su natural capacidad de recuperación y, una vez más, da muestras de prodigalidad. En tierra, la vida está limitada a la superficie entre el suelo y el aire, con unos cuantos metros por debajo y unos cuantos más por arriba. Está atascada en un llano y su representación se hace habitualmente como un mapa bidimensional en el que las naciones compiten por el control del territorio. Fronteras y vallas –inventos humanos– entorpecen la migración de los animales en tierra y provocan un daño al medio ambiente que va en detrimento de los humanos.

En el océano, en cambio, la vida es tridimensional y no es posible constreñirla mediante vallas y fronteras, ni es posible representarla por medio de técnicas cartográficas o gobernarla con los sistemas de reglas e instituciones desarrollados para la gobernanza en tierra. Las plantas y animales marinos se encuentran en el amplio tramo que va desde la superficie hasta el fondo marino, en lo más profundo del océano, e incluso unos cuantos metros por debajo del mismo. La vida nada o flota, sube y baja, cubre en sentido horizontal distancias muy largas. Y lo mismo puede decirse de las grandes corrientes oceánicas que se extienden por todos los mares y los conectan. Vuelcan y mezclan las aguas superficiales y las profundas, transportan energía, nutrientes, plantas y animales, y regulan el tiempo y el clima de una forma que, simplemente, no puede ser comprendida por una mente que cuando observa el mundo, se queda en la superficie. 

En esta falta de comprensión reside la actual «tragedia del océano»: la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar –la «Constitución del mar», según la opinión de sus promotores– es un vulgar intento de extender las reglas de la tierra hasta el mar y el fondo marino. Estas normas, concebidas entre los siglos XVII y XIX, no sirven en un mundo que trata de resolver los problemas derivados de una movilidad y conectividad cada vez mayores. Aplicadas al océano, dichas reglas no pueden sino fallar estrepitosamente, por inapropiadas. Otro motivo de ello es que la Ley del Mar trata de dividir entre «territorios» pertenecientes a unos estados lo que, por su naturaleza dinámica, es indivisible. La «lógica territorial» imposibilita una buena gobernanza del océano. 

La Ley del Mar también es un instrumento mediante el cual interactúan los gobiernos centrales de los estados o de las federaciones que, colectivamente, tratan de gobernar un espacio tradicionalmente dominado por «comunidades marginales» que gestionan ecosistemas marinos y litorales, no sobre la base de la separación y la exclusión, sino mediante reglas que ponen el énfasis en la compartición de espacios y recursos a lo largo del tiempo. Son restricciones que aplican a todos, para defender el bienestar de todos. Estas normas y regímenes para la gestión del ecosistema marino permiten que las comunidades tradicionales cosechen lo que produce el océano, sin que por ello destruyan la base de sus medios de subsistencia. Esta gestión comunitaria y sostenible de recursos comunes o compartidos es habitual en las comunidades litorales o isleñas; no obstante, es considerada como una aberración de los principios legales y de la doctrina económica, por ejemplo, en el caso de los derechos de propiedad. 

Los gobiernos de los estados-nación tienen muchas dificultades para proteger los recursos marinos y los medios de subsistencia en el borde del océano; como colectivo, les resulta imposible establecer buenas reglas y hacerlas cumplir igual que harían en tierra firme. Y los gobiernos también fracasan a la hora de regular aquellas actividades terrestres que perjudican al océano, como la gestión de las aguas residuales, la polución industrial, la contaminación de los sedimentos de los ríos, la escorrentía en los suelos de cultivo o el uso excesivo del plástico, que se vierte al mar como residuo. 

Los lazos entre la tierra y el océano se han roto en nuestras mentes, ya que los ríos contienen cada vez menos especies migratorias. El hecho adicional de que la vida en los océanos no tenga voz ni voto en los asuntos del mar empeora la situación. Las organizaciones «en defensa del océano» son pobres y marginales comparadas con las que defienden otros intereses. Hay un malentendido fundamental: la «gobernanza del océano», para ser eficaz y beneficiosa, no debe referirse a cuestiones que quedan más bien bajo los designios de la naturaleza –sería como querer legislar sobre las olas–; en su lugar, la prioridad debe asignarse a la regulación de las actividades terrestres; se requiere de una «buena gobernanza» general que sea el impulsor de la industria, la economía, la sociedad y los estilos de vida en pos de la sostenibilidad. Sin una acción efectiva en tierra, las políticas basadas en el océano no podrán por sí solas revertir la decadencia del mar. 

Las reglas que tenemos para «gobernar el océano» consisten en un entramado de acuerdos a menudo mal concebidos –por falta de conocimiento o por la necesidad de llegar a compromisos con un lenguaje ambiguo–, que da lugar a un conjunto de reglas e instituciones que, por sectoriales o geográficamente limitadas, se solapan y compiten sin crear sinergias. Desde el año 2002 existen investigadores que emplean el término «horrendograma» para referirse al mapeo confuso de la legislación internacional, europea y nacional que aborda la protección del entorno marino y que abarca tan solo una pequeña parcela geográfica. De esta manera, no hay forma de visualizar la gobernanza oceánica del mundo entero. 

Una buena noticia es que la lista de problemas apremiantes no es tan larga y que sus causas y sus soluciones están relativamente claras. 

En primer lugar, la relación que existe entre el sobrecalentamiento global y el océano, o el papel de este en la estabilización del clima, es sobradamente conocido desde que el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) publicó su informe especial sobre el océano y el hielo en la «criosfera» de la Tierra. En él se afirma que el océano ha absorbido la tercera parte del dióxido de carbono emitido por los combustibles fósiles y, a consecuencia de ello, se ha acidificado. También ha absorbido casi el 90% del calor adicional generado por los combustibles fósiles. El derretimiento del hielo glaciar –que puede enfriar las aguas en determinadas áreas– produce de manera general una elevación cada vez más acelerada de las temperaturas y del nivel del mar. La solución es clara: dejar de consumir energía fósil a la mayor brevedad. 

En segundo lugar, el denominado «carbono azul» –el carbono «secuestrado» y por tanto sacado del agua del océano e indirectamente, también de la atmósfera–, es otra solución con un gran potencial. Los manglares, las marismas salinas y los lechos de algas marinas son importantes sumideros permanentes de carbono. Otros ecosistemas marinos y del litoral, y la fauna oceánica, pueden desempeñar también un papel en este proceso. Es preciso protegerlos y dejar que se recuperen hasta niveles precedentes, si bien en relación a este tema queda aún mucha investigación pendiente de realizar antes de poder calcular los posibles beneficios. 

Tercero, la destrucción de los ecosistemas marinos y de la biodiversidad es también un problema bien conocido y se debe a prácticas como la sobrepesca de los buques de arrastre, que destruyen el fondo en áreas vulnerables y que, sumado a las tecnologías modernas de localización de capturas, alcanzan un volumen de pesca que impide que las poblaciones puedan recuperarse. Otras actividades que tienen lugar en el fondo marino –especialmente la explotación minera– también tienen parte de culpa. Por lo que respecta a la minería y a la extracción de energía fósil del océano, el mensaje dirigido a la industria debe ser alto y claro: «¡no toquéis el lecho marino!». 

La cuarta causa, sobre las pesquerías y los caladeros, resulta más compleja de gestionar ya que, en relación con la pesca, existen buenas, malas y abominables formas de llevarla a cabo. Las buenas son las técnicas tradicionales de pesca en el litoral o cerca de la costa practicadas por las comunidades costeras o isleñas, a menudo basadas en normas culturales diseñadas precisamente para proteger al ecosistema y que, paradójicamente, son consideradas como no vinculantes o incluso ilegales por los gobiernos centrales. Las malas, son aquellas técnicas de pesca que practican los buques de arrastre más grandes, que arrasan los caladeros cercanos a la costa. Incluso en aquellos casos en los que este tipo de pesca es legal, las cuotas de captura tienden a estar por encima de las que permitirían una pesca sostenible. Finalmente, las formas de pescar abominables son aquellas que implican el uso de venenos, explosivos y artes de pesca que entran directamente en contacto con el fondo del océano. La solución de nuevo es clara: prohibir esta modalidad de pesca, poner freno a la mala y dar más margen a la buena pesca tradicional. Y un buen punto de partida es a menudo, el reconocimiento de los derechos y tradiciones de las comunidades costeñas. 

Parte de la solución podría venir del desarrollo de técnicas y prácticas sostenibles de acuicultura (en tierra) y maricultura (en el océano). Estas podrían paliar los efectos perniciosos que producen la densidad de población en la salud de los peces, el uso de determinados tipos de alimentos y sustancias químicas (incluidos los antibióticos) en las piscifactorías, o el cruce de especies silvestres y cultivadas. Estos son problemas que también pueden abordarse mediante una vigilancia apropiada y un marco regulador adecuado. 

Más difíciles de abordar son los focos terrestres de la degeneración del océano, ya que en ellos interviene una multitud de productos y de prácticas que deberían cambiarse. Actualmente, los sistemas de alcantarillado transportan demasiados contaminantes desde las plantas de tratamiento –allí donde las hay– ya que no han sido diseñadas para lidiar con los flujos de lluvia torrenciales, y no logran capturar la primera descarga de la escorrentía de la tormenta, que es la que contiene más polución. Demasiado a menudo las industrias están autorizadas a liberar grandes cantidades de efluentes sin tratar, en una práctica que debería ser considerada como un vertido de residuos ilegal y no como una forma de gestión de efluentes. El saneamiento de los procesos industriales, basado en primer lugar en la buena práctica en los sistemas de tratamiento, y en segundo lugar en el uso de las mejores tecnologías disponibles, es un primer paso que, además, no tiene un coste elevado. 

La presencia de plástico en el océano es también uno de los problemas que más preocupan, puede que quizá más de lo que debería si atendemos a su daño efectivo sobre el medio ambiente. Esto se debe tal vez a que es visible a simple vista y a que suscita una reacción inmediata de asco –«el factor puaj», en especial si se combina con la idea de comer marisco nutrido de microplásticos. 

Hacia el «océano azul» pasando por el «océano verde» 

Dos de los temas en gran medida ausentes del debate internacional sobre la gobernanza oceánica son la innovación y las oportunidades que ofrece una economía del «océano azul» que sea sostenible y, por tanto, «verde». En este debate predomina todavía la mentalidad de las industrias marítimas tradicionales –en gran parte «sucias»–, incluidas la extracción de petróleo y gas en alta mar, la de minerales en el lecho y en el subsuelo marinos, la construcción de barcos y la gestión de instalaciones portuarias cada vez más grandes, la construcción de oleoductos o el tendido de cables eléctricos y de cables para la transmisión de datos. Las ideas más prometedoras sobre actividades oceánicas sostenibles las están desarrollando empresas de nueva creación (startups) y empresas pequeñas en polos de innovación de todo el mundo, pero no tienen –todavía– el potencial de absorción de capital capaz de atraer el interés de los ministerios de Economía. La energía renovable en alta mar, especialmente la eólica, es la única excepción relevante. 

El año 2022 fue el elegido para acelerar el desarrollo de una gobernanza progresista del océano y para promover soluciones en varios de estos campos. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), declaró el año 2022 como el Año Internacional de la Pesca Artesanal y la Acuicultura (IYAFA), una iniciativa encaminada a poner en valor a los pescadores a pequeña escala, los trabajadores de la pesca y los acuicultores, incluidas las mujeres de las comunidades pesqueras. Dicho reconocimiento por parte de una organización internacional intergubernamental es un primer paso hacia la corrección de los desequilibrios en cuanto a poder e influencia, y hacia el respeto por los derechos y costumbres de las comunidades tradicionales. 

En esta línea, la ONU celebró su Conferencia sobre el Océano en Lisboa a finales de junio de 2022, dos años más tarde de la fecha acordada inicialmente por culpa de la pandemia de la COVID-19. Se revisaron los progresos realizados en relación con el Objetivo 14 de los Objetivos para un Desarrollo Sostenible (ODS), y se acordó elevar el listón para posteriores conferencias respecto al resto de objetivos. La reunión consolidó una plataforma muy necesaria para la cooperación internacional y la toma de decisiones en la gobernanza del océano, cuyo legado más importante puede que sea una nueva rutina de conferencias regulares de la ONU sobre el océano, que marque el ritmo y asesore a los trabajos técnicos realizados entre conferencias, abarcando todo el océano, con la legitimidad propia de todos los países miembros de las Naciones Unidas implicados. 

Las directrices para que el 2022 fuera el Año del Océano se fijaron en una cumbre titulada «One Ocean» que tuvo lugar en Brest, Francia, en el mes de febrero. Fue la primera cumbre con asistencia de jefes de Estado y de gobierno centrada en el océano y organizada por un gobierno, Francia y su presidente Emmanuel Macron desempeñaron un importante papel en la cumbre como anfitriones de más de 55 países. Por lo que respecta a la dinámica política, la cumbre ha reafirmado la idea de que solo existe «Un Océano» indivisible y una sola responsabilidad compartida entre todos los pueblos y gobiernos; también que la acción en el océano puede, y debe, avanzar gracias a la energía aportada por una coalición de países dispuestos a actuar, sin esperar a que el último rezagado se decida a subir a bordo. 

La cumbre abordó la muy debatida cuestión de la pesca ilegal, así como el problema de los contaminantes plásticos y de la polución provocada por la industria pesquera. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) –con sede en París–, manifestó su intención de cartografiar un mínimo del 80% del lecho marino antes de 2030, lo que en función de cómo se implemente y de cómo se garantice el acceso a los datos y a los mapas, podría multiplicar la actividad minera en el fondo marino o bien facilitar su regulación efectiva. La cumbre también dinamizó las negociaciones en curso sobre un acuerdo legalmente vinculante para proteger la diversidad biológica en aquellas áreas de alta mar fuera de las jurisdicciones nacionales de las zonas económicas exclusivas. De firmarse, como está previsto, en 2022, este Tratado sobre Alta Mar colmará probablemente uno de los vacíos más evidentes de la Ley del Mar. 

El año 2022 es también en el que empezó –bajo los auspicios de las Naciones Unidas–, el proceso de negociación de un tratado internacional para controlar y limitar el vertido al océano de residuos plásticos y microplásticos. Aunque la firma de dicho acuerdo podría tomar tiempo y su entrada en vigor deberá esperar unos años más, la velocidad con la que se están abordando los problemas emergentes, sumada a la forma en que están siendo actualizados en procesos diplomáticos formales previos a la promulgación de una ley internacional, dan motivos para el optimismo. 

Los citados no son los únicos procesos en marcha para abordar las cuestiones relacionadas con el océano. Dignos de mención son también la Conferencia de las Partes (CP) de la Convención sobre la Diversidad Biológica (CDB) y la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Ambas tratan el tema de la relación entre la biodiversidad, el cambio climático y el océano, y añaden peso y sustancia a la gobernanza internacional en beneficio del océano. 

Si bien, como se comprueba en lo explicado hasta ahora, el tono y mucho del contenido de los procesos que actualmente abordan los problemas del océano es más alentador que en el pasado, lo cierto es que no son suficientes y el procedimiento es a menudo inadecuado o incorrecto: la voluntad política es aún débil, las negociaciones internacionales son lentas, la supervisión de las actividades marinas es irregular y el cumplimiento de las normas deja mucho que desear. 

Las leyes, subsidios y prerrogativas siguen estimulando más la extracción y la destrucción que la gestión responsable y sostenible. Desde el año 2001, la Organización Mundial del Comercio ha estado debatiendo –y puede que acabe negociando– subsidios para las flotas pesqueras, que contribuyen directamente a la sobreexplotación. Hasta la fecha, el progreso ha sido muy lento y si se alcanza un acuerdo, es más que probable que la supervisión y la persecución de las infracciones sea poco efectiva. Los incentivos a corto plazo prevalecen sobre la reflexión y la planificación a largo plazo, del mismo modo que lo hace el beneficio privado sobre el beneficio para la humanidad. Los humanos son animales terrestres y tienen muchas dificultades para entender bien cómo funciona el océano y cómo deben adaptar su conducta para salvarlo. Esto pone en entredicho durante cuánto tiempo más podrán proporcionar los ecosistemas marinos los servicios de los que dependen los humanos, y qué sucederá cuando dejen de hacerlo. 

La gobernanza y la diplomacia oceánica son y seguirán siendo en un futuro previsible un desafío fronterizo en los asuntos internacionales que afectará directamente a la seguridad alimentaria de todos, y a la seguridad humana y a la subsistencia de los aproximadamente 1.200 millones de personas que en el mundo viven y dependen directamente del océano. 

Lo que se necesita es una coordinación política mucho más intensiva, cooperación internacional y la creación de unas reglas e instituciones internacionales efectivas, de la forma más rápida y ambiciosa que sea posible. Esto requerirá superar la maldición del consenso que lo ralentiza todo en exceso, y requerirá también dinamizar las coaliciones de los que están dispuestos a actuar, incitados tal vez por empresas progresistas interesadas en explotar nuevas oportunidades sostenibles. 

El Consejo Ártico como un modelo de gobernanza en peligro 

En el caso de la gobernanza oceánica, el Consejo Ártico ha devenido un modelo –aunque imperfecto–, ya que ha conseguido centrarse exclusivamente en asuntos civiles, en un contexto en el que las líneas entre las infraestructuras y las competencias civiles, policiales y militares son borrosas, y donde todos necesitan cooperar, por ejemplo, en tareas de búsqueda y rescate. Con la implicación de los pueblos indígenas del Norte Circumpolar en la toma de decisiones –no con rango gubernamental, pero tampoco con un estatus marginal que los equipare a la sociedad civil–, el Consejo Ártico elevó el estándar de respeto a la tradición y a la implicación de la comunidad que pueden seguir otros regímenes de gobernanza en asuntos oceánicos, y también más allá. 

No obstante, en febrero de 2022, Rusia se salió del renglón con un nuevo ataque no provocado contra Ucrania, contra la democracia y la autodeterminación, y contra el sistema normativo internacional, incluidos los principios fundacionales de las Naciones Unidas. Todas las actividades del Consejo Ártico, que en aquel momento estaban bajo la presidencia rotatoria de Moscú, se interrumpieron. Y es difícil imaginar que puedan reanudarse con la participación de Rusia como el único país entre los cinco estados costeros árticos y los ocho estados árticos no perteneciente a la OTAN. El mundo se arriesga a perder el mejor modelo institucional existente para la gobernanza de un mar regional y que podría ser el punto de partida para una mejor gobernanza del océano en su conjunto. 

Cabe esperar que se aprenda la lección y que finalmente el Consejo Ártico pueda reactivarse y, más tarde, reforzarse y replicarse en todos los mares y en el océano como un todo. La humanidad solo tiene un océano, indivisible y completo, que necesita que le den capacidad de recuperación, que lo protejan y que lo gestionen de manera sostenible para beneficio de la humanidad, y no que lo destruya el nacionalismo, la codicia y la corrupción.