El régimen de Al Sisi se institucionaliza

Nota Internacional CIDOB 131
Fecha de publicación: 10/2015
Autor:
Ricard González, politólogo y periodista
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Ricard González, politólogo y periodista

 

Egipto ha dejado definitivamente atrás el convulso periodo revolucionario. En el plazo de tres años, entre 2011 y 2014, el país árabe ha visto cómo eran derrocados dos presidentes, se sucedía una crisis política tras otra y la inestabilidad se instalaba en sus instituciones. Gracias al uso de una represión feroz contra la oposición, el régimen surgido del golpe de Estado del verano de 2013 ha sido capaz de imponer la vuelta a un entorno político más previsible y estable. El nuevo orden se encuentra ya asentado y en pleno proceso de institucionalización. Ahora bien, ello no implica que el país esté exento de recurrentes estallidos de violencia. Egipto padece el azote de una tenaz y variopinta insurgencia islamista, así como una aguda tensión en su tejido social bajo una capa de orden y normalidad.

La percepción de la consolidación del régimen liderado por el mariscal Abdelfatá al Sisi es compartida tanto por la población egipcia como por la comunidad internacional que, tras un periodo de vacilación, ha reconocido al Gobierno actual como el legítimo representante del pueblo egipcio. Estados Unidos, socio estratégico de Egipto desde la firma de los acuerdos de paz con Israel de Camp David en 1978, reanudó su habitual asistencia financiera y militar en marzo pasado. Además, durante los últimos meses, el raïs al Sisi ha conseguido también el espaldarazo de la Unión Europea al ser recibido con alfombra roja en diversas grandes capitales europeas. Y todo ello sin haber necesitado realizar ningún gesto en materia de derechos humanos, tal como se le solicitaba desde algunas instituciones y ONG occidentales. Con Oriente Medio convertido en un hervidero de conflictos bélicos y donde se proyecta la siniestra sombra del autodenominado Estado Islámico, en las cancillerías occidentales se impone la realpolitik

Una hoja de ruta desvirtuada

Tras las elecciones legislativas celebradas en diversas rondas entre los meses de octubre y diciembre, el Gobierno egipcio podrá dar por concluido el proceso de transición iniciado después del derrocamiento del presidente islamista Mohamed Morsi, el primero elegido en las urnas en la historia de Egipto. Los comicios, convocados con más de un año de retraso, constituyen la última etapa de la hoja de ruta elaborada por el Ejército y apoyada por las principales fuerzas políticas laicas, así como otras instituciones de peso como la Iglesia Copta o la Universidad de Al Azhar. Anteriormente, Egipto había aprobado una nueva Constitución, la segunda desde la Revolución del 2011, y había celebrado unas elecciones presidenciales.

Con la formación del nuevo Parlamento, Egipto volverá a contar con un poder legislativo después de un largo lapso de más de tres años. La Asamblea Popular fue disuelta en junio del 2012 por decisión del Tribunal Constitucional al estimar que la ley electoral que rigió las primeras elecciones del periodo postrevolucionario contenía varios defectos formales. En aquellos comicios, los partidos islamistas, con los Hermanos Musulmanes a la cabeza, arrasaron obteniendo cerca de un 70% de los votos.

Tan solo una de aquellas formaciones, los salafistas del partido Nur, que lograron el 25% de los sufragios, ha concurrido también a las presentes elecciones. El resto se encuentran ilegalizadas, incluida la poderosa Hermandad, o bien optaron por boicotear la contienda al considerar que no se daban las garantías mínimas, como es el caso del partido Wasat. Esta posición también la mantuvieron algunos movimientos juveniles y formaciones de izquierda. El hecho es que los precedentes electorales no son alentadores. Durante el referéndum constitucional del 2014, se arrestó y procesó a varios jóvenes por hacer campaña a favor del “no”. Y en las elecciones presidenciales de ese mismo año, el único candidato que se atrevió a desafiar al mariscal al Sisi, el progresista Hamdin Sabahi, denunció irregularidades durante la votación y la parcialidad de algunas instituciones del Estado. En aquellos comicios, el mariscal se impuso con el 96% de los votos válidos. Varios políticos y analistas expresaron su temor a que la coalición “Por el amor de Egipto” cuente igualmente con el favor del aparato estatal y de sus poderosos medios de comunicación afines.

Más allá de estas carencias, el actual clima de hostigamiento de toda voz disidente, ya sea islamista o laica, impide la celebración de unas elecciones libres. Las pruebas del autoritarismo del Gobierno actual son numerosas: docenas de periodistas encarcelados, varias publicaciones críticas secuestradas, la universidad militarizada, ampliación de la jurisdicción de los tribunales militares, etc.

A efectos prácticos, y aunque no haya sido declarado, el país se encuentra otra vez bajo el Estado de emergencia, la herramienta que dio cobertura a las prácticas autocráticas del raïs Hosni Mubarak durante tres décadas. Simplemente, ahora la arquitectura legal es diferente, pues está integrada por una retahíla de leyes regresivas. En el centro, la draconiana ley de manifestaciones, que prevé severas penas de prisión para quienes organicen protestas sin contar con la aprobación del ministerio del Interior. Por haberla violado permanecen encarcelados algunos de los símbolos de la Revolución, como los activistas Alaa Abdelfatá y Ahmed Maher, fundador del Movimiento 6 de Abril. La presunta “transición democrática” prometida tras el golpe de Estado, e incluida en la hoja de ruta, ha resultado ser una farsa.

Al igual que durante la era Mubarak, los diversos servicios de seguridad e inteligencia, con el Ejército al frente, continúan dominando la escena política del país árabe. Sus miembros copan los puestos de mayor responsabilidad y suya es la filosofía que guía la acción de Gobierno. Sin embargo, en muchos aspectos, el régimen actual es más brutal que el anterior. Por ejemplo, los Hermanos Musulmanes eran entonces tolerados y Mubarak nunca se atrevió a arrestar a su Guía Supremo. Ahora, miles de sus miembros, incluida toda su cúpula, se enfrentan a largas condenas de prisión o incluso a la pena capital en procesos sin las garantías procesales mínimas. Asimismo, la cifra de personas arrestadas como consecuencia de su participación en acciones políticas se ha disparado, provocando la masificación de las cárceles, según los informes de las organizaciones de derechos humanos. Las torturas de los detenidos son sistemáticas -más 100 reclusos murieron bajo custodia policial el año pasado- y existen cárceles secretas, como la de Azuli, auténticos agujeros negros legales. 

Un Parlamento dócil

Con la mayor parte de la oposición ilegalizada o en el más puro ostracismo, difícilmente el nuevo Parlamento controlará de forma efectiva la acción del Gobierno y ejercerá de contrapoder para garantizar el pluralismo del país, tal como parecía ser el objetivo de la Asamblea Constituyente. Bajo un sistema de corte semipresidencialista, el poder legislativo cuanta con amplias prerrogativas. Entre ellas, la de vetar la nominación del Ejecutivo propuesto por el presidente. Además, una mayoría reforzada puede retirar la confianza del presidente, poniendo su cargo a disposición de la ciudadanía a través de un referéndum. Por ello, el mariscal al Sisi, acostumbrado a detentar un poder omnímodo, ve con recelos la constitución del nuevo Parlamento. El raïs ha aprovechado la ausencia del poder legislativo para aprobar centenares de leyes, algunas de ellas de calado, a través de decretos y sin ningún tipo de debate social. Durante sus primeras sesiones, el Parlamento deberá estudiar el conjunto de la legislación promulgada por el raïs y posee la capacidad de revocarla, lo que suscita un cierto nerviosismo en el palacio de Ittihadiya.

En unas recientes declaraciones, al Sisi llegó incluso a proponer enmendar la Carta Magna para reforzar la posición del poder ejecutivo frente al legislativo. “La Constitución otorgó al Parlamento amplios poderes, con buenas intenciones, pero un país no se gobierno con buenas intenciones”, declaró el raïs, que recurrió a la amenaza terrorista para reiterar la importancia de la conservar la unidad de todos los estamentos de la sociedad egipcia. A su juicio, la deliberación representa un signo de debilidad, tanto en las casernas como en las instituciones políticas. De hecho, al Sisi hizo una llamada a los partidos para que formaran una sola lista, eliminando cualquier competición política. Además, los medios de comunicación oficialistas difundieron con insistencia la idea que el país no necesitaba un poder legislativo en la coyuntura actual, levantando las sospechas de la eventualidad de otra suspensión de los comicios.

La desconfianza de al Sisi, y en general del Ejército, hacia los partidos políticos viene de lejos. Su prohibición fue una de las primeras medidas adoptadas por el general Gamal Abdel Nasser después de la revolución de 1952. Por lo tanto, no es de extrañar que el Gobierno aprobara una ley electoral destinada a evitar la formación de bloques políticos sólidos en el Parlamento. De los 596 diputados, sólo 120 -aproximadamente un 20%- se escogen en listas de partidos políticos. La mayoría, 448 escaños, corresponden a candidatos individuales. El resto, un 5%, los nombra al Sisi a dedo. Según la mayoría de analistas, este sistema electoral favorece la elección de los caciques locales que dominaban la Asamblea Popular en la era Mubarak. No en vano, de acuerdo con una estadística del diario oficialista Al Ahram, cerca de un 40% de los candidatos en liza pertenecían al difunto Partido Nacional Democrático (PND), el partido de Mubarak que acaparaba los parlamentos anteriores a la revolución de 2011.

Así las cosas, lo más probable es que, en lugar de ideologías, en la Asamblea Popular se vean representados tan sólo intereses privados. La coalición que cuenta más opciones de hacerse con la victoria en los escaños dedicados a los partidos, bajo el curioso nombre de “Por el amor de Egipto”, ni tan siquiera cuenta con un programa político. Lo único que une a esta alianza de personalidades políticas, celebridades y pequeños partidos, es su ambición de ganar un escaño. Todos ellos se identifican con el raïs al Sisi y prometen colaborar con él en la aplicación de su proyecto para Egipto. El recelo de la opinión pública y la falta de competición ideológica hacen prever una elevadísima tasa de abstención. De hecho, en la primera de las cuatro fases electorales tan solo votó un 26% de los ciudadanos convocados a las urnas, un marcado descenso respecto al 46% de las presidenciales del año pasado.

Con estos mimbres, el Parlamento se convertirá en el escenario de una pugna entre diversas redes clientelares por los recursos públicos, reforzando la percepción cínica que atesora buena parte de la ciudadanía egipcia respecto a la política, sinónimo de intereses crematísticos y corrupción institucionalizada. Quizás esta realidad explique, en parte, la estrategia de al Sisi de apostar por un Parlamento fragmentado y débil en lugar de crear un sistema de partido único mayoritario, como sucedía en la era Mubarak con el PND. Una escena política desideologizada y dominada por intereses caciquiles, con los partidos de la oposición aún más debilitados, es un panorama ideal para presentar al Ejército como la única institución que vela realmente por los intereses nacionales.

En consecuencia, el principal interés de las actuales elecciones consiste en que darán forma al proceso de institucionalización del régimen, determinando los equilibrios de poder entre sus diversos componentes. Algunas informaciones apuntan a la existencia de tensiones entre una parte de la élite empresarial y el régimen a causa de la pujanza de las compañías propiedad del Ejército. Así, Ahmed Ezz, el magnate quizás más identificado públicamente con Mubarak, vio vetada su candidatura a las elecciones. Sea como fuere, es de esperar que el Parlamento ofrezca una actitud dócil frente al Gobierno.

Tan sólo una marcada caída en la popularidad de al Sisi podría provocar que una parte significativa de los diputados se erigiera en un bloque de oposición al régimen. Y aun en este caso, las autoridades podrían recurrir a una disolución de la Cámara a través de una sentencia del Tribunal Constitucional alegando que la ley electoral es inconstitucional, una espada Damocles que pende sobre los diputados incluso antes de ser elegidos, de acuerdo con numerosos expertos. 

La amenaza terrorista

El principal elemento legitimador del régimen egipcio es la lucha antiterrorista. Y lo es tanto a nivel doméstico como internacional. El combate contra el terrorismo yihadista es la coartada del Gobierno para recortar, con el apoyo de un amplio segmento de la ciudadanía, las libertades individuales conseguidas gracias a la revolución. Asimismo, le permite presentarse en los foros internacionales equiparando la amenaza que padece Egipto con las de otros países de la región hostigados por el yihadismo y así reclamar su colaboración.

Tras el golpe de Estado, se creó una potente y diversa insurgencia de inspiración islamista con capacidad de golpear al Estado de forma continuada. Ahora bien, a pesar de haber llevado a cabo alguna operación de notable sofisticación, la insurgencia no ha podido hacerse con el control de ninguna parte del territorio egipcio, a diferencia de lo sucedido en otros países cercanos, como Iraq, Libia o Yemen. Su mayor éxito fue el asesinato del fiscal general Hisham Barakat en junio de 2015. Más que a un colapso de sus instituciones, con una larga historia a sus espaldas, Egipto se enfrenta a un escenario de violencia sostenida de intensidad media a medio plazo.

Después de dos años con la lucha antiterrorista situada en el centro de la agenda política, el Estado no parece capaz de neutralizar a los grupos insurgentes. Los datos hablan por sí mismos: en la primera mitad de 2015, la cifra de atentados ascendió a 721, mientras que un año antes fue de 155, según el recuento del Tahrir Institute for Middle East Policy (TIMEP). Además, la localización geográfica de los atentados se ha ido diversificando, lo que apunta a una mayor penetración de estos grupos en la sociedad. Mientras que en 2013 la franja norte de la península del Sinaí, tradicional base de operaciones de los grupos armados salafistas, acaparaba más del 65% de los ataques, ahora representa tan solo el 30%. En cambio, el área metropolitana de El Cairo se ha convertido en uno de los principales focos de actividad insurgente.

Las víctimas de los grupos rebeldes son mayoritariamente miembros de las fuerzas de seguridad, tanto agentes de policía como soldados. Se calcula que han fallecido ya más de 700. Sin embargo, recientemente han aumento los atentados contra objetivos de tipo civil, sobre todo económicos. En el mes de abril, las fuerzas de seguridad abortaron una operación suicida contra el templo de Karnak, en la ciudad de Luxor, en el que podría haber sido el primer ataque con un elevado número de víctimas civiles. Hasta entonces, el sector turístico, uno de los puntales tradicionales de la economía egipcia, se había librado de atentados.

La filial del autodenominado Estado Islámico, Wilayat Sina ("Provincia del Sinaí" en árabe), es el grupo que ha cometido un mayor número de atentados, incluidos los más mortíferos y sofisticados. Conocido anteriormente como Ansar Bait al-Maqdis, la milicia fue rebautizada el año pasado después de jurar lealtad al Daesh. Este grupo yihadista egipcios se creó en 2011, después de la revolución, a partir de la fusión de varios grupúsculos que operaban exclusivamente en el Sinaí. La milicia se nutría sobre todo de beduinos alienados por la marginación a la que ha sometido el Estado egipcio a esta región durante décadas. Originalmente, sus operaciones tenían en su punto de mira Israel pero, después de la asonada, pasaron a centrarse en policías y soldados.

Los dos otros grupos más activos son Ajnad Masr ("Soldados de Egipto) y el Movimiento Aliado de Resistencia Popular (MARP). Ambos profesan una ideología islamo-nacionalista y apelan a una legitimidad revolucionaria vinculada al levantamiento del 2011 contra Mubarak. La mayoría de expertos se decanta por no considerarlos de tendencia yihadista, pues sus acciones suelen evitar las víctimas civiles y no las justifican declarando "infieles" a sus enemigos, dos características habituales de los grupos extremistas islámicos. Entre todas estas milicias, no parece haber ningún tipo de colaboración o vínculos formales. Por otra parte, cabe resaltar que cerca de un 60% de los atentados no son reivindicados por ningún grupo, según el TIMEP. Por lo tanto, un porcentaje indeterminado podría provenir de actos de venganza personales de familiares o víctimas de la represión y no ataques terroristas.

Por su parte, el Gobierno egipcio atribuye todas las acciones violentas a los Hermanos Musulmanes, pues argumenta que son quienes controlan realmente los diversos grupos insurgentes. El régimen mete en un mismo saco prácticamente a todos los movimientos islamistas, independientemente de que apoyen públicamente la lucha armada o no. El problema del Ejecutivo egipcio es que no goza de una gran credibilidad entre Gobiernos y analistas extranjeros. De ahí que la Hermandad no figure en la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos, ni tampoco de ningún país de la Unión Europea. El hecho de que el régimen egipcio culpe a los Hermanos Musulmanes de cualquier atentado contundente tan solo horas después de haber ocurrido, sin tan siquiera esperar a la conclusión de la investigación oficial, no ayuda a sus problemas de credibilidad. 

Ejército, nacionalismo y prosperidad

Junto a la lucha antiterrorista, los otros dos pilares sobre los que se sustenta la legitimidad del régimen egipcio, ambos íntimamente ligados, son su retórica nacionalista y el culto a la personalidad que dispensan al mariscal al Sisi la práctica totalidad de medios de comunicación del país. El Ejército egipcio, el más potente del mundo árabe, es uno de los principales motivos de orgullo del nacionalismo egipcio, y el régimen aprovecha cualquier ocasión para utilizarlo. Ya sea por la reciente compra de sofisticado armamento a Francia -24 cazabombarderos Rafale y dos buques de guerra- o una operación de bombardeo aéreo contra bases del Estado Islámico en Libia como venganza por el brutal asesinato de 21 inmigrantes cristianos egipcios.

En el marco de esta narrativa se inscribe el acercamiento a Rusia llevado a cabo bajo la presidencia de al Sisi, que ya ha visitado Moscú en tres ocasiones para sellar una alianza estratégica en los ámbitos político y militar. Una política exterior más independiente respecto a Washington es uno de los ejes de la diplomacia egipcia del actual presidente. Su renovada alianza con Moscú obliga a El Cairo a realizar difíciles equilibrios diplomáticos en otros escenarios, pues la política rusa en Siria choca frontalmente con la de Arabia Saudí, su gran aliado regional. De acuerdo con las estimaciones de los expertos, las petromonarquías del golfo Pérsico han concedido a Egipto una asistencia financiera por valor de unos 30.000 millones de dólares en los últimos dos años, lo que ha permitido mantener a flote a la maltrecha economía egipcia.

El vigor de la retórica nacionalista y el culto a la personalidad de al Sisi, que goza del firme apoyo de una parte importante de la población egipcia, ansiosa por volver a la estabilidad, no son sostenibles a largo plazo sin una mejora de la situación económica del país. No hay que olvidar que, además de “libertad”, el eslogan que resonaba con más fuerza en la plaza Tahrir durante la revolución del 2011 pedía “pan” y “justicia social”. En este sentido, el régimen confía en el despegue de la economía egipcia para imponer su modelo político, debilitar a la oposición y apuntalar su viabilidad futura. Es una nueva versión del viejo pacto social autocrático ofrecido por el general Gamal Abdel Nasser en los años cincuenta, que exigía obediencia a cambio de prosperidad. Más pan a cambio de menos libertad.

Aunque el Gobierno no ha ofrecido aún una visión detallada de su proyecto económico, se sabe que otorga un papel central al Estado como motor del desarrollo a través de la construcción de grandes proyectos de infraestructuras. El más emblemático, la construcción de una ramificación del canal de Suez, fue inaugurado con gran pompa en agosto de 2015. Este proyecto, con el que el “nuevo Egipto” quiso presentarse al mundo, representó a la perfección el matrimonio entre nacionalismo y prosperidad que pretende oficiar el Ejército, un auténtico imperio económico cuyas empresas afiliadas llevaron a cabo buena parte de los trabajos. Las autoridades reconocen que un crecimiento robusto no será posible sin el esfuerzo inversor del sector privado. De ahí que una parte fundamental de dicho proyecto sea la creación una gran zona franca industrial en el área adyacente del Canal con la finalidad de atraer inversiones extranjeras multimillonarias.

De momento, gracias al aumento de la inversión pública, el Gobierno ha conseguido relanzar la economía. Las previsiones del FMI apuntan un crecimiento del PIB del 4,2% para 2015, y las del Gobierno ascienden al 5%. Está por ver si este crecimiento es sostenible, pues la generosidad de las petromonarquías aliadas del Golfo no es infinita, sobre todo en un escenario de bajos precios del petróleo. Además, otros macroproyectos gubernamentales, como la construcción de una nueva capital en mitad del desierto o la construcción de un millón de viviendas sociales, se encuentran encallados. En el ámbito económico, la mejor noticia que ha recibido el Ejecutivo es el descubrimiento de un yacimiento de gas natural que podría ser el mayor del mar Mediterráneo.

Incluso si el Gobierno consigue su objetivo de situar la tasa de crecimiento por encima del 6%, ello no asegura una mejora automática en el nivel de vida del ciudadano de a pie. Durante sus últimos cinco años, el régimen de Mubarak también registró un crecimiento medio del PIB del 6%. No obstante, sin apenas ninguna herramienta institucional para la redistribución de la riqueza, los grandes empresarios acapararon los beneficios, provocando que se dispararan las desigualdades sociales. ¿Sucederá lo mismo con el nuevo orden político?

A largo plazo, el desafío para las autoridades es enorme, pues durante los últimos años ha repuntado la natalidad, pasando de una media de 2,6 hijos por mujer en 2008 a 3,4 en 2014. Se calcula que la economía deberá crear cada año cerca de un millón de empleos para integrar a los jóvenes que se incorporan al mercado laboral.

En resumen, las previsiones en Egipto de cara a los próximos años están marcadas por la estabilidad. A pesar de su tenacidad, no parece que la insurgencia pueda ser capaz de poner en peligro la supervivencia de un régimen que tras dos años de vida se ha consolidado y está en proceso de institucionalización. Ahora bien, a largo plazo, su éxito no está garantizado, pues persisten los mismos problemas y retos que no supo abordar un sistema aparentemente sólido como el de Mubarak. La generación de jóvenes que protagonizó la revolución del 2011 ofrece muestras de fatiga, apatía y temor. Sin embargo, sin una mejora de sus expectativas, una nueva generación puede volver a invocar el espíritu revolucionario de la plaza Tahrir de aquí a una década.

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012