El papel del voto latino en las elecciones estadounidenses de 2016

Nota Internacional CIDOB 158
Fecha de publicación: 10/2016
Autor:
Allert Brown-Gort, Visiting Professor, Instituto Tecnológico Autónomo de México, ITAM
Descargar PDF

La portada del 5 de marzo de 2012 de la revista TimeMagazine proclamaba audazmente: «Yo decido. Por qué los latinos elegirán al próximo presidente». Más recientemente, el 3 de junio de 2016, Jonathan Capehart del Washington Post inició un artículo afirmando que «[al] leer los resultados de las encuestas para las elecciones presidenciales de 2016, la cifra a la que debe prestarse mayor atención es la del apoyo de los latinos. Hace años que lo sabemos».

Para los lectores de fuera de Estados Unidos, estas afirmaciones podrían parecer exageradas o, por lo menos, desconcertantes. Al fin y al cabo, ¿por qué de repente son importantes los latinos? ¿Y, de hecho, quiénes son y por qué son tan importantes políticamente?

La respuesta corta a estas preguntas es que los latinos ahora son importantes porque han pasado a ser el segundo grupo demográfico más significativo del país, como resultado del notable aumento de las tasas de inmigración de América Latina en las últimas décadas del siglo XX, junto con su tasa de natalidad relativamente superior. El concepto de «latino» o «hispano» (en este artículo se usan de modo intercambiable) en el contexto de Estados Unidos es un identificador social panétnico para las personas originarias de América Latina y sus descendientes. Lo que es más importante, su existencia como grupo demográfico, y la importancia política resultante, demuestra lo difícil que es entender el sistema político estadounidense sin explorar el papel que desempeñan en esa sociedad los conceptos de «raza» y «origen étnico».

Pero, antes de profundizar en estas cuestiones, cabe mencionar que en las últimas dos décadas predecir el crecimiento del poder político de los latinos en Estados Unidos se ha convertido en un tema recurrente en las noticias sobre política, aunque, hasta la fecha, las predicciones del tamaño y la influencia de este grupo étnico no se han cumplido.

Existen muchos motivos que explican la disparidad entre el tamaño de dicha población y su eficacia política, entre ellos, la gran proporción de adultos que no son ciudadanos estadounidenses, así como el hecho de que los que sí lo son suelen ser más jóvenes, tener un nivel educativo más bajo y menos ingresos que la población en general; todas ellas son condiciones, como sabe la ciencia política, que limitan el comportamiento en las urnas.

Pero ya desde las elecciones de 2012 se empezaron a ver señales de que esta situación podría estar cambiando, cuando el número de latinos que votaron a Obama superó el margen en votos populares, y podría decirse que de este modo los votantes latinos fueron decisivos en esas elecciones. Y, como veremos, se dan buenos motivos para pensar que, en las elecciones de 2016, el voto latino finalmente podría llegar a su madurez. 

¿Por qué son importantes los latinos?

Según la Oficina del Censo de Estados Unidos, los 56,6 millones de hispanos de Estados Unidos son actualmente el segundo mayor grupo étnico o racial del país. Las personas de origen mexicano representan casi las dos terceras partes (34 millones, aproximadamente 11,8 millones de los cuales nacieron en México) de los latinos del país. A continuación, les siguen los de origen puertorriqueño, 4,9 millones de los cuales viven en la zona continental (y 3,5 millones más son residentes en la isla de Puerto Rico). Además, otros cinco grupos de hispanos ostentan una representación superior a un millón de personas cada uno: cubanos, salvadoreños, dominicanos, guatemaltecos y colombianos.

Esta situación es el resultado de una de las transformaciones demográficas más importantes en la historia de Estados Unidos. Se prevé que la población blanca (no hispana), que durante mucho tiempo ha constituido la gran mayoría, disminuya del actual 61% del total de la población al 47% hasta 2050. Se prevé que la población negra se mantenga bastante estable (actualmente representa el 12,4% de la población y se espera que sea el 12,8% en 2050), pero la proporción de la población asiática aumentará considerablemente, del 5,3% al 8,4%. Mientras tanto, se espera que la población latina —que solo representaba un 3,5% de la población total en 1960— aumente del actual 17,7% al 26,5% previsto para el año 2050.

Existe un consenso en que las semillas del cambio demográfico actual se encuentran principalmente en la aprobación de la Ley de Inmigración y Nacionalidad (Immigration and Nationality Act) de 1965, comúnmente conocida como la Ley Hart-Cellar. Esta legislación representó una reordenación fundamental de la ley de inmigración y se aprobó con el mismo espíritu que la Ley sobre Derechos Civiles (Civil Rights Act) de 1964 y la Ley del Derecho al Sufragio (Voting Rights Act) de 1965, pero también —en el contexto de la Guerra Fría— pensando en la imagen de Estados Unidos en el exterior en materia de igualdad racial. Esto puso fin a la era de las cuotas restrictivas que había empezado con la adopción de la Ley de Cuotas (Quota Act) en 1924; abrió las puertas a la mayor entrada de inmigrantes desde el inicio del siglo XX y cambió radicalmente la composición de los inmigrantes que llegaban a Estados Unidos. Aunque antes de 1965 los inmigrantes del «hemisferio occidental» (en realidad, México; Canadá, especialmente Quebec; y, en menor medida, Cuba y las Indias occidentales) no estaban sujetos a las cuotas que se imponían al resto del mundo, en la práctica, la ausencia de cuotas quedaba compensada con importantes barreras administrativas diseñadas para permitir básicamente que solo entraran en el país trabajadores inmigrantes no permanentes. De este modo, cuando se eliminaron las cuotas, muchos más inmigrantes latinos se decidieron a dar el paso formal. Esto —junto con la reducción del crecimiento demográfico en Europa— explica que, a diferencia de las anteriores olas migratorias, los inmigrantes ya no venían en su gran mayoría de Europa, sino predominantemente de América Latina y, cada vez más, de Asia.

Pero la nueva inmigración no fue el único motivo del enorme cambio demográfico. Igual que en todos los países desarrollados, la tasa de natalidad de la población nativa empezó a decaer aproximadamente al mismo tiempo, y la población en su conjunto empezó a envejecer —hasta el punto que se prevé que la población blanca no solo disminuya como proporción del total, sino que empiece a disminuir en cifras reales a partir de 2030—. En este contexto, la tasa de natalidad más elevada de la población nacida en el extranjero ha adquirido incluso más importancia, y la segunda generación se ha convertido en el principal impulsor del crecimiento de la población. Según la Oficina de Censos, entre 1993 y 2013, la cifra de latinos nacidos ya en EEUU menores de 18 años se duplicó con creces (con un aumento del 107%), en comparación con el aumento de solo el 11% de los menores de 18 años en la población general. Este crecimiento de la segunda generación se da incluso en una época de poca migración, de modo que, aunque el número de inmigrantes latinos presentes en el país aumentó ligeramente en los cinco años entre 2007 y 2012 (de 18 millones a 18,8 millones), su proporción como parte de la población latina total disminuyó y pasó del 40% al 36%. 

¿Quiénes son los latinos?

Como ya se ha indicado, en el contexto de Estados Unidos «latino» es un identificador social panétnico, es decir, incluye poblaciones de distintos orígenes nacionales basándose en la geografía o cultura, y lo usan tanto la sociedad en general como el Gobierno. Actualmente la definición que utiliza el Gobierno federal es la de la Oficina de Gestión del Presupuesto (OBM, por sus siglas en inglés) estadounidense: «“Hispano” o “latino” hace referencia a una persona de origen o cultura de Cuba, México, Puerto Rico, Sudamérica, América Central o de otra cultura u origen españoles, independientemente de la raza.» En Estados Unidos, las definiciones sociales de raza mayoritariamente aceptadas siguen basándose en las definiciones de «raza» y «origen étnico» creadas por el Gobierno. Si bien actualmente los científicos de todo el mundo consideran que el concepto de raza no tiene ningún fundamento biológico, se reconoce que sigue siendo un concepto social muy poderoso.

Y, a pesar de la definición formal aparentemente completa del término, este identificador social no siempre se puede aplicar fácilmente. Los elementos más dominantes de la sociedad suelen imponer las identidades panétnicas en grupos subordinados, «agrupando» varios grupos diferentes para facilitar el control social. Esto se puede apreciar al ver que el concepto de asiático-americano, otro colectivo panétnico, incluye a los descendientes de inmigrantes de China, Corea y Japón, así como a los de India, Pakistán y Bangladesh —y también de todos los lugares intermedios—.

Más concretamente, el núcleo de la identidad latina panétnica está compuesto por 19 grupos distintos originarios de países de América Latina con unas claras características culturales e historias raciales. También existen comunidades específicas en Estados Unidos que emigraron desde dentro de estos países, por ejemplo, pueblos indígenas como los mayas, que se identifican más con sus grupos etnolingüísticos que con su origen nacional concreto, o miembros de grupos como los Jubans (judíos cubanos) o los Lexicans (libaneses mexicanos), que fueron el resultado de migraciones anteriores. Además, la fluidez de este concepto sociopolítico quizás se observa mejor al ver que la definición no siempre incluye a las comunidades de origen brasileño, haitiano, o incluso filipino, que son consideradas «latinas» en algunas zonas de Estados Unidos pero no en todas. En otras palabras, se trata de un grupo étnico que está en proceso de consolidación.

Sin embargo, los elementos comunes entre la mayoría de estos grupos de cultura española (o ibérica), el uso generalizado de la lengua española y la procedencia católica sirven de común denominador para desarrollar la identidad. Contribuyen a este proceso las décadas de unas culturas mediáticas y de entretenimiento cada vez más integradas, que han ayudado a unir más a las distintas comunidades.

Sin embargo, a largo plazo, la identidad «latina» todavía puede estar más determinada por fuerzas externas, es decir, por las acciones del Gobierno y de la sociedad en general. En cualquier caso, cabe destacar que, en los últimos años, la dirección que ha tomado el Gobierno ha sido muy diferente de la que ha tomado la sociedad. Desde la aparición del movimiento por los derechos civiles en la década de los sesenta, el Gobierno en general ha trabajado para conseguir una mayor inclusión. Entretanto, y quizás como reacción a lo que consideran un favoritismo injustificado o por miedo a perder el control, un número considerable —y en aumento— de blancos ha empezado a adoptar posturas excluyentes.

El papel del Gobierno resulta decisivo en gran parte del debate sobre la identidad social y su papel en la creación y el mantenimiento de los sistemas de control y organización social, mediante su capacidad de determinar, poner en práctica y modificar estos conceptos. Distintas acciones, desde el formato del censo hasta los efectos de varias leyes —mediante la legislación y las sentencias judiciales—, regulan todo tipo de aspectos de la vida, como el comportamiento social, la inmigración, la economía y el acceso político.

La Oficina del Censo de Estados Unidos siempre ha reflejado las divisiones sociales del país (y, en cierta medida, ha contribuido a crearlas). Desde el inicio, el censo decenal no era solo un modo de contar a las personas, sino que estaba más bien ligado a cuestiones políticas importantes, como cuántos representantes en el Congreso tendrían los estados o cuántos impuestos deberían al Gobierno federal. En este sistema, las nociones de raza ejercían un papel clave, ya que los esclavos, aunque no podían votar, contaban como tres quintas partes de una persona en los prorrateos para el Congreso. Hasta 1850 solo se contaba a los cabezas de familia y se incluía a los esclavos como cifras en lugar de nombres. También se usaba el censo para contar a las personas consideradas «indeseables». No se contó a los indios (no tenían que pagar impuestos, es decir, pertenecían a una tribu soberana reconocida) en absoluto hasta finales del siglo XIX. A principios de 1870 se contó a los chinos por separado, seguidos de otros grupos asiáticos a inicios de la primera década del siglo XX. En esa época también se empezaron a registrar categorías de distintas mezclas de razas para los negros. En el censo de 1930 —en medio de la primera ola de deportación en masa del país—, se incluyó de modo puntual una categoría de raza «mexicana». Los censistas, que iban puerta por puerta, rellenaban los formularios y los encuestados no podían declarar la ascendencia que querían. Las instrucciones que recibían los encuestadores indicaban normas muy específicas sobre la aceptación de determinadas respuestas de las personas, sobre todo, las de origen de raza mixta o no blanco. De modo similar, había varias leyes estatales que definían a los negros con unos términos de ascendencia muy específicos.

En una fecha tan reciente como 1964, el destacado sociólogo Milton Gordon afirmó que «las relaciones [g]ubernamentales con la sociedad en general, por definición, no se basan en el origen étnico». Aunque algunos cuestionaban la veracidad de dicha afirmación, queda bastante claro que el movimiento en pro de los derechos civiles cambió fundamentalmente esa relación. Si, antes de esa época, la complicidad de los gobiernos a todos los niveles para asegurar unos resultados desiguales había afectado a la identidad étnica al imponerla desde fuera de los grupos, la decisión de los gobiernos de ayudar a los miembros de determinados grupos étnicos para compensar las injusticias del pasado mediante acciones afirmativas y otros programas ha dado ahora un gran impulso a la identidad étnica desde dentro de estos grupos al canalizar las prestaciones. Los gobiernos locales y estatales, pero, en especial, el Gobierno federal, fomentaron la movilización y la conciencia étnica con una amplia variedad de programas. De este modo, la naturaleza de los programas gubernamentales siguió determinando los cambios en las fronteras étnicas.

Así, por ejemplo, como resultado del movimiento de los derechos civiles, el censo cambió considerablemente sus métodos y, en 1970, eran los propios ciudadanos quienes cumplimentaban los formularios censales. Además, invirtió por completo su planteamiento, contando, para medirlo, a quién se excluía y ayudar así a destinar mejor los recursos, en contraposición a la práctica anterior de contar para ayudar a excluir.

En la última versión de los grupos de población sobre los que el Gobierno debe recoger datos, publicada en 1997, la OMB obligó a todas las agencias federales a usar cinco categorías raciales: blancos; negros o afroamericanos; amerindios o nativos de Alaska; asiáticos, y nativos de Hawái u otras islas del Pacífico. Para los encuestados que no se identificaban con ninguna de estas categorías raciales, la Oficina del Censo de Estados Unidos incluyó una sexta categoría denominada «otra raza» en los cuestionarios censales de 2000 y 2010. Además de las categorías raciales, la OMB también requirió el uso de dos «orígenes étnicos» independientes de la raza: «hispano o latino» y «no hispano o latino». También estableció que la «raza» y el «origen étnico» eran conceptos diferentes e independientes y que, al recoger estos datos mediante la autoidentificación, debían usarse dos preguntas diferentes.

Sin embargo, como se ha mencionado anteriormente, si el Gobierno ha cambiado considerablemente hacia una mayor inclusión en las cuestiones étnicas y raciales, en la sociedad existen unas fuerzas considerables que avanzan en sentido inverso. Podemos observar los efectos de esta resistencia en la interesante pregunta de por qué los inmigrantes latinos —o, lo que es más importante, sus descendientes—, habida cuenta de su gran número y larga historia en Estados Unidos, todavía en general no son considerados «blancos», sino parte de un «origen étnico» diferente. Al fin y al cabo, los latinos han sido un elemento integral de gran parte de lo que finalmente pasó a formar Estados Unidos desde el siglo XVI y, de hecho, legalmente se consideraban «blancos». Por lo tanto, podían optar a la ciudadanía (una condición, por cierto, que durante muchos años se negó a casi todas las demás personas «de color») desde el momento en que un número considerable pasó a formar parte del país por primera vez en 1848 en virtud de los términos del Tratado de Guadalupe Hidalgo, que marcó el final de la guerra entre México y Estados Unidos. Actualmente un 88% de los latinos se autoidentifican como «blancos» en los formularios censales. Además, muchos otros grupos de inmigrantes, por ejemplo, los irlandeses y los italianos, han pasado de ser considerados una raza diferente en el momento de su llegada a ser considerados hoy indudablemente blancos. Entonces, ¿por qué no sucede lo mismo con los latinos?

La respuesta está relacionada con los efectos históricos del debate político y social sobre inmigración y sus efectos en el orden social racial, junto con su reflejo contemporáneo, que parece dominado —de modo significativo si la candidatura de Trump es una medida válida— por el miedo a los efectos del cambio demográfico. Incluso hoy, muchos residentes blancos consideran a todos los latinos inmigrantes y, además, básicamente «ilegales», lo que no se corresponde mucho con la realidad, sino más bien con la posición que han ocupado en el orden etnorracial norteamericano durante más de 150 años. Esto ha situado a los latinos en el centro de gran parte del debate acerca del papel de los inmigrantes en la promoción de los derechos civiles y en la creación —y la amenaza— de un país «multicultural».

En los últimos 15 años, a pesar de los altibajos, el debate sobre migración en Estados Unidos, en general, se ha vuelto más positivo pero, a la vez, con un sesgo más pronunciado. Ha quedado demostrado que la inmigración y las cuestiones relacionadas son un buen indicador de los debates culturales y económicos que han acompañado la trayectoria del país hacia una polarización política cada vez mayor durante el mismo periodo. Y, si bien se podría argumentar que este debate hostil sobre inmigración es tal vez consecuencia de la debilidad económica general que ha sufrido Estados Unidos desde el inicio del siglo, indicios sólidos señalan que el discurso actual sobre inmigración también se ha vuelto mucho más beligerante en respuesta a las señales étnicas, es decir, por el miedo al «oscurecimiento de Estados Unidos». La nominación de Donald Trump como candidato a la presidencia del Partido Republicano demuestra que existe un sentimiento bastante arraigado en una parte de la población —especialmente personas blancas con pocos estudios, mayores, de clase trabajadora o media-baja— en contra de los inmigrantes y, más especialmente, de los latinos.

El resultado es que, si el debate sobre inmigración sigue desarrollándose en términos muy partidistas con unas posiciones cada vez más extremas, entonces probablemente solo estamos viendo el inicio de una división a largo plazo del electorado estadounidense, mientras la utilidad política de la identidad panétnica latina cada vez queda más clara. Es decir, se consolidaría el ciclo de rechazo que se refuerza mutuamente, en el que los miedos a las consecuencias del cambio demográfico, exacerbados políticamente, dan lugar a un debate negativo sobre la inmigración centrado en los latinos, que responden a la defensiva, cerrando filas alrededor de una identidad unitaria panétnica para aumentar su influencia como grupo, lo que, a su vez, generaría más ansiedad.

Sin esta sensación de rechazo, es bastante probable que la mayoría de latinos —igual que tantos otros grupos de inmigrantes antes de ellos y como parece que han hecho muchos latinos durante años— a la larga pasaran a ser «blancos» y, por lo tanto, se acabaría el problema. Es decir, a causa de las fuerzas inexorables de la asimilación —integración, aculturación y matrimonios mixtos—, la identificación panétnica «latino» dejaría de ser funcional y, con el tiempo, se convertiría en un «origen étnico simbólico» más. Así pues, irónicamente, parece probable que justamente sea el temor al cambio cultural y demográfico que tendría lugar cuando los blancos dejen de ser la mayoría absoluta de la población lo que da a la etiqueta panétnica validez política y, por lo tanto, crea las propias condiciones para que se produzca dicho cambio —y quizás incluso que sea permanente—. 

¿Por qué son políticamente importantes los latinos?

Los blancos suponen el 70% del electorado, porcentaje que ha disminuido desde el 85% en 1980. El censo estadounidense actualmente prevé que, para el año 2060, los blancos sean solo el 46% por ciento del electorado, mientras que los latinos habrán aumentado del actual 13% al 27% del conjunto de votantes.

En los últimos 15 años la influencia política de los latinos ha crecido de modo constante, aunque desigual. En parte esto responde a las características demográficas de la propia población latina, cuya combinación limita el comportamiento en las urnas. Entre la porción de inmigrantes de la población, muchos no tienen la ciudadanía y, por lo tanto, no pueden votar. Pero incluso entre los que sí pueden existe una gran variedad de niveles de aculturación política que, según se ha demostrado, tiene un efecto decisivo en el partidismo y los índices de participación política. Los nacidos en Estados Unidos son principalmente jóvenes y tienen un nivel educativo y de ingresos relativamente inferior. Y quizás lo que es más importante es la novedad relativa de la identidad panétnica y las dificultades muy reales a la hora de crear dicha identidad «impuesta». Sin embargo, probablemente esto va a empezar a cambiar, ya que cada vez más latinos ya han nacido en EEUU y se han socializado en el sistema político y el entorno etnorracial estadounidense.

Ya se ha visto que las contrarreacciones al nativismo contra los latinos han aumentado la inscripción en el registro electoral y los índices de votación, así como otras formas de participación cívica y política, aunque hasta ahora estos efectos se han limitado a iniciativas locales o estatales concretas (como la reacción a la Propuesta 187 de California en 1994) y a periodos específicos (como las masivas marchas de inmigrantes en 2006). En estos casos, queda claro que el discurso negativo acerca de la inmigración provocó una creciente identificación panétnica y una movilización cívica y política directamente asociada a la identidad panétnica. Y, si el partidismo en el Partido Demócrata hasta el momento ha sido desigual, sin duda, los latinos han ido abandonando el Partido Republicano. Queda por ver si este partidismo en aumento también comportará una mayor movilización política entre esta población.

En este sentido, se puede afirmar que la utilidad política de la identidad panétnica ha cambiado la tendencia hacia una desasimilación, a medida que miembros del grupo empiezan a concebir su participación política no como miembros de una clase determinada o localidad geográfica sino como miembros de un grupo étnico. Pero si la población latina conserva una identidad étnica «extranjera» independiente que les asigna un número considerable de no latinos, esto tendrá implicaciones políticas cada vez más importantes: actualmente, cada año más de 800.000 jóvenes latinos, ciudadanos norteamericanos por nacimiento, cumplen 18 años. Es decir, el electorado latino ahora crece aproximadamente unos 3,2 millones entre cada elección presidencial, y su concentración en un único partido político tendrá unos efectos duraderos. Más de 27 millones de latinos tendrán derecho a votar en noviembre, un aumento del 60% desde las elecciones de mitad de mandato en 2006. 

¿Qué votarán los latinos en las elecciones de 2016?

La encuesta a gran escala más reciente a votantes latinos, realizada por America’s Voice y la empresa de encuestasLatino Decisions, reveló que Trump no solo pierde el voto hispano, sino que, además, lo pierde mucho más que cualquier otro candidato republicano a la presidencia en el pasado. Según esta encuesta, si las elecciones se celebraran ese día, el 70% de los votantes latinos inscritos votarían a Hillary Clinton y solo el 19% votaría a Donald Trump. Cabe señalar que, aunque era una encuesta realizada para un grupo de interés proinmigrante (America’s Voice), los resultados parecen ser bastante sólidos: fue una encuesta muy grande que encuestó en línea y por teléfono a 3.729 votantes latinos inscritos, y el margen de error estimado fue del 1,6%.

Según un informe de julio de 2016 del Center for People and the Press del Pew Charitable Trust, el tamaño del electorado latino se espera que este año llegue a los 27,3 millones de votantes inscritos (ciudadanos norteamericanos adultos) y que represente el 12%-13% del total de los votantes inscritos. Este porcentaje del electorado equivale al de los afroamericanos entre los votantes inscritos. Sin embargo, el informe advierte de que «la tasa de participación electoral entre los hispanos hace mucho tiempo que está por detrás de la de otros grupos».

A pesar de esta preocupación, algunos indicios apuntan a que la retórica hostil de Trump podría movilizar a los latinos a participar. Parece que la campaña de Trump ha vigorizado los esfuerzos que, desde hace tiempo, han hecho los latinos y otros grupos para aumentar la participación política. Los grupos cívicos y los medios dirigidos a latinos están contribuyendo enormemente a registrar votantes y a que los residentes permanentes consigan la ciudadanía en los estados indecisos (swing states), con la esperanza de despertar el poder de un conjunto de electores que históricamente ha participado poco. Algunos informes indican un aumento de las tasas de inscripción de votantes entre los hispanos en California y Florida, así como de las solicitudes para obtener la nacionalidad antes de las elecciones de 2016, solicitudes que se han duplicado comparado con los años anteriores. Según Pew, el 63% de los votantes latinos, e incluso bastante más según Latino Decisions (76%), indicaron que, en este ciclo electoral, se interesaban más por la política que en 2012 (comparado con el 60% entre todos los votantes).

Solo las elecciones dirán, pero parece que a Trump, al intentar aprovecharse del malestar y los temores de una parte significativa del electorado blanco para hacerse con la presidencia, podría cerrarle el paso justamente la misma población a la que intentó usar de chivo expiatorio. La ironía es que bien podría ocurrir que sea la campaña de Trump la que finalmente, al movilizarlo por temor a la exclusión, consolidara el poder del voto latino durante las próximas décadas.

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012