El Golfo en el centro: una radiografía del nuevo Oriente Medio
De forma paulatina el centro gravitatorio de Oriente Medio se ha ido desplazando hacia los países del Golfo. Antes se situaba en el Levante y el conflicto árabe-israelí era su piedra angular. Ahora, la intensidad del enfrentamiento entre Irán y Arabia Saudí así como sus ramificaciones en toda la región han ganado relevancia. También es significativa la creciente influencia de países relativamente pequeños, como Qatar o los Emiratos Árabes Unidos (EAU).
La nueva centralidad del Golfo se explica por el mayor activismo y los recursos disponibles de muchos países de esta subregión. Pero también por los vacíos que otros han dejado. El caso más notorio es el de Egipto. Este país se ha centrado en la gestión de temas internos y cuando ha mirado ha puesto el foco en su entorno más inmediato: Libia, Gaza y la cuenca del Nilo. Además, la dependencia de la ayuda financiera proveniente de los países del Golfo –muy acusada en la última década– ha reducido su margen de maniobra.
Para comprender cómo se está recomponiendo el orden regional en Oriente Medio habrá que estar cada vez más atento a lo que sucede en el Golfo. Empecemos analizando las prioridades y capacidades de los principales actores, para luego observar cómo se han ido posicionado ante algunas de las crisis que atraviesa la región.
Quién es quién en Oriente Medio
Arabia Saudí y el efecto MbS
Arabia Saudí es una de las potencias regionales en Oriente Medio e intenta proyectarse como la potencia hegemónica entre los estados árabes del Golfo. Su influencia se asienta en sus recursos energéticos (22% de las reservas mundiales y 13% de la producción total de petróleo), en una larga aunque complicada alianza con Estados Unidos y en el factor religioso: los reyes de Arabia Saudí se otorgaron el título de custodios de la Meca y Medina, lugares santos del Islam.
Arabia Saudí ha sido una potencia regional alérgica a los cambios bruscos. Buena muestra de ello fue su actitud hostil hacia los movimientos de protesta y de cambio político que tuvieron lugar en buena parte del mundo árabe en 2011. Su conservadurismo se vinculaba a un proceso de decisión que, hasta hace poco, se caracterizaba por la lentitud y falta de concreción. A esto contribuían tanto la fragmentación del poder entre distintas ramas de la casa real –y por consiguiente el esfuerzo por conciliar distintas visiones– como la avanzada edad de los monarcas saudíes.
Esto ha empezado a cambiar con el ascenso de Mohamed bin Salman (MbS), el actual príncipe heredero, de 32 años y hombre fuerte del país. MbS está alterando los equilibrios en el seno de la familia Saud; el poder se centraliza y concentra en menos manos. Esto facilita que se tomen decisiones rápida y jerárquicamente y que estas sean más arriesgadas. La ofensiva saudí en Yemen, el intento de forzar la dimisión de Hariri en Líbano o el bloqueo contra Qatar son muestras de ello. Pero hay más, quizás la preservación del statu quo ha dejado de ser un escenario óptimo para Riad. No hacer nada implica seguir perdiendo.
Irán: potencia ascendente
Irán, en cambio, se siente ganador. La relación con Bagdad es intensa, cada vez hay menos dudas sobre la supervivencia del régimen de al-Assad y otro de sus aliados, Hezbollah, ha consolidado un papel central en la política libanesa. Más importante todavía, su rival Arabia Saudí se está desgastando en la guerra de Yemen y el supuesto “bloque sunní” que los saudíes querrían liderar está agrietado por numerosas fracturas.
Sin embargo, a Teherán le preocupan los efectos de la retirada de Estados Unidos se descuelgue del acuerdo sobre el programa nuclear iraní y la reintroducción de sanciones. Últimamente también ha comprobado que hay segmentos de la sociedad iraní descontentos con la política económica y que su malestar puede ser utilizado por distintas facciones dentro o fuera del régimen. En este escenario, para Irán es más importante consolidar posiciones que abrir nuevos espacios de influencia.
Qatar: en modo resistencia
Este pequeño emirato se ha caracterizado por no someterse a la visión hegemónica de Arabia Saudí y por desplegar una política exterior autónoma. Doha ha optado por instrumentos de soft power (medios de comunicación, localización de eventos deportivos, atracción de instituciones culturales y educativas) pero también por saludar los cambios políticos iniciados en algunos países árabes a partir de las revueltas de 2011 e invertir en grupos políticos afines a los Hermanos Musulmanes.
En 2014 ya hubo una crisis de familia y varios países del Golfo rompieron relaciones diplomáticas con Qatar. Sin embargo, la crisis de 2017 ha tenido más trascendencia. Varios países impusieron un boicot sobre Qatar y le exigieron que cumpliera con una serie de condiciones si quería volver a la normalidad. Acusaban a los qataríes de injerencia e incluso de estar apoyando a grupos terroristas. Doha decidió resistir. ¿Por qué?; calculó que disponía de medios financieros y apoyos exteriores suficientes para hacerlo y, sobre todo, intuyó que si cedía a las presiones los riesgos serían todavía mayores.
Emiratos: el poder en la sombra
A pesar de contar con menos de diez millones de habitantes, los Emiratos son ya la segunda economía del mundo árabe y el fondo soberano de Adu Dhabi es el tercero del mundo por el valor de sus activos (828.000 millones de dólares). El país también ha aumentado sustancialmente su gasto en defensa, que representa ya el 5% de su PIB. En los rankings mundiales se sitúa en la posición 14 a nivel de gasto y la tercera en cuanto a importación de armamento. Políticamente, Emiratos también es cada vez más influente, aunque a diferencia de Arabia Saudí o Qatar se mueve de forma más discreta. El hombre fuerte del país es el príncipe heredero de Abu Dhabi, Mohamed bin Zayed (MbZ). Tiene fama de ambicioso y es conocida su hostilidad tanto hacia los Hermanos Musulmanes como hacia Irán.
La influencia de los Emiratos no se mide solo por lo que hace por sí mismo, sino también por su capacidad de influencia en las políticas exteriores de otros actores. MbZ ha cultivado las relaciones con el nuevo príncipe heredero saudí hasta el punto que a veces se habla de él como un mentor. También ha intentado reforzar lazos con los líderes occidentales. El embajador de EAU en Washington, Yousef Al Otaiba, también se ha convertido en uno de los actores más influyentes en la capital estadounidense y se mueve especialmente bien con los lobbies de esta ciudad.
Kuwait y Omán: eternos mediadores
Algunos países del Golfo se sienten incómodos en un escenario de creciente tensión regional y, en consecuencia, han apostado por intensificar su labor mediadora. En este terreno ha destacado históricamente el Sultanato de Omán, que ha hecho todo lo posible por mantener canales de interlocución indirectos entre Irán, por un lado, y Estados Unidos y los países del Golfo, por el otro. Una de las peculiaridades de Omán es que su labor mediadora no llega solo al gobierno iraní; abarca hasta el líder supremo, Jamenei, quien llegó a calificar al sultán Qaboos como el “mediador honorable”.
Respecto a la crisis con Qatar, Kuwait tomó la iniciativa. La labor mediadora se ha llevado al más alto nivel, con la implicación personal del emir, el jeque Al Sabah. La mediación ha sido un elemento diferencial de la identidad internacional de Kuwait y su implicación partía de la constatación que los países pequeños son los más perjudicados del bloqueo del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG). También preocupaba el riesgo de contagio en caso que el bloqueo sumiese a Qatar en una crisis económica.
¿El retorno de Irak?
Desde hace años Irak ha sido más un tema que un actor con voz propia. Sin embargo, cada vez hay más indicios de que esto está cambiando. Irak no solo ha recuperado la producción de petróleo previa a la intervención estadounidense de 2003 sino que casi la ha doblado. En el terreno diplomático destaca por haber dado un fuerte impulso a la normalización de las relaciones con Arabia Saudí, incluyendo el anuncio de reapertura de puestos fronterizos y de conexiones aéreas. Lo más interesante es que este acercamiento, bendecido por Washington, no se ha hecho a expensas de las especiales relaciones con Irán.
Junto a estas interesantes maniobras diplomáticas hay que destacar la habilidad del gobierno de Irak para proyectar la recuperación de Mosul y otros territorios del norte del país que estuvieron en manos de la organización Estado Islámico como una gran victoria nacional. El gobierno de Bagdad también salió reforzado del frustrado referéndum de autodeterminación del Kurdistán irakí. No solo recabó todo el apoyo internacional para intentar detenerlo, sino que le permitió recuperar las áreas en disputa, entre ellas la ciudad de Kirkuk.
Los focos de conflicto
Boicot a Qatar: ¡posiciónense!
En junio de 2017 Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Egipto anunciaron la imposición de sanciones contra Qatar. No solo rompían relaciones diplomáticas, como ya sucedió en 2014, sino que las sanciones incluían cierres de frontera, de espacio aéreo y de los puertos a aviones o navíos qataríes y la repatriación de nacionales qataríes. La noticia fue que la inmensa mayoría de países árabes y musulmanes se mantuvieron al margen y decidieron no sumarse al boicot.
Pocas semanas después, el 22 de junio, el cuarteto anti-Qatar hizo pública una lista de 13 condiciones para levantar el boicot. Estas incluían, entre otras, finiquitar Al Jazeera, reducir al mínimo las relaciones con Irán, cortar cualquier lazo con los Hermanos Musulmanes y cerrar la base militar que Turquía había abierto en Qatar. Como hemos visto Qatar optó por resistir, argumentando que lo que se le estaba exigiendo era que renunciase a su soberanía. Ya entrados en 2018, y con la crisis todavía por resolver, se puso de manifiesto que el enfrentamiento entre Qatar y los Emiratos era tan o más intenso que con Riad.
Una de las peculiaridades de esta crisis es que ha obligado al resto de países a posicionarse. Tan o más significativo que quienes se han unido al boicot es la actitud de los que, a pesar de sus estrechas relaciones con los promotores del bloqueo, han intentado mantenerse al margen. Entre los casos más interesantes destacan Marruecos y Pakistán, dos tradicionales aliados de Arabia Saudí. En el lado opuesto también es significativo el nivel de apoyo aportado por Turquía a sus aliados qataríes. En un primer momento se especuló que los costes de tomar partido eran demasiado altos para Turquía. Sin embargo, Ankara también decidió ponerse en modo “resistencia”.
Esta crisis indica que, por ahora, el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) no solo ha dejado de actuar como bloque sino que las tensiones en su seno se proyectan a toda la región y obligan al resto de actores a posicionarse. También sugiere que si el bloqueo no surge efecto, Arabia Saudí ya no podrá presentarse como potencia hegemónica en el CGG.Y finalmente nos recuerda que para entender cómo se mueven las piezas en el tablero regional hay que estar bien atento a los movimientos internos. La intensidad de esta crisis no se explica sin la obsesión de EAU con los Hermanos Musulmanes y sin la voluntad de MbS de demostrar que él está al mando.
Siria, Yemen y Libia: ¿guerras por delegación?
Uno de los paralelismos entre estos conflictos es que lo que empezó como un enfrentamiento entre actores locales por el poder fue evolucionando hacia una confrontación de carác ter regional. Las potencias regionales apostaron por distintos contendientes como mecanismo para preservar o aumentar su influencia. Los países del Golfo han tenido un papel destacado en estas dinámicas aunque con matices distintos según el escenario de conflicto.
Empecemos por Siria. En este conflicto observamos dos líneas de fractura. La primera enfrenta a Irán y los países árabes del Golfo en relación a al-Assad. Arabia Saudí entendió la posible caída de al-Assad como una oportunidad para expandir su influencia pero, sobre todo, para reducir la de su rival iraní. La segunda fractura se produce entre Qatar y Arabia Saudí, en la medida que decidieron apoyar a grupos rebeldes enfrentados entre sí. Los apoyos se articulaban a menudo en clave ideológica, especialmente por el apoyo qatarí a grupos afines a los Hermanos Musulmanes, y esta estrategia contribuyó decisivamente a la fragmentación de la oposición.
En Yemen, la implicación de Irán y Arabia Saudí es muy dispar, evidenciando la distinta percepción de amenaza que representa dicho conflicto. Irán apoya política y militarmente a los hutíes pero no está presente sobre el terreno. En cambio, los saudíes no solo apoyan el gobierno de Hadi sino que han lanzado una operación militar, Decisive Storm, que le está resultado muy costosa, en términos financieros pero también de reputación. Este conflicto también es ilustrativo de las fisuras entre supuestos aliados. Al principio de la operación, Arabia Saudí contó con el respaldo tanto de Emiratos como de Qatar. Era uno de los pocos escenarios donde los países del CCG parecían ir al unísono. Sin embargo, a partir de mediados de 2016 en EAU empezaron a cuestionar ciertos elementos de la operación y en 2017 acabaron centrando su apoyo en las fuerzas del sur del país. Uno de los elementos que menos gusta en Abu Dhabi es que el gobierno de Hadi esté integrado, entre otros, por el Islah, un partido de la órbita de los Hermanos Musulmanes. Qatar, por su lado, había permanecido del lado saudí a pesar de sus múltiples desencuentros en otros frentes. Sin embargo, con el bloqueo impuesto sobre Qatar, al que se sumó el gobierno yemení encabezado por Hadi, su implicación en la operación dejó de tener sentido.
Libia, aunque con menor intensidad, también ha sido un escenario de enfrentamiento indirecto entre distintos países del Golfo. Lo curioso de este caso es que ni Irán ni Arabia Saudí han mostrado particular interés en este escenario de confrontación regional. Quienes sí se han enfrentado en el país, por la vía de apoyar a grupos rivales, han sido Qatar y Emiratos. La rivalidad entre ambos países es uno de entre los muchos factores que obstaculizan el apuntalamiento de un gobierno de unidad nacional.
El caso Hariri: asumiendo riesgos
Uno de los episodios más estrambóticos de la política de Oriente Medio en el último año sucedió con el amago de la dimisión de Saad Hariri. El primer ministro libanés lo anunció en Riad en noviembre de 2017. En un extraño mensaje televisado, dijo que dejaba el cargo por motivos de seguridad. Recordemos que su padre fue asesinado en 2005. Hariri también tiene la nacionalidad saudí y es en ese país donde su familia hizo fortuna y enseguida se empezó a especular con que los saudíes le habían forzado a dimitir. El propio presidente libanés, Michel Aoun, habló abiertamente de secuestro.
La mayoría de interpretaciones sobre lo que estaba sucediendo en Riad partían de la hipótesis de que los saudíes habían llamado a filas a Hariri descontentos por su empeño en intentar mantener el Líbano al margen de las crisis regionales y su negativa a romper con Hezbollah, la milicia chií libanesa que forma parte de su gobierno y que es vista por los saudíes como otro peón de Irán en la región. Si el origen de la crisis era la situación regional, el temor era que sus consecuencias también se manifestaran en ese plano. Empezó a plantearse que Arabia Saudí podría estar preparando una operación contra Hezbollah aprovechando su desgaste tras años de guerra en Siria. También se especuló sobre un acercamiento entre saudíes e israelíes. La crisis se hacía cada vez más peligrosa y tanto Estados Unidos como Francia intentaron rebajar la tensión. Al final, distintas presiones, sobre las que todavía se desconocen los detalles, facilitaron que Hariri volviera al Líbano. Desde Beirut anunció que se mantendría en el cargo y comprobó que esta crisis había despertado una ola de orgullo nacional en amplios sectores de la sociedad libanesa.
Si el objetivo de Arabia Saudí era demostrar que podían alterar la vida política de otros países árabes, lo logró. El resto de países de la región no pudieron sino observarlo con preocupación.
¿Quién sería el siguiente en la lista? En cambio, si el objetivo era debilitar a Hezbollah, la apuesta no salió como esperaban. El affaire Hariri es un indicio de que Arabia Saudí está dispuesta a inmiscuirse en los asuntos internos de sus vecinos y también es un síntoma de una política exterior impulsiva y que no siempre pondera los riesgos asumidos.
Jerusalén: en busca de apoyos
Una de las decisiones más polémicas de 2017 fue el anuncio de Donald Trump que trasladaría su embajada a Jerusalén que se formalizaría el 14 de mayo de 2018 en medio de una ola de violencia en la frontera con Gaza.
La reacción de Arabia Saudí y de Emiratos a esta maniobra diplomática se observó con detenimiento. Cualquier acercamiento entre ellos e Israel es visto en clave de articulación de un contrapeso a Irán y una amenaza a la unidad de acción de los países árabes. Además, Jared Kushner, yerno y asesor de Trump y personaje muy cercano a MbS y MbZ, habría recibido el encargo de buscar la complicidad de sus socios árabes para ofrecer un acuerdo de paz que reconociera un Estado palestino pero con un territorio menguado, sin derecho al retorno de los refugiados y dejando fuera Jerusalén.
Ni saudíes ni EAU aplaudieron la decisión de Trump pero fueron mucho menos beligerantes que otros países de la región como Turquía o Jordania, a priori dos de los otros aliados de Estados Unidos en Oriente Medio. De hecho, la prensa especializada subrayó el bajo perfil de la delegación saudí en la cumbre extraordinaria de la Organización para la Cooperación Islámica en Estambul de diciembre de 2017 a la que sí acudieron, entre otros, el emir de Kuwait, el presidente iraní, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina o el rey Abdallah II de Jordania.
Con su presencia, el rey Abdallah envió un mensaje no solo a Estados Unidos sino también a Arabia Saudí. Según algunas fuentes, Abdallah fue citado en Riad horas antes de la cumbre y se le intentó persuadir para que no acudiera a Estambul. Desde entonces, el distanciamiento de Jordania respecto a Arabia Saudí, acompañado de una aproximación hacia Turquía, se ha hecho más visible. ¿Se trata de una crisis coyuntural o teme Jordania que Arabia Saudí intente tutelarla como intentó hacer con Hariri en Líbano?
¿Es reversible?
Si todo sigue como hasta ahora, el centro de gravedad de Oriente Medio continuará desplazándose hacia el Golfo. La rivalidad entre Irán y Arabia Saudí marcará el ritmo de los conflictos regionales y los países del Golfo seguirán dando muestras de su capacidad de injerencia en los asuntos internos del resto de países, no sólo de Oriente Medio sino también del Norte de África. No obstante, hay tres factores que podrían moderar esta tendencia. La primera es que las crisis internas dentro de los países del Golfo obligaran a recalibrar ambiciones para centrar esfuerzos en la agenda doméstica. La segunda es que Egipto volviera a la primera línea de las potencias regionales, con una política más asertiva, autónoma y voluntad de liderazgo. La tercera es una evolución (en positivo o en negativo) del conflicto árabe-israelí que le retornara la centralidad perdida. Aunque todo esto sucediera, difícilmente veremos a los países del Golfo contentándose en un papel de actores secundarios. Así parecen haberlo asumido el resto de actores regionales y así lo han integrado las potencias globales cuando diseñan sus políticas hacia Oriente Medio.
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