Desigualdad en América Latina frente a la crisis del coronavirus
En América Latina se juega un nuevo episodio de la batalla global contra la COVID-19 que pondrá a prueba las capacidades nacionales y regionales para afrontar un desafío que va mucho más allá que una crisis sanitaria. Las diferentes respuestas que se han dado hasta ahora ponen en cuestión la capacidad de coordinación regional y dejan al descubierto la fragilidad de las instituciones y del modelo social.
Menos de tres meses tardó en llegar a América Latina la COVID-19 desde que se detectó en diciembre de 2019 en la provincia de Wuhan, en China, zona cero de la primera crisis. De Asia saltó a Europa, con epicentro en Italia y España, extendiendo sus tentáculos hacia Francia, Alemania y el resto del territorio europeo. En pocas semanas Estados Unidos, ante la pasividad de la administración Trump, pasó a ser el primer foco con el mayor número de contagios, superando a China. Esta velocidad de propagación ha hecho saltar las alarmas en todo el continente. La reacción, sin embargo, no ha sido igual en todas partes. Algunos países, extrayendo lecciones de lo ocurrido en Asia y Europa, han decidido tomar medidas drásticas antes de que sea demasiado tarde. Es el caso de Argentina, con una rápida reacción del presidente Alberto Fernández, respaldada por la oposición. También el presidente de Chile Sebastián Piñera, que atraviesa sus horas más bajas de popularidad, ha decidido declarar el “estado de catástrofe” por 90 días, provocando el aplazamiento a octubre del plebiscito sobre la modificación de la constitución previsto en abril. Igualmente se aplazaron las elecciones parlamentarias y presidenciales en Bolivia. Otros presidentes han tomado medidas radicales como Martín Vizcarra de Perú, Iván Duque de Colombia, Mario Abdo Benítez en Paraguay, el controvertido Nayib Bukele de El Salvador, Alejandro Giammattei de Guatemala o Laurentino Cortizo de Panamá.
Sin embargo, otros han sido más reticentes a aplicar medidas más drásticas como la cuarentena, e incluso algunos siguen dudando de la gravedad de los hechos. Líderes ideológicamente tan distantes como el brasileño Jair Bolsonaro y el mexicano Andrés Manuel López Obrador han sido objeto de críticas por su falta de reflejos al analizar el desafío. El primero, en su estrategia seguidista de Washington, inicialmente calificó la pandemia de “gripecita” y ha seguido haciendo campaña contra las medidas de cuarentena decretadas por algunos gobernadores de Estados, como Joao Doria en Sao Paulo o Wilson Witzel en Río de Janeiro. La campaña anti-cuarentena de Bolsonaro, que reza “Brasil no puede parar”, llevó a la jueza Laura Bastos Carvalho de Río de Janeiro a ordenar al gobierno brasileño “abstenerse” de promover actitudes de rechazo de las medidas de confinamiento.
En México, país fronterizo con el mayor foco actual de contagios, el presidente rechazó las medidas de confinamiento y solo después de acercarse al millar de infecciones recomendó quedarse en casa. No obstante, los centros educativos ya cerraron y en la capital la jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, ordenó el cierre de bares, discotecas, gimnasios y otros espacios públicos. Tanto Bolsonaro como López Obrador han experimentado descensos importantes en los índices de aprobación de la opinión pública y lo que suceda en las próximas semanas puede tener consecuencias para su futuro político, sobre todo para el brasileño que puede ver disiparse sus posibilidades de reelección. Caso aparte es el de Nicaragua, país en que la pareja presidencial, formada por Daniel Ortega y Rosario Murillo, se han negado a tomar medidas y promovieron una manifestación de apoyo con el lema “Amor en tiempos del COVID-19”. Este país que lleva años inmerso en una crisis política, con acusaciones de violenta represión a la oposición, apenas ha reportado una quincena de casos sospechosos importados y un muerto por coronavirus, pero existen dudas sobre estos datos por la falta de información.
La crisis del coronavirus amenaza la estabilidad de América Latina y se origina después de una ola de protestas que sacudió la región en los meses anteriores, posponiendo conflictos arraigados que resurgirán al terminar la alarma. Las medidas de distancia y el temor al contagio desmovilizarán temporalmente a la población, pero las causas de las protestas no solo no desaparecerán, sino que incluso pueden agravarse dado el diferente impacto que la epidemia tendrá en la población, tanto en el terreno médico como en el económico. Aunque con grandes diferencias, en la mayoría de América Latina el acceso a una sanidad de calidad es muy desigual. Los servicios públicos suelen ser deficitarios y las clases medias son atendidas mayoritariamente por un sector privado inaccesible para gran parte de la población. Según la Organización Panamericana de Salud (OPS), la proporción del gasto sanitario está muy por debajo del óptimo –solo 3’7% del PIB–, aunque debería ser como mínimo del 6%. También la cantidad de personal sanitario está por debajo, con la excepción de Cuba, que una vez más ha hecho valer su capacidad sanitaria para ofrecer apoyo, no solo en América Latina, sino también en China, Italia o España. Según la OPS, un 30% de la población de la región no tiene un acceso adecuado a asistencia médica debido a carencias económicas. La emergencia sanitaria pondrá a prueba la capacidad de los gobiernos para no dejar a nadie indefenso ante la enfermedad.
Las consecuencias en el plano económico tampoco son halagüeñas. La mayoría de países estaban apenas saliendo de la crisis e iniciando tímidos procesos de recuperación que se verán truncados con el parón de la actividad y el desplome de los precios de las materias primas. Está además la delicada situación económica de Argentina y la crisis humanitaria en Venezuela. En el primer caso, su relativa mejor estructura sanitaria se verá limitada por la escasez de recursos financieros. La comunidad internacional debería dar muestras de una mayor flexibilidad en el tratamiento de la deuda. En el caso de Venezuela la ayuda humanitaria a gran escala se hará imprescindible y la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michele Bachelet, ya hecho una llamada a analizar los efectos de las sanciones internacionales sobre la población.
Además de las consecuencias sobre las finanzas públicas de la región, es difícil aventurar el coste de esta situación sobre los ingresos de los trabajadores del sector informal, que en muchos países superan el 50% del mercado laboral y que quedarán desprotegidos. Algunos gobiernos han anunciado ayudas de ingresos mínimos, pero no será fácil hacer operativas estas ayudas de forma inmediata y los recursos son limitados.
Esta crisis sanitaria es también una crisis de gobernabilidad nacional y regional, poniendo en cuestión la capacidad del liderazgo para articular políticas transparentes que ayuden a un control de la pandemia. En momentos como este se echan en falta instrumentos regionales para la gestión de la crisis. La CELAC, liderada por un dubitativo López Obrador, ha sido incapaz de reaccionar ante los desafíos de la pandemia. La OPS tiene respuestas técnicas, pero le falta operatividad política y financiera. No se puede decir que la llegada de la COVID-19 a América Latina fuera una sorpresa. Era una visita anunciada, pero no hubo capacidad de anticipación y la de reacción está limitada por carencias estructurales que se asientan en instituciones débiles y modelos de crecimiento inequitativos y dependientes. El coronavirus pasará, pero dejará a la vista nuevas cicatrices de la endémica desigualdad en la región.
Palabras clave: América Latina, coronavirus, COVID-19, crisis, pandemia, AMLO, México, Argentina, Bolsonaro, CELAC
E-ISSN: 2013-4428
D.L.: B-8439-2012