Cuatro años del acuerdo UE-Turquía

Opinion CIDOB 617
Fecha de publicación: 03/2020
Autor:
Blanca Garcés Mascareñas, investigadora senior, CIDOB
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Cuatro años después del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía, todo ha cambiado. Por un lado, Turquía ha dejado de ejercer como estado guardián de las fronteras europeas y su presidente Recep Tayyip Erdogan ha proclamado una política de fronteras abiertas como forma de presión sobre la UE. Por otro lado, han aumentado considerablemente las llegadas irregulares a las costas griegas. A la lentitud y colapso del sistema de asilo en Grecia, se le ha sumado el hacinamiento, la insalubridad y la inseguridad en los campos de refugiados. Estos cuatro años de acuerdo ponen de manifiesto que las políticas de contención (dentro y fuera de la UE) no funcionan y que cualquier política migratoria que pretenda ser efectiva debe toma en consideración las vidas que quedan en los márgenes.

* Una versión de este artículo se publicó previamente en el  Diari Ara.

Cuatro años después del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía ya nada parece igual. Entonces, el acuerdo se presentó como una solución infalible. Tan solo una semana después de ese 20 de marzo de 2016 las llegadas irregulares a Grecia se habían reducido de 1.740 a 47 por día. La frontera oriental de la UE se daba así por sellada mientras otras vías cobraban fuerza: primero la ruta central entre Libia e Italia (con 181.436 llegadas en 2017) y después la ruta occidental entre Marruecos y España (con 58.525 llegadas en 2018). Pero lo que entonces parecía el modelo a seguir se ha convertido cuatro años después en una pesadilla. No sólo vuelven a aumentar las llegadas irregulares a las islas griegas sino que las imágenes de ataques xenófobos en Lesbos y de la polícia griega disparando contra migrantes en Edirne no dejan a nadie indiferente. ¿Qué ha pasado?

Para entenderlo hay que recordar las bases del acuerdo. Sobre el papel, Turquía se comprometía a readmitir a toda persona llegada irregularmente a las costas griegas. A cambio, los estados miembros aceptaban reasentar un ciudadano sirio por cada sirio retornado a Turquía. Además, la UE prometía acelerar el proceso de liberalización de visados para los ciudadanos turcos e incrementar la ayuda financiera para la acogida de refugiados en Turquía (primero con 3.000 millones de euros y meses después con 3.000 más). El mensaje era claro: los que intentaran llegar a Grecia serían rápidamente retornados, mientras que los que esperaran pacientemente en Turquía tendrían la posibilidad de entrar en su lugar.

En la práctica, a lo que Turquía realmente se comprometió fue a controlar las fronteras europeas desde fuera. Y hay más: lo que redujo drásticamente las llegadas a Grecia no sólo fue la externalización del control migratorio al país vecino sino la internalización de espacios de excepción dentro de las propias fronteras europeas. Con el cierre de la ruta de los Balcanes y la entrada en vigor del acuerdo con Turquía, Grecia se convirtió en destino final. Los que llegaron después de ese 20 de marzo de 2016 quedaron atrapados en las islas. Según la Comisión Europea, la restricción geográfica era necesaria para poder cumplir el acuerdo, es decir, asegurar el retorno inmediato a Turquía o a los países de origen de aquellos que hubieran llegado irregularmente. Es así como las islas griegas se convirtieron en campos de detención a cielo abierto.

Cuatro años después, ni ha habido expulsiones masivas de Grecia a Turquía ni se han abierto vías legales y seguras de reasentamiento de Turquía a la UE. Desde 2016 a penas se han ejecutado 2.000 devoluciones de Grecia a Turquía. Esto se explica, en parte, por el rechazo de los tribunales griegos a aceptar Turquía como país seguro. En cuanto al reasentamiento, tan solo 25.000 refugiados (de un contigente que se había fijado en 72.000 plazas) han sido reubicados de Turquía a la UE. El gobierno turco se queja, además, de que la UE no ha cumplido su parte del acuerdo: ni liberalización de visados, ni reforma de la unión aduanera, ni los 6.000 millones de euros prometidos, que según Ankara siguen llegando en cuentagotas. Así es como Erdogan ha acabado cumpliendo sus amenzas: «No estamos en condiciones de atender y alimentar a tantos refugiados. Si sois sinceros, debéis participar en esto; si no, dejaremos las fronteras abiertas».

Pero lo que explica realmente el desenlace de estas últimas semanas no sólo son las retóricas e incumplimientos políticos de unos y otros sino las vidas de los que quedaron en los márgenes. Fuera de Europa, me refiero a las vidas de aquellos que siguen en Siria, con una guerra que dura ya más de 9 años; también a las vidas de los que consiguieron llegar a Turquía, más de 4 millones de refugiados, la mayoría sin papeles y siendo objeto de explotación laboral, discriminación y exclusión de los servicios sociales más básicos. Es este presente sin futuro lo que los convierte en presa fácil de las promesas de Erdogan.

Dentro de Europa, están las vidas de los que siguen en la miseria y desesperanza incluso habiendo llegado. A la lentitud y colapso del sistema de asilo en Grecia, se suman el hacinamiento, la insalubridad y la inseguridad en los campos de refugiados. No es un problema de incapacidad o recursos. La situación en las islas griegas busca tener un efecto disuasorio sobre los que todavía podrían estar por llegar. Pero no es fácil manejar tanta desesperanza. La miseria de los que viven dentro de los campos afecta también las vidas de los de fuera. Con la sensación de que el gobierno y la UE les han dejado solos en la acogida de refugiados, estos últimos empiezan a atacar a los migrantes, a quienes ven como el origen de todos sus males. Es una guerra entre pobres y olvidados. Es un conflicto sin fin, puesto que la solución no está en manos ni de unos ni de otros.

Esto último no debe leerse como una justificación de los actos xenófobos que hemos visto en Lesbos en las últimas semanas. Però sí es un grito de alarma. Las políticas de contención (dentro y fuera de la UE) no funcionan. O funcionan sólo a corto plazo. A medio y largo plazo son una bomba de relojería. Ante la desesperación no hay fronteras que valgan. Por el camino, no sólo estamos limitando derechos que pensábamos fundamentales sino que estamos poniendo los simientes del fascismo en una Europa que soñaba en haberlo desterrado definitivamente.

Pero todavía estamos a tiempo. Más allá de las cuestiones geopolíticas y de los equilibrios de poder entre la UE y Turquía, estos cuatro años de acuerdo ponen de manifiesto que cualquier política migratoria que pretenda ser efectiva debe tener en cuenta esas vidas en los márgenes. Esto pasa por abordar tres escenarios geográficos distintos. Primero, la guerra en Siria y más en general la situación en Próximo Oriente no nos puede ser ajena. La mejor política de fronteras es una política que trabaje para favorecer la seguridad humana más allá de estas. Segundo, por la misma razón, el verdadero estado-tapón no es el que despliega su ejército en nuestras fronteras (como Turquía) sino aquel que ofrece condiciones de vida vivibles y sobre todo un futuro, también para los que acaban de llegar. Tercero y último, no nos podemos permitir espacios de excepción como los campos de refugiados en las islas griegas. Necesitamos procedimientos de asilo más ágiles y con todas las garantías. Es imprescindible acelerar los programas de reubicación hacia otros Estados Miembros. Ni son tantos, ni es tan difícil. Finalmente, es urgente construir condiciones de vida dignas en los campos de refugiados. No sólo para garantizar unos derechos fundamentales sino para evitar esas «guerras entre pobres» que bien podrían acabar convirtiéndose en la verdadera crisis de Europa.

Palabras clave: Migraciones, refugiados, UE, Turquía, acuerdo, asilo, Grecia, fronteras

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012