Coronavirus en África: ¿la historia de siempre?

Opinion CIDOB 623
Fecha de publicación: 05/2020
Autor:
Oriol Puig, investigador, CIDOB
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La crisis del coronavirus en África despierta viejos fantasmas sobre la posibilidad de una catástrofe en el continente. Para evitarla, es necesario despojarse de prejuicios arraigados, vislumbrar lecciones y oportunidades y, sobre todo, apostar por la investigación para reducir desigualdades. 

En estos días de coronacrisis se están reactivando las visiones más catastrofistas sobre África. Una suerte de apocalipsis podría arrasar la pobre África con sistemas sanitarios deficientes, sin apenas respiradores y capacidades de gestión cuestionables. En un ejercicio de cinismo sin igual, el Fondo Monetario Internacional pide a los donantes que inviertan en los servicios sanitarios precarios que él mismo contribuyó a destruir. Científicos franceses sugieren la posibilidad de que el continente vuelva a convertirse en cobaya de farmacéuticas occidentales, aunque la Organización Mundial de la Salud, liderada por un etíope, sale al paso calificándolo de racismo inaceptable. El organismo internacional, no obstante, hace suyas las predicciones más sombrías de hasta 10 millones de casos de COVID-19 al sur del Sáhara en los próximos seis meses. África arrasada, África necesitada, África dependiente: ¿la historia de siempre? En efecto, África grita, pero no son solo sollozos y desolación sino también lecciones y oportunidades, que merecen ser escuchadas. 

La COVID-19 avanza por África de forma sostenida pero más lenta a la prevista. Factores climatológicos, demográficos, socio-económicos y políticos podrían explicarlo. Pocas certezas por ahora, en estos tiempos de vacilación, y muchos indicios. Entre las evidencias: la implementación de medidas rápidas y drásticas -cierre de fronteras proactivos, confinamientos parciales y toques de queda singularizados- por parte de gobiernos africanos como Etiopía, Ruanda o Sudáfrica; y, por otro lado, experiencias previas en gestión de pandemias –ébola, cólera, tuberculosis, malaria,…– asumidas como fortalezas en la anticipación de soluciones. Eso, no obstante, sin ignorar la degradación de derechos humanos, descontento social y derivas autoritarias en lugares como Malawi, Uganda o Zambia, pero también Kenia, Nigeria o la propia Sudáfrica. Entre las hipótesis: el posible debilitamiento del virus en la calidez ambiental; la mayoritaria juventud de la población; la tasa relativamente baja de viajes y turismo, lo que visualiza la posición periférica del continente dentro del orden mundial. O, también, la falta de sistemas eficaces de detección; la prevalencia de mortalidad relativa a otras enfermedades o la priorización de sistemas sanitarios tradicionales. Estos aspectos podrían explicar la evolución lineal y no exponencial observada hasta ahora en el continente. Sin embargo, todo son conjeturas que deberían corroborarse y, para ello, la investigación, el desarrollo y la innovación (I+D-i), conceptos inseparables ya necesarios en la era pre-covid, se hacen imperativos en el mundo que viene. 

Un mero dato lo resume todo: solo un 0,1% de la patentes mundiales recaen en invenciones africanas. Las capacidades están, pero las posibilidades no. Centenares de intelectuales africanos han clamado los últimos días por una mayor inversión y coordinación de la investigación continental como forma ineludible de salir con éxito de la crisis. Achille Mbembe, Carlos Lopes, Cristina Duarte o Reckya Madougou, entre otros, han apostado de manera taxativa por el despertar de la ciencia africana, no como terreno de investigaciones europeas, chinas o estadounidenses –mero aparador o laboratorio de pruebas–, sino por la valoración y apropiación del conocimiento local africano y el aumento de recursos destinados a ciencia para, en y desde el continente. Eso debería suponer la creación de proyectos de investigación sobre África asentados en África; participación y liderazgo de instituciones africanas en las iniciativas investigadoras y contribución de estos mismos organismos en programas internacionales. Asimismo, debería implicar a medio-largo plazo la descentralización del conocimiento más allá de los principales centros en Sudáfrica, Nigeria o Kenia para no agravar las propias lógicas asimétricas internas. Por otro lado, y como propuesta muy de mínimos, debería permitirse la movilidad de la expertise africana, imposibilitada a viajar a encuentros académicos en Europa por las restricciones migratorias imperantes. 

Todo ello, no implicaría empezar de cero sino promocionar e intensificar iniciativas ya asentadas, y reconfigurar visiones desiguales entre el Norte y el Sur Global. Para todo ello, la Unión Africana debería potenciar con más fuerza y extensión iniciativas panafricanas en la línea del Centro Africano para el Control y Prevención de Enfermedades, creado tras la epidemia de ébola en 2016. Eso querría decir que los principales valedores de la UA, en especial la Unión Europea, debería pasar de la retórica a la acción. De esta manera, si algunos dirigentes europeos quieren realmente despojarse de las dinámicas rentistas existentes a día de hoy, deberían permitir el desarrollo de la investigación en África sabiendo que ésta será irrefutablemente la única vía para su progreso. En este sentido, deberían superar la diatriba del  afropesimismo versus afrooptimismo, que esconde juicios paternalistas e interesados, para situarse más bien en posiciones de afrorrealismo y potenciar la ciencia africana en todo tipo de disciplinas y aproximaciones: desde las ciencias naturales hasta las matemáticas, la economía o las ciencias sociales, sin desdeñar visiones más alejadas del positivismo y el neoliberalismo que tengan en cuenta el conocimiento local, a menudo enmarcado en enfoques distintos a los impuestos por Occidente. Además, deberían aplicar también una condonación real de deuda, mitigar la fuga de cerebros y apostar –o al menos no contribuir a frenar– la aplicación del talento africano en el continente. 

La inversión en investigación, pues, es la única manera de hacerse preguntas, intentar obtener respuestas y, a su vez, ampliar las posibilidades de réplica a dichas hipótesis. En otras palabras, los indicios anticipan que África sufrirá gravemente las consecuencias, además de sanitarias sobre todo económicas de la crisis de la COVID-19. Eso es previsible por la posición subordinada del continente a nivel internacional, sus economías poco diversificadas y su dependencia de la exportación de materias primas. En África, la cantera del mundo, las capas más vulnerables también padecerán presumiblemente los aprietos de forma más aguda, ya sea en los suburbios de las grandes ciudades o en el desdichado Sahel, donde ya se avecina una crisis alimentaria de gran magnitud que, sin duda, afectará a campos de refugiados y migrantes en la zona, o en los Grandes Lagos. Ante esto, la ciencia debe permitirnos confirmar estas suposiciones; profundizar en los porqués de estos fenómenos y proporcionarnos anticipación y alternativas a los escenarios confirmados. 

Las crisis pueden actuar como momentos de asentamiento y agudización de la estratificación social, donde pierdan los de siempre o, por el contrario y gracias a la investigación, pueden contemplarse como ventanas de oportunidad que ofrezcan visiones originales, creativas y rigurosas, diferenciadas a las ya conocidas, que transformen la realidad coetánea o futura. Solo así se puede evitar que, en este caso en África, no se repita la historia de siempre, que en infinidad de casos debería haber sido la historia de nunca.

Palabras clave: coronavirus, COVID-19, África, Europa, ciencia, investigación, desarrollo, innovación

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012