Carrera internacional por la seguridad en África
África es un espacio clave para entender la reconfiguración de la geopolítica mundial en nuestros días. En particular, el ascenso y consolidación de China a nivel global pasa ineludiblemente por su intenso despliegue comercial y económico en este continente. Este hecho ha obligado a los países occidentales a repensar su presencia en territorio africano. Por otro lado, la efervescente presencia china ha ejercido también de palanca de otros muchos países emergentes que han incrementado exponencialmente sus relaciones comerciales con la mayoría de países africanos. Y es que si el comercio chino con África se incrementó entre el 2006 y el 2018 un 226%, India registró un incremento del 292%, Rusia de un 335%, y países como Turquía o Indonesia lo hicieron en un 226% y un 224%, respectivamente. De aquí que numerosos autores o medios de comunicación hayan homologado este momento multipolar que África está experimentando con la intensa “carrera por el continente” (The scramble for Africa) que se dio a finales del siglo XIX.
Toda esta nueva realidad también ha tenido una obvia contrapartida para los países africanos. Los grandes niveles de inversión o las nuevas dinámicas de cooperación Sur-Sur han otorgado a los dirigentes africanos la posibilidad de diversificar sus estrategias internacionales. Como resultado de muchas de estas dinámicas, lo cierto es que el continente se parece muy poco al de hace tan solo tres lustros. Del mismo modo, la consolidación de nuevos espacios globales como el G20 o los BRIC, a los que Sudáfrica ha sido invitada, contribuyen, si bien desde un plano bastante simbólico, a que África haya abandonado el lugar periférico que ocupaba hasta ahora en el conjunto de las relaciones internacionales.
A esta carrera económica global en el continente africano cabe sumar hoy una carrera de determinados actores internacionales en el terreno de la seguridad. La Unión Europea, EEUU, pero también China o Rusia, así como otros países, vienen desplegando en África estrategias claramente prioritarias en este sector y estableciendo nuevas relaciones con determinados contextos africanos en los que el factor de la seguridad se ha convertido en el principal eje de dichas relaciones. Desde el 11 de septiembre de 2001 África se ha convertido en un problema de seguridad para determinados actores internacionales. De ser entendida en la década de los noventa como un continente afectado esencialmente por problemas de subdesarrollo socioeconómico en los que subyacían motivos principalmente internos (corrupción, guerras civiles, etc.), el nuevo contexto post-11S ha otorgado al continente la categoría de “problema” e incluso de “amenaza” a la seguridad internacional. Sobre todo para los países occidentales, las inseguridades que se generan en territorio africano (redes terroristas en diferentes regiones, flujos migratorios, tráfico de drogas…) son también percibidas como un problema para la estabilidad del mundo occidental. Así lo han verbalizado voces tan significativas como el alto representante de la Unión Europea (UE) para el Sahel, el diplomático español Ángel Losada, quien suele afirmar que “la seguridad de Europa está intrínsecamente ligada a la seguridad en el Sahel”. Este sentido de interdependencia y de vulnerabilidad mutua es el que empapa hoy día buena parte de los discursos y de las estrategias exteriores de Europa y de EEUU hacia África y que ha situado la cuestión de la seguridad en el epicentro de sus relaciones con el continente.
El Sahel como problema de seguridad occidental
Tras la descomposición de Libia en 2012, la región del Sahel se ha visto afectada por un incremento de la inestabilidad política. El 23 de marzo de 2019, unas 160 personas fueron asesinadas en el centro de Malí, cerca de la frontera con Burkina Faso, como resultado de enfrentamientos intercomunitarios. Según el proyecto ACLED (Armed Conflict Location & Event Data Project), entre noviembre de 2018 y finales de marzo de 2019, un total de 2.151 personas murieron en el Sahel como resultado de más de 700 ataques registrados entre diferentes facciones y que tuvieron a la población civil como principal víctima. Malí y Burkina Faso, otrora países considerablemente estables, capitalizaron casi el 50% del total de todas estas víctimas durante esos cinco meses. Asimismo, la actividad de grupos terroristas en la zona ha ido en aumento, existiendo a día de hoy un conjunto de organizaciones integristas situadas bajo el paraguas del denominado JNIM (Jama’at Nusrat al Islam wal Muslimin), o bien pertenecientes al Estado Islámico en el Sahel (ISGS), entre otras formaciones, que han multiplicado de forma exponencial sus acciones. En la región de la cuenca del lago Chad, fronteriza con Nigeria, Chad, Camerún y Níger, la actividad de Boko Haram se ha mantenido consistente en los últimos años, a pesar de las importantes ofensivas militares contra el grupo que el gobierno nigeriano, en coordinación con otros socios de la región e internacionales, han llevado a cabo.
En todos estos contextos las condiciones sociales y económicas reportadas por los diferentes organismos son de extrema vulnerabilidad y responden a una serie de factores similares: extrema pobreza (que afecta a un 80% de la población), falta de oportunidades educativas (con un 70% de analfabetismo) o, entre otros muchos aspectos, un importante peso de la deuda externa (alcanzando el 77% del PIB de la región). A este contexto cabe sumar el desafío demográfico pronosticado para los próximos años (Níger, por ejemplo, tiene previsto casi cuadruplicar su población en las próximas tres décadas) y, sobre todo, el impacto que el cambio climático ya está teniendo en el conjunto de la región. Naciones Unidas estima que casi el 80% de las tierras cultivables del Sahel se han degradado y que la temperatura está aumentando mucho más rápido que la media global, resultando en un incremento de las sequías y de las inundaciones, causantes de la inseguridad alimentaria que afecta a más de 6 millones de personas en toda la región. Según el enviado especial de Naciones Unidas para el Sahel, Ibrahim Thiaw, el Sahel ya acoge el mayor número de personas afectadas por el cambio climático a nivel global.
La respuesta internacional a todos los problemas de seguridad de la región ha configurado una tupida arquitectura de organizaciones y misiones que tienen como principal mandato neutralizar y contener a las organizaciones terroristas de la zona, y dotar de herramientas y formación a las fuerzas de seguridad de los diferentes estados que la conforman. Concretamente, son cuatro las iniciativas de seguridad de mayor calado desplegadas: la misión de Naciones Unidas en Malí (MINUSMA), operativa desde el 2013, y que cuenta con unos 16.000 efectivos en la zona y con un presupuesto de más de 1.000 millones de dólares; la operación francesa Barkhane, activa desde el 2014, con 4.500 soldados desplegados y unos 800 millones de dólares; las diferentes misiones de capacitación y entrenamiento militar enviadas por la UE (EUTM, EUCAP-Malí y EUCAP-Níger), dotadas de unos 900 efectivos y de un presupuesto de más de 100 millones y, finalmente, la Fuerza regional conjunta G5.
Esta última iniciativa es concebida como un actor clave en la región, al estar liderada por los países de la zona. Creada en 2014, el G5 ha sido una de las estrategias que mayor respaldo internacional ha recibido. En 2017, el Consejo de Paz y Seguridad de la Unión Africana (UA) aprobó el lanzamiento de una fuerza militar conjunta en el seno del G5, el llamado FC-G5S, con el objetivo de combatir directamente a los grupos terroristas, contribuir a la restauración de la autoridad estatal y, entre otros aspectos, impulsar tareas humanitarias, contando para todo ello con un presupuesto de unos 423 millones de dólares. Apoyados por la UE, y muy especialmente por Francia, que es el país europeo que mayores intereses alberga en la región, los 5.000 efectivos desplegados tienen la compleja misión de patrullar y controlar algunas zonas transfronterizas clave. La demora en la llegada de los fondos comprometidos, la difícil coordinación con la misión de Naciones Unidas o con el operativo francés, así como las diferentes expectativas y visiones que los actores externos tienen respecto a esta fuerza (además de la UE y de EEUU, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos o Argelia también están implicadas o han garantizado un importante respaldo económico), son algunos de los problemas que el FC-G5S está afrontando.
A pesar de este formidable despliegue, cunde la sensación de que la situación de inseguridad no ha dejado de deteriorarse. Para algunas voces, el enfoque eminentemente securitario ha eclipsado la necesidad de abordar los problemas socioeconómicos de fondo que alimentan muchas de las dinámicas de inseguridad, y que subyacen en, por ejemplo, los procesos de radicalización. En diciembre de 2018, Mauritania acogió una conferencia de donantes para fortalecer, precisamente, la dimensión de desarrollo de las intervenciones en la región. Más de 2.400 millones de dólares fueron comprometidos para los próximos años con el objetivo de impulsar una cuarentena de proyectos centrados en la lucha contra el paro, la pobreza y las desigualdades. Francia y la UE han asegurado que contribuirán con más de la mitad de los fondos para el llamado Plan de Inversiones Prioritario (PIP), mientras que España anunció un compromiso de unos 85 millones. Si bien esta iniciativa simboliza un intento de compensar una visión securitizada y militarizada hacia la región, es improbable que en el corto o en el medio plazo se logren resultados sustanciales y que los países occidentales apuesten de forma genuina y persistente por una agenda social que ponga las necesidades de las poblaciones en el centro.
China y el giro securitario en África
Las relaciones sino-africanas se han caracterizado hasta el momento por tener un componente esencialmente comercial y centrado en el plano de las inversiones. Esta interacción también ha estado regida desde los procesos de descolonización africana por el llamado “principio de no interferencia”, el cual ha supuesto en muchas ocasiones un importante aliciente para los líderes africanos, que encontraban en la relación con Beijing una alternativa a su tradicional relación con los países del ámbito occidental, basada en condiciones más estrictas.
Los últimos años, sin embargo, podrían estar modificando la tradicional naturaleza de estas relaciones. De forma paulatina, el régimen chino está incorporando la dimensión de la seguridad a su estrategia exterior hacia África, como consecuencia de dos factores principales. El primero tiene que ver con la defensa de sus cada vez mayores intereses nacionales en el continente. Beijing considera que tanto sus intereses económicos como el conjunto de la ciudadanía china expatriada en el continente —se acepta como cifra válida la existencia actual de un millón de migrantes de nacionalidad china residiendo en territorio africano—, son elementos crecientemente amenazados y sujetos a una mayor vulnerabilidad debido a determinadas situaciones de fragilidad institucional, inestabilidad política o, abiertamente, a situaciones de violencia y de enfrentamientos armados. Muchas de las empresas chinas, sean de propiedad estatal o no, han experimentado en los últimos años contextos de mayor volatilidad o bien restricciones o trabas a su actividad en países estratégicos para el gigante asiático, como son Nigeria o Angola, pero también Chad, Sudán o Zimbabwe, por citar algunos ejemplos. En lo que respecta a la población migrante o a los trabajadores chinos en el continente, existe la sensación de que en los últimos años han sido objeto de crecientes agresiones, secuestros o robos, con episodios concretos en países como Sudán, Sudán del Sur, Kenya, Lesotho, Madagascar, Sudáfrica, Senegal o Ghana, hecho que ha provocado algunas críticas al papel del gobierno chino por su incapacidad de proteger a sus nacionales en esta región.
Un segundo cambio tiene que ver con lo que algunos autores han llamado la “seguridad reputacional de China”, es decir, la preocupación del régimen asiático por la imagen continental y global que está proyectando como potencia. El respaldo a determinados mandatarios de corte autoritario (especialmente el ofrecido a Robert Mugabe en Zimbabwe durante muchos años, o el dispensado a Omar al-Bashir en Sudán), las condiciones laborales de explotación que imponen muchas empresas chinas a los trabajadores locales (especialmente significativo es el caso de Zambia), o bien la narrativa que da por sentada que China solo está interesada en un enfoque meramente pragmático de “explotación de recursos a cambio de construcción de infraestructuras”, con independencia de cuál sea la situación de los derechos humanos en el país en cuestión, han acabado por preocupar a Beijing respecto a la imagen que se está construyendo globalmente de su papel en África. Esta preocupación habría llevado al régimen chino a ser más cauto en algunas de sus relaciones y a tomar más en consideración su relación con determinados contextos como, por ejemplo, el de Sudán. Según el estadounidense Africa Center for Strategic Studies (ACSS), esta preocupación por la reputación también deriva de la interpretación que China hace de sus responsabilidades como actor global emergente, en un contexto de notable crisis de los países occidentales y del multilateralismo. Precisamente, desde la década de los noventa, China ha contribuido con un total de 30.000 cascos azules en 29 misiones de mantenimiento de la paz, en su mayoría en el continente africano, convirtiéndose así en el miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU que mayor aportación realiza en este ámbito.
La política de seguridad china hacia África se inserta en la nueva estrategia internacional de defensa china, anunciada por Beijing en mayo de 2015. Esta agenda está basada en una evaluación geoestratégica de los crecientes intereses globales de China y en sus crecientes capacidades militares. El enfoque explicita la voluntad del gigante asiático de desempeñar un papel importante en la seguridad internacional y simboliza el abandono formal del principio de no interferencia como pi lar principal de la política exterior china en contextos como el continente africano. En julio de 2018, y como preparación de la cuarta cumbre del FOCAC entre China y los países africanos que se celebraría meses después en Beijing, tuvo lugar el primer Foro China-África sobre Defensa y Seguridad, en el que unos cincuenta de países africanos establecieron conjuntamente con el gobierno chino sus prioridades en materia de seguridad para los próximos años, consolidando así la dimensión de la seguridad como un pilar a partir de ahora ineludible en la relación con el continente africano. Este importante giro ha quedado refrendado con la apertura en 2017 de la primera base militar china en África, concretamente en Djibouti, lugar en el que se ubican también otros contingentes militares extranjeros como el estadounidense o el francés, y con los rumores de la apertura de nuevas bases en los próximos años.
El nuevo papel chino en materia de seguridad en África es, sin embargo, llamativamente ambiguo. Por un lado, Beijing está dispuesta a jugar un papel significativo como actor global en el continente, no solo contribuyendo de forma decisiva a las operaciones de paz multilaterales o respaldando en algunas ocasiones financieramente a la UA o a otros organismos subregionales como el IGAD, sino también implicándose en algunos esfuerzos de mediación en conflictos, como ha hecho recientemente en el caso de Sudán del Sur. Por otra parte, China se ha consolidado como uno de los principales suministradores de armas al continente, siendo el responsable de un 24% del total de las exportaciones a África Subsahariana entre 2014 y 2018, según el SIPRI. Países como Angola, Gabón, Nigeria, Sudán del Sur, Sudán o Uganda, algunos de ellos en situaciones de conflictos violentos o con gobiernos acusados de cometer graves violaciones de los derechos humanos, se han convertido en los principales socios de China en este ámbito. Este hecho contrasta con esa aparente preocupación de China por cuidar su reputación y por proyectarse como un actor internacional responsable en los asuntos globales. Asimismo, es también imprevisible si este nuevo enfoque va a colisionar con las agendas e intereses de algunos países occidentales, especialmente con los de EEUU, y si va ser motivo de una mayor cooperación en el continente, o bien la fuente de nuevas tensiones y rivalidades entre actores externos. Lo que parece claro es que África se ha convertido en el principal escenario en el que China está demostrando sus importantes ambiciones internacionales en materia de paz y de seguridad.
¿El regreso de Rusia?
China ha generado un fuerte efecto de atracción de otros países emergentes hacia el continente africano, sobre todo en el plano comercial y de las inversiones. En el ámbito de la seguridad es el papel de Rusia el que merece una consideración especial, por sus características y por sus implicaciones geopolíticas. Las relaciones África-Rusia, sin embargo, tienen un importante trasfondo histórico. La Unión Soviética fue clave en el apoyo militar, económico y político a muchos países recién descolonizados que entraron en la órbita de Moscú en el contexto de Guerra Fría. Tras un paréntesis largo durante la década de los noventa, las relaciones entre el continente y el gobierno ruso se han reanudado, y se han intensificado de manera notable en los últimos años, hasta adquirir una dimensión verdaderamente significativa en la actualidad. Tal y como el responsable del programa para África del Chatham House, Alex Vines, ha afirmado en diversas ocasiones, la relevancia de esta relación para la coyuntura que atraviesa el continente no había sido prevista ni tenida suficientemente en cuenta por nadie.
El nuevo aterrizaje de Rusia en África presenta varias dimensiones. El volumen comercial y de inversiones entre estos dos espacios presenció un crecimiento del 185% en el período comprendido entre 2005 y 2015. Solo en 2017, las relaciones comerciales se incrementaron un 26%, hasta alcanzar un volumen total de más de 17.000 millones de dólares. La lista de empresas rusas en África es cada vez más relevante y diversificada (Gazprom, Lukoil, Rostec o Rosatom, por mencionar algunas), las cuales participan en diferentes sectores energéticos y de minerales, y en países tan diversos como Guinea, Botswana, Zambia, Rwanda, Madagascar o Ghana. En Zimbabwe, por ejemplo, Rusia está desarrollando uno de los principales depósitos a nivel mundial en el campo de los metales del grupo del platino, mientras que en la República del Congo, Sudáfrica, Nigeria y una decena más de países, el Kremlin ha firmado importantes convenios de colaboración nuclear. Toda esta actividad está todavía lejos de la desplegada por países como China o India, y aunque no parece suponer una aparente amenaza para éstos en términos de competitividad, es cada vez más significativa.
No obstante, es en el terreno de la seguridad donde Rusia se está consolidando como un actor verdaderamente relevante en África, especialmente mediante sus exportaciones armamentísticas y una creciente influencia en la formación y entrenamiento de ejércitos de países africanos. Entre 2014 y 2018, Rusia –considerado el segundo gran exportador mundial de armas tras EEUU– fue el responsable del 28% de las exportaciones hacia la región de África Subsahariana, así como del 49% del total de armas exportadas a los países del Norte de África, según el SIPRI, hasta el punto que ha duplicado en el continente el comercio en este sector en tan solo unos pocos años. En este mismo período, Nigeria fue el país de África Subsahariana que mayor número de armas importó, siendo Moscú su principal socio, con el 35% del total de sus importaciones. En los últimos años, Rusia ha firmado casi una veintena de acuerdos de cooperación militar con países africanos, que incluyen desde la comercialización de armas y de equipamiento militar, hasta actividades relacionadas con el entrenamiento de los ejércitos nacionales.
A diferencia de la aparente preocupación de China por preservar su reputación en el continente africano, el gobierno de Putin encadena múltiples episodios de relaciones muy controvertidas, que han merecido la desaprobación internacional y de numerosos organismos de derechos humanos. En Sudán, es conocida la estrecha relación del Kremlin con el hasta hace poco mandatario sudanés, Omar Al Bashir, perseguido por la Corte Penal Internacional (CPI) por cometer crímenes de lesa humanidad en la región sudanesa de Darfur. Rusia ha sido un actor clave en la provisión de armas y de entrenamiento militar para los diferentes conflictos internos y regionales que Jartum ha mantenido. La represión ejercida por el gobierno sudanés contra las intensas manifestaciones que acabaron con la caída de Al Bashir en abril de 2019, también contaron con el apoyo de empresas de seguridad privada rusas. En 2014, el entonces agónico régimen zimbabwo de Robert Mugabe cerraba un acuerdo con Moscú en el que intercambiaba la llegada de armas por la explotación de las reservas de platino del país, saltándose así el embargo de armas que Europa mantiene con el país desde hace años. Esta misma estrategia ha tenido lugar en otros muchos contextos en los que persisten embargos armamentísticos, tales como la República Democrática del Congo. El gobierno de Burundi, por su parte, también ha contratado en los últimos años los servicios de empresas rusas como Patrol, para que formen a sus fuerzas de seguridad o bien para que protejan instalaciones o directamente a las autoridades políticas.
Uno de los casos más mediatizados en los últimos tiempos ha sido el del polémico papel en la República Centroafricana de Wagner, la empresa de seguridad privada rusa con mayor volumen de negocio y presencia en territorio africano. Aunque la relación de dicha empresa con el gobierno ruso es incierta, se le suponen vínculos estrechos y un papel esencial en los intereses exteriores del gobierno de Moscú. Wagner tiene desplegados actualmente más de 1.500 mercenarios y un total de 170 instructores militares rusos en el país centroafricano, los cuales están encargados de formar al personal militar local, de dispensar seguridad personal al presidente del país, o bien de asesorar de forma directa a los miembros del ministerio de defensa. El asesinato de tres periodistas rusos que investigaban las actividades de esta empresa en territorio centroafricano en julio de 2018 puso en el foco mediático el creciente y controvertido protagonismo que Rusia está teniendo en este ámbito en todo el continente. Asimismo, el anuncio en septiembre de 2018 de la construcción en Eritrea de una base logística con acceso al mar Rojo o la posibilidad de abrir una base militar en Djibouti, son también buenos ejemplos de las importantes ambiciones rusas al respecto.
Los motivos del regreso de Rusia a África son diversos. Por un lado, Moscú busca alternativas tras las sanciones impuestas por la invasión de Crimea en 2014 y ante el peligro de quedarse internacionalmente aislado. En un contexto de cierto repliegue hacia una estrategia de seguridad del mundo occidental en África, Rusia también considera al continente como un lugar geoestratégicamente clave para fortalecer su posición en organismos internacionales. Por otro lado, el gobierno ruso busca un mejor posicionamiento entre los países emergentes, en un contexto de intenso desembarco global en territorio africano, y que no solo tiene a China, India o Rusia como protagonistas, sino también a multitud de países asiáticos o de Oriente Medio. Toda esta agenda rusa no está exenta de tensiones con países como EEUU o Francia, que en los últimos años han criticado abiertamente la estrategia del Kremlin, la cual choca frontalmente con los intereses que Washington y París mantienen desde hace tiempo en la región.
¿Qué soluciones africanas hay a los problemas de seguridad?
Las instituciones y gobiernos africanos también han quedado imbuidos de esta dinámica securitaria que el continente está experimentando. Los debates de mayor relevancia en el seno de la UA, que desde 2002 busca materializar aquello de “soluciones africanas para problemas africanos”, ha tenido un claro componente de seguridad. Por un lado, se han ensayado nuevas formas de implementar este nuevo protagonismo africano en la gestión de los problemas de seguridad, especialmente a través de la colaboración con Naciones Unidas en diferentes operaciones “híbridas” en contextos como los de Sudán del Sur o Somalia. Por otro lado, la Arquitectura de Paz y Seguridad Africana (APSA) ha centrado el debate, en tanto que proyecto militar y de seguridad, en la necesidad de un rápido despliegue militar y de una eficaz intervención por parte de las instituciones panafricanas en contextos de conflicto. En ambas cuestiones, la controversia principal no ha sido tanto la de cómo fortalecer verdaderamente una visión más multidimensional de la seguridad, sino esencialmente la de cómo abordar problemas vinculados a cuestiones de carácter técnico, tales como la falta de recursos propios, la descoordinación con otros actores subregionales o internacionales entre otros aspectos. Todo ello ha puesto de manifiesto cómo la UA ha acabado también reproduciendo las visiones y discursos externos sobre la naturaleza de los problemas africanos y sobre el tipo de soluciones que cabe ofrecer.
El continente africano se ha convertido también en el principal terreno mundial de las operaciones de paz, hasta el punto que podría afirmarse, que el futuro de dichas misiones pasa por lo que acontezca en territorio africano. Según el SIPRI, el 75% de todo el personal desplegado en operaciones de paz a nivel global se encuentra en África. Los nuevos desarrollos normativos y operacionales, tales como los nuevos mandatos –mucho más robustos e intrusivos– o bien el uso de nuevas tecnologías militares, está teniendo lugar en este espacio. Las experiencias de las operaciones de paz en África también han contribuido al establecimiento de un Panel Independiente de Alto Nivel en Operaciones de Paz (en inglés, HIPPO) que evalúa las necesidades y problemas de las operaciones de Naciones Unidas a nivel global a partir de lo acontecido en territorio africano. Por su parte, las operaciones de construcción de paz posbélica, que intervienen en multitud de países africanos que salen de un conflicto bélico, han pasado de impulsar una agenda mucho más social y económica, a centrarse en la construcción de instituciones, con un acento especial en el desarrollo de los aparatos de seguridad de los estados. El enfoque de statebuilding como estrategia de construcción de paz es también un aspecto que refuerza este giro securitario. Un giro que, a su vez, queda refrendado con la tendencia registrada de muchos países en el continente a triplicar sus presupuestos militares en los últimos veinte años, según el SIPRI.
El despliegue securitario en el continente de países como China o Rusia responde más a la voluntad de complementar o proteger una agenda que es también comercial, abriendo la puerta a nuevas dinámicas de confrontación y de rivalidad con los países occidentales. Mientras, estos últimos condicionan su estrategia en el continente a una visión de este territorio como un espacio potencialmente problemático para su propia seguridad y estabilidad. Este claro énfasis global por la seguridad tradicional o militar en el continente africano tiene al menos dos importantes implicaciones negativas. En primer lugar, fortalece y acaba legitimando a regímenes autoritarios como los de Rwanda o Uganda, por poner dos claros ejemplos, que acaban abrazando las prerrogativas que vienen tanto de países emergentes como occidentales, y que cumplen a la perfección con el mandato de ser contextos seguros y fiables en la forma en que las agendas externas entienden lo que debe ser en la coyuntura actual la seguridad y la estabilidad. En segundo lugar, acaban supeditando las agendas de defensa de los derechos humanos, de derechos de las mujeres o de desarrollo humano al enfoque de la seguridad militar. La agenda de la contención de los problemas de seguridad africanos se impone, de este modo, a una agenda que aspire a transformar los verdaderos problemas de fondo.
Sin embargo, los grandes desafíos africanos de presente y de futuro tienen dimensiones mucho más complejas. El reto demográfico (África duplicará su población en solo treinta años), el rápido proceso de urbanización en todo el continente, o el acelerado y múltiple impacto del cambio climático en los modos de vida de numerosas sociedades, son solo tres fenómenos que ponen de relieve la insuficiencia e incluso el perjuicio del actual enfoque de seguridad hacia el continente. Urge, por lo tanto, una mirada mucho más social, multinivel y civil a la hora de abordar los retos del continente, centrada no tanto en las agendas de los actores estatales –tanto externos como internos– como en las auténticas necesidades de las poblaciones africanas.