Asia Central y Meridional en 2014-2015: nuevo retorno a la escena global

Anuario Internacional CIDOB 2015
Fecha de publicación: 06/2016
Autor:
Nicolás de Pedro, investigador principal, CIDOB e Igor G. Barbero, periodista en el Sur de Asia
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El periodo 2014-2015 fue intenso en Asia Central y Meridional, región donde se produjeron novedades políticas y diplomáticas importantes. El apabullante triunfo de Narendra Modi en las elecciones generales de mayo de 2014 en India supuso el inicio de un periodo marcado por la hegemonía del Bharatiya Janata Party (BJP), con la economía como eje central de la acción del Gobierno. En Pakistán se redujo la violencia terrorista tras importantes operaciones lanzadas por el ejército, pero aumentó, por contra, la violencia por parte del Estado, con continuas ejecuciones por pena de muerte. La incierta y polarizada deriva de Bangladesh estuvo marcada por la grave crisis política postelectoral y un inédito auge del extremismo islamista contra objetivos diversos, incluidos extranjeros, en medio de la aparición de influencias yihadistas globales, como la organización Estado Islámico (EI). Deriva yihadista que también hizo su aparición en el escenario afgano, complicando el panorama posterior a la retirada de las fuerzas internacionales, añadiendo más incertidumbre aún al futuro de Asia Central. La región recuperó, aun así, el protagonismo en las agendas de los grandes actores internacionales tras unos años de relativo desinterés. Este interés se tradujo en sucesivas visitas o cumbres con las cinco repúblicas centroasiáticas de dirigentes de la Federación Rusa, China, India, Japón, la UE o EEUU. La iniciativa china de lanzamiento de un gran plan de integración continental eurasiática –una nueva “Ruta de la Seda”– estuvo en el centro de todos los debates y espoleó de nuevo el interés internacional por Asia Central.

India: el inicio de la era Modi

Narendra Modi logró una histórica y arrolladora victoria en las elecciones generales de mayo de 2014 en India. Bajo su liderazgo, el Bharatiya Janata Party (BJP) alcanzó una mayoría absoluta inédita en los últimos treinta años y la primera que obtiene en la historia un partido que no sea el Congreso Nacional Indio. El BJP superó todas las expectativas –incluso las más optimistas del propio partido– y se hizo con 282 escaños (171 millones de votos, 31% de respaldo) en la Lok Sabha (Cámara Baja), que cuenta con un total de 545 miembros. Este resultado era un fiel reflejo de la ola de entusiasmo generada por Modi a lo largo y ancho del país durante el proceso electoral.

La victoria del BJP vino acompañada de una dura derrota para el partido del Congreso –tradicional fuerza dominante en la política local–, que obtuvo unos paupérrimos 44 escaños (aunque casi 107 millones de votos, 19% del total). Lastrado por el débil liderazgo de Rahul Gandhi y la ola anti-Congreso alimentada, a su vez, por los graves casos de corrupción y el hartazgo generalizado por la reacción del Gobierno de Manmohan Singh ante la ralentización económica desde 2012, el partido del Congreso cosechó el peor resultado de su historia.

En total, casi 554 millones de ciudadanos indios ejercieron su derecho al voto (un 66% de los 834 millones del censo electoral) en unas elecciones organizadas por razones logísticas y de seguridad en nueve fases sucesivas, del 7 de abril al 16 de mayo. Concurrieron 464 partidos y nada menos que 8.251 candidatos compitieron por los 543 escaños en disputa. Cifras que hacen de estas elecciones indias el mayor ejercicio democrático en el mundo hasta la fecha y ponen aún más en valor el impacto electoral del “fenómeno Modi”. Su victoria se construyó sobre una intensa, masiva, novedosa (para los estándares indios) y eficaz campaña electoral centrada en asuntos económicos y en la figura del candidato al más puro estilo de unas presidenciales estadounidenses. Así, aun siendo un sistema parlamentario, el triunfo fue, sin lugar a dudas, el de Modi y no tanto del BJP.

Narendra Modi, respaldado por su exitosa trayectoria económica como ministro principal (Chief Minister) del Estado de Gujarat desde 2001, galvanizó apoyos transversalmente tanto dentro como fuera de India. Gujarat, un estado tradicionalmente rico y con vocación comercial, vivió bajo su mandato un periodo de intenso crecimiento y desarrollo industrial y de las infraestructuras. De esta manera, con su promesa de replicar el “modelo Gujarat” a escala nacional y poner las bases de una suerte de –salvando las distancias– Indian dream, Modi supo seducir a la denominada “India aspiracional” que demanda, sobre todo, prosperidad, consumo, eficiencia y transparencia en la gestión pública. Una “nueva clase media” fundamentalmente joven, urbana y cuyos límites sociológicos y verdadero alcance económico son imprecisos –de 300 a 500 millones de ciudadanos indios según los criterios de medición–.

El triunfo de Modi certifica que, al contrario de lo que se creía, las grandes mayorías son aún posibles en India, pero resulta prematuro dar por finiquitada la “era de las grandes coaliciones parlamentarias”. Entre el BJP y el partido del Congreso –únicas fuerzas políticas de auténtico alcance nacional– suman, aproximadamente, un 50% del voto y 326 escaños. Unas cifras en absoluto desdeñables, pero que deben ser puestas en el contexto de un país-continente plural y complejo. Los 217 escaños (y unos 276 millones de votos) restantes se reparten entre una amalgama de 33 partidos políticos de naturaleza muy diversa (regionales, comunistas, populistas y de casta).

El balance del primer año de Gobierno de Modi es positivo, pero la sensación dominante es de una cierta decepción. El panorama macroeconómico, eje sobre el que se cimentó su victoria, ha mejorado sustancialmente: India ha crecido un 7,5% en el primer trimestre de 2015 –desbancando a China como economía de mayor crecimiento mundial entre las grandes–, la inflación ha pasado de los dos dígitos a menos del 5%; la rupia se ha estabilizado y los déficits por cuenta corriente y el fiscal mantienen una tendencia positiva y se encuentran bajo control. Pero Modi no es evaluado en función de estos resultados sino de las enormes expectativas generadas durante su campaña electoral. Y la India aspiracional que le aupó al poder se muestra impaciente con el ritmo gradualista adoptado. De una euforia y expectativas, sin duda desmedidas, se ha pasado a unas dudas, a su vez, prematuras.

La prudencia mostrada por el Gobierno en política doméstica responde, por un lado, al deseo de Modi de consolidar su poder personal y el del BJP como fuerza hegemónica en India. Por el otro, es consecuencia de su insuficiente poder a escala estatal y en la Rajya Sabha o Consejo de Estados, cámara alta del parlamento indio que cuenta con capacidad para bloquear las leyes emanadas de la Lok Sabha (Cámara baja). En junio de 2015, el BJP disponía de 47 escaños (frente a los 68 del partido del Congreso) y alcanza los 63 junto con sus aliados, cifra insuficiente en una Rajya Sabha, que cuenta con 245 miembros. De los 29 estados que componen el país, el BJP gobierna en ocho (Chhatisgarh, Goa, Gujarat, Haryana, Jharkhand, Madhya Pradesh, Maharashtra y Rajasthan) y forma parte del Gobierno de otros cuatro (Andhra Pradesh, Cachemira, Nagaland y Punjab). Se trata de la mayor acumulación de poder en manos del BJP en toda su historia, pero aún quedan fuera algunos estados tan relevantes como Uttar Pradesh, Bihar, West Bengal o Tamil Nadu.

Las dos iniciativas legislativas más ambiciosas del Gobierno –la creación de un impuesto al consumo unificado para toda India y una reforma relativa a la adquisición y expropiación de tierras– han quedado, de momento, en suspenso. La primera, el Goods and Services Tax (GST), pretende crear un verdadero mercado nacional indio con un impuesto similar al IVA europeo que conllevaría la eliminación de impuestos de escala estatal. La segunda pretende facilitar las expropiaciones de tierras cuando se trate de proyectos relacionados con la seguridad nacional, infraestructuras estratégicas o corredores industriales –que India necesita perentoriamente–. Se trata de un asunto delicado socialmente, que aborda uno de los programas insignias del Gobierno
de Manmohan Singh y que ha sido aprovechado por Rahul Gandhi para lanzar una campaña contra el primer ministro que ha tenido, de momento, el suficiente impacto como para poner al Gobierno de Modi a la defensiva. Visto desde el exterior, el aspecto más inquietante de este primer año ha sido la lentitud del Gobierno para reaccionar ante el auge de algunos de los sectores más intransigentes del nacionalismo hindú que ponen en riesgo la pluralidad y la tolerancia indias, uno de sus grandes activos y fuentes de legitimidad internacional.

Desde la perspectiva del Gobierno, la derrota en las elecciones de febrero en Nueva Delhi (territorio de la Unión) frente al Aam Admi Party (AAP) y en las elecciones de noviembre en el estado de Bihar, han sido dos grandes reveses. Ambas derrotas han evaporado el aura de invencibilidad electoral creada en torno a Modi. Sus opciones para liderar India la próxima década –lo que implica renovar mandato en las elecciones de 2019– se mantienen firmes, pero es previsible que la inquietud y el nivel de exigencia de los electores indios aumenten progresivamente con el paso de la legislatura. La nueva India es impaciente pero, de acuerdo con las últimas encuestas, sigue seducida y confiando en el efecto Modi para que este sea el “siglo de India”.

Pakistán: menos terrorismo, más violencia del Estado

La reducción de la violencia terrorista tras destacadas operaciones militares y el aumento de la violencia por parte del Estado, con continuas ejecuciones por pena de muerte, fueron los ejes principales en los que discurrió el periodo 2014-15 en Pakistán, menos presionado internacionalmente tras la salida aliada del vecino Afganistán.

El primer ministro pakistaní, Nawaz Sharif, que se había aupado al poder en 2013, comenzó su mandato con intentos frustrados de establecer buenas relaciones con India, enemigo histórico, y lograr la paz con la insurgencia local mediante negociaciones en un país que cuenta unos 60.000 muertos en tres lustros de guerra contra el terror. Sin embargo, en 2014 Sharif se vio debilitado por continuas protestas de la oposición, que tachó su victoria electoral de fraude y abogó por la dimisión del Gobierno entre la mirada neutral de las fuerzas armadas. En agosto, decenas de miles de manifestantes alentados por el líder de Tehreek-e-Insaf (TeI), el exjugador de críquet Imran Khan, y por el clérigo Tahirul Qadri, tomaron el centro de Islamabad tras largas marchas por el país y pusieron a prueba la consolidación de la democracia. Sharif aguantó el tirón entre un ruido de sables continuo y, a finales de 2014, con el movimiento de protesta prácticamente diluido, Khan se retiró de la escena en un momento de crisis nacional.

El distanciamiento entre Sharif y el ejército se hizo notorio en la voluntad del primero de juzgar al exdictador militar Pervez Musharraf, primer general pakistaní en sentarse en el banco de un tribunal por su gestión al frente del país. Musharraf, víctima de un atentado en abril del que salió ileso, había depuesto a Sharif en un golpe militar en 1999. Otro punto de tensión fue el inicio de una ofensiva militar contra los insurgentes en la región tribal de Waziristán del Norte. La operación, retrasada por el intento de negociación de Sharif, se puso en marcha finalmente en junio de 2014. Esta intervención había sido largamente demanda por EEUU, ya que la región alberga a grupos que atacaban a las tropas extranjeras en Afganistán. No en vano, tres cuartas partes de los más de 300 ataques de aviones no tripulados estadounidenses en suelo pakistaní se produjeron en Waziristán del Norte. La operación en esta demarcación tribal del noroeste del país y otra lanzada más tarde en la de Khyber, rodeadas de poca transparencia informativa, provocaron el desplazamiento de más de un millón de civiles y, al término de 2015, se habían cobrado la vida de unos 3.500 insurgentes y 300 soldados, según fuentes militares.

En diciembre de 2014 los talibanes pakistaníes respondieron a estas acciones atacando una escuela en la ciudad noroccidental de Peshawar. Murieron unas 150 personas, la mayoría niños, en uno de los peores atentados de la insurgencia en la historia de Pakistán, rechazado incluso por la rama de Al Qaeda en el subcontinente indio. Este atentado, calificado como el 11-S pakistaní, llevó al Gobierno a aprobar un Plan de Acción Nacional contra el terrorismo que incluyó medidas como la restauración de la pena de muerte (había una moratoria desde 2008) y la creación de tribunales militares. Desde entonces, aproximadamente una persona ha sido ejecutada al día en el país según Amnistía Internacional. Pakistán siguió siendo escenario de algunos atentados brutales, sobre todo contra fieles de la minoría chií, y a la ecuación de la insurgencia se sumaron simpatizantes del EI, pero en términos generales la situación ha mejorado drásticamente. Las ofensivas del ejército parecen haber sido detonantes para que la violencia en Pakistán se haya ido reduciendo en 2015, con unos 3.500 muertos en el conjunto del año, un cuarto de ellos civiles, según el Portal de Terrorismo del Sur de Asia. La marca queda lejos de los cerca de 12.000 del pico de 2009 y se sitúa en niveles de 2007, año en que se crearon los talibanes pakistaníes de Tehreek-e-Taliban Pakistan (TTP), que trasladaron entonces a Pakistán la guerra que se estaba desarrollando fundamentalmente en suelo afgano.

Esta relativa mejora en la seguridad ha animado la llegada de inversión extranjera, sobre todo china y rusa, hecho que ha reflotado la economía pakistaní. El PIB en este periodo 2014-2015 ha crecido por encima del 4%, una cota que el país no había alcanzado en el lustro previo. Por el camino, el ejército ha consolidado su dominio sobre el liderazgo civil en la toma de decisiones en política exterior y seguridad, una situación que algunos analistas califican de matrimonio de conveniencia en una nación que ha vivido cerca de la mitad de su historia gobernada por generales. El aparato militar apostó por primera vez por respaldar las negociaciones de paz en Afganistán. En el país vecino, donde se ha recrudecido la violencia, apenas quedan unos 13.500 soldados internacionales tras concluir en 2014 la retirada de la OTAN. Pakistán acogió algunas reuniones entre Kabul y la insurgencia talibán, aunque estos contactos recibieron un revés tras el anuncio en julio de 2015 de la muerte del líder de los talibanes, el mulá Omar, que supuestamente falleció dos años antes en la principal metrópolis pakistaní, Karachi, en una muestra más del llamado “doble juego” practicado por Islamabad durante todo este tiempo.

Bangladesh: de la crisis política al auge del extremismo islamista

La grave crisis política postelectoral y un inédito auge del extremismo islamista con atentados contra objetivos diversos, incluidos extranjeros, en medio de la aparición de influencias yihadistas globales marcaron el periodo 2014-2015 en Bangladesh. El país afronta un futuro lleno de desafíos e interrogantes, en un escenario cada vez más polarizado.

La secular Liga Awami de la primera ministra, Sheikh Hasina revalidó en enero de 2014 su mandato con una victoria por mayoría absoluta (233 de 300 escaños), en unas elecciones generales en las que no tuvo contrincante después que el Partido Nacionalista (BNP) de su acérrima rival, la exprimera ministra Khaleda Zia, boicoteara los comicios. El BNP rechazó participar en la contienda tras eliminar Hasina el modelo de gobierno interino que se había utilizado en las últimas décadas para supervisar los procesos electorales en el país. Esta decisión dejó al partido ausente del Parlamento y su respuesta fue la movilización popular. Tras la celebración de las elecciones, la oposición convocó con regularidad hartales (huelgas) y promovió bloqueos al transporte en los que se registraron enfrentamientos entre activistas y fuerzas de seguridad. Al mismo tiempo, las autoridades bangladesíes aplicaron mano dura contra sus rivales con detenciones arbitrarias, desapariciones de militantes, mientras que en los tribunales afloraban los casos de corrupción, contra políticos opositores, así como acciones intimidatorias, una tónica en los mandatos de las dos formaciones que se han alternado en el poder en Bangladesh durante los últimos 24 años, con la salvedad de un breve periodo de tutelaje militar.

Hasina, hija de la figura considerada central en la guerra de independencia de 1971, continuó con ímpetu el proceso de revisión de la memoria histórica que había comenzado en la anterior legislatura. Si 2013 se había cerrado con la primera ejecución en horca por los juicios por crímenes contra la humanidad cometidos décadas atrás durante el conflicto en el que Bangladesh se separó de Pakistán, en 2014 y 2015, tribunales especiales creados por el Gobierno continuaron fallando –y el Supremo, ratificando– sentencias, hasta elevar el número de condenados a pena capital o cadena perpetua a más de una veintena, y tres convictos fueron ejecutados. Estos procesos afectan sobre todo a líderes de la principal formación religiosa, Jamaat-e-Islami (JI), vetada en la actualidad en las elecciones.

En enero de 2015, en el aniversario de su boicot electoral, el BNP renovó la campaña de protestas con mayor convicción aún, con huelgas y bloqueos diarios después de que Khaleda Zia fuera puesta bajo arresto domiciliario en su oficina política, una reclusión en la que permaneció hasta abril, en medio de dudas sobre si la mayor parte del tiempo lo hizo por voluntad propia para evitar un arresto. Zia solo abandonó su reclusión para comparecer ante un tribunal ad hoc después de desoír varias citaciones en uno de los varios casos por corrupción que se habían reactivado en su contra. La violencia política había llegado a su techo en ese momento. Después de tres meses de lanzamientos de cócteles molotov y ataques contra el transporte en el país que causaron al menos 120 muertos, con el BNP desgastado por la detención y la
desaparición de miembros de sus cuadros y falta de apoyo popular, la alianza opositora cambió su estrategia. Decidió participar en los comicios municipales en Dacca y en la ciudad portuaria de Chittagong a finales de mes, aunque se retiró a media jornada de votación tras acusaciones de fraude avaladas por la comunidad internacional.

En medio de la crisis, el extremismo islamista entró en escena y copó paulatinamente las portadas, desplazando a los rifirrafes políticos en un país de 160 millones de habitantes, con mayoría musulmana pero tradicionalmente moderado. El goteo de sangre fue inaugurado a finales de febrero de 2015 con el asesinato
a machetazos del conocido escritor y bloguero estadounidense de origen bangladesí Avijit Roy. Ateo y crítico con el fundamentalismo islámico, Roy fue atacado junto a su esposa cuando salía de la Feria del Libro, en las inmediaciones de la Universidad de Dacca, considerada el epicentro de la clase intelectual bangladesí. Tras su muerte, en los siguientes meses corrieron igual suerte otros tres blogueros ateos tachados de “blasfemos” por los integristas que, en octubre de 2015, fueron un paso más allá con dos ataques sincronizados en la capital contra editores seculares que habían publicado obras de Roy, acabando con la vida de uno de ellos.

El Gobierno apenas reaccionó ante estos crímenes, que ni siquiera condenó, mientras que la policía tardó meses en practicar arrestos significativos y cuando lo hizo, tras fuertes críticas de los blogueros por falta de protección, las operaciones fueron puestas en tela de juicio. Las autoridades apuntaron al Ansarullah Bangla Team, una formación extremista autóctona emergente, como sospechosa de los ataques, aunque también fueron reivindicados por Al Qaeda en el Subcontinente Indio, una rama creada en 2014.

En otoño de 2015 la situación dio una vuelta de tuerca: un cooperante italiano, Cesare Tavella, y un ciudadano nipón, Hoshi Kunio, fueron asesinados en un intervalo de una semana en sendos ataques con armas de fuego en Dacca y una región septentrional. Ambas acciones, inéditas en un país en el que los extranjeros se han sentido generalmente seguros, fueron reivindicadas por EIen supuestos comunicados, y supusieron la primera aparición del grupo en Bangladesh. Las autoridades reaccionaron negando cualquier presencia del EI en su territorio y acusando a sus opositores políticos, JI y BNP, de desestabilizar al gobierno.

Para mayor desconcierto, en el momento de los atentados se estaban revisando las sentencias contra dos destacados líderes de la oposición en el marco de los juicios por crímenes de guerra. La policía llevó a cabo arrestos en sintonía con la teoría conspirativa del Gobierno, pero mientras defendía esa versión las acciones terroristas se dispararon entre octubre y noviembre de 2015 y fueron reivindicadas en su mayoría por EI, que incluso dedicó una sección en su revista Dabiq a su expansión en Bangladesh. Fueron atacados policías, pastores cristianos y representantes de otras religiones, así como un misionero católico italiano y fieles de la corriente musulmana minoritaria chií. El deterioro de la seguridad llevó a algunas firmas extranjeras a suspender o limitar sus actividades en Bangladesh, mientras que en la capital aumentó el despliegue de fuerzas del orden. La situación ha lanzado interrogantes sobre cómo podría afectar la continuidad de la violencia al sector textil, principal industria exportadora del país.

Asia Central: incertidumbres locales y grandes planes de integración eurasiática

Durante el periodo 2014-2015 se produjo un evidente retorno del Asia Central exsoviética a las agendas de los grandes actores internacionales, tras unos años de relativo ostracismo. Este interés se debe tanto a cuestiones de seguridad regional –fin de la misión internacional en Afganistán– como a la propuesta china de lanzamiento de un gran plan de integración continental eurasiática –una nueva “Ruta de la Seda”–. Asimismo, la intervención militar de Rusia en Ucrania (desde febrero de 2014) y posteriormente en Siria (desde septiembre de 2015) tuvo un considerable eco en Asia Central, particularmente en Kazajstán, pero también en Uzbekistán.

Precisamente, en estas dos repúblicas se produjo la –absolutamente previsible– reelección de sus presidentes. El 29 de marzo de 2015, Islam Karímov, presidente
de Uzbekistán, renovó mandato con el respaldo de más del 90% de los votantes (y más de un 90% de participación), venciendo a tres candidatos de paja. Apenas un mes después, el 26 de abril, Nursultán Nazarbáyev, presidente de Kazajstán, obtuvo casi un 97% de votos (con el 87% de participación) ante dos rivales igualmente ficticios. Ambos mandatarios dirigen sus países desde las postrimerías de los tiempos soviéticos y, por el momento, no han dado ninguna señal real de estar pensando en el retiro. No solo el cuándo y el quién son inciertos, sino, sobre todo, el cómo de estas sucesiones. Poner las bases para procesos no traumáticos canalizados institucionalmente es la gran tarea pendiente.

Y en esos eventuales procesos sucesorios –y ya veremos si de verdadera transición política– jugarán un papel destacado no solo los actores locales sino también los externos, entre los que cabe citar tanto fuerzas islamistas extremistas –radicadas en Afganistán, Pakistán o Siria– como grandes potencias regionales –Federación Rusa, sobre todo, y, probablemente, China–. Con su intervención en Ucrania, Moscú ha dejado muy claro al resto de repúblicas exsoviéticas (excluyendo a los Países Bálticos) el carácter innegociable que confiere al control de su orientación estratégica. En otras palabras, deben aceptar el dictado del Kremlin o, al menos, su capacidad de facto para bloquear su política exterior o atenerse a las consecuencias.

Este replanteamiento del Kremlin pone en cuestión la vigencia de las políticas exteriores multivectoriales implementadas (en diferentes grados) por las repúblicas centroasiáticas. Astaná es quien ha vivido esta situación con mayor preocupación, ya que los argumentos esgrimidos para intervenir en el este de Ucrania son igualmente aplicables en toda la franja norte de Kazajstán. Esta cuestión, unida al deterioro de la situación económica, agudizó las dudas del gobierno y ciudadanía kazajos con relación al proyecto de Unión Económica Eurasiática, liderado por Federación Rusa, inaugurado formalmente en enero de 2015 y del que también forman parte Bielarús, Armenia y Kirguistán. Uzbekistán no siente tan claramente esta presión territorial, pero vive con igual preocupación la creciente asertividad de la política exterior rusa. Por su parte, Emomalí Rahmón, presidente de Tayikistán, ha aprovechado el deseo de Moscú de reforzar su presencia en el país para acallar a la ya de por sí débil oposición y acabar, de paso, con el orden político surgido de los acuerdos de paz de 1997 tras la guerra civil.

La retirada de las tropas internacionales de Afganistán –aunque EEUU ha anunciado que dejará un contingente relativamente robusto de aproximadamente diez mil efectivos– y el agravamiento de la violencia, con un auge de la actividad talibán en todo el país y el inquietante desembarco de EI, auguran serias dificultades para la estabilización afgana, lo que entraña serios riesgos para el resto de la región. La penetración del EI en el escenario afgano preocupa especialmente a sus vecinos centroasiáticos del norte, dado el éxito que ha tenido en el antiguo espacio soviético con su campaña de captación de combatientes para Siria, lo que incluye tanto combatientes que han partido directamente desde Asia Central como de migrantes centroasiáticos radicados en la Federación Rusa.

Pero, sin duda, la “Ruta de la Seda” propuesta por China es el asunto que ha concitado más atención dentro y fuera de la región. No en vano, el plan fue anunciado por primera vez por el presidente chino Xi Jinping durante su visita a Kazajstán en septiembre de 2013, dentro de una gira centroasiática que incluyó también Kirguizstán, Turkmenistán y Uzbekistán. En primer lugar se anunció la Franja Económica de la “Ruta de la Seda” y, posteriormente, la “Ruta de la Seda Marítima” del siglo XXI, referidas ambas por la diplomacia china como la iniciativa Una Franja, Una Ruta (OBOR por el acrónimo en inglés de One Belt, One Road). Se trata de un plan extraordinariamente ambicioso cuya eventual implementación transformará el panorama económico del espacio eurasiático.

El interés de China ha espoleado, a su vez, el de otros actores que también han apostado por las giras regionales. En julio de 2015, el primer ministro indio, Narendra Modi, visitó las cinco repúblicas. Durante ese viaje, India (junto con Pakistán) fue invitada a convertirse en miembro pleno de la Organización de Cooperación de Shanghái. En octubre, el primer ministro japonés, Shinzo Abe (cuyo periplo incluyó también Mongolia), y, pocos días después, el secretario de Estado de EEUU, John Kerry, también realizaron sendas visitas a las cinco repúblicas. Por último, en diciembre, la alta representante de la UE, Federica Mogherini, presidió la reunión interministerial UE- Asia Central en Astaná en la que participaron representantes de las cinco repúblicas centroasiáticas. Asia Central está de nuevo en las agendas de las principales potencias mundiales.