África Subsahariana: de la euforia económica a la frustración sociopolítica
En los últimos años el análisis de la realidad africana ha estado sujeto a una importante dosis de optimismo. El discurso del Africa rising ha impregnado la mayoría de noticias sobre el continente, así como buena parte de los informes emitidos por organismos financieros internacionales. Esta ola de “afro-optimismo” atribuía el esperado “renacer” africano esencialmente a unos índices de crecimiento económico que en su conjunto superaban una media del 5%, y que en algunos casos concretos incluso alcanzaban cifras superiores al 10%, como sucedió en Angola o Nigeria en momentos determinados. Esta narrativa se producía en un contexto global de evidente recesión económica, y venía acompañado también por la sensación de que, más allá del importante crecimiento económico en África, el continente también experimentaba un notable proceso de democratización de buena parte de sus países, evidenciaba la voluntad de liderazgo regional con la idea de “soluciones africanas para problemas africanos” abanderada por la Unión Africana (UA) y registraba una mejora considerable en algunos de los principales indicadores de desarrollo humano.
En el plano discursivo, algunas voces habían cuestionado en los últimos tiempos la dañina tendencia de entender la complejidad de África Subsahariana desde etiquetas simplificadoras. Así, de la “tragedia” africana se había pasado repentinamente al “milagro” africano sin tener en cuenta algunos matices que ponían de relieve, por ejemplo, cómo dicho crecimiento económico no estaba implicando su redistribución social ni una mejora en las condiciones de vida de la mayoría de la población, o bien cómo los nuevos sistemas multipartidistas consolidados a partir de los noventa implicaban también enormes contradicciones y conflictos internos. Aunque la región subsahariana atraviesa, ciertamente, un proceso de grandes transformaciones sociodemográficas, económicas y sociopolíticas, la retórica del “África emergente” obviaba muchos de estos matices y elementos de fondo que hoy parecen aflorar con contundencia.
Y es que en los últimos años las crecientes protestas sociales en multitud de países africanos ponen de manifiesto que en el seno de la retórica eufórica sobre la realidad africana coexistía la insatisfacción y frustración social de millones de personas. En sus diferentes contextos, y a veces por diferentes motivos y de forma diversa, muchas sociedades africanas han manifestado su malestar con sus respectivos regímenes políticos, desencadenando una ola histórica de movilizaciones con desenlaces divergentes (en Senegal o en Burkina Faso se produjeron importantes cambios políticos en 2012 y 2014, respectivamente, mientras que en Burundi el gobierno parece haberse afianzado en el poder tras las violentas protestas de 2015) y, en la mayoría de casos, todavía inciertos.
El discurso optimista sobre las economías africanas ha ido deslavazándose en los últimos tiempos como consecuencia sobre todo de la vulnerabilidad intrínseca del crecimiento económico africano, muy dependiente del precio de las materias primas o de una inversión china que en 2016 parece haber experimentado un cierto declive, así como por la existencia de otros factores de índole interna.
¿Un horizonte sociopolítico convulso?
Mientras el mundo analizaba y debatía las consecuencias y perspectivas de la llamada Primavera Árabe muchos se preguntaban por entonces si dicha “primavera” acontecería alguna vez en la región subsahariana. Pero lo cierto es que mucho antes, desde 2005, algunos contextos africanos ya venían registrando un aumento en el número de las protestas sociales y políticas. Desde 2008, pero muy en particular desde 2010, ese incremento ha sido del todo significativo (véase Gráfico 1).
Las protestas desde entonces han tenido un protagonismo excepcional, han variado en su intensidad y duración, se han desarrollado tanto a nivel nacional como a nivel local y han adoptado diversas formas. Desde las protestas sociales por el aumento del precio de los alimentos básicos y ante el deterioro general de las condiciones de vida (Níger, Guinea, Chad, Sierra Leona), hasta las movilizaciones históricas contra el intento de los líderes políticos de modificar sus respectivas Constituciones y aspirar a mandatos adicionales en el poder (Burkina Faso, Senegal, Burundi, República Democrática del Congo, Gabón, Togo, Uganda), pasando por las protestas sociales y sindicales contra el retraso en el pago de los salarios (Zimbabwe, Sudáfrica, Nigeria, Botswana), protestas estudiantiles contra el aumento de las tasas universitarias (Sudáfrica, Uganda) o las movilizaciones contra los abusos policiales e institucionales (Kenya, Senegal, Uganda, Chad).
Las elecciones o la perspectivas de celebración de unos comicios han sido habitualmente los contextos que han acelerado e intensificado algunas de las protestas, bien como escenario en el que la población recriminaba a sus dirigentes la falta de rendición de cuentas o bien los escasos logros políticos y sociales alcanzados, bien como el momento en el que los partidos tienden a movilizar a sus bases sociales, a menudo de base étnica. Los comicios celebrados en Kenya a finales de 2007 fueron, en este sentido, excepcionales, pero también se prevén los siguientes momentos de tensión: la perspectiva de elecciones en 2017 en la República Democrática del Congo, en el que el presidente Kabila ha renunciado, tras las importantes protestas, a presentarse a un tercer mandato; en Kenya, don de la sombra de los enfrentamientos de 2007 están más que presentes y, en menor grado, en Liberia, donde la presidenta Johnson-Sirleaf abandona el cargo tras liderar de forma notable la reconstrucción postbélica del país); en Angola, donde José Eduardo Santos ha hecho público el histórico anuncio de renunciar a la presidencia tras casi cuarenta años de gobierno pero dejando garantizado el traspaso de poder a su ministro de Defensa, João Manuel Gonçalves Lourenço; en Sierra Leona, país en el que las protestas van en aumento ante la voluntad del presidente actual, Ernest Bai Koroma, de modificar la Constitución y presentarse a un nuevo mandato; o en Rwanda, donde el controvertido Paul Kagame consolidará su poder por siete años más. Si la tensión en los últimos años se centró en la ampliación del número de mandatos presidenciales, muchos de estos contextos ponen de manifiesto que las garantías ofrecidas por las respectivas comisiones electorales encargadas de supervisar de forma independiente los procesos electorales serán un importante terreno de disputa.
Nigeria, Sudáfrica y Etiopía: malestar social y protestas en tres países clave
Un aspecto llamativo que caracteriza esta ola de protestas africanas es el hecho de que los tres países más importantes de la región, considerados como países “ancla” para la estabilidad del continente (Sudáfrica, Etiopía y Nigeria), se están viendo afectados también por el incremento de las movilizaciones sociales. El caso de Nigeria presenta unos rasgos algo distintos. Mientras que las elecciones presidenciales de 2015 propiciaron uno de los ejemplos de alternancia política pacífica más destacables de los últimos años (el actual presidente, Muhammadu Buhari
del APC derrotó al hasta ese momento mandatario Goodluck Jonathan, del PDP), la inestabilidad nigeriana se debe sobre todo al impacto que Boko Haram sigue teniendo en el norte del país y que se ha trasladado a buena parte de los países colindantes. Pero también a la creciente protesta y a la aparición de nuevos grupos armados en la región del Delta del Níger, como consecuencia de la injusta situación que padecen algunos grupos étnicos minoritarios en la zona a manos de las autoridades políticas y de las grandes multinacionales, obsesionadas desde los años noventa en la explotación de los abundantes yacimientos de petróleo.
Por lo que respecta a Sudáfrica, las huelgas, protestas y movilizaciones han ido claramente en aumento en los últimos cinco años. El hecho más significativo es que gran parte de las protestas han mostrado el descontento generalizado con el ANC (African National Congress), partido en el gobierno desde la democratización del país y hegemónico entre la comunidad negra hasta el momento. Los escándalos de corrupción que afectan al presidente Jacob Zuma y al partido fueron claves para que el ANC perdiera el poder en algunos de sus principales feudos durante las elecciones locales de 2016, como fue el caso de Johannesburgo.
Del mismo modo, las consecuencias de la crisis económica, la depreciación de la moneda y el elevado índice de desempleo (más del 25%) han generado una situación de creciente desigualdad y malestar social. Esto es especialmente relevante entre las comunidades más pobres de las zonas urbanas y de los asentamientos informales. Las huelgas en el sector minero (sector que representa un 7% del PIB del país), las movilizaciones estudiantiles ante la subida de las tasas universitarias o la reacción social ante las represión violenta empleada por la policía en numerosos lugares son algunas de las formas en las que se han desarrollado las protestas. El ANC enfrenta la encrucijada política más importante de las últimas décadas. En este contexto de creciente malestar social con su actuación el partido deberá escoger un nuevo líder en 2017 y hacer frente a las elecciones generales de 2019.
Finalmente, Etiopía, país que fue ensalzado como ejemplo de encaje etnopolítico, atraviesa una grave crisis social y política. Tras el anuncio del gobierno etíope en noviembre de 2015 de llevar a cabo su plan de reforma de la tierra con el llamado “Greater Addis Abeba Master Plan”, las regiones habitadas por las comunidades oromo y amara (los dos principales grupos étnicos del país) se movilizaron ante lo que entendían era un plan de expansión de la capital hacia sus regiones. Aunque el ejecutivo decidió retirar su propuesta, las movilizaciones, que respondían a agravios mucho más de fondo, ya se habían extendido a todo el país. Y es que el malestar social por la falta de empleos y de mejoras en las condiciones de vida, así como por la deriva represora del gobierno del primer ministro Haile Mariam Dessalegn, fueron el caldo de cultivo para movilizar a una población cada vez más joven y formada que demandaba cambios sustanciales. En agosto de 2016 las movilizaciones provocaron graves disturbios y episodios de represión del gobierno, que incluso declaró el estado de emergencia en el país por un período de seis meses. Desde entonces, organizaciones como Amnistía Internacional han denunciado la muerte de más de 1.000 personas y el arresto de otras 11.000. Como ha sucedido en otros países, el gobierno ha intentado restringir y controlar el acceso a internet y a las redes sociales.
Ante estos contextos políticos y sociales, especialmente en estos tres países clave, los posibles escenarios futuros se hacen impredecibles, y la incertidumbre y la inestabilidad sociopolítica serán una dinámica que definirán los próximos años en la zona.
Gambia, ¿“soluciones africanas a problemas africanos”?
Los desenlaces políticos en muchos países africanos han sido diversos y, en algunos casos, muy positivos. En Ghana, país altamente laureado por la comunidad internacional por su estabilidad política y económica alcanzada en las últimas décadas, se celebraron elecciones en 2016 que finalizaron con alternancia política. El expresidente John Dramani Mahama del NDC fue derrotado en las urnas por el opositor Nana Akufo-Addo del NP. Otros dos casos recientes han sido especialmente significativos: Senegal y Burkina Faso. En Senegal, en 2012, las protestas sociales lideradas por el movimiento Y’en a marre auparon a la presidencia al opositor y ahora presidente, Macky Sall, evitando la perpetuación en el poder del exmandatario senegalés Abdoulaye Wade. En Burkina Faso, el movimiento Balai Citoyen tomó las calles del país en 2014 para impedir que el entonces presidente, Blaise Compaoré (en el poder durante más de 27 años tras un golpe de Estado), modificara la Constitución para perpetuarse en el cargo. Fruto de las intensas protestas, Compaoré se vio obligado a abandonar el país. Tras casi un año de gobierno de transición, la movilización ciudadana también impidió que triunfara un golpe de Estado que pretendía evitar las elecciones que finalmente se celebraron en noviembre de 2015.
Pero sin duda fue Gambia el país que experimentó en 2016 y principios de 2017 uno de los procesos políticos más relevantes para el continente en los últimos tiempos. Este pequeño país de tan sólo 10.000 kilómetros cuadrados celebró elecciones en diciembre de 2016. De manera sorprendente, Yayah Jammeh, mandatario que había permanecido en el poder desde el golpe de Estado que perpetró en 1994, perdió las elecciones a manos de Adama Barrow, que lideraba una coalición de grupos opositores. Más llamativo si cabe fue el hecho de que Jammeh aceptara de forma inmediata la derrota, felicitando incluso a su adversario. No obstante, al cabo de pocos días, el controvertido expresidente se desdecía de sus declaraciones, rechazando los resultados, anunciando una nueva convocatoria de elecciones y desplegando tropas militares en la capital, Banjul. Dicha decisión fue condenada por numerosos actores internos, tales como sindicatos o medios de comunicación gambianos, así como por organizaciones regionales como el ECOWAS y la UA, e internacionales como Naciones Unidas.
Precisamente, el papel del ECOWAS fue decisivo en la resolución final de esta crisis. Este organismo subregional, conocido por sus intervenciones militares en conflictos como el de Sierra Leona a finales de los noventa, decidió enviar una misión de alto nivel al país tras el anuncio de Jammeh. Los presidentes de Liberia, Sierra Leona y Ghana, junto con altos cargos de la organización, se reunieron así con el todavía líder del país para que aceptara los resultados de las elecciones. Ante el rechazo del mandatario gambiano, el ECOWAS nombró a los presidentes de Nigeria y de Ghana como principales mediadores y decidió proteger en la embajada gambiana en Senegal al presidente electo, Adama Barrow. Las siguientes semanas presenciaron intentos infructuosos de los mediadores principales, así como de otros jefes de Estado africanos, de convencer a Jammeh que aceptara el resultado electoral. Ante la reiterada negativa, el ECOWAS decidió ofrecerle un ultimátum: o abandonaba el poder de forma inmediata o el ECOWAS iniciaría una intervención militar liderada por Nigeria con el objetivo de desalojarle del poder. El ultimátum dio resultado y Yayah Jammeh abandonaba el país el 21 de enero de 2017 con la condición de recibir asilo en Guinea Ecuatorial, entre otras garantías políticas, judiciales y económicas.
Algunas organizaciones nacionales e internacionales han criticado las implicaciones en clave de impunidad que tienen las concesiones finales hechas a Jammeh por parte del ECOWAS, sobre todo si se tienen en cuenta las graves violaciones de derechos humanos cometidas por este durante sus 22 años de mandato político al frente de Gambia. Otras voces, por su parte, han ensalzado el conjunto de la mediación realizada por ECOWAS y que la amenaza de la fuerza evitara un mal mayor como podría haber sido una intervención militar y la existencia de víctimas mortales. Más allá del balance, lo cierto es que el liderazgo del ECOWAS en todo este proceso, el cual ha contado con el apoyo y respaldo de la UA y de Naciones Unidas en todas sus fases, entronca con el anhelo de las organizaciones regionales africanas de impulsar una gestión africana en la resolución de los problemas políticos y de seguridad que afectan a los países del continente.
¿Excepcionalidad o continuidad histórica?
Más allá del debate de categorizar toda esta ola de protestas y movilizaciones como una Primavera Africana, lo sustancial es entender que, en efecto, una parte considerable de los países de la región subsahariana atraviesan un período de convulsión sociopolítica que tiene raíces y factores explicativos determinados. En general, podríamos afirmar que el contexto en el que se encuentra la región tiene que ver con el agotamiento y con las limitaciones de lo que significó la “tercera ola” de democratización del continente a partir de la década de los noventa. Si hasta ese momento y desde el inicio de la etapa poscolonial, la gran mayoría de contextos africanos habían consolidado sistemas de partido único, solo desde 1989 hasta 1994, 35 países de los 47 que en ese momento representaban la región subsahariana celebraron elecciones multipartidistas, resultando en el cambio de liderazgo político en 18 de ellos. Algunos casos especialmente exitosos fueron los de Namibia en 1989, Cabo Verde en 1991, Ghana en 1992 o Sudáfrica en 1994.
El rumbo de muchos de estos regímenes ha sido muy diverso desde entonces. Algunos se han consolidado como democracias plenas y ensalzadas por los principales indicadores internacionales, siendo especialmente relevantes los resultados de Freedom House, pero sobre todo del Índice de Gobernanza en África de la Fundación Mo Ibrahim. Este último índice señala la existencia de un grupo de países que estarían a la cabeza de la mejora y consolidación de los índices de gobernanza, como son Mauricio, Botswana, Cabo Verde, Seychelles y Namibia, y un grupo a la cola en el que la situación política, de la seguridad y de los estándares de gobernanza son más que preocupantes, como Somalia, Sudán del Sur, República Centroafricana, Eritrea y Sudán. Pero más allá de la categorización y de la dispar evolución de los 49 países que en la actualidad configuran la región subsahariana, es importante destacar la deriva que muchos de ellos han experimentado desde su democratización a partir de la celebración de elecciones multipartidistas. En este sentido, la mayoría de ellos han pasado de ser sistemas de partido único a sistemas en los que un solo partido ha acabado dominando la escena electoral y donde la alternancia política se ha convertido más en un rara avis (menos de una cuarta parte de los escenarios electorales desde 1990 han visto una alternancia en el poder) que un elemento de normalidad democrática y constitutivo de la realidad. Pero a ese contexto de falta de alternancia política hay sobre todo que añadir una realidad social y económica que ha ido cambiando considerablemente en los últimos años. A los procesos de crecimiento económico sin redistribución cabe añadir un proceso de urbanización fulgurante, en el que el desempleo y la falta de oportunidades para una población esencialmente joven (la mayoría de países africanos presentan una media de edad que no supera los veinte años), ha alimentado una frustración social por las condiciones de vida y el malestar con los gobiernos políticos, por su incapacidad de mejorar dichas condiciones o bien por su incapacidad de rendir cuentas y de respetar y hacer respetar el marco constitucional y del imperio de la ley.
Así lo asegura el Índice de Gobernanza en África de la Fundación Mo Ibrahim de 2016; mientras que algunos países han logrado leves mejoras en los últimos años en los ámbitos de desarrollo humano, de la participación y de los derechos humanos o bien de las oportunidades económicas, la gran mayoría de la región ha empeorado su situación en lo referente a la seguridad, al respeto del imperio de la ley o a la rendición de cuentas de sus dirigentes.
La ola de protestas y movilizaciones registrada en los últimos años nace en ese contexto y responde a ese malestar con el statu quo social y político. Esta coyuntura no es una novedad ni algo puntual o excepcional sino una clara continuidad histórica. A pesar de la poca visibilidad internacional y mediática que las experiencias e iniciativas africanas lideradas por la sociedad han tenido habitualmente, presentando siempre la región subsahariana como un ente meramente pasivo y a expensas de la conducta de sus dirigentes, lo cierto es que las protestas y las movilizaciones sociales constituyen un factor de continuidad claro y sin el cual no se explican, entre otros aspectos, el fin del colonialismo en muchos países o bien la erosión de los sistemas de partido único a finales de los ochenta.
Juventud, ciberactivismo y las nuevas formas de la protesta
Otro de los factores de gran importancia a la hora de explicar la fisonomía de las protestas que están aconteciendo en buena parte de África Subsahariana es el perfil de las personas que están liderando las movilizaciones. En general, las protestas parecen tener un perfil de manifestante claramente joven, formado y urbano. Esto no quiere decir que no exista diversidad de perfiles, y que las protestas no adquieran en muchos casos un patrón intergeneracional en el que acaban participando diferentes grupos sociales o bien que en las zonas rurales no estén teniendo lugar importantes movilizaciones para protestar, por ejemplo, por las condiciones de vida. Aunque la diversidad de perfiles y contextos existe, en muchos de los casos parece prevalecer –y a la espera de trabajos de campo que avalen lo que ahora es más una mera percepción– que son los jóvenes en contextos urbanos los que están catalizando de diversas formas el malestar contra sus dirigentes. Y es que el ámbito de las ciudades, en un continente que se urbaniza a un ritmo vertiginoso (472 millones de africanos viven actualmente en zonas urbanas), se ha convertido en uno de los grandes desafíos de futuro de la realidad africana. La falta de oportunidades o las paupérrimas condiciones de vida que sufren millones de personas son aspectos cruciales en la configuración del conflicto social en la mayoría de contextos urbanos africanos.
Uno de los elementos que precisamente mayor debate ha suscitado en los últimos tiempos, tanto en África como en el conjunto del planeta, es el uso de los teléfonos móviles, de las redes sociales y de internet en el devenir de las protestas. África Subsahariana no ha quedado al margen del protagonismo que esta cuestión ha suscitado en las movilizaciones globales. Aunque existiendo todavía una brecha digital considerable, un 29% de la población africana tiene acceso a internet (por el 54% de media del resto del mundo). Asimismo, según la Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU), la tasa de penetración de los teléfonos móviles en África ha llegado ya al 73,5%. En diez años, el número de líneas se ha multiplicado casi por ocho, desde los 87 millones existentes en 2005, hasta los 685 millones registrados en 2015. Las diferencias entre países son indicativas: mientras que un 25% de kenyanos o nigerianos poseen smartphones, esta cifra cae hasta el 4% en Etiopía y Uganda o al 11% en Tanzania.
Pero lo más significativo de este hecho es la proliferación de iniciativas y estrategias impulsadas por los diferentes colectivos africanos en las protestas en las que el uso de las herramientas digitales ha sido central. Esta utilización, claramente invisibilizada y poco analizada a nivel internacional, ha sido importante incluso antes de la llamada Primavera Árabe. Ya en 2008, colectivos de ciberactivistas kenyanos pusieron en marcha la plataforma Ushahidi, con el objetivo de mapear los episodios de violencia durante la crisis postelectoral que sufrió el país. El uso de internet y de las redes sociales se ha intensificado desde entonces en numerosos países africanos: en Côte d’Ivoire en 2010 el ciberactivismo impulsó el debate electoral a través de Twitter (#CIV2010) en un contexto de tensión postbélica; en Senegal, la iniciativa #Sunu2012 también pretendía contribuir a la transparencia de las elecciones en las que finalmente Wade salió derrotado; para Balai Citoyen en Burkina Faso o para los colectivos En lucha o Flimbi en República Democrática del Congo las movilizaciones a través de la red han sido esenciales, al igual que en Zimbabwe para el movimiento #ThisFlag o para los estudiantes sudafricanos con las protestas #FeesMustFall; en Gambia, etiquetas como #Gambiadecides, #JammehMustGo, #Jammefact o #GambiaRising han sido muy importantes en los diferentes momentos de la crisis postelectoral que atravesó el país; en muchos otros países las iniciativas de los ciberactivistas han sido fundamentales para objetivos tan diversos como prevenir los accidentes de tráfico, mapear los casos de personas afectadas por el ébola o bien para obligar a las autoridades (en este caso a las de Togo) a rendir cuentas del dinero gastado en la participación de la selección de fútbol en la Copa de África.
En definitiva, las TIC se han convertido en un poderoso y creativo instrumento de fiscalización del poder y de mejora de algunos de los problemas que enfrentan muchas sociedades. De la misma forma, no debe obviarse que cada vez será más significativa la capacidad que los gobiernos y actores en el poder tengan para restringir o manipular el acceso a estas herramientas (Etiopía, Zimbabwe o Gabón ya han aprobado leyes que van este sentido) o bien para utilizarlas en su beneficio y defensa. Estas nuevas formas de protesta, que coexisten evidentemente con las formas más tradicionales, dan cuenta de una generación de jóvenes crecientemente politizada, y que podría ir más allá de los tradicionales clichés étnicos que han dividido la política en muchas de las sociedades africanas. Su impacto, aunque todavía limitado, es cada vez más importante en los diferentes procesos sociopolíticos que tienen lugar en la región subsahariana.
Perspectivas y retos para un continente en plena transformación
África Subsahariana enfrenta un período histórico. Más allá de la retórica optimista sobre el crecimiento de alguna de sus economías, la nueva etapa se caracteriza por transformaciones muy de fondo, tales como la acelerada urbanización o el rápido crecimiento demográfico, que plantean retos sociales y políticos de una envergadura extraordinaria. En medio de ese contexto de transformaciones es donde se ubica esta ola de protestas que da cuenta, por un lado, del malestar y la frustración social crecientes ante el statu quo social y político, y por otro lado, ponen de relieve la existencia de sectores de la sociedad crecientemente organizados y politizados en la denuncia de las realidades que les afectan. En algunos contextos, como en Senegal, Burkina Faso o Gambia, se han producido cambios políticos en los que las protestas sociales han sido fundamentales. En otros muchos países, las tensiones y protestas van en aumento a la espera de un desenlace político determinado. Sea como fuere, los cambios políticos que algunos de estos países están experimentando no comportan necesariamente cam bios sistémicos que tengan la capacidad de responder a la magnitud de los retos que las sociedades africanas demandan y afrontan en la coyuntura actual. Además de una mejor transparencia política y rendición de cuentas, las movilizaciones sociales están exigiendo mayores oportunidades sociales para poblaciones que en muchos casos viven al límite.
Pero además, al margen de esta realidad social y política convulsa, es importante señalar que la región sigue haciendo frente a importantes contextos de crisis humanitaria, como los que acontecen en Borno, al norte de Nigeria, donde decenas de miles de personas se han visto obligadas a desplazarse como consecuencia de la violencia, o en Sudán del Sur, donde el enfrentamiento casi ininterrumpido desde la independencia de este país en 2011 ha llevado también a miles de personas al borde del colapso humanitario. Boko Haram en Nigeria, al-Shabaab en Somalia y en el Cuerno de África, los enfrentamientos y atentados en algunas zonas de la región del Sahel, o la siempre inestable situación en el este de la República Democrática del Congo o en la región sudanesa de Darfur, continúan siendo escenarios que configuran también la compleja realidad política y de seguridad del conjunto de la región.
Palabas clave: África; conflictos; elecciones; Emergentes; Movimientos sociales