Rex Tillerson

Tras su disruptiva elección presidencial en noviembre de 2016, Donald Trump escogió para el cargo de secretario de Estado de Estados Unidos al potentado petrolero texano Rex Tillerson, como él, una figura de perfil estrictamente empresarial y privado, sin ninguna experiencia en el servicio público y por lo tanto de lo más atípica en la alta oficina gubernamental que pasa a ocupar.

Quien desde 2006 hasta su designación fue el presidente y consejero delegado (CEO) de la compañía ExxonMobil, la primera supermajor del llamado Big Oil, presenta grandes afinidades con Trump, tanto de estilo como de concepto: es, por naturaleza, un abanderado de la libre empresa al que fastidian las regulaciones y las cargas tributarias; defiende a ultranza la explotación de combustibles fósiles cómo la única manera de cubrir la demanda mundial de energía, pese a reconocer, a diferencia de su superior en Washington y contrariamente a lo mantenido por ExxonMobil (antigua campeona del negacionismo del cambio climático antropogénico) en el pasado, la relación directa entre la quema de hidrocarburos y el calentamiento global; y, punto muy importante, trae un vistoso historial de relaciones comerciales y personales profundas con las altas esferas de Rusia, empezando por el presidente Putin y siguiendo con el patrón de la compañía semiestatal Rosneft, Igor Sechin.

Estos vínculos de Tillerson con el Kremlin, tan cálidos como lucrativos, y que se remontan a 1998, casan perfectamente con las propias simpatías pro Putin de Trump, pero despiertan lógicos recelos en el establishment doméstico, tanto del Partido Demócrata como del Republicano, tal como pudo verse en las audiencias de confirmación por el Senado. Entonces, Tillerson se vio forzado a admitir la oportunidad de las sanciones estadounidenses a Moscú, las mismas que como jefe de ExxonMobil había criticado hasta la víspera porque daban al traste con su consorcio con Rosneft para la exploración petrolífera en aguas del Ártico ruso. Ahora, Tillerson asume que la anexión de Crimea en 2014 fue un acto ilegal, que hay motivos para alarmarse por una Rusia que "resurge" y que en la pasada campaña electoral hubo ciberataques rusos para perjudicar la candidatura de la demócrata Hillary Clinton.

Sin embargo, lo que más cautiva a Trump de Tillerson, titular del Departamento de Estado desde el 1 de febrero de 2017, es que él, con toda su experiencia corporativa en las relaciones cara a cara con líderes extranjeros y en la búsqueda tenaz de acuerdos, "sabe cómo llevar una empresa global". Es esa cultura empresarial práctica de ir al grano, sin florituras diplomáticas, y "cerrar tratos" de intereses la que Trump, al parecer, desea trasladar a las relaciones internacionales de Estados Unidos para llevar a cabo su agenda revisionista y transgresora, a caballo entre el nacionalismo y el populismo, de América primero. Está por ver si Tillerson será un mero instrumento dócil del imprevisible Trump, quien se muestra dispuesto a acaparar todo el protagonismo y a marcar la pauta a golpe de tweet, telefonazo y cumbre presidencial, o si bien conseguirá dejar una impronta personal, quizá más moderada y predecible, positiva para reducir incertidumbres, en la política exterior norteamericana. No está claro en qué medida comparte Tillerson la sombría visión trumpiana de que el resto del mundo se ha "aprovechado" deslealmente de Estados Unidos y que eso se tiene que acabar.

Por de pronto, Tillerson, que estrena al frente de un departamento del Gobierno medio descabezado, tiene sobre la mesa la tarea de cubrir las vacantes dejadas por cerca de un centenar de embajadores, diplomáticos de carrera y altos funcionarios del Departamento de Estado que Trump ha obligado a dimitir o despedido por las bravas, más el inquietante galimatías de las injerencias rusas, denunciadas por la CIA, en la alta política estadounidense para favorecer a Trump, quien podría verse tentado a levantar las sanciones. Por no hablar de la tensión sin precedentes con México a causa del famoso "muro físico" que el presidente va a levantar en la frontera, el hipotético reconocimiento de la capitalidad israelí en Jerusalén, el desafío de las pruebas con misiles balísticos de Corea del Norte e Irán, y la fenomenal polvareda levantada por la rápida orden ejecutiva de Trump para "proteger a la nación de la entrada del terrorismo extranjero" mediante el cierre temporal de las fronteras a refugiados de todo el mundo y a ciudadanos de siete países musulmanes, cuestiones todas de calado sobre las que el flamante secretario de Estado todavía no ha dicho gran cosa.

No así en el capítulo de las relaciones con China, gran bestia negra de Trump, a cuyo Gobierno Tillerson enfureció en enero por amenazarle con impedir el acceso de sus buques a las islas artificiales que Beijing construye en las disputadas aguas del mar de la China Meridional. Y por si todo eso no fuera suficiente, de Tillerson se espera que ayude a mitigar las fuertes aprensiones que la llegada a la Casa Blanca de Trump, con sus comentarios desdeñosos sobre la OTAN y la UE, y sus tics de complicidad con Putin, ha despertado en los socios y aliados europeos, algunos de los cuales (Hollande, Tusk) perciben al nuevo presidente como una auténtica amenaza para el orden del viejo continente.


(Nota de edición: esta versión de la biografía fue publicada originalmente el 15/2/2017. El ejercicio de Rex Tillerson como secretario de Estado de Estados Unidos concluyó el 31/3/2018. Su sucesor en el cargo fue Mike Pompeo).

1. Patrón corporativo de ExxonMobil bien relacionado con el poder ruso
2. Designación por el presidente Trump para conducir la política exterior de Estados Unidos

1. Patrón corporativo de ExxonMobil bien relacionado con el poder ruso

Hijo de un administrador a sueldo de los Boy Scouts del que heredó su pasión por el movimiento escultista, nació en Wichita Falls y su infancia transcurrió en Texas y en el vecino estado de Oklahoma. En 1975 se sacó el título de Bachelor's Degree en Ingeniería Civil por la Universidad de Texas en Austin y de inmediato entró a trabajar como ingeniero de producción en la plantilla de la compañía Exxon, conocida antes de 1972 como la Standard Oil de Nueva Jersey a través de la marca comercial Esso. Su posición en la gran corporación petrolera fue subiendo escalones hasta alcanzar los puestos de administrador general en 1989 y asesor jefe de producción en 1992 dentro de la división central de Exxon en Estados Unidos, con instalaciones en Texas, Oklahoma, Arkansas y Kansas. En la esfera personal, Tillerson, miembro de una iglesia congregacionista, contrajo matrimonio en 1986 con Renda St. Clair; la pareja iba a tener cuatro hijos.

A partir de 1995 Tillerson empezó a dirigir los intereses de Exxon en el extranjero, como ejecutivo jefe de varias divisiones de explotación en Europa y Asia. Primero presidente de Exxon Yemen Inc, de la británica Esso Exploration & Production UK Ltd y de la tailandesa Esso Exploration & Production Khorat Inc (EMEPKI), en enero de 1998 fue nombrado vicepresidente de Exxon Ventures CIS Inc y presidente de Exxon Neftegas Ltd, dos subsidiarias de la multinacional que operaban en régimen de consorcio con una serie de firmas rusas varios yacimientos offshore de petróleo y gas en el mar Caspio y en la isla de Sajalín, en el mar pacífico de Ojotsk. Años después, precisamente en 2016, la filtración periodística conocida como los Papeles de Panamá iba a revelar que Exxon Neftegas estuvo radicada en Bahamas.

La fusión en noviembre de 1999 de Exxon con la compañía Mobil (la antigua Standard Oil de Nueva York) para dar lugar a ExxonMobil abrió un capítulo más prominente en la carrera corporativa de Tillerson, desarrollada de manera exclusiva en el negocio del oro negro. Nada más producirse la unión de las compañías, pasó a ser el vicepresidente ejecutivo de la ExxonMobil Development Co, subsidiaria responsable de los proyectos de explotación de petróleo y gas, con cuartel general en Houston. Luego, en agosto de 2001, el ejecutivo texano se convirtió en vicepresidente sénior para el área de Exploraciones del nuevo gigante de los hidrocarburos. En marzo de 2004 fue presentado como el presidente ejecutivo de la compañía y el 1 de enero de 2006 tomó posesión como presidente y consejero delegado (CEO) de la misma en sucesión del ahora jubilado Lee Raymond, quien ocupaba la posición cimera en ExxonMobil desde la fusión de 1999, y con anterioridad a la misma en Exxon desde 1993.

Bajo la presidencia de Tillerson, de una década de duración, ExxonMobil se consolidó como la primera supermajor, o compañía petrolera no estatal, del mundo, si bien a partir de 2012 vio caer drásticamente su volumen de facturación por la mala coyuntura del mercado petrolero. El exceso de oferta de los países productores, totalmente desajustada a una demanda contraída a causa de la recesión global y las dificultades económicas persistentes en muchos países, hizo pasar el precio del barril de Brent desde el máximo histórico de los 146 dólares alcanzado en agosto de 2008 hasta los 32 dólares a finales de ese mismo año, y luego, tras un potente repunte por encima de los 100 dólares mantenido entre 2011 y 2014, lo empujó a un segundo y más agudo desplome, hasta los 27 dólares, un mínimo desconocido desde 2003, en enero de 2016.

En 2015 ExxonMobil registró ingresos totales por valor de 269.000 millones de dólares, un poco más que la segunda supermajor y directa competidora, la Royal Dutch Shell, y unos beneficios de 16.150 millones, frente a los 412.000 y 32.500 millones, respectivamente, anotados en 2014. Las cifras de 2015 estaban lejos de los 480.000 millones en ingresos y los 45.000 millones en ganancias netas registrados en 2012, y se daba por sentado que las de 2016 iban a ser más moderadas. Desde su despacho central en Irving (ciudad texana, entre Dallas y Fort Worth, que también era su lugar de residencia familiar), Tillerson comandaba una compañía que tenía en nómina a 75.000 trabajadores, y que bombeaba y refinaba petróleo y gas en 36 países.

Claro que ExxonMobil era también el pivote de un buen número de controversias. Desde su discutible proceder en 1989 durante las labores de contención y limpieza de la catastrófica marea negra provocada en Alaska por su petrolero Exxon Valdez, registrada en los anales como uno de los peores desastres medioambientales de la historia, la compañía venía recibiendo innumerables críticas y denuncias por parte de grupos conservacionistas y ecologistas, ONG, sindicatos e instituciones públicas locales a causa de las fugas contaminantes en sus instalaciones, el uso profuso de la fractura hidráulica o fracking y otros procedimientos no convencionales para liberar del subsuelo rocoso los llamados shale oil y shale gas, y toda una cultura contractual que en demasiadas ocasiones, como sucedía en varios países en desarrollo escenarios de sus operaciones, vulneraba derechos laborales de los trabajadores, si no, alegaban algunos colectivos, los derechos humanos. Los servicios jurídicos de la compañía ya estaban curtidos en manejar pleitos y demandas, algunas terminadas en la obligación de pagar fuertes multas.

ExxonMobil tenía fama de corporación agresiva y expeditiva en los negocios, y de regirse por un estricto código de conducta que exigía profesionalidad e integridad a sus ejecutivos, pero al mismo tiempo operaba en países y trataba con gobiernos, como Guinea Ecuatorial o Chad, caracterizados por la corrupción y el autoritarismo. Por otra parte, ExxonMobil había adquirido la costumbre de registrar sus consorcios y subsidiarias en paraísos fiscales como Bahamas e Islas Caimán; en apariencia, este procedimiento no tenía más propósito que el de eludir el pago de impuestos en Estados Unidos.

A la polémica sobre las posibles malas prácticas de ExxonMobil se le sumaba el largo historial de la compañía como abanderada, erigida en auténtico y muy poderoso lobby, de los negacionistas del calentamiento global antropogénico, es decir, el provocado por la quema de combustibles fósiles. Esta postura, cada vez más difícil de sostener por la mala publicidad que generaba y que además era combatida públicamente por la familia Rockefeller (los descendientes de John D. Rockefeller, el fundador de la Standard Oil, el monopolio original del que ExxonMobil era retoño directo), empezó a cambiar bajo la presidencia de Tillerson, pero de manera tardía y con grandes reticencias, diríase que a regañadientes. Fue, en suma, un cambio de discurso no muy convincente.

En 2007, en vísperas del crash de Lehman Brothers y el advenimiento de la Gran Recesión, Tillerson, por vez primera, salió a aceptar que los niveles de dióxido de carbono, tal como establecían los estudios científicos, estaban incrementándose en la atmósfera, pero mantuvo intacta su defensa a ultranza de la explotación masiva de hidrocarburos como única solución para cubrir las necesidades energéticas de la población, la cual tenía que comprender que no existía una alternativa a este tipo de industria, ni en el presente ni a décadas vista. En 2010 el patrón ejecutivo dijo reconocer que las emisiones de gases de efecto invernadero estaban alterando el clima del planeta en alguna medida, pero insistió en rebajar el alcance de este impacto industrial. Con todo, Tillerson aseguraba que no vería mal la imposición por la administración federal de un impuesto a las emisiones carbónicas, el llamado carbon tax, como fórmula aceptable, preferible a una regulación legal mucho más restrictiva, para repartir entre las empresas proveedoras y las consumidores los costes de la implementación de medidas de protección medioambiental.

En 2014 ExxonMobil publicó un informe en el que por primera vez reconocía los riesgos del cambio climático, aunque no se apeó de su estrategia de desacreditar a las renovables como fuentes de energía capaces de reemplazar a los combustibles fósiles. En 2016 la multinacional dio un paso más al respaldar el Acuerdo de París de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en torno al objetivo generalista de limitar el aumento de la temperatura media de la Tierra por las emisiones causantes de efecto invernadero.

También en 2014, mientras ExxonMobil alardeaba de liderazgo en el negocio del shale gas en Estados Unidos, Tillerson y su esposa, a través de sus abogados, se unieron a una demanda de propietarios texanos para impedir la instalación cerca de sus Bar RR Ranches en Bartonville, en el condado de Denton, una propiedad valorada en cinco millones de dólares y donde la pareja criaba caballos de raza para exhibiciones de rodeo, de una torre de bombeo de agua destinada a las operaciones de extracción de gas de esquisto en yacimientos de la zona. Entonces, los detractores de su compañía le pusieron como ejemplo de cinismo e hipocresía, pues como empresario defendía las grandes ventajas del fracking, mientras que como propietario temía la desvalorización de su rancho, tal era el argumento de la demanda, por el ruido que generaría el tráfico constante de camiones cisterna en las inmediaciones. Antes de terminar el año, un juez desestimó la demanda.

Por otro lado, en marzo de 2016 Tillerson declaró que en el actual escenario mercantil, con el petróleo convencional cotizándose por debajo de los 40 dólares debido a la estrategia de Arabia Saudí, primer productor de la OPEC, de mantener muy altos los niveles de extracción precisamente para ganarle la partida a la competencia del petróleo no convencional estadounidense, la producción de shale oil ya no resultaba rentable. En esos momentos, Tillerson ingresaba unos emolumentos anuales brutos de 27 millones de dólares (13 millones menos que en 2012) en concepto de salario y su participación en el capital de ExxonMobil era de 245 millones.

En su época de CEO de ExxonMobil, la prensa económica no dejó de pasar revista al elenco de relaciones profesionales y personales que Tillerson venía cultivando en la esfera internacional. Los vínculos más llamativos eran los que mantenía con los poderes económicos y políticos de Rusia, sin faltar el trato directo, descrito como familiar y, a tenor de lo visto en las imágenes de sus varios encuentros cara a cara, de lo más cordial, con el presidente Vladímir Putin. Este nexo de Tillerson con los mandamases de Moscú se remontaba a los últimos años noventa, mandando aún en el Kremlin Borís Yeltsin, cuando como cabeza de las concesionarias Exxon Ventures CIS y Exxon Neftegas estuvo al frente de las explotaciones de hidrocarburos que su firma realizaba en los mares Caspio y de Ojotsk.

En agosto de 2011, cuando Putin era primer ministro, el empresario estadounidense voló a Sochi, a orillas del Mar Negro, para la firma con la compañía rusa de propiedad estatal Rosneft de un acuerdo por valor de 3.200 millones de dólares que contemplaba la exploración conjunta de bolsas de petróleo en el lecho del mar de Kara, en el océano Ártico, un entorno duro y lleno de dificultades que requería inversiones más abultadas de lo acostumbrado, pero que el adelgazamiento de la capa estacional de hielo por la subida de las temperaturas en las regiones polares hacía más factible que nunca. A cambio de una buena parte del pastel de este prometedor negocio en una parte del mundo que permanecía virgen para sus prospecciones, ExxonMobil aceptaba dar entrada al capital de Rosneft en sus plataformas marinas y pozos terrestres de Estados Unidos.

Después, en junio de 2012 Tillerson, por segunda vez en dos meses, viajó de nuevo a Rusia para encontrarse con Putin y con Igor Sechin, uno de los principales lugartenientes del anterior, quien acababa de nombrarle presidente de Rosneft luego de producirse su retorno a la jefatura del Estado. Fue en la ciudad portuaria de Tuapse, terminal clave del trasiego de crudo en el mar Negro, con motivo de la rúbrica de un acuerdo que expandía la cooperación estratégica entre ExxonMobil y Rosneft, profundizando las participaciones respectivas en las explotaciones de petróleo y gas, tanto convencionales como shale, del mar de Kara, el mar Negro, Texas y el golfo de México.

Putin parecía encantado con el principal del petróleo texano y en junio de 2013, en el marco de la Cumbre del Club de la Energía del Foro Económico Internacional de San Petersburgo, le impuso la insignia de la Orden de la Amistad, alta condecoración que el Estado ruso otorga a ciudadanos extranjeros distinguidos por sus servicios a las relaciones de paz, amistad y cooperación entre sus países y la Federación Rusa. El, llamado por la prensa estadounidense, "romance" entre Tillerson y Putin se hizo más chocante desde el momento en que las relaciones diplomáticas ruso-estadounidenses entraron en una etapa de severo deterioro.

En 2014 las perforadoras de ExxonMobil empezaron a taladrar el fondo del mar de Kara y no tardaron en realizar sustanciosos hallazgos, pero entonces sobrevinieron los paquetes de sanciones de la Administración Obama a una lista de autoridades (Igor Sechin entre ellas) y grandes compañías rusas (sin faltar Rosneft) como castigo por las intromisiones militares de Moscú en Ucrania, con el consiguiente freno al proyecto de desarrollo energético en las aguas del Ártico. Entonces, Tillerson no ocultó su malestar por la situación creada. Se quejó de "amplios daños colaterales" y dijo sin rodeos que las sanciones a Rusia por anexarse la península de Crimea en violación del derecho internacional y por atizar la guerra de los separatistas prorrusos en la región del Donbás no iban a funcionar.

Fuera de Rusia, el jefe de ExxonMobil también se codeó con los príncipes, jeques y altos cargos gubernamentales de Arabia Saudí, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos. Desde 2003 su compañía estuvo activa en una serie de operaciones en Oriente Medio que beneficiaron a países puestos en la picota del Departamento de Estado norteamericano como Irán, Sudán y Siria. Además, en 2011, Tillerson irritó al Gobierno central de Irak -y de paso desafió al Departamento de Estado de su propio país- por suscribir directamente con el Gobierno autónomo del Kurdistán, puenteando el escrutinio de las autoridades de Bagdad, un contrato para la explotación de cinco campos petrolíferos en la parte norte del país.


2. Designación por el presidente Trump para conducir la política exterior de Estados Unidos

La vida de Tillerson, quien entre 2010 y 2012 fue el presidente de los Boy Scouts de Estados Unidos (desde 1965 era Eagle Scout de la organización), posición desde la que presionó a sus colegas para el levantamiento, aprobado en efecto un año después, de la polémica y añeja prohibición de conceder la pañoleta de explorador a jóvenes con orientación homosexual expresa, tomó a finales de 2016 un derrotero radicalmente divergente del seguido en línea recta en los últimos 41 años. Fue a raíz de la sorprendente victoria del magnate inmobiliario Donald Trump, el candidato outsider del Partido Republicano montado en una agresiva plataforma nacional-populista rica en promesas de un alcance inmensamente disruptivo, en las elecciones presidenciales de noviembre sobre su contrincante del Partido Demócrata y aspirante a suceder a Obama, la ex primera dama y ex secretaria de Estado Hillary Clinton.

A sus 64 años, Tillerson se encontró con que Trump, al que no conocía en persona y a cuyo fondo de campaña tampoco había aportado un solo dólar (al contrario, medios periodísticos apuntaron que el empresario, generoso donante del Partido Republicano desde hacía muchos años, había apostado por el precandidato Jeb Bush, un hombre del establishment), le invitaba a ser el secretario de Estado de su Administración. El plan de acción del Ejecutivo entrante respondería a la consigna nacionalista de América Primero, un enfoque "patriótico" de las políticas interior y exterior donde convergían el menosprecio de las fórmulas multilaterales en la diplomacia, la exhibición de músculo militar, el repliegue proteccionista, el cierre de fronteras a refugiados y determinados inmigrantes, y la defensa de la industria manufacturera nacional.

A lo largo de su campaña como precandidato y candidato, Trump había insistido machaconamente en que quería renegociar o tirar por la borda tres tratados multilaterales de libre comercio, el NAFTA, el TPP y el TTIP, de los que Estados Unidos era parte, imponer a China unas nuevas reglas del juego para comerciar "con reciprocidad" y combatir al Estado Islámico hasta "borrarlo del mapa". También, abjuraba del acuerdo nuclear firmado con Irán y del deshielo iniciado con Cuba, los dos grandes legados en política exterior del segundo mandato de Obama, y dejaba claro su escepticismo con el papel predominante de Estados Unidos en la OTAN y con el futuro de la Unión Europea a medio plazo ahora que el Brexit estaba en marcha.

Al parecer, el nombre de Tillerson le fue propuesto inicialmente a Trump por la antigua secretaria de Estado con George Bush hijo, Condoleezza Rice, recomendación que salieron a avalar el que fuera colega de Rice en el Gabinete como secretario de Defensa, Robert Gates, y otro peso pesado de los gobiernos federales de las últimas décadas, James Baker, secretario de Estado con George Bush padre. Uno de los capítulos más controvertidos, alarmante para Obama, Clinton y los demócratas (y para los aliados europeos), de los pronunciamientos de Trump lo escribían sus explícitas simpatías prorrusas y su intercambio de halagos con Putin, así que la incorporación de Tillerson, experto en los buenos negocios con el Kremlin, a su equipo de Gobierno le parecía al republicano una excelente idea.

Pero las afinidades con el patrón de ExxonMobil no se detenían ahí. Tillerson también veía con malos ojos toda la urdimbre de controles y regulaciones del sector financiero promulgada por Obama para impedir la repetición del desbarajuste crediticio-especulativo que en 2008 había desembocado en la quiebra de Lehman Brothers, legislación que Trump prometía desmantelar, y, aún más interesante para el jefe de Estado en ciernes, encarnaba como nadie el concepto positivo de la industria de los hidrocarburos, que miraba con desdén las energías renovables y consideraba desatinado restringir la explotación de las reservas nacionales de combustibles fósiles bajo el dictado de unas hipótesis sobre el calentamiento global que, para Trump, distaban de estar claras. Ahora bien, Trump despreciaba el Acuerdo de París, mientras que ExxonMobil aceptaba y asumía sus objetivos conservacionistas. Aunque con cierta sordina, Tillerson creía a estas alturas que el cambio climático era una amenaza "real" que debía tomarse "en serio".

El 6 de diciembre Tillerson se reunió con el presidente electo en la suntuosa Trump Tower de Manhattan. La química personal entre anfitrión y huésped surgió de inmediato. Ambos eran unos potentados privados líderes en sus respectivos campos (de los que ahora tendrían que apartarse), el uno en la construcción y la industria del ocio, y el otro en los hidrocarburos, acostumbrados a hacer su trabajo con independencia, a la caza de beneficios corporativos y dividendos para sus accionistas, que poseían una visión del país y del mundo similar, y que se manejaban con parecido estilo, franco, directo, jovial y no exento de brusquedad, en las relaciones públicas, si bien Tillerson, sin dejar de ser enérgico, no exudaba la agresividad gestual y verbal de Trump, ni tampoco parecía compartir su temperamento errático e impredecible. El de ExxonMobil se mostraba más metódico, más convencional.

El magnate neoyorkino lo tuvo claro: el magnate texano, a pesar de su inexperiencia total en el servicio de Estado o el sector público, cosa que a su entender carecía de toda importancia (de hecho, a él le sucedía exactamente lo mismo, pero iba a ser el presidente de Estados Unidos) porque lo que contaba era evaluar a las personas de manera rápida y precisa, saber llevar una interlocución, resultar persuasivo y cerrar tratos con espíritu práctico y desplegando toda la cortesía ceremonial que fuera necesaria, le parecía más adecuado para el puesto de jefe de la diplomacia que personalidades con dilatada experiencia política y de la talla de Mitt Romney, David Petraeus y Rudolf Giuliani, los tres barajados con insistencia por los quinielistas políticos desde el estupefaciente resultado de la elección del 8 de noviembre. El 10 de diciembre los dos hombres celebraron un segundo encuentro que sirvió para sellar el acuerdo.

Los rumores sobre la selección de Trump para uno de los puestos claves de su Gabinete se prolongaron unos días más, abundando así en el caótico desarrollo de la cuenta atrás para el traspaso de poderes en Washington. La histórica transición ejecutiva estaba rebosando tensión por el vendaval de reacciones internacionales dominadas por el estupor y la aprensión, las manifestaciones de protesta de los estadounidenses anti Trump, la incontinencia verbal del mandatario, incapaz de comedir su retórica abrasiva y beligerante, y el fuego graneado de las acusaciones cruzadas vertidas por el presidente electo y su equipo, la Administración saliente, los demócratas, China y Rusia. El asunto más candente y desagradable era el escándalo del ciberespionaje ruso en contra de la campaña de Clinton, intromisión flagrante, según el dictamen de los servicios de inteligencia, y merecedora de sanciones diplomáticas del Departamento de Estado que Trump se empeñó en desacreditar o minimizar.

El 12 de diciembre The New York Times adelantó a sus lectores que Tillerson era la persona escogida por Trump para encabezar el Departamento de Estado, del que se despedía el demócrata John Kerry. Al día siguiente, Trump comunicó la nominación de Tillerson, la cual debía recibir la confirmación del Senado para hacerse efectiva. "Rex sabe cómo llevar una empresa global, lo que es crucial para conducir un Departamento de Estado exitoso, y sus relaciones con líderes de todo el mundo nadie las supera. No puedo pensar en nadie más preparado y más dedicado a servir como secretario de Estado en este momento crítico de nuestra historia", dijo Trump de su promocionado, a cuya carrera se refirió también como "la personificación del sueño americano".

A Tillerson le aguardaba ahora un severo escrutinio de los miembros de la Cámara alta del Congreso, al igual que a los otros nominados para el Gabinete, un ramillete de personalidades, muchas controvertidas, consistente en prebostes de la gran empresa, financieros de Wall Street, políticos y militares de línea ultraconservadora, y negacionistas de nociones asentadas por las corrientes oficiales. Las elecciones legislativas de noviembre habían reducido la mayoría republicana en el Senado, un hemiciclo de 100 miembros, pasando de los 54 a los 52 senadores.

El 3 de enero de 2017 ExxonMobil anunció que Tillerson había acordado "cortar todos sus lazos" con la multinacional para evitar cualquier conflicto de intereses desde el momento en que asumiera sus nuevas responsabilidades gubernamentales. El empresario dejaba a su sucesor como CEO de la compañía, Darren Woods, posesionado del cargo el 1 de enero, un estado de cuentas positivo, pero muy lejos de los fastos de años atrás. En 2016 el balance de beneficios de ExxonMobil había sido de unos 9.000 millones de dólares, cantidad que representaba la quinta parte de la embolsada en 2006. En estos momentos, ExxonMobil era la séptima compañía mundial por volumen de ingresos y la sexta no estatal por volumen de capitalización de mercado, aunque en el período 2011-2014 había sido siempre la primera o la segunda, rivalizando con el gigante informático Apple y por delante de Microsoft. Por cierto que Trump tenía adquirido un paquete de acciones en ExxonMobil. Se trataba de una cantidad muy pequeña, simbólica para las posibilidades inversoras del dueño de rascacielos, hoteles y casinos, pues no superaba los 100.000 dólares.

El 23 de enero el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, siguiendo una línea estrictamente partidista, aprobó la nominación de Tillerson por 11 votos (republicanos) contra 10 (demócratas). El 1 de febrero tuvo lugar la votación plenaria y el Senado dio luz verde al designado con 56 votos favorables (los de los 52 senadores republicanos más los de tres demócratas y un independiente) y 43 en contra. Al final, no hicieron de sus reticencias particulares un obstáculo político insalvable los senadores republicanos John McCain y Marco Rubio, quienes habían aventado sus serias dudas sobre la idoneidad de Tillerson a causa de sus compadreos comerciales con Putin, estadista del que ambos tenían un pésimo concepto. Tillerson prestó juramento del cargo en la Casa Blanca, frente al vicepresidente Mike Pence y con el presidente Trump de testigo, el mismo 1 de febrero y en la jornada siguiente estrenó su despacho en el Edificio Harry S Truman de Washington, DC.

En sus exposiciones ante el Senado, que le inquirió insistentemente (destacó por incisivo el republicano Rubio) sobre su larga relación personal con Putin y sobre las ambiciosas, y ahora paradas en seco, joint ventures de ExxonMobil y Rosneft, Tillerson se afanó en abrir distancias de Moscú, denostando sus actuaciones en Ucrania y Siria, y afirmando que las sanciones impuestas desde 2014, y ampliadas justamente ahora con la expulsión, ordenada precisamente por el Departamento de Estado, de 35 diplomáticos rusos como represalia por los ciberataques sufridos por los ordenadores del Comité Nacional Demócrata y el equipo de campaña de Clinton con la aparente intención de favorecer las posibilidades de Trump, le parecían una "herramienta poderosa para la protección de los intereses americanos". Esto suponía una retractación en toda regla del argumentario mantenido hasta ahora.

El aspirante a ministro de Exteriores añadió que Estados Unidos y Rusia "seguramente nunca serán amigos", y reconoció que los aliados europeos de la OTAN tenían "razones para alarmarse ante una Rusia que resurge". Pero, puntualizó, si estas actitudes asertivas y agresivas de Rusia y de otros países que, como China (un "socio no fiable"), Irán y Corea del Norte, representaban "amenazas considerables", habían encontrado cancha libre era porque Estados Unidos les había "dejado abierta la puerta". Para recobrar la estabilidad global, apuntó Tillerson, "América no solo debía restaurar su liderazgo, sino reafirmarlo". Preguntado, por Rubio, si Putin era un "criminal de guerra", Tillerson respondió: "Yo no emplearía ese término". Y cuando el senador republicano le mencionó los bombardeos de la Aviación rusa en la guerra civil de Siria del lado del régimen de Damasco y que estaban golpeando a hospitales en las zonas controladas por los rebeldes, su comentario fue: "No dispongo de información suficiente para asegurar eso".

El 12 de enero, en su audiencia de confirmación en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, el próximo secretario de Estado desató las iras de los chinos, ya en guardia por la insinuación de Trump de que Estados Unidos podría desligarse de la política de una sola China y reconocer la soberanía de Taiwán, al afirmar que "vamos a tener que enviarle a China una señal clara, primero, que lo de construir islas se para, y, segundo, que el acceso a esas islas tampoco va a permitirse". El nominado se refería a los islotes artificiales que el Gobierno de Beijing había construido en el mar de la China Meridional, centro de una acerba disputa territorial regional. El régimen chino replicó que el Gobierno Trump, si iba por ese camino, podría desatar una "confrontación devastadora".

(Cobertura informativa hasta 15/2/2017)