Mariano Rajoy Brey

Tras un largo recorrido en la política gallega, la vieja AP y los gobiernos de Aznar, al que sirvió como vicepresidente y todoterreno ministerial de probada capacidad, Mariano Rajoy fue designado por aquel en 2003 secretario general del Partido Popular (PP) y candidato a presidir el Ejecutivo en las elecciones de 2004, las cuales perdió contra pronóstico bajo el impacto de los atentados islamistas de Madrid.

Convertido ya en el presidente de su formación pero aún bajo la sombra vigilante de Aznar, Rajoy cuestionó su fama de político moderado, dialogante y pragmático al practicar una oposición muy agresiva e ideológica al Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, al que acusó de hacerles el juego a los nacionalismos periféricos y a ETA, y de minar la arquitectura constitucional y territorial de España. Presionado por el ala derechista liberal y la vieja guardia aznarista del PP –cuya ideología estatutaria es la centrista-, abonó las sugestiones de algún tipo de complot contra ellos en los atentados del 11-M e impugnó el matrimonio homosexual, donde coincidió con la Iglesia Católica. El Pacto Antiterrorista quedó virtualmente roto y PP y PSOE fueron incapaces de consensuar en las grandes cuestiones de Estado. Esta dinámica de confrontación y desgaste a toda costa y sin perfilar un proyecto alternativo no dio sus frutos en los comicios de 2008, vueltos a ganar por Zapatero.


Al comenzar su segunda legislatura como líder de la oposición, Rajoy dio un volantazo interno: resistió los intentos de descabalgadura de sus críticos, que amenazaron con fracturar el PP, y modeló la cúpula con dirigentes fieles en el XVI Congreso del partido, saldado con victoria del oficialismo marianista. A partir de ahí, se sintió más libre para centrar su escrutinio crítico en la gestión vacilante de la profunda crisis económica por Zapatero y sus vaticinios de unos "brotes verdes" que no terminaban de florecer. Entre 2009 y 2010, sin embargo, esta labor se vio importunada por el afloramiento de una vasta trama de corrupción que afectaba al PP en Valencia, Madrid y Galicia, el llamado caso Gürtel, dando lugar a varios imputados y procesados en las filas del partido. Durante esta crisis, Rajoy osciló entre la reacción acrítica, negando cualquier financiación irregular de su grupo y esgrimiendo el victimismo, y, característico en él, la evasiva, retardando los gestos de autoridad cuando el guirigay se adueñó del PP. No enfrentar de inmediato los problemas, como si esperara a que se resolvieran solos, era una estrategia arriesgada, pero, al final, Rajoy siempre salía a flote: su tesis de que escándalos como el Gürtel no tenían incidencia electoral se vio confirmada en las municipales y autonómicas de mayo de 2011, que el PP ganó arrolladoramente.

Para entonces, las desventuras económicas y laborales del país focalizaban las preocupaciones de los españoles, decididos a castigar en las urnas a un PSOE en caída libre. Aunque siguió arrastrando una imagen de político sin carisma, Rajoy no se dejó afectar por su pobre nota en los barómetros de popularidad y aguardó paciente el desenlace favorable de una legislatura cuyo final anticipado reclamó, aunque tampoco lo provocó, rehusando presentar una moción de censura. Hasta las elecciones generales, finalmente adelantadas al 20 de noviembre de 2011 por el agravamiento de las presiones sobre la deuda soberana española como parte de la tormenta de la eurozona, el líder opositor no apoyó el profundo ajuste fiscal decretado por el Gobierno y se opuso al retraso de la edad de jubilación, pero pactó con Zapatero la reforma de las cajas de ahorros y la polémica enmienda exprés de la Constitución para fijar un techo de déficit público.

En su programa electoral, Rajoy y el PP plantean la urgente necesidad de un Gobierno "serio y responsable" que "genere confianza" dentro y fuera de España. Prometen una gestión "austera, eficaz y transparente" que satisfazga la exigencia europea en materia de déficit y asumen la misión, en extremo difícil, de crear crecimiento en una economía estrangulada por la falta de crédito, la caída del gasto público y el bajo consumo, y de frenar el desorbitado desempleo (casi 5 millones de parados). Para ello, ahorrarán gastos corrientes, reducirán el peso de las administraciones públicas, acometerán privatizaciones y aplicarán descuentos fiscales y facilidades crediticias para las familias, las pymes y los trabajadores autónomos.

A la garantía de que en ningún caso se subirán los impuestos, y a la insistencia en las "reformas estructurales" y la "flexibilización del mercado de trabajo" en aras de la competitividad y la generación de empleo, sumó Rajoy el compromiso de no meter la tijera en la sanidad, la educación y el seguro de desempleo, aunque en la recta final de la campaña el candidato matizó que, salvo en las pensiones, "habrá que recortar en todo". La acumulación de insinuaciones de un ajuste duro en ciernes animó a los socialistas y a la izquierda a advertir contra un retroceso sin precedentes del Estado del bienestar de conquistar el PP el poder. Aparte, Rajoy ha negado cualquier posibilidad de negociar con ETA, cuyo histórico anuncio del final de la actividad terrorista el líder popular acogió, empero, con ánimo positivo.


Tal como aventuraban los sondeos, el 20-N ha deparado a los conservadores de Rajoy, quien ya va por su octavo mandato de diputado, una gran mayoría absoluta, que supera la obtenida por Aznar en 2000. Ahora bien, la catástrofe del paro, las previsiones de incumplimiento de los objetivos de reducción de déficit, la amenaza de una recaída en la recesión y, lo más acuciante, la escalada de la prima de riesgo a su techo histórico justo en vísperas de las elecciones, que arrima a España al escenario de un rescate financiero por la eurozona, conforman un escenario crítico que limita drásticamente el margen de maniobra con que cuenta el nuevo presidente.

(Texto actualizado hasta noviembre 2011)

1. Etapa en la política gallega y reclutamiento por Aznar para el nuevo PP
2. Ministro multicartera en los ocho años de gobiernos populares
3. Del dedazo sucesorio de Aznar en 2003 a las traumáticas elecciones de 2004
4. El liderazgo opositor al PSOE: la sombra del aznarismo, predominio de la confrontación y el fracaso electoral de 2008
5. La segunda legislatura en la oposición: crisis de autoridad, corrupción interna sin coste en las urnas y cómodo usufructo del estropicio económico bajo el Gobierno Zapatero
6. La hora de Rajoy en 2011: contundente victoria electoral bajo las tormentas del paro y la deuda


1. Etapa en la política gallega y reclutamiento por Aznar para el nuevo PP

Miembro de una familia conservadora de clase media-alta fuertemente vinculada a Galicia, es nieto del abogado, catedrático de Derecho y concejal republicano Enrique Rajoy Leloup, uno de los redactores del nonato Estatuto de Autonomía Gallego de 1936, y el mayor de los cuatro hijos tenidos por los señores Mariano Rajoy Sobredo, magistrado de justicia, y Olga Brey López. Aunque los Rajoy residían circunstancialmente en Piedrahita, Ávila, debido a las obligaciones profesionales del padre, la madre quiso que su primogénito viniera al mundo en Santiago de Compostela. La infancia del futuro dirigente transcurrió entre Piedrahita, Carballino (Orense), Oviedo y, sobre todo, León, destinos sucesivos del juez Rajoy.

En la capital leonesa, el muchacho cursó la primaria en el Colegio Discípulas de Jesús y empezó el bachillerato en el Colegio Sagrado Corazón de los Jesuitas, casa de estudios privada en la que despuntó como alumno aplicado y como jugador de baloncesto, actividad física adecuada a su físico larguirucho y que le ayudó a mitigar el complejo que le producía tener que llevar gafas, aunque luego descubrió en el ciclismo su práctica deportiva favorita. A los 15 años se mudó a Lérez, Pontevedra, parada final en la profesión itinerante del padre, que obtuvo la plaza de presidente de la Audiencia Provincial. Concluido el bachillerato en un instituto público pontevedrés, Rajoy se matriculó en la Universidad de Santiago, donde realizó la carrera de Derecho con excelentes calificaciones, completando la misma en 1977.

Ya en el último curso de carrera comenzó a preparar oposiciones a registrador de la propiedad. En 1978, menos de un año después de licenciarse, aprobó a la primera el examen que le habilitó como funcionario del Estado. De acuerdo con su autobiografía, el adelantado estudiante, con 23 años, se convirtió en el más joven registrador de la propiedad de España. Al año siguiente, en 1979, Rajoy sufrió un grave accidente de tráfico en la provincia de Lugo, al salirse de la carretera el vehículo que conducía y precipitarse en una quebrada. El fuerte impacto le provocó tremendas heridas en el rostro, debiendo someterse a una operación de cirugía plástica; para disimular las cicatrices, se dejó crecer la barba, seña distintiva que ha mantenido hasta hoy.

Durante dos años, el veinteañero ejerció su profesión técnico-jurídica, dedicado a calificar solicitudes de registro de inmuebles y a emitir certificados de propiedad, en las localidades de Padrón (La Coruña) y Villafranca del Bierzo (León). Entre medio, realizó el servicio militar obligatorio en Valencia. Años después, en un breve interludio de la política, se desempeñaría profesionalmente en Santa Pola (Alicante). De sus tres hermanos menores, dos aprobaron también las oposiciones a registrador de la propiedad y el otro a notario.

Su primera andadura política la inició en la Unión Nacional Española (UNE), partido de derecha vinculado al carlismo tradicionalista y cuyo líder era el ex ministro franquista y gallego de adopción Gonzalo Fernández de la Mora. En 1977 la UNE fue una de las siete formaciones conservadoras que constituyeron la federación de la Alianza Popular (AP), la cual dio lugar a un partido unificado en 1979 bajo la jefatura de Manuel Fraga Iribarne, otro paisano gallego. En 1981 Rajoy se afilió a AP, entonces a la zaga de la gobernante Unión de Centro Democrático (UCD) de Adolfo Suárez, y el 20 de octubre del mismo año salió elegido diputado del Parlamento de Galicia, en los comicios regionales que dieron lugar a la primera Xunta o Gobierno de la Comunidad Autónoma. Constituido este a principios de 1982 bajo la presidencia de Xerardo Fernández Albor, Rajoy fue reclutado para el puesto de director general de Relaciones Institucionales, con lo que abandonó el escaño recientemente ganado. La carrera política del tranquilo licenciado en Derecho y apasionado del ciclismo estaba encarrilada y en lo sucesivo fue quemando etapas a buen ritmo.

En las votaciones municipales del 8 de mayo de 1983 Rajoy ganó su segundo mandato de elección popular, una concejalía en el Ayuntamiento de Pontevedra, donde debutó a las órdenes del alcalde José Rivas Fontán. Asimismo, se convirtió en presidente de la Junta Provincial de AP en Pontevedra y, el 11 de junio, en presidente de la Diputación Provincial, donde relevó al ucedista Federico Cifuentes Pérez. En aquella época, su padre, don Mariano Rajoy Sobredo, seguía presidiendo la Audiencia de Pontevedra.

A finales de 1985, Rajoy inició un pique con Xosé Luís Barreiro Rivas, secretario general de AP en Galicia y vicepresidente de la Xunta, por la pretensión de este de arrebatarle la presidencia del partido en Pontevedra, movimiento que contaba con el respaldo del presidente nacional, Fraga. Presionado por el líder de la oposición española al Gobierno socialista de Felipe González Márquez y no sin antes dedicarle unos cuantos reproches, Rajoy transigió en no presentarse a la reelección en el VI Congreso Provincial de AP, clausurado en Vigo el 26 de enero de 1986, poco antes de la investidura de la segunda Xunta de Fernández Albor.

Las trifulcas que desgarraron las AP gallega y española en estos años obligaron a tomar partido en varias ocasiones a Rajoy, un político de carácter muy templado, nada dado a la batalla interna o a la simple discusión. Así, en octubre de 1986, de nuevo atendiendo un requerimiento urgente de Fraga, se puso al servicio de Fernández Albor cuando este, como desenlace del pulso por el poder que venía sosteniendo con su número dos, Barreiro, encajó la dimisión en bloque de los consejeros. El 5 de noviembre, con 31 años, Rajoy sustituyó a Barreiro como vicepresidente de la Xunta, puesto ejecutivo que le obligó a desprenderse del escaño de diputado del Congreso ganado en las elecciones generales del 22 de junio anterior, a las que se había presentado como cabeza por Pontevedra de la Coalición Popular (CP), formada por AP y los partidos Demócrata Popular y Liberal. El 10 de diciembre cesó al frente de la Diputación pontevedresa, recogiéndole el testigo Fernando García del Valle.

La primera experiencia de Rajoy en el Gabinete de la Xunta fue breve: el 29 de septiembre de 1987, como resultado de la moción de censura perdida por Fernández Albor en el Parlamento autonómico, el Gobierno aliancista fue desplazado por uno de coalición tripartito encabezado por el socialista Fernando González Laxe y sostenido por dos formaciones nacionalistas; en una de ellas estaba integrado Barreiro, que recuperó su anterior puesto.

Para entonces, Rajoy ya había adquirido voz propia en la AP nacional, sumida en una crisis de liderazgo a raíz de la emocional dimisión de Fraga en diciembre de 1986, medio año después del fracaso frente al PSOE en las elecciones generales. En febrero de 1987, durante el VIII Congreso del partido, celebrado con carácter extraordinario y en un ambiente de verdadera guerra intestina, el dirigente gallego se adhirió al sector fraguista que promovió con éxito la aspiración a presidente nacional del andaluz Antonio Hernández Mancha contra la candidatura rival del madrileño Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Tras la asamblea partidaria, Rajoy pasó a formar parte de la Comisión Permanente de AP y en noviembre siguiente, el VII Congreso Provincial le devolvió a la presidencia de los populares de Pontevedra.

La siguiente línea de su currículum político, que empezaba a ser abultado no obstante su corta edad, la escribió Rajoy el 21 de mayo de 1988, cuando el Congreso extraordinario de la AP gallega, al tiempo que proclamaba a Fraga candidato a presidente de la Xunta en las elecciones de 1989, le eligió secretario general del partido en la Comunidad. 1989 fue el año en que Rajoy pasó a desarrollar el grueso de su actividad política a Madrid.

Primero, en enero, ingresó en el Comité Ejecutivo Nacional (CEN) del partido de resultas del IX Congreso, que supuso el retorno temporal de Fraga al mando de la formación y, más importante, la refundación de AP, que adoptó el nombre de Partido Popular (PP) merced a la unificación y absorción de las diversas tendencias ideológicas, desde la derecha hasta la socialdemocracia, presentes en la CP. Luego, el 29 de octubre, ganó el escaño por Pontevedra en las elecciones generales a las que el PP presentó como cabeza de lista y aspirante a Moncloa a José María Aznar López, ex presidente de Castilla y León y delfín oficial de Fraga. Dos meses después, el veterano líder conservador ganó las elecciones gallegas y en febrero de 1990 arrebató la Xunta al socialista González Laxe.

Crecientemente desapegado de la política gallega y a diferencia del paso tomado en 1986, Rajoy no asumió ningún cargo en la nueva administración autonómica; de hecho, Fraga no le ofreció ser consejero. Ahora, prefirió concentrarse en arrimar el hombro en la empresa de conducir a buen puerto el ambicioso proyecto nacional del nuevo PP, que aspiraba a ocupar el espacio del centro, de contornos difusos pero sin duda muy amplio, en los espectros ideológico y sociológico llenado anteriormente por la extinta UCD, lo que requería succionar a los votantes moderados del PSOE, que no eran pocos, y anular completamente al Centro Democrático y Social (CDS), montado por Suárez tras abandonar la UCD. Aunque Rajoy era un popular casi de primera hora y no procedía de las tendencias democristianas, social liberales y progresistas sumadas a la refundación de 1989, su talante muy pragmático le convertía en un militante útil a la hora de ofrecer al público una cara centrista.

Sus relaciones con Aznar, elevado a la presidencia nacional por el X Congreso el 1 de abril de 1990, empezaron a cimentarse el 25 de junio de aquel año, cuando el presidente le nombró vicesecretario general del partido para el área de organización electoral. Rajoy sustituía Arturo Moreno, dimitido por su aparición en el sumario del llamado caso Naseiro, sobre la presunta financiación irregular del partido. Al punto, cesó en la Secretaría General del PP gallego, cargo que pasó a Xosé Cuiña Crespo, consejero de Política Territorial de la Xunta y antes presidente de la Diputación de Pontevedra. Hasta 1991 Rajoy siguió presidiendo el PP pontevedrés.

Mientras en el Congreso de los Diputados presidía la Comisión de Control Parlamentario de Radiotelevisión Española (RTVE), Rajoy ganó muchos puntos en el PP como hombre de confianza de Aznar, para el que gestionó diversos cometidos con indudable eficacia. Así, el vicesecretario general contribuyó a limitar el impacto negativo del caso Naseiro, objeto de una investigación interna que dio lugar a expulsiones del partido y que finalmente se desinfló en los tribunales, pese a los fuertes indicios de prácticas corruptas por los implicados, donde se le dio carpetazo por diversas irregularidades en la instrucción del sumario.

Más relevante fue su papel en el proceso de jubilación anticipada, en aras de la renovación interna, de una serie de viejos rostros del partido identificados con el primer aliancismo posfranquista, así como en las negociaciones con el Gobierno socialista en materia de ordenación autonómica del Estado. Estas desembocaron en el pacto bipartito suscrito por Aznar y González en febrero de 1992 para armonizar la implementación de los estatutos y aumentar el poder competencial de las diez comunidades autónomas denominadas de vía lenta, es decir, aquellas que se habían acogido al autogobierno sobre la base del art. 143 de la Constitución.

Rajoy salió reforzado del XI Congreso Nacional del PP, celebrado en febrero de 1993. Supeditado al secretario general desde 1989, Francisco Álvarez-Cascos, dirigente de nítido corte conservador, el ejecutivo gallego quedó perfilado como vicesecretario general para asuntos institucionales, lo que incluía todo lo relacionado con las administraciones públicas y la cuestión autonómica. Los medios de comunicación le identificaron como uno de cinco integrantes del primer círculo de confianza de Aznar, siendo los otros cuatro Álvarez-Cascos, el también vicesecretario general –para el área electoral y de imagen- Javier Arenas Bocanegra, el portavoz parlamentario Rodrigo Rato Figaredo y el jefe de gabinete y asesor de imagen del líder de la oposición, Miguel Ángel Rodríguez.


2. Ministro multicartera en los ocho años de gobiernos populares

Rajoy coordinó la campaña del PP para las elecciones generales del 6 de junio de 1993. Si bien crecieron en votos, los populares hubieron de resignarse a pasar otra legislatura en la oposición, aunque con el consuelo de la pérdida por un PSOE en franco declive de la mayoría absoluta. El del representante pontevedrés fue uno de los 141 escaños sacados por el partido en la Cámara baja, 34 más que en 1989.

En los tres años que siguieron, Rajoy continuó demostrando su valía a Aznar en la interlocución con las agrupaciones nacionalistas que gobernaban en Cataluña, Convergencia y Unión (CiU), y Euskadi, el Partido Nacionalista Vasco (EAJ-PNV). Este insólito acercamiento entre fuerzas con unas nociones de fondo sobre lo que era o debía ser España totalmente contrapuestas fue iniciado por el PP ante la perspectiva de una victoria propia en las próximas elecciones generales sólo por mayoría simple, lo que haría necesario negociar firmes apoyos parlamentarios. En el XII Congreso Nacional, en enero de 1996, Rajoy fue confirmado en el CEN y en la vicesecretaría general; en rango se le equipararon Rodrigo Rato, responsable de políticas sectoriales, y Jaime Mayor Oreja, con quien se repartió los ámbitos de organización y acción electoral.

Los populares, con un programa abiertamente liberal que incidía en las reformas estructurales, la reducción del sector público y el saneamiento financiero como vías para estimular la actividad económica generadora de empleo y asegurar la entrada de España en la tercera etapa de la Unión Económica y Monetaria de la UE, se impusieron finalmente en los comicios anticipados del 3 de marzo de 1996, aunque sin vapulear a los socialistas, con una cuota de 156 diputados, 20 por debajo de la mayoría absoluta. Rajoy había dirigido la campaña electoral y su consideración interna sumó nuevos enteros. Antes de la investidura por el Congreso, Aznar debía asegurarse el respaldo como mínimo de convergentes y peneuvistas. Con ellos, así como con los regionalistas insulares de la Coalición Canaria (CC), Rajoy y Rato condujeron unas complejas negociaciones bilaterales en las que el PP, en palabras del primero, hizo unas propuestas "impensables" hasta ese momento.

El "giro autonomista", que así lo llamó la prensa, del partido de Aznar y Rajoy a cambio del voto favorable de CiU en la investidura del presidente del Gobierno y de un acuerdo en firme para toda la legislatura incluyó el compromiso de desarrollar un nuevo modelo de financiación autonómica por el que, siguiendo el concepto simétrico del "café para todos", las 17 comunidades y no únicamente aquellas con el rango de históricas (es decir, Cataluña, el País Vasco y Galicia, si bien la segunda, al igual que Navarra, gozaba de un Concierto Económico específico basado en la tradición foral) podrían recaudar el 30% del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) y adquirir capacidad normativa sobre la base imponible de ese tramo, lo que inauguraba la corresponsabilidad fiscal entre el Estado y las comunidades autónomas. Otra cesión clave del PP fue la abolición de los gobernadores civiles en cada provincia, institución que se remontaba a 1824.

Ministro de Administraciones Públicas (1996-1999)
El 4 de mayo de 1996 Aznar fue investido por el Congreso y dos días después prestaron juramento de sus cargos los ministros del Gabinete, donde, tal como se esperaba, Rajoy entró asiendo una cartera que le venía como anillo al dedo, la de Administraciones Públicas. A lo largo de un trienio, Rajoy dispuso una congelación de los sueldos de los funcionarios y, de acuerdo con la Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE) de abril de 1997, ejecutó la reconversión de los gobernadores civiles en subdelegados del Gobierno, funcionarios provinciales de alto rango pero con menor peso político y subordinados a los delegados del Gobierno en cada comunidad autónoma.

Más arduo resultó negociar con los gobiernos de las comunidades no históricas la nueva financiación autonómica contemplada por los pactos de legislatura y que debía regir hasta 2001, proceso que en el caso de Andalucía, gobernada por el PSOE, estuvo trufado de tensiones y dejó muy mal recuerdo en ambas partes. Con los nacionalistas catalanes y vascos (en el caso de estos últimos, la reclamaciones iban a adquirir un cariz soberanista que se enmarañó con la deprimente realidad del terrorismo independentista de ETA), las relaciones empezaron a deteriorarse cuando Aznar dejó patente su escaso interés en completar el techo competencial previsto en los respectivos estatutos de autonomía, y aquellos dieron pasos encaminados a superar el statu quo autonómico y conseguir que se reconociera el carácter "plurinacional" del Estado español.

Aznar, en lo que fue secundado por Rajoy, replicó constantemente que la única nación que reconocía era la española a la que se referían el Preámbulo y el Título preliminar de la Constitución, la cual, advirtió, no se tocaría de ninguna manera. El ministro de Administraciones Públicas era de la opinión también de que, tras dar pleno cumplimiento a los pactos autonómicos PP-PSOE de 1992 para ejecutar y armonizar las nuevas transferencias a las comunidades de vía lenta, y una vez fijado el nuevo marco de financiación, lo esencial de los procesos de desarrollo autonómico ya estaba realizado.

Ministro de Educación y Cultura (1999-2000)
En su remodelación ministerial del 18 de enero de 1999, Aznar dispuso el paso de Rajoy a Educación y Cultura, ministerio en el que tomó el relevo a Esperanza Aguirre Gil de Biedma, elegida para presidir el Senado. En Administraciones Públicas, su sustituto fue Ángel Acebes Paniagua. Días después tuvo lugar el XIII Congreso Nacional del PP, presentado por sus participantes como la culminación del viaje al "centro reformista" emprendido por el partido nueve años atrás. El flamante ministro de Educación fue confirmado en la vicesecretaría general y su nuevo superior directo en el partido pasó a ser Javier Arenas, hasta ahora colega en el Consejo de Ministros como responsable de Trabajo y Asuntos Sociales y dirigente de credo democristiano, quien fue ascendido a secretario general en lugar de Álvarez-Cascos.

Hasta el final de la legislatura, Rajoy discutió con el PSOE y CiU las cuestiones relativas a la empantanada reforma del currículum de las asignaturas de Humanidades en la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO). Dicha reforma había sido elaborada por la ministra Aguirre como una modificación en la implementación de la Ley Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE), a su vez una norma aprobada por el Gobierno González en 1990 pero poco apreciada por los populares al entender que la misma no estaba sirviendo para mejorar el nivel formativo de los alumnos. Aguirre había defendido el llamado decreto de Humanidades porque, entre otras razones, el contenido de la asignatura de Historia que se estaba impartiendo en las autonomías gobernadas por los nacionalismos periféricos reflejaba una versión "tergiversada" de España.

Con un dictamen sobre la cuestión (emitido en junio de 1998 por una comisión mixta con el consenso de las comunidades autónomas, el documento recomendaba cambios en esa parte de la ESO) dejado sin aplicar, en este agrio debate educativo fuertemente politizado Rajoy hizo fundamentalmente de apagafuegos, sosegando a los partidos, CiU y el PNV, que habían puesto el grito en el cielo por lo que les parecía una pretensión por el Gobierno central de imponerles directrices lesivas de sus respectivos modelos educativos, elaborados al socaire de las competencias asumidas en la materia.

El titular de Educación presentó también una reforma del examen de selectividad para el acceso a la universidad y los nuevos planes de estudio de la Formación Profesional. Asimismo, alcanzó con la Conferencia Episcopal un controvertido acuerdo para financiar con cargo al presupuesto del Ministerio la impartición en los colegios e institutos públicos de la asignatura de Enseñanza Religiosa (católica); la opción alternativa para todos los alumnos de la educación preuniversitaria que no quisieran tener una asignatura confesional pasaba a ser la nueva asignatura de Valores Cívicos, que al igual que la de Religión era evaluable y obligatoria en el currículum.

Vicepresidente, ministro de la Presidencia y ministro del Interior (2000-2002)
De nuevo, Rajoy dirigió una campaña proselitista del PP, la de las elecciones generales del 12 de marzo de 2000. Además, la dirección le encomendó, en trabajo compartido con Mercedes de la Merced Monge, coordinadora nacional de Formación y Programas en el CEN, la elaboración del programa electoral de un partido gobernante que, tras reducir a la mitad la desorbitada tasa de desempleo heredada en 1996, consolidar las cuentas públicas, obtener incluso superávits –como el de la Seguridad Social- y meter a España en el euro, encaraba los comicios con inmejorables perspectivas.

Con acentos triunfalistas, Rajoy basó la reclamación del voto para el PP en las realizaciones incontrovertibles de la legislatura que terminaba, "los hechos", y en la oportunidad de que el futuro siguiese ese mismo rumbo de estabilidad y prosperidad, tal como invitaba el eslogan Vamos a más. Entre las metas para el próximo cuatrienio, el programa hablaba de mantener el crecimiento del PIB por encima de la media europea y de alcanzar el pleno empleo, y, como propuesta estrella, anunciaba una importante reducción del IRPF. Los españoles, sólo mayormente inquietados, indicaban las encuestas, por la reanudación de los asesinatos de ETA tras un año largo de tregua y por la persistencia de unos niveles de paro aún altos, y bastante menos por problemas como la precariedad laboral, los repuntes inflacionarios y el desmedido coste de la vivienda libre, otorgaron al PP un triunfo histórico, con más de 10 millones de votos, en términos porcentuales, el 44,5%, traducidos en 183 escaños, ocho por encima de la mayoría absoluta.

Rajoy, reelegido por tercera vez consecutiva diputado por Pontevedra, fue premiado por Aznar en el Gabinete con el ascenso a la posición de vicepresidente primero y ministro de la Presidencia. El cambio de carteras fue efectivo el 28 de abril y en el caso de Rajoy supuso destronar a Álvarez-Cascos. El anterior número dos del partido fue desplazado a Fomento, un ministerio de reducido peso político, a diferencia del elenco de competencias de Rajoy, difuso pero político al cien por cien.

La obtención por el PP de la ansiada mayoría absoluta, que convertía en prescindible el apoyo parlamentario de catalanes y vascos, puso a prueba las insistentes invocaciones del diálogo y el centrismo hechas por sus dirigentes. El partido estaba en el cenit de una enorme concentración de poder, ganado democráticamente en las urnas en todos los niveles del Estado, nacional, autonómico, provincial y municipal. A nivel interno, la unidad era virtualmente absoluta: no había facciones personales o ideológicas, imperaba la disciplina y todos los militantes, de Arenas, Rajoy y Rato para abajo, estaban rendidos a la presidencia fuertemente ejecutiva de Aznar, que imponía su autoridad y su "hiperliderazgo".

A modo de aviso del nuevo estilo de gobierno que venía, que supondría aplicar sin complejos el legítimo derecho al rodillo parlamentario, Rajoy, precisamente el rostro de la moderación y la sobriedad en la cúpula del PP, explicó: "El consenso es muy importante, pero si todo se hace por consenso, al final, no hay Gobierno". Las muestras de deterioro de la política comunicativa, la temperancia verbal y la transparencia gestora del Gobierno comenzaron a acumularse en varios terrenos. El 28 de febrero de 2001 Rajoy estrenó una exigente cartera, la de Interior, que, aunque se apartaba un poco de su precisa especialidad administrativa y jurídica, no desentonaba con su dilatada experiencia. El puesto lo desocupaba Mayor Oreja, símbolo de la lucha inflexible contra el terrorismo etarra, que se presentaba a lehendakari en las elecciones de mayo en el País Vasco. Al asumir este importante ministerio sin ceder la condición de vicepresidente primero, Rajoy vio potenciada su relevancia mediática. En cuanto al Ministerio de la Presidencia, pasó a Juan José Lucas Jiménez, hasta ahora presidente autonómico de Castilla y León.

El paso de Rajoy por Interior, como la mayoría de sus cometidos ministeriales, fue breve, pero moldeó sus planteamientos en las materias de seguridad ciudadana e inmigración. En el terreno de la lucha antiterrorista, fueron unos meses amargos por la campaña de atentados selectivos de ETA, que asesinó a 13 personas, entre agentes de las fuerzas de seguridad del Estado, cargos políticos y otros miembros de la sociedad civil, dentro y fuera del País Vasco. Sin embargo, el ministro tuvo tiempo de comprobar la disminución de esta espiral de violencia gracias a la batería de enérgicas medidas adoptadas por el Gobierno y otros órganos del Estado en los terrenos policial, judicial, legal e internacional. Así, mientras el personal uniformado a las órdenes de Rajoy multiplicó las detenciones de activistas y las desarticulaciones de comandos etarras en paralelo a los arrestos y extradiciones conducidos por las autoridades francesas, la Audiencia Nacional siguió lanzando interdictos contra las organizaciones y estructuras de la izquierda abertzale que operaban en situación de legalidad o de alegalidad como instrumentos de la banda.

En un envite complicado llamado a generar viva controversia política, el Gobierno Aznar aspiraba a proscribir directamente a Batasuna, partido con representación democrática en las instituciones del País Vasco y que era visto como el brazo político de ETA. Para tal fin, en abril de 2002 el Consejo de Ministros aprobó la Ley Orgánica de Partidos Políticos, que en junio recibió la luz verde del Parlamento con los votos favorables de PP, PSOE, CiU y CC.

Por otro lado, Rajoy entró en el Ministerio rigiendo la Ley Orgánica sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y su Integración Social, más conocida como Ley de Extranjería. La norma había sido aprobada por el Congreso en diciembre de 1999 con los votos de todos los grupos parlamentarios salvo el PP (que vio derrotadas sus enmiendas), en la última ocasión en que el partido de Rajoy probó el sinsabor que a veces conllevaba gobernar sin mayoría absoluta. El texto, promulgado en enero de 2000, no gustaba al Gobierno Aznar porque daba un tratamiento flexible y generoso al fenómeno del fuerte aumento de la inmigración foránea y la multiplicación de los residentes extranjeros en España.

En concreto, la Ley de Extranjería de 1999 contemplaba mecanismos de regularización de los extranjeros que hubieran solicitado los permisos de residencia o de trabajo, hubieran trabajado en los últimos tres años, o que llevaran asentados un mínimo de dos años, estuvieran empadronados y contaran con medios económicos para mantenerse. Para Rajoy y los populares, la Ley de Extranjería en su versión original encerraba un pernicioso "efecto llamada" de la inmigración clandestina que ponía en peligro las vidas de quienes la protagonizaban y de paso lesionaba el control eficaz de las fronteras.

El 23 de enero de 2001, en vísperas del relevo de Mayor Oreja y luego del preceptivo trámite parlamentario, entró en vigor una modificación de la Ley que endurecía notablemente las condiciones para poder obtener la regularización y por ende adquirir derechos socioeconómicos y civiles, facultaba al Ministerio del Interior para repatriar de manera expeditiva a los inmigrantes indocumentados y a los que habían visto rechazada su solicitud antes del 21 de diciembre de 2000 (fecha en que expiró el proceso de regularización bajo la primera versión de la Ley), y pautaba la reagrupación familiar de los regularizados así como la concesión de permisos de residencia y trabajo dentro de unos contingentes y cuotas anuales.

La misión del ministerio de Rajoy consistió en redactar el Reglamento de ejecución de la Ley reformada, el cual fue aprobado por el Consejo de Ministros el 20 de julio de 2001. A partir de entonces, aumentaron considerablemente las detenciones administrativas de extranjeros por carecer de documentación en regla o por haber entrado en el país de forma irregular. Con todo, el titular de Interior pensaba que aún quedaban flecos legales, así que empezó a impulsar un segundo endurecimiento de la norma sobre extranjería.

A la hora de dar parte de las detenciones por la comisión de delitos, faltas o infracciones administrativas, Rajoy no se privó de recalcar el porcentaje de las practicadas a ciudadanos de otros países (alrededor de una tercera parte). La oposición de izquierdas y ONG acusaron al ministro de establecer una relación puramente causal entre inmigración y delincuencia, pretendiendo opacar de paso la ineficacia de su gestión en la lucha contra los delitos comunes, que habían crecido desde la llegada del PP al poder a pesar de los sucesivos planes para combatir la inseguridad ciudadana. A través de una serie de declaraciones, el ministro dejó meridianamente claro que no creía en la multiculturalidad y que quien viniese de fuera debía "asumir los principios, los valores y la cultura que hay aquí". De todas maneras, en el año y medio de titularidad de Rajoy, el Ministerio del Interior regularizó a 239.000 inmigrantes. Otro frente de críticas lo abrieron los sindicatos de la Policía Nacional, que denunciaron la "cerrazón" del Ministerio frente a sus demandas de diálogo sobre reclamaciones laborales.

Portavoz del Ejecutivo durante las crisis del Prestige e Irak (2002-2003)
El 9 de julio de 2002 Aznar abrió una crisis técnica de gobierno que entrañó la más importante mudanza ministerial desde 1996. Los relevos, efectivos al día siguiente, no exceptuaron a Rajoy, que cedió Interior a Acebes y regresó a Presidencia, sumando además la función de portavoz del Gobierno. Con este cambio, Aznar buscaba recuperar la coordinación política del Ejecutivo, perdida justamente mientras Rajoy, uno de los ministros mejor valorados por los ciudadanos, estuvo en Interior. A estas alturas, el conocido fumador de puros gallego, veteranísimo a los 47 años, ya era de largo el ministro que más carteras había portado en los gobiernos de Aznar.

La portavocía deparó a Rajoy una misión bastante ingrata para él y que además sacó a relucir (no iba a ser la primera vez) su distanciamiento de los problemas medioambientales: dar la cara por el Gobierno durante la crisis del Prestige, el naufragio en noviembre de 2002 cerca del cabo Finisterre, en su comunidad natal, de este petrolero con bandera de Bahamas y la marea negra a que dio lugar, con el resultado de una catástrofe ecológica.

Tras magnificar el desastre la desacertada decisión por el Ministerio de Fomento de remolcar el buque zozobrado a alta mar, donde el casco con su carga de 77.000 toneladas de fuel terminó de partirse y se fue a pique, Rajoy, en su papel de comunicador, contribuyó a la impresión de falta de reflejos por parte del Gobierno central, que reaccionó airadamente a las críticas a su gestión de la crisis. Así, el ministro describió las fugas de fuel del casco del petrolero hundido a 3.600 metros de profundidad como unos "hilillos con aspecto de plastilina" que seguramente no irían a más y además se solidificarían en el lecho marino, sin dar lugar a manchas flotantes del combustible, lo que no fue el caso.

Aunque Rajoy terminó reconociendo su error en el diagnóstico de la situación en los primeros días de la crisis, que se había basado en los informes técnicos de los expertos, la actitud inicial de minimizar el accidente para no generar alarma social se tradujo en desinformación sobre el alcance de la marea negra en la costa y en una movilización insuficiente de recursos para las labores iniciales de contención y limpieza.

A renglón seguido de la crisis del Prestige, finalmente reconducida por los gobiernos central y gallego, Rajoy acometió la no menos espinosa tarea de dar cuenta de las decisiones del Ejecutivo en relación con la crisis prebélica de Irak a caballo entre 2002 y 2003, en la que Aznar hizo gala de un apoyo militante e irrestricto a los planes de invasión de Estados Unidos y el Reino Unido.

El respaldo incondicional a la pretensión de la Administración Bush de acabar con el régimen de Saddam Hussein con los pretextos de que escondía armas de destrucción masiva prohibidas por la ONU, se burlaba de las inspecciones internacionales sobre el terreno y coqueteaba con el terrorismo de Al Qaeda, fue asumido por Aznar como una arriesgada decisión personal que suscitó el rechazo de los demás grupos políticos, concitó una protesta ciudadana sin precedentes e incluso halló actitudes tibias en su propio partido.

No fue el caso del vicepresidente primero, que defendió en todo momento la posición de España en los debates del Consejo de Seguridad de la ONU dentro del bloque anglo-estadounidense y su interpretación de la base jurídica que había para iniciar el ataque, pese a no alegrarse el Gobierno por el inminente estallido de una guerra, así como el envío a la retaguardia irakí de un contingente militar en misión no de combate, para tareas de apoyo logístico y de tipo "humanitario". Para el lugarteniente de Aznar, la tenencia por Irak de armas de destrucción masiva era "casi un hecho objetivo" y él tenía "la convicción" de que dichas armas terminarían apareciendo.

Días antes del comienzo de las hostilidades, el 20 de marzo de 2003, contra el país árabe, Rajoy aseguró que Irak y el Prestige eran ciertamente unos "asuntos llamativos" pero "sin incidencia" en la sociedad, y prometió "un final feliz" para el PP pese a las "muchas bofetadas" que estaba recibiendo. El dirigente se refería a las elecciones municipales y autonómicas del 25 de mayo, vistas por todo el mundo como una especie de primarias de las generales del año siguiente, y la verdad fue que no estuvo desacertado en su pronóstico. La desactivación de las protestas callejeras del no a la guerra y la marcha imperturbablemente bonancible de la economía volvieron a reequilibrar la balanza ligeramente a favor del partido en el Gobierno. Así, el PP, pese a recibir 100.000 votos menos que el PSOE, ganó 400 concejales más, retuvo las alcaldías de ciudades tan importantes como Madrid, Valencia y Málaga, y fue la lista más votada en ocho de las 13 comunidades donde se renovaron los parlamentos autonómicos, amén de en Ceuta y Melilla.


3. Del dedazo sucesorio de Aznar en 2003 a las traumáticas elecciones de 2004

La labor ministerial de Rajoy había complacido por enésima vez a Aznar, que desde hacía un tiempo venía alimentando las especulaciones sucesorias. Una cosa estaba clara: en 2004, agotadas dos legislaturas de ocho años, él no sería cabeza de lista y candidato a presidente del Gobierno por tercera vez. Las quinielas ya estaban sobre la mesa y Rajoy figuraba en todas como integrante de una terna de favoritos que completaban los otros dos vicesecretarios generales del partido: el vicepresidente segundo y ministro de Economía, Rato, al que muchos en el partido veían como el sucesor natural de Aznar, y el ex ministro del Interior y dirigente de los populares vascos, Mayor Oreja, si bien este último ya no estaba en la primera línea de la política nacional. El XIV Congreso Nacional, celebrado en enero de 2002 con la confirmación en la ejecutiva de todos los interesados, fue el banderazo de salida de una competición que en realidad no era tal, ya que la designación del sucesor se la reservó Aznar como una decisión estrictamente personal e inapelable: al partido únicamente le quedaría aclamar al agraciado y brindarle el respaldo en bloque.

Las opciones de Mayor fueron diluyéndose y a mediados de 2003 ya sólo parecían contar para la liza Rajoy y Rato. Más allá del suspense que Aznar, con su demora en anunciar a su escogido, estaba generando, los dos vicepresidentes del Gobierno no dieron la sensación de confrontar proyectos o visiones diferentes, ni de librar competición dialéctica de ningún tipo, cuanto menos de estar construyendo unas plataformas particulares. Cuando los periodistas les sacaban a colación el asunto de la "carrera" por la sucesión, ambos despachaban los intentos de averiguar qué se cocía entre bambalinas con corteses ironías y con el encogimiento de hombros de quienes nada sabían o fingían no saber: el tema, repetían, estaba en manos del presidente. Pero la pugna soterrada existía, siendo Rato el que más gestos y pronunciamientos implícitos hizo para que no cupieran dudas de su ambición.

Rajoy y Rato presentaban rasgos similares en lo personal (estilo mesurado y relajado, cierta propensión a la sorna, alejamiento formal de los tonos más chirriantes del PP), pero al articulado ministro de Economía comenzaron a pesarle las ramificaciones de los embarullados negocios financieros de su familia y sus opacas conexiones con las más altas esferas de la empresa y la banca privadas españolas. Probablemente, también debió jugar en su contra su actitud sumamente circunspecta en el asunto de Irak, a diferencia de un Rajoy siempre dispuesto a defender y justificar en público las directrices del jefe. Antes de la invasión del 20 de marzo, Rato llegó a exponer a Aznar sus dudas sobre la participación de España en la coalición mandada por Estados Unidos.

El vicepresidente segundo, con su gestión solvente y su identificación monotemática con la economía, podía superar en brillantez a un Rajoy con un recorrido ministerial disperso y que no terminaba de sacudirse de una imagen más bien gris y burocrática pese a sus frecuentes salidas desenfadadas ante los medios, aunque al final lo que contaban eran la capacidad para alcanzar acuerdos con otras fuerzas políticas, la lealtad personal, la previsibilidad y el historial de méritos y servicios. Rato podría ofrecer un porte de primer ministro más convincente, pero a los ojos de Aznar Rajoy tendría más puntos. Algunos comentaristas indicaron que un sucesor como Rajoy permitiría a Aznar seguir manejando los hilos del PP en la sombra, si es que albergaba esa pretensión. También era cierto que Rajoy era un político que si bien no entusiasmaba, tampoco concitaba mucho rechazo.

Así las cosas, el 30 de agosto de 2003 el gabinete de prensa del partido informó que el elegido del presidente era el vicepresidente primero. La decisión fue transmitida ese día por Aznar en el Palacio de la Moncloa al interesado en persona, convocado para el anuncio junto con Rato y Mayor. El destape de Rajoy activó la maquinaria del PP para las elecciones generales del 14 de marzo de 2004. El 1 de septiembre el CEN asumió la designación y la trasladó a la Junta Directiva Nacional para ser votada en secreto. Al día siguiente, la Junta, con 503 votos a favor, ninguno en contra y uno en blanco, ratificó a Rajoy como nuevo secretario general del partido, candidato a la jefatura del Gobierno como cabeza de lista por Madrid y "líder" del PP en tanto que receptor de todos los poderes ejecutivos del presidente nacional. El promovido se deshizo en elogios con "un enorme líder político" que había hecho "una gigantesca labor".

Aznar continuaba como presidente titular hasta el próximo congreso del partido, en principio a celebrar en enero de 2005, pero aseguró que él no se retiraba "a medias" y que en los próximos 15 meses no iba a haber "elementos de bicefalia", sino "equipo, continuidad y relevo". Según el secretario general saliente, Arenas, Rajoy encarnaba "un proyecto centrista, renovado, que va a seguir creyendo en las reformas y va a significar una profundización y continuidad de las políticas de Aznar". El 4 de septiembre el candidato abandonó el Gobierno para atender sus nuevos cometidos partidistas; sus cargos en el Ejecutivo fueron repartidos entre Rato (Vicepresidencia primera), Arenas (Presidencia) y Eduardo Zaplana (Portavocía).

Cabía preguntarse si las obvias diferencias que presentaban Aznar, el pugnaz y doctrinario, y Rajoy, el reposado y pragmático, no afectarían más que al estilo, o si también al fondo. De momento, la falta de visceralidad de Rajoy en un tema tan candente como la intangibilidad de la Constitución (no creía que la Carta Magna fuera "de imposible modificación", pero tampoco veía "razón alguna" para tocarla "y menos un cambio sustancial", máxime cuando había partidos que querían "jugar" con esa cuestión) y del Estado de las Autonomías no permitía colegir que tuviese una visión más posibilista del particular, o que a nivel conceptual se abonara al discurso de defensa a ultranza de todo lo español sólo por seguidismo del jefe. Pero esta contención formal podía desaparecer ahora que él iba a ser el protagonista de una campaña electoral que se prometía disputar a cara de perro. Dos cosas sí garantizaba Rajoy: un excelente conocimiento de los entresijos de la administración del Estado y de la técnica de gobernar, y una habilidad innata para no quemarse fatalmente en las tareas que conllevaban desgaste político.

Rajoy confiaba en poder desarrollar una campaña electoral cómoda, no particularmente militante o estridente, como si se tratase de cumplir con un trámite previo a la ineluctable victoria, quitando validez a las propuestas socialistas y enfatizando las realizaciones tangibles por los ciudadanos en los ocho años del Gobierno del PP, sobre todo en los terrenos de la economía, las finanzas públicas, el empleo y la lucha contra ETA. "Yo quiero presidir una España estable, próspera y tranquila", dijo en un acto en Barcelona en febrero de 2004, cuando aquel escenario de sosiego ya brillaba por su ausencia.

Aunque insistió en todo momento en la continuidad, deslizó algunas novedades, como una "segunda ola de reformas" que incluiría nuevos descuentos impositivos a las familias y las pymes, ayudas a la maternidad, la posibilidad de seguir trabajando si se deseaba más allá de la edad legal de jubilación, más medidas para flexibilizar el mercado laboral con negociación colectiva y alcanzar la meta del pleno empleo en 2010, la culminación del Plan de Infraestructuras, la duplicación del fondo de reserva de la Seguridad Social y un "gran esfuerzo" en I+D y educación. Además, se comprometió a abrir en la primera semana tras su investidura como presidente del Gobierno un "amplio y ambicioso proceso de diálogo social". En un momento dado, Rajoy se atrevió a aspirar a "hacerlo un poco más y un poco mejor" que Aznar .

Es posible que el político gallego hubiese preferido no tener que hablar de Irak (el 10 de marzo de 2004 admitió que no había armas de destrucción masiva en el país árabe) ni tampoco desgañitarse a propósito del modelo territorial de España, pero el PSOE y su secretario general y candidato, José Luis Rodríguez Zapatero, fustigaron sin parar la participación de España en la posguerra irakí.

No sólo eso, ya que el propio Aznar, más presto a la confrontación que nunca y como si concibiera los comicios como un plebiscito vinculante de su gestión, impuso como eje fundamental de la campaña del PP la batalla del conflicto autonómico, desarrollado en dos frentes: el envite soberanista de los nacionalistas vascos, sustanciado en el llamado Plan Ibarretxe (en extenso, Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi en régimen de "libre asociación" con el Estado), lanzado por el lehendakari del PNV; y la agenda de reforma del Estatuto de Autonomía consensuada por el tripartito de izquierda catalán, que el 16 de noviembre de 2003 ganó las elecciones en esa comunidad y un mes después desalojó a CiU de la Generalitat de la mano del líder de los socialistas catalanes, Pasqual Maragall i Mira.

Arrastrado al cuadrilátero por su superior partidista, que arrebató el protagonismo y prácticamente ninguneó a su delfín, Rajoy se sumó a la catarata de descalificaciones, a cual más virulenta y tremendista, protagonizada por Aznar, Zapatero y el tripartito catalán, a los que el primero acusó de "querer romper España". Por ejemplo, el secretario general del PP afirmó que el líder socialista no debía gobernar porque carecía "de convicciones y principios", vaticinó que si el PSOE alcanzaba el poder el país entraría en una "situación de inestabilidad muy peligrosa", y expresó su "firme y absoluta convicción" de que existía un "acuerdo" entre ETA y el polémico líder de los republicanos independentistas catalanes, Josep-Lluís Carod-Rovira, quien puso en un aprieto a sus socios de gobierno en la Generalitat por su entrevista en Francia con miembros de la banda terrorista.

Todos los sondeos propios y la gran mayoría de los ajenos daban por segura la victoria del PP, pero diferían sobre si habría reválida de la mayoría absoluta, aunque por escaso margen, o retroceso a la mayoría simple. En el tramo final de la campaña, las encuestas periodísticas aventuraban una victoria del PP con más de cinco puntos de ventaja, si bien la eventualidad de la segunda mayoría absoluta del partido de Rajoy y Aznar estaba desdibujándose al detectarse una ligera progresión del PSOE.

Rajoy entre el 11-M y el 14-M
Los cálculos preelectorales saltaron por los aires tres jornadas antes de las elecciones, el 11 de marzo de 2004, día en que tuvieron lugar los atentados terroristas contra los trenes de cercanías de Madrid, con el resultado de 191 muertos y más de 1.800 heridos. De inmediato, el Ministerio del Interior se abonó a la hipótesis de que la catástrofe terrorista había que imputarla a ETA, pero esta teoría empezó a venirse abajo antes de terminar el día ante la acumulación de indicios que apuntaban más bien a la conexión islamista. Averiguar la autoría de tan horrendo crimen antes de las votaciones del domingo era crucial en términos políticos, ya que si se confirmaba que había sido ETA, entonces el PP y Rajoy podían contar con una victoria rotunda, seguramente apabullante. Pero si, en cambio, los responsables eran radicales islámicos o Al Qaeda, entonces una parte considerable del electorado, en particular el que tenía pensando abstenerse porque consideraba inevitable el tercer triunfo de los populares, podía vincular los atentados a la presencia de Aznar en el trío de Azores que había dado verde a la guerra de Irak y movilizarse para castigar al PP votando PSOE.

Rajoy fue uno de los dirigentes del oficialismo que puso el rostro, entre irritado y demudado, en estas jornadas de enorme tensión política y social. El candidato popular suspendió los actos de campaña y el viernes 12, horas antes de participar en la gigantesca manifestación de repudio a los atentados en Madrid junto con los demás representantes políticos, y haciendo suyo el mensaje porfiado de Aznar sobre lo inadmisible de plantear "terrorismos de distintos géneros", dejó claro que "todos los terrorismos son iguales y execrables".

El sábado 13, en una jornada de reflexión calentada por las acusaciones al Gobierno de no estar contando a la población todo lo que sabía sobre los atentados por interés electoralista, el diario El Mundo publicó una entrevista al candidato del PP en la que este decía tener la "convicción moral" de la autoría etarra. Por la noche, Rajoy volvió a comparecer ante las cámaras para denunciar la "ilegal" e "ilegítima" manifestación que en ese mismo momento estaba teniendo lugar ante la sede nacional del partido en la madrileña calle Génova; los concentrados gritaban consignas contra el Gobierno y exigían "saber la verdad". Los hechos le parecían "gravemente antidemocráticos" y un intento de "influir y coaccionar la voluntad del electorado en el día de reflexión", por lo que el PP ya había presentado la correspondiente denuncia ante la Junta Electoral Central. Poco antes, el ministro Acebes había dado cuenta de la detención de tres ciudadanos marroquíes y dos indios presuntamente miembros del entramado jihadista que habría cometido los atentados, así como de material videográfico que respaldaba esta pista.

Las denuncias desde el PP de que el PSOE estaba haciendo una manipulación desvergonzada de los atentados para presentar al Gobierno como un mentiroso no impidieron que se materializaran los temores compartidos por Rajoy y sus conmilitones: el 14 de marzo el PP perdió las elecciones con el 37,6% de los votos y 148 diputados, esto es, siete puntos y 35 escaños menos que sus resultados de 2000, y cinco puntos y 16 escaños menos que el PSOE, el cual se adjudicó la victoria con mayoría simple. La participación, y el dato era clave, fue 8,5 puntos mayor que hacía cuatro años.

La derrota dejó estupefactos a dirigentes y militantes del PP. La inmediata reacción de Rajoy fue elegante: aguantando el tipo, reconoció sin rechistar el veredicto de las urnas, felicitó a Zapatero y ofreció al PSOE una actitud "responsable" y toda la colaboración del PP en la lucha antiterrorista, "prioridad" que debía ser llevada a buen puerto "desde la unidad de los partidos", así como en la defensa de la España constitucional. El candidato derrotado describió las votaciones que acaban de celebrarse como "unas elecciones generales inexorablemente marcadas por la conmoción ante las trágicas consecuencias del atroz atentado". "Salimos con las manos limpias y dejando las cuentas claras y en orden", sentenció el secretario general en su comparecencia, escoltado por un Aznar y un Rato tan serios como él. La traumática noche electoral concluyó con la aparición fugaz de Rajoy y Aznar por una de las ventanas del edificio de Génova 13, desde donde saludaron y dieron las gracias a los militantes concentrados en la calle. El 17 de abril Zapatero tomó posesión al frente del Ejecutivo español; en el Congreso de los Diputados, Rajoy asumió el liderazgo de la oposición para los próximos cuatro años.


4. El liderazgo opositor al PSOE: la sombra del aznarismo, predominio de la confrontación y el fracaso electoral de 2008

El transcurrir de las semanas y los meses fue revelando el grado de devastación emocional que el 14-M había causado en las filas populares. En lugar de realizar un análisis sereno y autocrítico de lo sucedido, figuras de la plana mayor del partido, con Aznar a la cabeza, vocearon su disgusto por el "injusto castigo" en las urnas, el "aprovechamiento de la conmoción" y la "manipulación del dolor" realizados por el PSOE y medios de comunicación afines. Las recias críticas a las primeras decisiones del Gobierno Zapatero, principalmente la intempestiva retirada de las tropas de Irak, que desairó a Estados Unidos, tampoco se hicieron esperar.

Las dificultades para perfilar un proyecto propio: el ascendiente de Aznar y el XV Congreso
El 15 de marzo de 2004 el CEN fue instruido por Aznar para que diera plena libertad de acción a Rajoy, quien días después reorganizó el liderazgo del partido promoviendo a Acebes al puesto de secretario general adjunto, al ministro de Trabajo y portavoz del Gobierno saliente, Zaplana, a la portavocía del PP en el Congreso, y a Pío García-Escudero al mismo cometido en el Senado. El CEN decidió también adelantar a este año, para después de las elecciones al Parlamento Europeo (al que el partido enviaba a Mayor Oreja como cabeza de lista), el congreso nacional que debía escenificar el traspaso de la presidencia orgánica.

Rajoy se marcó el objetivo de ganar las europeas del 13 de junio, planteadas como unas "segundas generales" que, disipada la tensión emocional de los atentados del 11 de marzo, debían enmendar las elecciones del 14 de marzo, consideradas así una anomalía. Sin embargo, el PSOE superó al PP con el 43,5% de los votos, 2,3 puntos más, y 25 eurodiputados, uno más. Con todo, Rajoy y los suyos se felicitaron por un "excelente resultado" que recortaba la distancia con los socialistas y demostraba "la fortaleza y la consistencia" del PP. A continuación, los populares denostaron la aceptación por Zapatero de la cuota de poder institucional que el Tratado Constitucional Europeo adjudicaba a España a través del sistema de voto de la doble mayoría, el cual debía reemplazar el criterio de ponderación fijado por el Tratado de Niza de 2000, mucho más favorable atendiendo al peso demográfico del país.

El digno resultado de las elecciones europeas permitió a Rajoy llegar al XV Congreso Nacional sin lastres de debilidad que pudieran comprometer su elección como presidente del PP. Pero no pasaron por alto sus dificultades para definir una estrategia propia encaminada a recuperar el Gobierno de España debido a los constantes pronunciamientos de Aznar, quien desde la presidencia de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES, think tank de corte neoconservador concebido como un laboratorio de ideas y un formulador de políticas del PP) tendió a marcar la pauta en la crítica sistemática al Gobierno Zapatero.

El ex gobernante arremetió contra el viraje en la política exterior, que ponía fin a la fuerte complicidad con Estados Unidos, y dejó clara su hostilidad a cualquier reforma constitucional (un "error inimaginable", opinaba Aznar, debido a la "coincidencia del secesionismo político y la amenaza del terrorismo separatista"), pese a que Rajoy estaba conforme en principio con la idea de Zapatero de modificar la Carta Magna cuando fuera oportuno a fin de convertir el Senado en una cámara territorial, eliminar la discriminación de las mujeres en la sucesión de la Corona, denominar a las 17 comunidades autónomas y referenciar a la Constitución Europea. Zapatero instó a Rajoy a que aclarara la postura del PP sobre la cuestión y de paso si pediría el sí en el próximo referéndum de ratificación de la Constitución Europea, puesta de vuelta y media por Aznar.

La situación se tornó incómoda y en julio Rajoy se sintió obligado a marcarle el terreno a Aznar al reafirmarse en su disposición a dialogar con el Gobierno sobre retoques concretos de la Ley Fundamental española y en su apoyo al futuro marco legal europeo, pese a no gustarle las implicaciones para España del nuevo sistema de voto para la toma de decisiones por mayoría cualificada en el Consejo de la UE. "Tiene perfecto derecho a hablar", zanjó Rajoy a propósito de Aznar, "pero yo soy el responsable del PP y tengo que fijar la posición política. Y ya la he fijado". Hecho este insólito toque de atención, Rajoy se apresuró a dejarse ver en tono cordial junto con Aznar, para insistir al alimón que de no haber sido por la "desgracia" del 11-M, el PP seguiría en el poder. Antes de terminar el mes, el CEN aprobó por unanimidad una resolución de respaldo al ex presidente del Gobierno frente a la "campaña de desprestigio" lanzada contra él por el PSOE.

Precedido por un endurecimiento del tono opositor a Zapatero, al que reprochó "no saber a dónde va" en materia autonómica, Rajoy se sometió al XV Congreso, discurrido en Madrid del 1 al 3 de octubre y bajo el lema España, la ilusión que nos une. Siguiendo el guión establecido, en el segundo día del cónclave Rajoy fue elegido presidente nacional del PP prácticamente por aclamación, con el 98,4% de los votos, en sucesión de un Aznar que volvió a arrancar los mayores aplausos con un agresivo discurso antigubernamental y reivindicativo.

A nivel doctrinal, el partido confirmó su condición de "centro reformista" y su visión liberal de la economía -pese a no mencionar ni una sola vez ese adjetivo los Estatutos, que preferían hablar de "libertades"-, y situó el "humanismo cristiano de tradición occidental" como uno de sus fundamentos filosóficos. A nivel organizativo, el XV Congreso tuvo un saldo básicamente continuista, al renovar en la ejecutiva a muchos rostros de los años en el Gobierno y subrayar las posiciones descollantes de Eduardo Zaplana y Ángel Acebes, dos dirigentes identificados con la línea dura auspiciada por Aznar (a la sazón, hecho presidente de honor del partido) y en adelante portavoces de valoraciones de la labor del Gobierno socialista extremadamente acerbas. El ex ministro del Interior se convirtió en el número dos oficial del partido desde el puesto de secretario general.

El XV Congreso no removió los indicios de tutela o vigilancia estratégica aplicada por Aznar a su sucesor en el liderazgo; al contrario, los reforzó. En su vehemente discurso a los congresistas, Aznar fue muy explícito en la reclamación a Rajoy de que el PP practicara una oposición sin cuartel a Zapatero y se olvidara de hacer autocrítica. El encumbrado hizo unos tímidos intentos de matización discursiva, pero puso más énfasis en el ataque al Gobierno y el homenaje a su predecesor.

Ahora mismo, el quebradero de cabeza de Rajoy era la guerra intestina que por el control del PP madrileño libraban el alcalde de la capital, Alberto Ruiz-Gallardón, de talante centrista y moderado (en el XV Congreso pidió a sus correligionarios "realismo" para admitir que "algo habían hecho mal" si se hallaban en la oposición), y su sucesora en la Presidencia de la Comunidad y nueva líder de los populares autonómicos, Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, carismática representante del ala derechista liberal que ganaba peso en el partido a ojos vista. Por cierto que Rajoy y Aguirre sufrieron en diciembre de 2005 un aparatoso accidente de helicóptero en Móstoles del que salieron indemnes.

Las pendencias internas entre facciones afectaban a otras regiones también gobernadas por el PP, como la Comunidad Valenciana, escenario de una cruda rivalidad entre zaplanistas y campistas, siendo estos últimos los partidarios de Francisco Camps Ortiz, sucesor de Zaplana como presidente de la Generalitat Valenciana y del PP autonómico. Estas batallas en los grandes feudos territoriales del PP iban a seguir generando mucho ruido y poniendo a prueba la autoridad nacional de Rajoy en los años siguientes.

Cuestionamiento de la investigación de los atentados de Madrid
Aunque en diciembre de 2004 Rajoy afirmó que el PP ya había superado "lo que pasó el 14 de marzo", las muestras de que aquello seguían sin digerirlo varios dirigentes populares fueron abundantes hasta el final de la legislatura. El propio Rajoy contribuyó al sembrado de dudas tan sólo dos días después de los comicios, cuando, en una entrevista televisiva, aseguró con tono críptico que "algunos grupos convencieron a los españoles para que no gobernara el PP, pues España a lo mejor iba a ser un país más seguro si se adoptaban otro tipo de decisiones". En la misma entrevista, el candidato derrotado rechazó que el Gobierno saliente hubiera mentido o escamoteado información, y negó que los votantes hubieran castigado al PP por esa supuesta maniobra de ocultación junto con la insistencia en culpar a ETA, o por el apoyo de Aznar a la guerra de Irak.

Fue la génesis de la llamada "teoría de la conspiración", un conjunto de hipótesis y especulaciones que impugnaban la versión oficial de la trama tras los atentados de marzo -desentrañada en lo esencial por la Policía y la justicia a las pocas semanas de su comisión a fuer de un reguero de detenciones de radicales islamistas presuntamente implicados en los mismos-, y centradas en la implicación, después de todo, de ETA. Otras elucubraciones mencionaban a sectores de las fuerzas de la seguridad del Estado y hasta a los servicios secretos marroquíes.

La teoría de la autoría mixta etarra-jihadista, que el PSOE y las demás fuerzas parlamentarias consideraban descabellada amén de sobradamente refutada por los hechos, fue aventada por diversos medios de comunicación, en particular el diario El Mundo, que dieron cuenta de supuestas irregularidades deliberadas en la instrucción del sumario judicial, como pruebas amañadas o destruidas, además de contradicciones en los partes policiales sobre los explosivos y vehículos requisados a la célula terrorista, y aparentes indicios de contactos previos entre ETA y algunos de los islamistas incriminados. Nueve de los procesados en el caso, bajo la acusación de suministrar los explosivos a los terroristas, eran españoles.

En el PP, Acebes y Zaplana concedieron verosimilitud a las sospechas alumbradas por la "teoría de la conspiración" e insinuaron algún tipo de conchabanza ("los autores intelectuales") entre el PSOE, la Esquerra republicana catalana, la izquierda abertzale vasca y determinados medios de comunicación para echar al PP del poder. La creencia subyacente tras el patrocinio de las teorías conspirativas era que el Gobierno Zapatero de alguna manera era ilegítimo. Rajoy, a título personal, no fue tan audaz a la hora de sembrar incertidumbres como sus dos lugartenientes, pero se dedicó a restar credibilidad a la comisión de investigación sobre el 11-M creada por el Congreso de los Diputados el 27 de mayo de 2004, a la que calificó de "broma" que nada iba a esclarecer porque se disponía a excluir de sus pesquisas "todo lo ocurrido en España del 11 al 14 de marzo".

Rajoy fue el único cabeza de facción que no aceptó las conclusiones de la comisión parlamentaria, la cual, en su dictamen del 22 de junio de 2005 cuestionó la actuación del Gobierno Aznar por haber "infravalorado" la amenaza islamista y, tras la masacre, haber "manipulado" y "tergiversado" la investigación "por sus exclusivos y excluyentes intereses de partido". Cuando el 31 de octubre de 2007 el juicio por los atentados del 11-M concluyó con el pronunciamiento por los magistrados de la Audiencia Nacional de sentencia de culpabilidad para 22 de los 28 acusados y condenas sumadas de 120.755 años de cárcel, sentencia que además explicitó la autoría de "células o grupos terroristas de tipo jihadista" y descartó la intervención etarra, el líder popular replicó con desdén que el PP seguía apoyando "cualquier investigación sin límites" porque a su entender la autoría intelectual de los atentados distaba de estar dilucidada.

Declaración de ruptura del Pacto Antiterrorista y denuncia sistemática de las políticas del Ejecutivo
Para entonces, Rajoy ya acumulaba un sinfín de desencuentros, a cual más áspero, con el Gobierno Zapatero en las más variadas cuestiones. Así, sólo en 2005, luego de coincidir en el rechazo al Plan Ibarretxe, tumbado por el Congreso de los Diputados en febrero, y en la petición del voto afirmativo en el referéndum sobre el Tratado de la Constitución Europea, celebrado con victoria del sí ese mismo mes, populares y socialistas se tiraron los trastos a la cabeza en virtualmente todos los temas de relevancia.

Sucedió con la prevista reforma constitucional, finalmente nonata, en torno a la