Margaret Thatcher

La muerte de Margaret Thatcher el 8 de abril de 2013 a los 87 años de edad no sólo obliga a pasar revista, en claves local y de época, a la historia del Reino Unido en la penúltima década del pasado siglo. También, invita a mirar los presentes de Europa y el conjunto del mundo desarrollado con una perspectiva más diacrónica, pues buena parte de las doctrinas y consignas oficiales que rigen la economía y que afectan al funcionamiento del Estado y la sociedad, todos ellos cuestionados y sumidos en profunda crisis, tienen su origen en la revolución liberal conservadora que la célebre Dama de Hierro, con carácter pionero, activó en su país en aquel ya lejano 1979. Hoy, para bien o para mal, el controvertido legado de Thatcher, uno de esos líderes ideológicos que suscita valoraciones antagónicas, sobrevuela las políticas de los gobiernos e instituciones de la UE –paradójicamente quizá, siendo como fue ella una aguerrida euroescéptica- y de otras partes del mundo, hecho que por sí solo justifica su inclusión en el panteón de los grandes estadistas del siglo XX. En la escena británica, su influencia sólo es sobrepasada por la de Winston Churchill.

(Texto actualizado hasta abril 2013)

1. Una visionaria del neoliberalismo para un país mal enrumbado
2. Las contiendas del primer mandato: desastre socioeconómico y oportunidad patriótica en las Malvinas
3. Triunfal reelección en 1983, el pulso final con los sindicatos y el zarpazo del IRA
4. Thatcher frente a Europa: forcejeo financiero y rechazo a la Unión Económica y Monetaria
5. Thatcher y la Guerra Fría: idilio político con Reagan y seducción por Gorbachov
6. Segunda reelección en 1987 en un ambiente de bonanza
7. La caída de 1990: rebelión popular contra el poll tax y conjura en la cúpula tory
8. Fuera del poder: una referencia permanente para conservadores y laboristas
9. Fallecimiento en 2013 y disparidad de valoraciones póstumas


1. Una visionaria del neoliberalismo para un país mal enrumbado

Hija de un tendero metodista metido a alcalde provinciano en Lincolnshire, Midlands Orientales, Margaret Hilda Roberts –el apellido de soltera hasta su matrimonio en 1951 con el rico hombre de negocios y veterano de guerra Denis Thatcher- se crió en los valores victorianos de austeridad, amor al trabajo y observancia del deber. La joven se graduó en Químicas en Oxford y luego obtuvo la licencia para ejercer la abogacía, pero sus verdaderas pasiones eran las cuestiones fiscales y la política, dando comienzo a una carrera en el Partido Conservador. En 1959, tras unos intentos de primeriza en 1950 y 1951, salió elegida a los Comunes y en los años siguientes no dejó de ascender en el partido, donde causaba sensación por su personalidad enérgica, su estilo combativo y sus firmes convicciones conservadoras, que sabía expresar con un discurso analítico y bien documentado.

En 1970 el entonces líder del CP, Edward Heath, la reclutó para su nuevo Gobierno nombrándola secretaria de Educación y Ciencia, oficina desde la cual, alegando razones de ahorro, retiró el reparto gratuito del vaso de leche en las escuelas públicas, polémica decisión que le valió el remoquete popular de Thatcher, milk snatcher (Thatcher, ladrona de leche). La victoria electoral de los laboristas en 1974 la mandó de vuelta al shadow cabinet opositor, pero al año siguiente retó el liderazgo de Heath, hecho responsable del varapalo en las urnas y acusado de traicionar el ideario del partido por haber cedido ante las poderosas centrales sindicales, que según Thatcher tenían al Estado por rehén, y aumentado el gasto público. Al imponerse en la elección interna, Thatcher se convirtió en la primera mujer en encabezar un gran partido parlamentario en Occidente.

Moviéndose con pasmosa soltura en un ambiente casi exclusivamente masculino y fustigando sin cesar a los primeros ministros laboristas Harold Wilson y James Callaghan, Thatcher llegó a las elecciones generales anticipadas del 3 de mayo de 1979 haciendo un diagnóstico simple y contundente: el Reino Unido llevaba demasiado tiempo sumido en la zozobra y el declive por culpa de unas políticas y unos liderazgos de gobierno totalmente erróneos. El malestar había sido muy patente meses atrás, en el llamado invierno del descontento, cuya gelidez climatológica había puesto crudamente de relieve el impacto de la estanflación y las protestas obreras. En consecuencia, proseguía Thatcher, era hora de imponer un drástico cambio de rumbo basado en la reducción del peso del Estado en la economía, el control de los precios con una regulación estricta de la masa monetaria y la subida de los tipos de interés, la elaboración de unos presupuestos para el ahorro, el recorte del inmenso poder político de los sindicatos afines al laborismo (capaces de arrancar al Gobierno de turno sustanciosas subidas salariales al ritmo de la inflación) y el incentivo de la iniciativa y el esfuerzo individuales.

Con estas premisas, que hacían tabla rasa de conceptos, para ella abstracciones sin valor, como colectividad e incluso sociedad, Thatcher conquistó para su partido el más fuerte corrimiento de votos desde el triunfo del laborista Attlee sobre Churchill en 1945. Al día siguiente, la flamante primera jefa de Gobierno de un país europeo se plantó en el 10 de Downing Street y en el umbral de su nueva residencia pronunció las siguientes palabras, entre las más recordadas de su colección de sentencias y aforismos lapidarios concebidos para dejar huella: "Donde haya discordia, traigamos la armonía. Donde haya error, traigamos la verdad. Donde haya duda, traigamos la fe. Y donde haya desesperación, traigamos la esperanza".

Thatcher y su equipo de lugartenientes económicos (Geoffrey Howe en el Exchequer, John Biffen y Nigel Lawson en el Tesoro, Keith Joseph en Industria) lanzaron un vendaval de reformas pro mercado que era un torpedo contra el corazón del edificio productivo de aires keynesianos, caracterizado por la profunda intervención del Estado en los diversos niveles de la actividad económica y acompañada, mediante una política fiscal expansiva, de las importantísimas inversiones sociales y partidas de subsidios que conformaban el welfare state británico. El modelo, compartido de hecho por los demás vecinos de Europa occidental, estaba vigente desde que los laboristas recibieron el encargo de reconstruir Gran Bretaña, el país de Adam Smith y David Ricardo, al cabo de la Segunda Guerra Mundial, y los posteriores gobiernos conservadores, coartífices de la recuperación y la prosperidad de la posguerra, lo habían aceptado y sostenido.

El programa radical de Thatcher, que bebía del pensamiento de los principales exponentes del neoliberalismo contemporáneo, Friedrich Hayek y, en particular, Milton Friedman, consistía en: la privatización, reconversión o desmonopolización de ramas enteras de la economía (industria siderúrgica, minería, astilleros, energía, transportes, telecomunicaciones) y la emisión pública de acciones de las empresas industriales reestructuradas; el alivio de la presión fiscal directa, que era elevadísima, a las rentas más altas (teóricas inversoras en actividades generadoras de riqueza y empleo); el abandono de determinados servicios sociales para el ahorro del gasto público en una coyuntura de déficit presupuestario (del 5% del PIB); y la adopción de un monetarismo muy restrictivo para el combate a la inflación (el 13% anual), visto como un problema mucho más acuciante que el paro (ligeramente por encima del 5%).

Aunque abordaba el repliegue del Estado-providencia, cuyo crecimiento los tories consideraban culpable de la pérdida de competitividad de la economía británica, el Gobierno entrante no manifestaba intenciones de tocar el emblemático Servicio Nacional de Salud (NHS). Este paquete de medidas no era meramente táctico y coyuntural –para sanear una economía deteriorada dejando intacta su estructura-, sino que rebosaba ideología derechista y buscaba un cambio real de paradigma, transformación soñada, pero hasta la llegada de Thatcher considerada poco menos que utópica, por corrientes políticas del conservadurismo liberal europeo y por gigantes académicos como la Escuela Vienesa de economía.

Entre las metas fijadas por Thatcher estaba la de involucrar a las humildes clases medias salidas adelante sin los privilegios de los más pudientes –de las que ella era un perfecto representante- en un "capitalismo popular" donde los individuos, y no los grupos corporativos o el Estado, tuvieran su cuota de responsabilidad y participación en la actividad económica, cuyo presumible buen curso ayudaría de paso a restaurar las posiciones perdidas por el Reino Unido en el concierto de potencias occidentales. La primera ministra confiaba ciegamente en la capacidad del libre mercado para autorregularse, en las ventajas de convertir al británico de a pie en accionista de las empresas desnacionalizadas y en propietario de la casa donde vivía como inquilino, y en los emprendedores particulares, convenientemente estimulados por el Gobierno con políticas fiscales. A todos los veía como los motores de la nueva prosperidad.

Con esta visión de la sociedad como simple agregado de ciudadanos responsables de sí mismos que no aguardaban a que otros o el Estado les asistiera, la revolución thatcherista consiguió arrebatar al Partido Laborista amplios segmentos de su electorado tradicional y los integró en un nuevo CP ideologizado e interclasista, que además reforzaba ciertos valores del conservadurismo clásico como la defensa de la familia, la ley, el orden y el principio de autoridad.

La nueva dirección impuesta por una líder llena de ideología pero notoriamente desdeñosa con intelectuales y elitistas convulsionó profundamente a la venerable formación tory, en la que la clase aristocrática y moderadamente pragmática que lo había dominado durante décadas quedó desplazada y donde los llamados con menosprecio wets, sensibles a las demandas de un fuerte gasto social, fueron regularmente vituperados por el núcleo duro de Whitehall. Convertida en una de las personalidades más populares y controvertidas de la escena internacional, la premier provocó agrias polémicas, atrajo durísimas críticas y fue una fuente inagotable de material para humoristas y caricaturistas. Thatcher, presumiendo de un frugal estilo de vida en el 10 de Downing Street, exhibió una salud a toda prueba y desplegó una energía y una capacidad de trabajo extraordinarios, cuyo ritmo resultaba a sus colaboradores difícil de seguir.

Refractaria a las fórmulas de compromiso ("no soy una política de consenso, soy una política de convicciones") y el conformismo apaciguador, luchaba sin importarle las heridas y el resentimiento que dejaba a su paso hasta conseguir sus propósitos, que en la inquebrantable confianza en sí misma consideraba justos. De hecho, con su verbo sobrio pero acerado, de una pasión contenida, se sentía a gusto en las batallas políticas. Hasta parecía que buscaba el cuerpo a cuerpo dialéctico y que le atraían las situaciones de crisis, donde ella se crecía y exteriorizaba todo su potencial político.


2. Las contiendas del primer mandato: desastre socioeconómico y oportunidad patriótica en las Malvinas

Los tres primeros años del mandato fueron una pesadilla para el Gobierno Thatcher. Para empezar, su política económica fiada al monetarismo a ultranza fracasó estrepitosamente al conseguir exacerbar la crisis heredada y sumir al país en la peor recesión desde la Gran Depresión de los años 30, con retrocesos del PIB del 2% en 1980 y del 1,2% el año siguiente. Igualmente demoledora fue la evolución del desempleo, desbocado hasta el 11%, tasa sin precedentes en la posguerra que se alcanzó en el otoño de 1982. Transcurridos sólo dos años desde el cambio de Gobierno, la población de parados del Reino Unido creció desde los 1,5 millones hasta los 3 millones, es decir, se duplicó. Los despidos a gran escala comenzaron con el cierre de los altos hornos de Gales por la reconversión de la British Steel Corporation y de otras plantas de la industria pesada.

La caída de contratas desde el sector público, unida a los estratosféricos tipos de interés y la subida del IVA, condenó a la quiebra a miles de pequeñas y medianas empresas que no podían facturar ni soportar los costes de pedir crédito bancario. En regiones como Gales y Yorkshire se estaban creando verdaderos desiertos postindustriales. Todavía más sangrante fue el hecho de que el combate oficial en cuyo nombre se hacía todo este sacrificio, el de la inflación, tardó bastante en ofrecer resultados no sin antes anotar unos ejercicios funestos: los precios siguieron trepando hasta 1980, cuando la inflación registró un índice promedio del 18% (con un pico del 20% a mitad de año).

En 1981, luego de elaborar el Exchequer unos presupuestos que aumentaban los ingresos tributarios y recortaban el gasto público (salvo en las partidas de Defensa, hinchadas más tarde por la adquisición de misiles nucleares balísticos Trident para la flota de submarinos nucleares de la Royal Navy) en plena recesión, la inflación se moderó al 11,9%. La tasa volvió a bajar, al 8,6%, en 1982, cuando el PIB por fin recobró la senda del crecimiento (el 2,2%). Con todo, se trataba de unos valores todavía muy dañinos para la capacidad de compra de los ciudadanos.

Porfiada contra viento y marea, Thatcher despreció a quienes, también desde sus propias filas, le imploraban que flexibilizara la política antiinflacionista del Gobierno. En octubre de 1980, durante la conferencia del partido en Brighton, la primera ministra, altiva, advirtió: "la señora no está por dar media vuelta". En julio del año siguiente, paró en seco un conato de rebelión de ministros wets liderado por el secretario de Empleo, Michael Heseltine, en lo sucesivo un díscolo acechante. Impertérrita, Thatcher recitaba un mantra muy parecido al que 30 años más tarde iban a entonar la Comisión de Bruselas y el núcleo duro europeo al defender las políticas antidéficit durante la crisis de la Eurozona: que había que perseverar en las reformas y los ajustes, pues al final darían sus frutos.

Y sin embargo, hasta entonces, la explosión del paro, la escalada de los precios, el deslizamiento de la presión tributaria de los impuestos directos a los indirectos (que afectaban indiscriminadamente a todos al margen del nivel de renta), la negativa a vincular salarios e inflación y la escasez de vivienda se tradujeron inmediatamente en una pérdida de poder adquisitivo y precariedad que arrastraban al país al empobrecimiento y la fractura social, al tiempo que flaqueaban conductas tan arraigadas como la solidaridad cívica. El estallido de la calle llegó en el verano de 1981, coincidiendo con una situación muy delicada en Irlanda del Norte y con las cuencas mineras de Gales y Escocia movilizadas contra los planes del Gobierno, por el momento en suspenso (decisión tomada en febrero, en la que fue la primera marcha atrás de Thatcher), de cerrar 23 pozos de carbón.

Con un epílogo en Londres en el mes de abril y desarrollo generalizado tres meses después en los barrios marginales de Liverpool, Birmingham, Manchester, Leeds y Sheffield, las grandes ciudades iconos del declive industrial, el país fue estremecido por una violentísima cadena de enfrentamientos callejeros, incendios y saqueos protagonizados por jóvenes frustrados, apuntaron los sociólogos, debido a las tensiones interraciales, la degradación de las condiciones de vida y las negras perspectivas laborales. La Policía pudo sofocar los disturbios y Thatcher se negó a reconocer cualquier problemática social tras los mismos. Para la primera ministra, la quema vandálica de edificios y la destrucción gratuita de bienes públicos y privados eran meros hechos delictivos y un problema de orden público que requería unos tratamientos policial y judicial.

Poco antes, en la primavera, Thatcher ya había exudado intransigencia frente a las huelgas de hambre practicadas por reclusos del IRA norirlandés, que exigían la restitución del estatus de presos políticos de carácter paramilitar y sus beneficios penitenciarios. Aunque una decena de huelguistas murió, entre ellos su líder, Bobby Sands, con la consiguiente marejada interna y externa, Thatcher mantuvo inalterable su postura durante semanas (“han cometido crímenes, son criminales, el crimen es el crimen”, afirmó), si bien luego el nuevo secretario de Estado para Irlanda del Norte, James Prior, concedió a los internos parte de las reclamaciones de manera subrepticia.

Una vez iniciado 1982, el desapacible día a día británico seguía invariable: aumento desmesurado del paro, choque frontal con el Trades Union Congress (TUC, que condicionaba al ala izquierda del Partido Laborista) por los planes del Gobierno de liberalizar las relaciones laborales y suprimir derechos sindicales, sangrientos atentados terroristas del IRA hasta en el mismo centro de Londres y violencia desatada en el Ulster entre católicos y protestantes. Las únicas noticias esperanzadoras eran los signos de recuperación económica, pronto confirmada con la salida de la recesión, y el sensible descenso de la inflación.

Thatcher se encontraba en el punto más bajo de su mandato y los sondeos pintaban un panorama poco halagüeño para las próximas elecciones generales. Pero el 2 de abril de 1982, la invasión por la junta militar que gobernaba en Argentina de las islas Malvinas le brindó una ocasión de oro, si bien altamente arriesgada, para reafirmar su autoridad y distraer al público nacional de los problemas cotidianos. Para sorpresa general, sobre todo para los argentinos, la primera ministra, en una decisión que según parece fue estrictamente personal, envió un potente contingente aeronaval para recuperar un archipiélago remoto, desolado y casi deshabitado, pero que, por avatares de la historia, estaba bajo soberanía británica desde 1833.

Tras una serie de episodios bélicos por tierra, aire y mar (algunos tan costosos en vidas como los hundimientos del crucero General Belgrano, torpedeado por un submarino, por parte argentina y del destructor Sheffield, impactado por un misil Exocet, por parte británica), el cuerpo expedicionario británico derrotó a las tropas argentinas y el 14 de junio su componente de tierra izó de nuevo la Union Jack en la capital de la colonia, Port Stanley, rendida por el gobernador militar venido de Buenos Aires. La insólita guerra de 72 días entre dos estados del hemisferio occidental distantes entre sí 12.000 km dejó 649 muertos por la parte argentina y 258 por la británica, además de 150 unidades navales, aviones y helicópteros hundidos o destruidos. La operación militar en las Malvinas podía ser vista como una exhibición anacrónica de músculo imperialista, pero el argumento fundamental de Thatcher era otro: Londres, por principio legal, no podía aceptar un hecho consumado, menos por parte de un régimen dictatorial, que suponía una violación flagrante del derecho internacional, como reconoció el Consejo de Seguridad de la ONU.

Uno de los pocos países, aparte de Estados Unidos y Francia, que se alineó sin reservas con el Reino Unido fue el Chile de Augusto Pinochet, como los dictadores argentinos gran violador de los Derechos Humanos. 17 años más tarde Thatcher, anteponiendo el leal agradecimiento a la coherencia moral de quien siempre había alardeado de adalid de la democracia y la libertad, no dudó en visitar al ex dictador en su casa de Surrey, donde estaba bajo arresto a requerimiento de la justicia española, que quería interrogarle en relación con unos cargos de genocidio, terrorismo y torturas, y en ensalzarle, en la mismísima Conferencia del CP, por haber "derrotado al comunismo" en su país.


3. Triunfal reelección en 1983, el pulso final con los sindicatos y el zarpazo del IRA

Recuperada la popularidad perdida en los momentos de fervor patriótico que siguieron a la victoria en las Malvinas, Thatcher y los conservadores se anotaron una victoria apabullante en las elecciones del 9 de junio de 1983: sacaron 397 escaños, 58 más que en 1979, con el 42,4% de los sufragios. El éxito tory debía no poco al error estratégico de los laboristas, que asustaron al electorado moderado con un manifiesto calificado de "ultraizquierdista" por incluir propuestas tan audaces como la renacionalización de la industria y el desarme nuclear unilateral. Su líder y aspirante a primer ministro, Michael Foot, era un intelectual brillante y un socialista de intachable honestidad, pero su propensión a divagar, su desaliño formal y su aureola decimonónica hacían de él un perdedor seguro en este duelo de radicalismos con Thatcher. Además, el Partido Laborista llegó a los comicios mutilado por la defección de su ala derecha, el Partido Social Demócrata (SDP) de Roy Jenkins y David Owen, que arrebató 23 escaños en alianza centrista con el Partido Liberal de David Steel.

Así galvanizada por las urnas, en un contexto económico y financiero más clemente, con el PIB creciendo por encima del 3% anual y la inflación constreñida por debajo del 5% -aunque la cifra fatídica de los tres millones largos de parados no presentaba trazas de disminuir-, la Dama de Hierro pisó el acelerador en la campaña de privatizaciones con emisión de acciones "populares". Hasta el final de la década, el Estado iba a desnacionalizar entre otras las compañías British Telecom, British Gas, British Airways, British Aerospace, British Airports Authority y el Grupo Rover, amén del gigante British Petroleum, vendido por etapas desde 1979.

También, en una jugada del todo por el todo, la dirigente desató su ofensiva definitiva contra las belicosas centrales sindicales, que hasta ahora habían conseguido eludir ciertos aspectos relevantes del vendaval liberalizador del Ejecutivo. Tras la reconversión del sector del acero, el principal núcleo de resistencia gremial a los ataques thatcheristas residía en la minería del carbón, que como en el resto del continente estaba fuertemente subsidiada por el Estado. El sector había sido nacionalizado por Clement Attlee en 1945 y en 1984 el organismo estatal que lo administraba era el National Coal Board (NCB). Dos terceras partes de los mineros de Inglaterra, Gales y Escocia estaban afiliados a la National Union of Mineworkers (NUM).

A lomos de una andanada de medidas economicistas consistentes en la liquidación de subsidios ruinosos, el cierre de pozos considerados no rentables (en principio sólo 20, de los 174 en servicio) y la mecanización obligatoria de otros, con la consiguiente supresión de puestos laborales, alrededor de 20.000 sobre 187.000, Thatcher quería de paso restringir el derecho de huelga, acabar con las "huelgas salvajes" y desregular las relaciones laborales para hacer perder afiliados a la NUM. Los planes del Gobierno fueron dados a conocer por el NCB en marzo de 1984, justo cuando el Reino Unido alcanzaba su máxima tasa de paro, el 11,9%. El líder de la NUM, Arthur Scargill, respondió que el cierre de pozos no era negociable y convocó una huelga nacional indefinida a la que el Gobierno dio el marchamo de ilegal. Los paros (a los que se sumaron, en solidaridad, numerosos trabajadores de otros ramos profesionales y sindicatos federados en el TUC), las marchas y manifestaciones, las acciones de los piquetes en las bocaminas y las violentas escaramuzas con las fuerzas del orden se prolongaron durante todo un año, tiempo en el cual Thatcher no sólo rehusó hacer el menor gesto de acercamiento, sino que tachó a los huelguistas de "enemigo interior" comparable al bando argentino durante la guerra de las Malvinas.

En marzo de 1985, visto que el Gobierno no cedía un ápice, la NUM decidió desconvocar la huelga y los mineros, agotados y desmoralizados, regresaron a las galerías. Thatcher se erigió en vencedora por nocaut del más prolongado y encarnizado conflicto industrial desde principios de siglo, si bien los mineros la acusaron de haber aceptado el desafío lanzado por ellos como un reto personal para aniquilarlos como fuerza política, convirtiendo una protesta laboral en una guerra de desgaste que el Gobierno debía ganar sin reparar en medios.

Las consecuencias de la confrontación minera de 1984-1985 fueron enormes. La economía británica sufrió pérdidas por valor de 1.500 millones de libras. El Gobierno cerró sin miramientos 25 pozos que no daban beneficios y en los cinco años siguientes varias decenas más corrieron igual suerte. Decenas de miles de mineros se quedaron en la calle y la ruina se abatió sobre comunidades enteras. Y desde el punto de vista político, Thatcher consiguió sus propósitos: anular a la NUM como poder fáctico de oposición al Gobierno (el sindicato de Scargill ya nunca levantó cabeza) y acelerar el proceso de desafiliaciones en el TUC y el conjunto de los sindicatos, que de tener más de 13 millones de miembros en 1979 se quedaron con menos de 10 en 1990.

Otro frente de lucha, infinitamente más crudo, el del IRA, no podía ganarse sin embargo por medios exclusivamente militares y policiales. La banda terrorista, desde el magnicidio de Lord Mountbatten en agosto de 1979, había dejado clara su disposición a golpear el corazón y los símbolos de la Gran Bretaña para obligarla a retirar sus tropas de Irlanda del Norte, desplegadas desde los grandes disturbios sectarios de 1969, y a revocar el gobierno directo desde Londres, impuesto en 1972.

Frente al recrudecimiento del conflicto a raíz de las huelgas de hambre de los presos en 1981, Thatcher, a través de sus secretarios de Estado para Irlanda del Norte, fortaleció los lazos de pertenencia de la provincia a la Corona y respondió con severidad a la escalada terrorista del IRA, que elaboró un plan para asesinarla. En la madrugada del 12 de octubre de 1984, en un atentado que suponía un salto cualitativo en su lucha armada, la organización nacionalista estuvo a punto de matar a la primera ministra haciendo estallar 50 kilos de explosivo dentro del Grand Hotel de Brighton donde Thatcher y sus colegas estaban alojados con motivo de la conferencia anual del partido. La bomba, colocada a unos metros de la habitación de la primera ministra y que abrió un enorme boquete en la fachada del edificio, mató a cinco personas, entre ellas un diputado y un dirigente regional del CP, e hirió a otras a 34, pero Thatcher resultó ilesa. Al día siguiente, en su discurso de apertura de la conferencia, celebrada conforme lo previsto, la gobernante se pronunció fríamente sobre la tragedia sucedida horas antes y vaticinó que "todos los intentos de destruir la democracia a través del terrorismo fracasarán".

En paralelo al refuerzo de las operaciones de seguridad, Thatcher inició una nueva era de relaciones con el Gobierno de la República de Irlanda con miras a finiquitar el histórico antagonismo de Londres y Dublín en su enfoque del conflicto instalado en los seis condados del norte desde la partición de la isla en 1921 e inaugurar un nueva etapa de cooperación bilateral. El primer paso se dio el 6 de noviembre de 1981 con el establecimiento del Anglo-Irish Intergovernmental Council, un foro de consultas de alto nivel. El 15 de noviembre de 1985 Thatcher y su homólogo irlandés, el taoiseach Garret FitzGerald, volvieron a reunirse en Hillsborough Castle, la residencia oficial del secretario de Estado para Irlanda del Norte al sur de Belfast, para suscribir el Anglo-Irish Agreement, que otorgaba a la República de Irlanda una voz asesora en lo referente al gobierno de Irlanda del Norte.

El Acuerdo, denunciado con furia por los unionistas protestantes, puso en marcha la Anglo-Irish Intergovernmental Conference, donde los dos gobiernos abordaron un futuro de normalización que pasara por la devolución a los norirlandeses de algún tipo de autogobierno. El Anglo-Irish Agreement de 1985 fracasó en su propósito de desterrar en un plazo razonable de tiempo la violencia intercomunal del Ulster, aunque sentó las bases para el principio del arreglo del arraigado conflicto, más de una década después, a través de un acuerdo de paz firmado por republicanos y unionistas.


4. Thatcher frente a Europa: forcejeo financiero y rechazo a la Unión Económica y Monetaria

Uno de los rasgos más característicos de Margaret Thatcher fue su actitud radicalmente escéptica y beligerante, pero no exenta de sentido práctico, a la hora de defender los intereses de su país en el seno de la Comunidad Económica Europea (CEE), de la que el Reino Unido era miembro desde 1973. Ella, y esta fue una de las pocas cosas en las que los dos líderes estuvieron de acuerdo, apoyó las negociaciones para el ingreso impulsadas por Heath. Luego, en el referéndum de 1975, convocado por el laborista Wilson para decidir si convenía seguir siendo miembros de la CEE en los términos del Tratado de Adhesión de 1972, hizo campaña por el sí. Sin embargo, el enfoque que Thatcher tenía de la integración europea era muy limitado: para ella, la membresía británica merecía con mucho la pena siempre y cuando la CEE se ciñera a la construcción de un mercado común de amplia movilidad y competitivo, beneficioso para países con tradición comercial como el Reino Unido, y no pretendiera una unión económica y política que supusiera la transferencia de amplias cotas de soberanía desde los estados miembros al marco comunitario, donde podía crearse, advertía con tono casi apocalíptico, un "superestado europeo ejerciendo un nuevo dominio desde Bruselas".

Desde el primer momento, en el seno del Consejo de las Comunidades Europeas, del que fue dos veces presidenta de turno (en los segundos semestres de 1981 y 1986), la líder británica puso muy mala cara a todo conato de potenciar las estructuras supranacionales a costa del entendimiento intergubernamental, donde las decisiones las tomaban los Estados bien por unanimidad –con el consiguiente derecho de veto-, bien por mayoría cualificada; aquí, el Reino Unido disponía de 10 votos, a la par que Francia, Alemania e Italia. En este sentido, su visión de Europa era similar a la de de Gaulle: si aquel propugnaba una "Europa de las patrias" de tipo confederal, al servicio de los intereses de Francia, Thatcher veía en la CEE básicamente un espacio de libre cambio y cooperación económica, sin integración económica total y mucho menos política, en el que todas las decisiones relevantes siguieran tomándose por común acuerdo de los Estados miembros.

Thatcher se empleó a fondo para conseguir que el Acta Única Europea, firmada en 1986 por los doce países miembros que entonces formaban la CEE y en vigor a partir de 1987, fuera una reforma del Tratado constitutivo de Roma de 1957 centrada casi exclusivamente en hacer evolucionar el presente Mercado Común, con área de libre comercio y unión aduanera, hacia un Mercado Interior Único que implicara ya la libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales. Las consideraciones sobre una Unión Europea, defendida con anhelo entre otros por el presidente de la Comisión, el francés Jacques Delors, quedaron limitadas en el Acta Única Europea a una mera declaración de objetivos sin ningún compromiso concreto. Con todo, el tratado entrañó una notable cesión de soberanía británica a las instituciones de Bruselas.

Para Thatcher se trató de un mal menor, pues a cambio había suculentas ventajas comerciales, sobre todo desde el lado de la libertad de movimiento de capitales. No por casualidad, en octubre de 1986, ocho meses después de la firma del Acta en Luxemburgo y La Haya, Whitehall aprobó una espectacular desregulación, el llamado Big Bang, de las operaciones mercantiles y bursátiles de la City de Londres, en lo sucesivo el mayor centro financiero del mundo. Descendiendo a un terreno más tangible, el de la elaboración del presupuesto comunitario, Thatcher, desde su encendido alegato en el Consejo Europeo de Dublín de noviembre de 1979 ("no les estamos pidiendo dinero, simplemente les pedimos que nos devuelvan nuestro propio dinero"), se mostró implacablemente obstinada y no dejó de protestar y patalear hasta conseguir una fuerte reducción de las contribuciones británicas netas a las arcas europeas, ya que el Reino Unido enviaba a Bruselas mucho más de lo que recibía.

Mediante el llamado cheque británico, concedido a regañadientes por sus pares europeos en la cumbre de Fontainebleau de junio de 1984, la premier obtuvo el reembolso anual del grueso de los fondos que el Reino Unido aportaba a la Comunidad por hacer un uso mínimo de las ayudas agrícolas, que entonces consumían el 75% del presupuesto comunitario. El privilegiado mecanismo de compensación, bastante anómalo, reducía en un 66% el déficit fiscal desfavorable al Reino Unido, que entonces era el cuarto país más pobre de los Doce al suponer su renta el 90% de la media comunitaria.

La antipatía de Thatcher hacia la integración europea se hizo más pronunciada durante su tercer mandato, desde 1987. Las discusiones, favorecidas por Delors, el presidente socialista francés François Mitterrand y el canciller democristiano alemán Helmut Kohl, sobre la necesidad de trascender la Comunidad con una doble Unión, política y económica, dotada de una moneda única que reemplazase, al cabo de un adecuado período de adaptación y convergencia, a las respectivas divisas nacionales, fueron ásperamente refutadas por Thatcher, que ya en 1985 se había desvinculado del Acuerdo de Schengen sobre la supresión de los controles fronterizos. Schengen era un instrumento básico para dar concreción a la libre circulación de personas contemplada por el Acta Única Europea, cuyos aspectos mercantilistas parecían dibujar el máximo nivel de integración que Londres estaba dispuesto a admitir.

Las arremetidas contra el "superestado federal europeo" subieron de tono en 1988 y 1989. En octubre del segundo año la primera ministra pronunció en la Cámara de los Comunes su memorable perorata del "no, no, no" a la propuesta de Delors de que el Parlamento Europeo fuera el cuerpo democrático de la Comunidad, la Comisión su institución ejecutiva y el Consejo de Ministros "el Senado". Ese esquema, aseguró Thatcher, no era más que "la puerta falsa para la Europa federal". Tras esta retórica bullía su oposición a la Unión Económica y Monetaria (UEM) tal como la concebían la Comisión y el eje franco-alemán.

Thatcher adelantó su rechazo a la participación del Reino Unido en el Mecanismo de Tipos de Cambio (ERM, en su sigla en inglés) del Sistema Monetario Europeo (SME, concebido para controlar los tipos cambiarios entre las distintas divisas que circulaban en la CEE y así conseguir la estabilidad monetaria europea). El secretario del Foreign Office, Geoffrey Howe, y el canciller del Exchequer, Nigel Lawson, recomendaban dar ese paso siempre que se dieran unas circunstancias determinadas. El desacuerdo con su superiora le supuso al primero, el 24 de julio de 1989, el traslado a los puestos de líder de los Comunes y viceprimer ministro, lo que fue visto como una degradación, mientras que el segundo presentó la dimisión el 26 de octubre siguiente. El hecho de que dos de los más destacados representantes en el Gabinete del bando dry, es decir, los thatcheristas leales a menudo enfrentados con los wets, terminaran quedando en mal lugar ante su jefa, puso en el tapete la escasa capacidad de Thatcher para gobernar de otra manera que no fuera mandando por las bravas. La marejada de 1989 en Whitehall a propósito de la integración europea fue la antesala de la rebelión interna que un año más tarde iba a expulsar a la dirigente de Downing Street.

A fuerza de dar la nota agria en las cumbres europeas, Thatcher no pudo más que mantener unas frías relaciones con los líderes de la CEE más comprometidos con las fórmulas integracionistas. El francés Valéry Giscard d'Estaing no daba crédito cuando la escuchaba exigir justicia financiera en términos puramente nacionales y su sucesor, Mitterrand, con quien en 1986 la británica firmó el tratado bilateral que dio luz verde a la construcción del Túnel de la Canal de la Mancha (contradictorio símbolo del final físico de la multisecular splendid isolation), la miró con similar incomprensión en las mesas europeas, no obstante respaldarla abiertamente durante la guerra de las Malvinas con el delicado problema de las ventas a Argentina de misiles Exocet de por medio. Y sin embargo, Mitterrand, a su manera, se inspiró seguramente en la revolución thatcherista de 1979 para implementar a partir de 1983, dos años después de su llegada al Elíseo, una batería de medidas económicas de rigor fiscal y monetario que dio carpetazo a su política inicial, radicalmente socialista. La referencia británica en la vecindad inmediata del continente fue más clara a partir de 1986 con la llegada al Gobierno galo del gaullista Jacques Chirac.

Thatcher tampoco se entendió con el alemán Kohl, en teoría más próximo a ella –no mucho, en realidad- desde sus respectivas posiciones en el espectro político. Hasta el verano de 1990, cuando la gobernante no tuvo más remedio que asumir la irreversibilidad del proceso en marcha, el canciller se dio de bruces con la hostilidad de Londres a la unificación de la RFA y la RDA. Thatcher, como muchos otros en el resto de Europa, temía profundamente el resurgimiento de una gran Alemania liberada de los complejos de la posguerra. Para ella, el peligro que entrañaba un nuevo y poderoso Estado germano en el centro de Europa residía en su posible desentendimiento de la OTAN y su acercamiento a la URSS. Cuando la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, Thatcher se congratuló por el "gran día de la libertad", pero consideró que hablar de unificación ahora era "ir demasiado rápido", y que de lo que se trataba era de construir una "democracia genuina" en Alemania Oriental.

La España de Felipe González tomó buena nota de la reconversión industrial, la flexibilización de mercado de trabajo y la política de tipos de interés altos acometidas por Thatcher en su país. Las relaciones entre Londres y Madrid en este período fueron fluidas y en 1985 el Gobierno español, a cambio de la aceptación por el británico a discutir el futuro de su última colonia en suelo europeo, levantó las comunicaciones por tierra con Gibraltar, que estaban bloqueadas desde 1969.

Los casos de Francia y España, con dos presidentes socialistas, ilustran, con la debida perspectiva histórica, hasta qué punto fue la era thatcherista un laboratorio de ideas y acciones del que políticos y partidos de los más diversos colores de Europa (y de más allá, como América, tanto la del Norte como la del Sur) podían surtirse para combatir con nuevas armas, en algunos casos superando grandes reparos ideológicos, sus problemas económicos. Desde el centro-derecha, gobernantes como Aníbal Cavaco Silva en Portugal, Václav Klaus en Chequia, José María Aznar en España y Donald Tusk en Polonia (los tres últimos, con rendidas expresiones de admiración) hallaron en Thatcher, en un período de tiempo que va de 1985 hasta nuestros días, un modelo de inspiración y emulación. Aunque ella nunca se lo propuso, el caso fue que, irónicamente, la Unión Europea nacida pese a Thatcher hizo suyos los dogmas del libre mercado sin distorsiones, la disciplina fiscal y la ortodoxia monetaria obsesionada con la inflación, todo lo que Londres había enarbolado desde 1979.


5. Thatcher y la Guerra Fría: idilio político con Reagan y seducción por Gorbachov

Thatcher siempre pensó que el verdadero amigo del Reino Unido estaba en la otra orilla del Atlántico. Tocándole vivir los últimos y más sombríos años de la Guerra Fría, la premier apoyó incondicionalmente a la Administración republicana de Ronald Reagan, llegada al poder menos de dos años después que ella con un programa de "revolución conservadora" con bastante de reactivo (en este caso, contra los fracasos del demócrata Jimmy Carter) y que se parecía muchísimo al lanzado en Gran Bretaña en 1979.

Thatcher y Reagan, con sus dispares trayectorias vitales, no sólo compartían filosofía, ideas y visión del mundo, sino que se admiraban mutuamente y hasta parecían gustarse vivamente en el terreno más personal. Aunque no siempre sintonizaron en todas las cuestiones de la agitada política internacional, como pudo verse en las crisis de Oriente Próximo y en la invasión de Granada, no dudaron en prestarse apoyo mutuo si uno de ellos se metía en líos por su cuenta y riesgo: así sucedió en las Malvinas en 1982, cuando el Departamento de Estado brindó un valioso respaldo diplomático en la ONU, y en Libia en 1986, cuando los bombarderos estadounidenses obtuvieron permiso para despegar desde bases de la RAF. Los dos dirigentes eran anticomunistas declarados, mandaron aliento al sindicato Solidaridad en Polonia y esgrimieron con ardor la disuasión nuclear frente a la URSS de Brezhnev, Andropov y Chernenko, satanizada por ambos con juicios sobre la superioridad moral de Occidente y el mundo libre.

En 1983 Thatcher, sin las vacilaciones de otros gobiernos de la OTAN y cumpliendo lo dispuesto por la Alianza Atlántica en su cumbre de diciembre de 1979, ordenó la instalación de 160 Misiles de Crucero Lanzados desde Tierra (GLCM), con cabeza nuclear y enviados por Estados Unidos, en las bases aéreas de Greenham Common y Molesworth. El despliegue de los polémicos euromisiles, concebidos para contrarrestar a los nuevos misiles balísticos de alcance intermedio SS-20 plantados por la URSS en territorio de sus aliados europeos del Pacto de Varsovia, encolerizó a los laboristas de Foot y a los sindicatos afines, que convocaron protestas masivas, y en general fue mal recibido por la opinión pública.

El dogmatismo de Thatcher fue puesto a prueba por la llegada al Kremlin de Mijaíl Gorbachov y su programa de Glasnost y Perestroika en marzo de 1985. La primera ministra le conocía personalmente desde unos meses antes, en diciembre de 1984, cuando el entonces joven miembro del Politburó realizó una visita a Londres en compañía de su esposa Raisa. Thatcher salió de aquel encuentro gratamente impresionada pues, tal como recuerda en su libro de memorias The Downing Street Years, el tal Gorbachov era "un hombre con el que se podía negociar". La "luna de miel" entre la Dama de Hierro, apodo que precisamente le había puesto un periodista soviético en 1976 con la intención de denigrarla, y el líder carismático que, pese a encabezar el detestado bloque comunista, "le gustaba" en lo personal y trataba de sacar adelante una "revolución pacífica" en la URSS, fue consolidándose en sucesivos encuentros, como las cumbres de marzo de 1987 en Moscú, abril de 1989 en Londres y septiembre de 1989 de nuevo en Moscú. Según se supo años después, en esta última reunión, acontecida dos meses antes de la caída del Muro de Berlín y con las transiciones democráticas húngara y polaca ya en marcha, la huésped británica puso en guardia a su anfitrión contra una Alemania unificada.

La "descubridora" de Gorbachov para Occidente, al que expidió un certificado de buena conducta, se encargó asimismo de "presentarlo" a Reagan. Aunque ella era la primera en darse cuenta de las posibilidades que el estilo abierto y dialogante del nuevo mandamás soviético abría para la distensión de los bloques, no dejó de recomendar prudencia a Reagan en las negociaciones entre Estados Unidos y la URSS para la eliminación de los respectivos arsenales de misiles nucleares de alcance medio, incluidos los GLCM emplazados en el Reino Unido desde 1983. Thatcher temía que un desarme más ambicioso en las categorías de armas de destrucción masiva pudiera debilitar el compromiso de Estados Unidos con la defensa de Europa Occidental en caso de un ataque convencional soviético. La primera ministra no se mostraba partidaria de un desarme atómico a gran escala con los argumentos de que la energía nuclear no se podía "desinventar" y de que la disuasión nuclear había proporcionado a Europa 40 años de paz y seguridad. Con todo, siguió apostando por Gorbachov hasta el final y en noviembre de 1988 se atrevió a extender el acta de defunción de la Guerra Fría.

Fuera de Europa y América, dos países en especial estuvieron muy presentes en la agenda internacional de Thatcher. Uno de ellos era Sudáfrica. Aunque aseguraba estar radicalmente en contra del sistema del apartheid y reclamó al Gobierno racista blanco de Pieter Botha que pusiera en libertad a Nelson Mandela, la gobernante británica voceaba una pésima opinión de la principal fuerza del movimiento de liberación negro, el Congreso Nacional Africano ("es la típica organización terrorista"), y se resistió a sumarse a las sanciones internacionales aprobadas por la CEE y la Commonwealth en un intento de preservar el importante comercio bilateral. Su postura en relación con el universalmente aborrecido régimen de Pretoria se añadió a la lista de agravios confeccionada por sus detractores, que la acusaron de tibia, ambigua y cínica.

Con la República Popular de China, Thatcher hizo un ejercicio de realismo al aceptar la restitución de la soberanía de Hong Kong, el último vestigio destacado del viejo imperio colonial, en la fecha precisa del 1 de julio de 1997. El acuerdo de retrocesión fue firmado en Beijing el 19 de diciembre de 1984 con el primer ministro Zhao Ziyang y bajo la atenta mirada del líder supremo Deng Xiaoping. La Declaración Conjunta establecía que China otorgaría a Hong Kong el estatus de Región Administrativa Especial y que dejaría intacto su modelo económico capitalista, conforme al principio denguista de un país, dos sistemas, durante un período de 50 años, hasta 2047.


6. Segunda reelección en 1987 en un ambiente de bonanza

El desempleo, la gran losa de Gran Bretaña, empezó a disminuir, aunque con una lentitud exasperante, en junio de 1984 desde la cifra récord de los 3,6 millones de parados inscritos. Hasta mayo de 1987 no volvió a haber menos de 3 millones de parados, un volumen que para la gran mayoría de los británicos, muchos conservadores incluidos, seguía siendo escandaloso. El Gobierno y sus partidarios reconocían que la situación del empleo era dolorosa, pero argüían que se trataba de un peaje inevitable, el efecto temporal desagradable de unas reformas estructurales, unos ajustes presupuestarios, un control del gasto y el endeudamiento, y una modernización financiera imprescindibles para sentar las bases del crecimiento sostenido y recuperar las posiciones perdidas en la productividad, la competitividad y la innovación, por el país que había sido llamado, para su oprobio, "el enfermo de Europa".

Si estos últimos indicadores económicos, salvo la productividad, seguían sin dar signos claros de revitalización, el crecimiento, impulsado por los pujantes sectores financiero y de los servicios, sí era una realidad aparentemente consolidada con tasas de entre el 4% y el 5%, las mejores en la OCDE, mientras que la inflación anual había sido achicada a valores en torno al 4%, para alivio de los consumidores. Posteriormente, entre 1988 y 1989, el inquietante repunte de la inflación fue respondido con la duplicación de los tipos de interés, que saltaron del 7,4% al 14,8% en el plazo de 17 meses. La deuda pública, que había equivalido al 44% del PIB en 1979, descendía suave pero firmemente, y lo mismo sucedía con el déficit público, hasta el punto de que en 1988 el Gobierno, no sin bajar antes los impuestos a las rentas medias, iba a poder elaborar sus primeros presupuestos con superávit, de 3.900 millones de libras. Pese a la impresión de la calle, el Ejecutivo no había reducido el nivel de gasto público por debajo de los niveles heredados en 1979 hasta el ejercicio fiscal 1985-1986: el gasto público, de hecho, tirado sobre todo por los costosísimos programas de defensa, había crecido en los cuatro primeros años de la era thatcherista.

En las elecciones parlamentarias del 11 de junio de 1987, adelantadas por Thatcher en un año tras constatar los buenos datos de los sondeos, la percepción de un cambio de ciclo económico y la fe en las capacidades de la primera ministra prevalecieron sobre el enfado por los estragos sociales que su revolución conservadora había causado y por el retraso, más que notorio, del cumplimiento de su promesa de que la nueva era de prosperidad estaba a la vuelta de la esquina. Así, el CP volvió a ganar con prácticamente los mismos resultados que cuatro años atrás, sacando esta vez el 42,2% de los votos y 376 escaños. Los laboristas, de la mano de Neil Kinnock, se recuperaron poco del descalabro sufrido en 1983.

En el nuevo Gabinete fueron renovados en sus puestos los principales escuderos de la Dama de Hierro: William Whitelaw (viceprimer ministro y líder de los Lores), Geoffrey Howe (Exteriores), Nigel Lawson (Exchequer), George Younger (Defensa) y Douglas Hurd (Interior). Una vez iniciado su tercer mandato consecutivo al frente del Gobierno británico, registro que había permanecido imbatido desde tiempos de Lord Liverpool (1812-1827), Thatcher se sintió autorizada para lanzar una nueva andanada de reformas que entró a saco en el welfare state. Los servicios públicos de educación, vivienda, agua y, finalmente también, salud afrontaron procesos de privatización y de gestión empresarial con criterios de mercado.


7. La caída de 1990: rebelión popular contra el poll tax y conjura en la cúpula tory

Tras desplumar a los laboristas en las urnas y doblegar por agotamiento a las centrales sindicales, Thatcher convirtió a los consejos y corporaciones locales en el nuevo objetivo de su inquina hacia toda colectividad que, tal como lo veía ella, coartara las libertades puramente individuales, pusiera trabas burocráticas a los emprendedores y generara gastos improductivos. En marzo de 1986, mediante la Local Government Act, aprobada el año anterior, el Ejecutivo abolió el Greater London Council (GLC), cuerpo administrativo de carácter electivo creado en 1965 y que funcionaba como una especie de superayuntamiento con jurisdicción sobre todo Londres, la ciudad propiamente dicha y su vasta área metropolitana, conformada por 32 boroughs o distritos municipales. Junto con el GLC quedaron suprimidos los consejos de los condados metropolitanos de toda Inglaterra.

El Gobierno argumentó que el GLC era una estructura derrochadora, ineficiente e innecesaria, y que muchas de sus funciones municipales las podían desempeñar mejor, cada uno por su cuenta, los distintos boroughs, tal como había sido en el pasado. Sin embargo, para la oposición de Westminster y para buena parte de la opinión pública las motivaciones fundamentales eran políticas: se trataba de liquidar una poderosa plaza del Partido Laborista, que desde 1981 ostentaba la mayoría en el GLC bajo el liderazgo de Ken Livingstone, un miembro de su ala izquierda. Con la desaparición del GLC, sus servicios y competencias fueron transferidos a los boroughs y a una serie de agencias controladas directamente por el Gobierno nacional.

En 1988, tras su tercera victoria electoral, Thatcher acometió una reforma del sistema de financiación de los gobiernos locales que iba a tener unas repercusiones políticas insospechadas. El eje de la misma era un nuevo impuesto municipal, el Community Charge, de tipo único, a decidir por cada autoridad local, que debían pagar todos los adultos residentes en el área independientemente de su nivel de ingresos. El nuevo impuesto igualitario, condenado a la impopularidad más intensa desde el primer día, sustituía a otro de tramos basado en el cálculo de la renta bruta que ingresaba cada hogar. Al detraer la misma cantidad de dinero a todo el mundo, daba igual si uno era rico o pobre, y estar vinculado al derecho de voto en las elecciones locales, el Community Charge, rápidamente rebautizado por la gente poll tax, desató un fenomenal revuelo.

El 1 de abril de 1989 empezó a aplicarse en Escocia en medio de vivas muestras de descontento. De acuerdo con el plan del Gobierno, el impuesto comenzaría a pagarse en Inglaterra y Gales a partir de 1990. La novedad del poll tax, sin duda un error estratégico garrafal de Thatcher, que parecía carecer de la menor sensibilidad social, llegó en un momento poco propicio para los conservadores por el regreso de las tensiones inflacionistas y por los signos de ralentización de la actividad económica, afectada por el drástico encarecimiento del precio del dinero, precisamente aplicado para mantener los precios a raya.

Al comenzar 1989, el número de parados bajó a menos de 2 millones, pero una década de desmantelamiento de industrias extractivas, siderúrgicas y manufactureras, acompañado de una clamorosa falta de inversiones públicas en alternativas de vida para las comunidades afectadas, había dejado un desolador panorama de abandono, pobreza y sufrimiento humano. Ahora, el poll tax sólo podía ahondar la brecha de inequidad abierta en la sociedad británica. Si en 1979 el 13,4% de la población vivía con unos ingresos netos inferiores al 60% de la media nacional, en 1989 esta tasa había trepado al 21,5%, unos 12 millones de personas. Pero no sólo estaban los signos de inquietud económica y social, pues en el mismo seno del CP las aguas empezaban a bajar revueltas debido a las discrepancias en torno a la política europea, en particular la cuestión de la participación de la libra esterlina en el ERM. Como se señaló arriba, este año clave que marcó el inicio del segundo declive del thatcherismo desde la remontada de 1983 conoció la salida de Geoffrey Howe del Foreign Office y la dimisión de Nigel Lawson en el Exchequer junto con su marcha del Gobierno. Los respectivos sustitutos fueron dos reconocidos leales, Douglas Hurd y John Major. Este último fue señalado por la prensa como un protegido de la primera ministra.

La demotion de Howe en julio llegó semanas después de perder el CP las elecciones al Parlamento Europeo frente al Laborismo, en la que fue la primera victoria nacional de los de Kinnock desde 1974. Luego, el portazo de Lawson en octubre preludió la elección interna del partido, donde a Thatcher, por primera vez desde 1975, le salió un contrincante, Anthony Meyer, un poco conocido backbencher en los Comunes, es decir un diputado del montón, quien venía deslizando críticas al poll tax y al euroescepticismo de la primera ministra.

Aunque su candidatura al liderazgo podía considerarse testimonial, la mera postulación de Meyer sirvió de termómetro del grado de fidelidad a la jefa absoluta que hasta entonces había sido Thatcher. El 5 de diciembre la dirigente solventó la prueba con la adhesión de 314 parlamentarios, el 84%, pero el aviso de que había malestar interno ya estaba hecho. La prueba de fuego para la fortaleza del Gobierno Thatcher era la entrada en vigor del poll tax en Inglaterra y Gales, el 1 de abril de 1990. La ira popular quedó de manifiesto en la víspera de la aplicación legal, el 31 de marzo, con la concentración de decenas de miles de londinenses, quizá hasta 200.000, en Trafalgar Square, donde la manifestación dio lugar a serios enfrentamientos con los agentes del orden. Los disturbios, que conmocionaron al país, se saldaron con un centenar largo de heridos y 340 arrestos.

Tras estos incidentes, cabeceras de la prensa crítica dieron rienda suelta a los titulares que hacían escarnio de la actitud sorda de Maggie, mientras que otros comentaristas de la actualidad incidían en el imparable deterioro de la economía, hasta el punto de asomar de nuevo el fantasma de la recesión, junto con el auge de la inflación. Inevitablemente, luego de haber tocado fondo con la tasa del 6,9% (1,6 millones de desempleados), el paro volvió a subir de manera apreciable.

El verano de 1990 fue también intenso en el plano internacional, con la entrada en vigor, el 1 de julio, de la primera fase de la UEM, hecho que redobló las presiones a Londres para que tomara una decisión sobre el ERM, y con la invasión por Irak de Kuwait, el 2 de agosto, la cual pilló a la primera ministra de viaje por Estados Unidos. La líder británica salió al paso de manera inmediata, condenando la agresión iraquí y convenciendo al presidente sucesor de Reagan, George Bush padre, quien en su primera declaración pública se había mostrado reacio a intervenir, de la necesidad de enviar una gran fuerza militar multinacional a la zona para obligar al régimen de Saddam Hussein a dar marcha atrás. El despacho de tropas y unidades de combate para unirse a la operación Escudo del Desierto en Arabia Saudí con la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU distó de reproducir las escenas de fervor patriótico cuando la campaña de las Malvinas ocho años atrás. El público británico, aunque inquieto con la guerra en ciernes en el golfo Pérsico, se hallaba absorbido por la controversia del poll tax, un impuesto que estaba resultando letal para las perspectivas electorales del partido gobernante.

En septiembre, las encuestas otorgaban a los laboristas más de 10 puntos de ventaja sobre los conservadores. En octubre, un sondeo de Gallup reveló que el 83% de los encuestados no aprobaba la gestión por el Gobierno del NHS, idéntico porcentaje se oponía a la privatización del suministro de agua y el 64% estaba en contra del poll tax. Desde la opinión pública se reclamaba abiertamente la desobediencia civil y el boicot al pago del impuesto.

A comienzos de octubre, los ministros Major y Hurd convencieron a la primera ministra de la oportunidad de entrar en el ERM, que aportaba una positiva estabilidad cambiaria. El día 8 la libra se adhirió oficialmente al SME, paso que sugirió una flexibilización de la postura de la líder británica con respecto a la UEM. A últimos de mes, sin embargo, Thatcher acudió con incredulidad redoblada al Consejo Europeo extraordinario de Roma, que ultimó los preparativos para el arranque en diciembre de sendas Conferencias Intergubernamentales sobre la UEM y la Unión Política. En realidad, el ingreso, de mala gana, en el ERM/SME dibujaba la línea roja de la integración europea que Thatcher ya no estaba dispuesta a traspasar. En la capital italiana, Thatcher, por primera vez, manifestó sin ambages lo que opinaba del proyecto de la moneda única: ella no pensaba plantear al Parlamento de su país el adiós a la libra porque "jamás lograría la aprobación de Westminster ni de pueblo británico". A continuación, el 30 de octubre, de vuelta en Londres, la gobernante pronunció en los Comunes su enfático triple no a la estrategia de Jacques Delors.

La enésima y más acerba exhibición de euroescepticismo por Thatcher precipitó los acontecimientos que ya estaban fraguándose en el CP con sabor a conspiración. El 1 de noviembre de 1990 Howe, hastiado no sólo de la intransigencia de su superiora en la cuestión europea sino también de, en general, su estilo altanero y el maltrato formal casi diario a que sometía a los miembros del Gabinete, le comunicó su dimisión irrevocable como viceprimer ministro, líder de los Comunes y lord presidente del Consejo. El 13 de noviembre Howe leyó en los Comunes, en presencia de una imperturbable Thatcher, un retórico discurso donde expuso, con envoltura de metáforas pero de manera firme, las razones de su dimisión.

La impactante renuncia de Howe, quien era el último superviviente del primer Gabinete Thatcher de 1979, fue como un sonido de campana en el cuadrilátero conservador, ya que en la jornada siguiente, 14 de noviembre, Michael Heseltine saltó al proscenio con el anuncio de que estaba listo para contender con Thatcher por el liderazgo del partido. Heseltine, apodado Tarzán por un viejo incidente en el que blandió la pesada maza ceremonial del speaker de la Cámara contra los laboristas en el curso de un acalorado debate parlamentario y por su melena leonina, permanecía marginado del Gabinete desde que en 1986 dimitió como secretario de Defensa en protesta por el rescate empresarial del fabricante de helicópteros Westland por la compañía estadounidense Sikorsky en lugar de por un consorcio europeo que había presentado otra oferta de compra y que integraban entre otras British Aerospace y la italiana Agusta.

Thatcher cogió el guante lanzado por Heseltine y se declaró lista para la liza por el liderazgo. El 20 de noviembre, estando ella ausente, pues se encontraba en París con motivo de la II Cumbre de la CSCE (su voto fue efecutado por delegación), tuvo lugar la votación del grupo parlamentario de los Comunes y su resultado fue insatisfactorio para la dirigente: aunque ganó con 204 votos (el 54,8%), la diferencia que le sacó a su contrincante, 52 papeletas, se quedó corta, ya que las reglas preestablecidas demandaban una ventaja de 56 votos para dar por zanjado el proceso. La elección tory requería, por tanto, una segunda votación. De entrada, Thatcher se mostró animosa y dispuesta a batallar hasta el final ("yo sigo luchando, lucho para ganar", manifestó desde París), como había hecho siempre a lo largo de su carrera política. Pero entonces recibió una lluvia de recomendaciones y ruegos por parte de sus ministros (inclusive Major y Hurd, no obstante volver a expresarle su apoyo de cara a la segunda votación), colaboradores y asesores más cercanos, en el sentido de que, tal como estaban las cosas, para no ahondar las heridas abiertas en el partido, lo más adecuado para todos era que ella arrojara la toalla.

Incapaz ya de ignorar el clamor circundante, la dirigente sucumbió. El 22 de noviembre de 1990, tras 11 años largos en Downing Street, Thatcher declinó competir en la segunda votación y renunció a seguir siendo la líder del partido y la jefa del Gobierno. La todavía primera ministra informó de su decisión a la reina en el Palacio de Buckingham y poco después dio a conocer el siguiente comunicado: "Tras haber realizado amplias consultas con mis colegas, he llegado a la conclusión de que serviría mejor a la unidad del partido y a las perspectivas de victoria en una elección general si me retirase y permitiera a colegas del Gabinete entrar en la votación para el liderazgo. Me gustaría dar las gracias a todos los que desde dentro y fuera del Gabinete me han apoyado".

El 27 de noviembre tuvo lugar la segunda votación, en la que contendieron Heseltine, Major y Hurd. De la misma salió vencedor, con 185 votos, el canciller del Exchequer. Al día siguiente, Thatcher hizo efectiva su dimisión y Major tomó posesión como nuevo primer ministro del Reino Unido.


8. Fuera del poder: una referencia permanente para conservadores y laboristas

(Epígrafe en previsión)


9. Fallecimiento en 2013 y disparidad de valoraciones póstumas

(Epígrafe en previsión)