The Kremlin’s Shadow over the US Elections
Putin no es candidato a la Casa Blanca, pero Rusia ha estado tan presente en la campaña que, en algún momento, ha podido parecer lo contrario. Cuesta, de hecho, imaginarse unas elecciones estadounidenses en las que Rusia estuviera más presente. Y no lo ha sido sólo como tema de debate entre los candidatos, sino como potencial elemento desestabilizador. Los ataques informáticos contra los registros de votantes de Arizona e Illinois o contra diversos órganos del Partido Demócrata (como el Comité Nacional o el de Campaña) y miembros individuales, han desatado las alarmas. Las trazas de algunos de estos y otros ataques recientes contra instituciones muy señaladas apuntan inequívocamente hacia Rusia. Lo que ha llevado a algunos –periodistas, analistas y servicios de inteligencia– a hablar de injerencia e, incluso, de un intento ruso por socavar los comicios. Y todo ello, en un contexto marcado por la tensión y la desconfianza en las relaciones bilaterales, agudizado por los sucesivos fracasos para lograr un alto el fuego en Siria, las escaramuzas constantes en el este de Ucrania y la vigencia de las sanciones euroatlánticas por la anexión rusa de Crimea.
El Kremlin y su aparato mediático –con la televisión RT, antigua Russia Today, y la agencia Sputnik a la cabeza– han mostrado claramente preferencia por alguno de los candidatos y, en línea con su discurso general, han alimentado las dudas sobre la integridad del proceso electoral. De hecho, este aspecto es más relevante o, al menos, más claramente identificable y constante en el conjunto de las campañas de desinformación rusa sobre Estados Unidos y Occidente. La lógica de estas campañas no es tanto promover las bondades de Rusia o sus aliados como cuestionar la integridad de valores que Occidente considera propios –naturaleza democrática de los sistemas políticos, primacía de la ley, igualdad de oportunidades, etc.–. En cualquier caso, Donald Trump y el presidente Putin se han dedicado halagos mutuos, particularmente, del candidato republicano hacia el mandatario ruso por, según él, representar un modelo de liderazgo fuerte en el que inspirarse. No sorprende, por tanto, el tratamiento amable que le han dispensado estos medios rusos, que el Kremlin utiliza para proyectar influencia hacia el exterior.
Con sus declaraciones fuera de tono y su carácter imprevisible, Donald Trump se ha granjeado la desconfianza, cuando no el rechazo, de buena parte del «aparato» del partido republicano. Durante la campaña, Trump ha cuestionado el mantenimiento de pilares básicos de la política exterior y de seguridad de Estados Unidos como la OTAN. Trump basa su crítica en la falta de compromiso presupuestario por parte de la mayoría de miembros europeos –algo en lo que Hillary Clinton coincidiría–, pero ha vinculado esta cuestión con la vigencia del artículo 5, o lo que es lo mismo, la automaticidad de la respuesta bajo la premisa de que un ataque contra uno, es un ataque contra todos. La credibilidad del artículo 5 determina la de la Alianza como sistema de defensa colectiva. Así que todo lo que introduce incertidumbre en este punto, contribuye a la erosión de la organización. De igual forma, Trump ha sugerido que, caso de ganar, se plantearía el levantamiento de las sanciones. Es decir, el candidato republicano está, al menos de momento, en clara sintonía con las principales demandas del Kremlin. No obstante, la imprevisibilidad de Trump también lo es para el Kremlin y algunos analistas rusos se mantienen escépticos sobre su agenda si finalmente accede a la Casa Blanca. Con todo, el aspecto que más ha preocupado en Estados Unidos en clave de seguridad nacional son los aparentes vínculos con Rusia, incluyendo sus servicios de inteligencia, de algunos miembros de su equipo y del propio Trump –aspecto que, por supuesto, Hillary Clinton no ha desaprovechado para cuestionarle–.
A pesar de todo, Trump no es el candidato al que los medios del Kremlin dedican la cobertura más favorable. Este lugar lo ocupa Jill Stein, candidata del Partido Verde. Stein, con presencia habitual en RT, asume como propia toda la narrativa del Kremlin sobre el supuesto «golpe para derribar el régimen» en Ucrania; la política de la OTAN de «rodear a Rusia» –uno de los mitos favoritos de la propaganda rusa–; el derribo del MH17 como una «operación de falsa bandera»; o saludar la creciente presencia de RT en el panorama mediático estadounidense como «pasos hacia la democracia real». La candidata ecologista no cuenta con ninguna posibilidad, pero resulta ilustrativa de la convergencia a ambos lados del Atlántico entre determinados sectores de la izquierda y de la derecha cuando se trata de la Rusia putinista.
De lo que no cabe ninguna duda es que la candidata del Partido Demócrata, Hillary Clinton, es la opción que menos agrada al Kremlin. La animadversión es manifiesta. A ojos de Putin, Clinton, en su etapa como secretaria de Estado, está directamente vinculada con dos sucesos fundamentales para entender la evolución del Kremlin y el contexto bilateral actual: el derribo del régimen de Gadafi y la oleada de protestas en Moscú, ambos en el año 2011. Con relación a Libia –y esto explica significativamente el enfoque ruso sobre la cuestión de Siria–, el Kremlin insiste en el agravio que supuso que Francia y el Reino Unido abusaran del mandato del Consejo de Seguridad (Resolución 1973) y fueran mucho más allá del establecimiento de una zona de exclusión aérea para acabar contribuyendo decisivamente en la caída de Gadafi. Con respecto a las protestas –que juegan un papel central en la reconfiguración ideológica del régimen de Putin– a Moscú le irritó profundamente el respaldo explícito que mostró la entonces secretaria de Estado. En la percepción del Kremlin, todo ello forma parte de un gran plan orquestado por Washington que no persigue otra cosa que un «Maidán en la Plaza Roja», lo que a su vez explica también la reacción de Moscú ante los sucesos en Kíev. Con todo, lo más preocupante es la aparente convicción del establishment ruso de que una victoria de Hillary Clinton será la antesala de un conflicto abierto. Para el think tank del pensador Aleksandr Duguin, un influyente ideólogo neoeurasianista, la elección es, nada menos, que entre «Donald Trump o una guerra nuclear».