Honduras: nubes en el horizonte de una borrasca añeja
Rafael Martínez
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad de Barcelona.
Director del Proyecto de investigación del CIDOB: “Consolidación democrática de las Fuerzas Armadas del Sur de América Latina” (financiado por el Ministerio de Defensa)
Barcelona, 29 de julio de 2009 / Opinión CIDOB, n.º 45
El estallido de la grave crisis hondureña ha traído a colación dos tipos esenciales de argumentarios. Ambos excesivamente lineales en la consideración de la causa generadora del efecto, en la búsqueda de un culpable, un responsable del desmán existente. Para unos, el terco empecinamiento presidencial en querer, contra viento y marea, volver a ser Presidente. Es la razón de lo después sucedido; y no les falta razón. El problema nace cuando en ello encuentran la causa de justificación. Para otros, la razón del caos actual hondureño radica en el secuestro por parte de las Fuerzas Armadas del Presidente y su expulsión del país. Sin duda un golpe de Estado; si bien no podemos encontrar en ello la justificación a toda la tensión previa. En otras palabras, tan reprobable, culpable y condenable es la terquedad presidencial en ubicarse contra todas las instituciones del Estado e incluso contra la Constitución; como reprobable, culpable y condenable es la actitud del ejército y de todas las instituciones políticas, sociales (e incluso religiosas) que le alentaron y apoyaron. Sin que sirva para dar el menor atisbo de justificación, merece la pena recordar que muchos de los golpes de Estado habidos en la historia de la Región tienen tras de sí una reiterada torpeza e incapacidad del liderazgo político e institucional que condujo a sus países a inestabilidades profundas y previas.
Sin embargo, el escenario hondureño es todavía más complejo puesto que no sólo ha fallado el Presidente, las Fuerzas Armadas, el Congreso, los Partidos Políticos y el Poder Judicial ¿Qué más ha fallado para llegar tan lejos en el camino de la mediocridad? Me atrevo a apuntar algunas causas más. El sistema de gobierno, la confusión sobre lo que la rigidez constitucional implica, la cultura política social, la creciente desigualdad.
El sistema de gobierno Presidencial tiene, en general, tras de sí graves problemas de difícil ajuste. En el presente caso, sobresalen la legitimidad dual (Presidente y Congreso nacen directamente del voto ciudadano) y la inexistencia de mecanismos que solventen las crisis institucionales. La dualidad de legitimidades nos puede colocar, como a menudo ocurre, con un Presidente que no es capaz de articular mayorías parlamentarias que den luz verde a sus proyectos. En esa tesitura la única posibilidad democrática es articular consensos. Negociar con los diversos grupos parlamentarios hasta alcanzar un acuerdo. En cambio, nos hemos acostumbrado a todo en la Región. Ha habido hasta huelgas de hambre presidenciales. No resulta pues extraño que Zelaya sufriese un agudo ataque de sordera y al amparo de su legitimidad ejecutiva se hiciese “el sueco” con la legitimidad legislativa. Ante una crisis institucional de tal calado el sistema parlamentario, y aun el semipresidencial (de naturaleza presidencial) prevén mecanismos para salir de la crisis: mociones de censura, convocatoria de elecciones, poder moderador del Jefe del Estado… El presidencialismo no ofrece nada de esto y la asonada militar como mecanismo con el que desatascar el conflicto político-institucional es un lamentable clásico.
Las cláusulas de intangibilidad constitucional, pétreas las denominan en Honduras, nacen de la práctica unanimidad del constituyente por garantizar absolutamente una característica del país en cuestión: republicanismo en Francia, Estado social y democrático de derecho en Alemania, etc. Debe entenderse que la imposibilidad constitucional de repetición del mandato presidencial, establecida como cláusula irreformable, respondía al deseo unánime de la sociedad hondureña de que nunca un Presidente pudiera, a través de una reelección, revertir el natural proceso democrático y caer en la tiranía. Pero siendo evidente que la reforma de ese apartado concreto de la Constitución de 1982 es inalterable, lo que nadie puede evitar es que unas nuevas Cortes Constituyentes puedan no reformar ese texto, sino generar, si alcanzan las mayorías oportunas, uno íntegramente nuevo. Los procesos constituyentes son siempre muy complejos y requieren de un clima de un consenso del que seguramente Honduras no gozaba. Abrir esa caja de Pandora es siempre arriesgado; pero no puede estar prohibido sin más. Tengo para mí que el Presidente Zelaya no se ha atrevido a articular esto y que el Congreso se ha querido negar a tal posibilidad futura mediante el subterfugio de la intangibilidad de algunos apartados constitucionales.
La necesaria cultura política democrática de un país es, junto con el desarrollo institucional y el económico, el trípode que permite el éxito de una transición democrática. Sin instituciones y procesos democráticos, sin una economía libre de mercado que rente tributos a las arcas del Estado para redistribuir la riqueza y sin una sociedad mínimamente demócrata todo es más difícil. Pues bien, los datos del Latinobarómetro de 2008¹ nos ponen en alerta. El 63% de la sociedad hondureña no le importa un gobierno no democrático si con él se resuelven los problemas económicos –sólo Paraguay y República Dominicana tienen porcentajes más altos. Un 80% cree que sólo se gobierna en interés de los más poderosos. Sólo un 34% y 21% hace una evaluación positiva del Congreso Nacional y los partidos políticos, respectivamente. Igualmente, sólo un 25% confía en el Presidente y un 28% en la gente que conduce el país. Por último, solo un 7% cree que su democracia funciona mejor que el resto de América Latina. En todas estas cifras Honduras está lejos de la media de la Región. Se puede afirmar sin rubor, aunque con pesar, que los datos apuntan a que Honduras es uno de los países latinoamericanos con menor cultura política democrática y con peor valoración ciudadana del sistema político y sus principales actores.
Cuando el PNUD (programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) analiza América Latina la define con tres palabras: Democracia, pobreza y desigualdad. Democracia porque, al menos institucionalmente, se ha alcanzado en la zona. Pobreza porque el porcentaje de ciudadanos que vive bajo los umbrales de la miseria, sin agua corriente, sin luz eléctrica, sin un sistema sanitario o educativo mínimo es abrumador. Y desigualdad porque junto con esa ingente masa social pobre convive una exigua minoría casi en la opulencia y porque esa brecha se hace cada vez más profunda. En Honduras el 55% de los ciudadanos entienden que con la democracia los problemas de desigualdad siguen igual o peor. En esos contextos es donde los populismos a la Robin Hood tienen su excelente caldo de cultivo. ¡Por fin alguien que nos hace caso! Es verdad que el desencanto viene al poco; pero hasta que llega, la tímida estructura de generación de riqueza del país se va al traste.
No obstante, descubrir la multicausalidad de un conflicto político, además de una obviedad, no nos ayuda a solucionarlo; pero sí que puede colocarnos en la senda que lo haga. En primer lugar porque ahora contamos con un actor que antes era inexistente, la Región. Lo que hace unos años hubiera pasado como un conflicto interno se ha convertido ahora en un problema que ha provocado la unanimidad de todo el complejo arco regional (desde Uribe a Chaves, pasando por Obama, Lula o Morales). Todos consideran inaceptable lo ocurrido. Ninguno asume el actual status quo hondureño y ello sitúa a los golpistas en un escenario imposible, al tiempo que advierte a Zelaya –y a todos los que tengan vocación de Zelaya- que gobernar no es hacer lo que le de la gana, sino generar consensos que busquen el interés general.
La democracia tiene una gran diferencia respecto de los demás regímenes. Existen unas formas por todos conocidas y respetadas que nos confieren la seguridad necesaria para que se haga efectivo el ideal revolucionario republicano de “libertad, igualdad y fraternidad”. Sin ellas, no somos nada y en Honduras las han roto todos. No estamos por tanto ante un conflicto que es responsabilidad del Presidente o del Congreso, la Judicatura y las Fuerzas Armadas “a la limón”. Estamos ante un conflicto mucho más grave y profundo que no se soluciona, al menos en el corto plazo, con la reposición presidencial o con la aceptación del nuevo status quo.
Es indiscutible que urge reponer el sistema democrático y eso sólo se alcanza con la reposición del Presidente electo en su puesto. Cualquier otra opción es aceptar que con un golpe de Estado se puede echar a un Presidente. Pero lo crucial, lo verdaderamente crucial es salvar a la sociedad hondureña del abismo que se le abre con cualquier solución que no mire más allá. Hablar de guerra civil, de masacres, de guerrillas no es, por desgracia, ser alarmista. No quiero ni mentar otras bravuconadas que amenazan con convertir un conflicto estatal, mediante ingerencia bélica, en otro de dimensión internacional.
Entiendo que, apoyados en la fuerza de la unánime respuesta internacional, y pensando en el corto plazo, debe reponerse al Presidente hondureño en su puesto con la única misión de convocar para ya elecciones presidenciales y parlamentarias y con el compromiso de abandonar veleidades reformistas para las que no existe el mínimo y exigible quórum social. Deben destituirse a los altos mandos del ejército hondureño ejecutores del golpe de Estado. Debe destituirse a los jueces responsables de la siniestra y zafia orden judicial en que se escudó el golpe. Debe destituirse e inhabilitar para el acceso a los cargos públicos a los actuales miembros del gobierno surgido tras el golpe. Pero seguramente no conviene, para poder cerrar mirando al futuro, entrar en procesos judiciales contra el Presidente, los militares, los jueces o la clase política implicada en el golpe. El riesgo de convertir esos procesos en enfrentamiento civil es, hoy por hoy, demasiado alto.
Al nuevo Presidente y al nuevo Congreso que surja tras las elecciones les queda otra misión no menos importante: generar consensos. Deben acordar, con las mayorías más amplias posibles, acuerdos de lucha contra la desigualdad. Deben incrementar su diálogo y eficacia para ir convenciendo a su sociedad de que sólo con Democracia les podrá ir mejor. Y deben pensar en qué reformas del sistema institucional presidencial hondureño son necesarias para proveerlo de mecanismos de resolución de conflictos entre los poderes. Es evidente que las cláusulas de intangibilidad no son el camino. Ahora es el tiempo de lo principal y lo principal no es si Zelaya o Micheletti tienen la razón; sino que la sociedad hondureña no termine enfrentada y en guerra.
Nota
(1) Todos los datos que referiré en el presente artículo responden a los publicados por Latinobarómetro en su informe de prensa de 2008 (www.latinobarometro.org)
Rafael Martínez