Interrogantes ante la nueva victoria de Putin

Opinion CIDOB 522
Publication date: 03/2018
Author:
Nicolás de Pedro, investigador principal, CIDOB
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Vladímir Putin va a ganar las elecciones presidenciales del 18 de marzo y renovará su mandato por seis años más hasta el 2024. De hecho, su victoria es tan inevitable que sus críticos se resisten a calificar los comicios de elecciones y optan por fórmulas como plebiscito, celebración, espectáculo o performance. Si se cumplen las previsiones, Putin obtendrá un respaldo de un 70% o superior, lo que hará innecesaria una segunda vuelta. Pero el éxito no radica en el porcentaje de votos sino en el alcance de la participación. El Kremlin necesita, como mínimo, igualar el 65% de 2012. La participación será así el indicador para medir el éxito o el fracaso de esta convocatoria. Más allá de eso hay pocas incógnitas que despejar durante la jornada electoral. Pero la absoluta certeza sobre la victoria de Putin contrasta con la incertidumbre del día siguiente. Y es precisamente ese día el que debe concentrar nuestra atención y, probablemente, preocupación. 

Putin no ha necesitado hacer campaña, o al menos no campaña al uso y no se espera que lo haga. No es un candidato más, no hay controversia al respecto en la sociedad rusa. Pero un resultado predeterminado se suma a la apatía política promovida por el Kremlin desde hace lustros. Y ahí percibe Putin ahora una vulnerabilidad. La no participación se puede medir e interpretar. La oposición no parlamentaria -la única real- encabezada por Alexei Navalny llama a no votar, mientras que el movimiento Rusia Abierta (Otkrytaya Rossiya) apuesta por el voto nulo. Y en los últimos meses Navalny, cuyos vídeos de denuncia de la corrupción de la clase dirigente acumulan docenas de millones de visionados, ha mostrado una inesperada capacidad de convocatoria a lo largo y ancho del país. De ahí que las autoridades moscovitas hayan impedido su participación. No porque pudiera ganar sino para evitar su posible consolidación como figura política de alcance nacional. 

Anulado electoralmente Navalny, los esfuerzos del Kremlin se han centrado en promover, cuando no forzar, la participación. En las elecciones parlamentarias de septiembre de 2016 la participación oficial no alcanzó el 50%; en Moscú y San Petersburgo ni siquiera el 30%. La cifra más baja de todo el periodo postsoviético. Y aunque el voto en elecciones parlamentarias ha sido siempre menor que en las presidenciales, el Kremlin teme que una baja participación pueda interpretarse como una falta de respaldo. Lo que, inevitablemente, erosionaría su narrativa triunfalista de una nación que camina decidida tras un líder fuerte en permanente confrontación con los enemigos externos e internos de Rusia.  

Los otros siete contendientes han desempeñado su papel no sólo para dar una pátina de legitimidad al ejercicio, sino para movilizar al electorado. El reemplazo como candidato de Guennady Zyuganov, eterno líder del partido comunista, por el independiente Pavel Grudinin o la participación de la conocida presentadora de TV, Ksénia Sobchak, reflejan, probablemente, un intento del Kremlin por atraer un número mayor de votantes hacia opciones que no representan ningún desafío real. 

Con todo, el acto electoral más relevante ha sido el discurso del estado de la nación, pospuesto desde diciembre, y ofrecido por Putin ante el Parlamento el 1 de marzo. El discurso estaba claramente destinado a galvanizar, cuando no enardecer, al electorado. Putin prometió más gasto social, inversión en infraestructuras y un ambicioso plan de digitalización de la Administración pública. Nada demasiado novedoso, aunque ahora -y esto sí es importante- la idea de la modernización de Rusia ya no se asocia con Occidente. El Kremlin anuncia un fulgurante salto hacia delante de mano de la nanotecnología que le permitirá ejercer un liderazgo global sin renunciar a ninguna de “sus victorias en política exterior”. El presidente ruso fue parco en detalles sobre cómo se financiarán estos planes, mientras continúan costosos proyectos de Defensa y los ingresos fiscales siguen estancados.

Los liberales del régimen confían en que, tras las elecciones, Putin anuncie un gran plan de modernización nacional. Una razón de peso y dos elementos alimentan su optimismo. Por un lado, salvo una subida inesperada de los precios del petróleo y el gas, Rusia corre el riesgo de quedarse sin la liquidez que le permite engrasar el sistema clientelar alrededor del Kremlin y mantener la paz social. Por otro lado, Alexei Kudrin -ex ministro de Finanzas con acceso a Putin- trabaja desde hace meses con un equipo de expertos en la elaboración de un plan de este tipo, encargado, se supone, por el propio presidente. 

Además, en su discurso Putin no hizo mención a asuntos religiosos. A pesar de que la revolución de valores ultramontanos parece una apuesta estratégica a largo plazo, al Kremlin le gusta presentarse como un elemento de moderación entre diferentes facciones ideológicas. Lo cierto es que los grupos ultraortodoxos y nacionalistas han ganado una enorme preeminencia y visibilidad pública. Tanta, que podrían jugar con la idea de convertirse en un actor político demasiado autónomo. Desde esta perspectiva, toca reequilibrar el panorama con una cierta dosis de liberalismo económico. 

Sin embargo, hay dos razones, igualmente poderosas, que mueven al escepticismo. En primer lugar, este será el mandato en el que se deberá afrontar algún tipo de relevo generacional al frente de Rusia, lo que hace más improbables unas reformas estructurales que puedan agitar el panorama. La principal prioridad del régimen y sus dirigentes es su mantenimiento. Y conviene no perder de vista que, a diferencia de lo que sucede en Europa, en Rusia es el poder el que determina la riqueza y no al revés. La riqueza y su conservación dependen de la voluntad del poder. Además, cualquier reforma económica está supeditada -tal y como refleja la Estrategia Nacional de Seguridad Económica aprobada en mayo de 2017- a la defensa de la “soberanía y defensa de Rusia”. En estas condiciones resulta altamente improbable que se produzca una mejora del clima de negocios o una mayor fortaleza institucional junto con un marco jurídico justo y transparente en su funcionamiento. 

La segunda parte del discurso es la que ha despertado más interés y controversia. Putin presentó una serie de armas pretendidamente invencibles que dotarían a Rusia de una superioridad incuestionable. Este anuncio buscaba, en primer lugar, estimular el orgullo patriótico y con ello el voto. Las elecciones coinciden con el cuarto aniversario de la anexión de Crimea y serán un buen termómetro para medir el estado del consenso construido alrededor del Krim nash (Crimea es nuestra). Desafortunadamente para el Kremlin, no parece que haya más Crimeas en el horizonte inmediato y algunos reveses sufridos en las últimas semanas en Siria no permiten vender la ya anunciada victoria frente al autodenominado Estado Islámico. 

El otro destinatario del discurso era, obviamente, Occidente. La animación simulando un ataque con misiles sobre Florida no contribuirá a distender la relación con Washington. Numerosos analistas han apuntado al carácter ficticio, cuando no fantasioso, de parte de lo anunciado por Putin. Pero tampoco conviene llevarse a engaño. La nueva Estrategia de Defensa Nacional de EEUU identifica a Rusia y China como sus principales adversarios geopolíticos, así que este discurso agresivo de Putin no hará sino confirmar la idoneidad del diagnóstico. Más allá de si estos sistemas de armas son o no son una realidad, el discurso refleja la apuesta firme del Kremlin por militarizar su política exterior, articular su proyección internacional sobre el equilibrio de poder e intimidar a los europeos.

 

Palabras Clave: Vladímir Putin; elecciones; Rusia; Europa; Política exterior; Kremlin; 2018

 

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012