El consenso de Washington ha muerto… ¿Larga vida al de Cornualles?

Nota Internacional CIDOB 290
Publication date: 05/2023
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El consenso de Washington a partir del que se articuló la globalización los últimos 40 años se ha resquebrajado. El neoliberalismo fruto de ese consenso hizo que las soluciones para atajar las diversas crisis políticas y económicas fueran siempre las mismas, lo que supuso el debilitamiento progresivo del Estado y su capacidad para administrar y proveer bienes públicos.
La crisis financiera de 2008 demostró que estas recetas estaban agotadas política, económica e intelectualmente, y la pandemia de la COVID-19 ha certificado que el Estado tiene un papel importante que desempeñar; pero, para ello, necesita recursos. Esto ha supuesto el último clavo en el ataúd del consenso de Washington y permite imaginar otros consensos o el surgimiento de nuevos. ¿Es el de Cornualles el inicio de un nuevo consenso?

En el año 2000, el Fondo Monetario Internacional (FMI) argumentaba que, pese a las crisis financieras en los mercados emergentes (México 1994, Tailandia 1997, Turquía 2000 etc.), no había razón ni motivo suficiente para dar marcha atrás en el proceso de globalización y las reformas que lo acompañaban. Esas crisis, según el FMI, mostraban la cara menos amable de la globalización con el «riesgo de volatilidad de los flujos de capital y el riesgo de deterioro de la situación social, económica y ambiental como consecuencia de la pobreza», pero había que respaldar las reformas para fortalecer las economías de los países emergentes y el sistema financiero mundial. Estas reformas se recetaban de acuerdo con el Consenso de Washington e incluían, a grandes rasgos, la liberalización del mercado, la libre circulación de capitales, la apertura de las economías al libre comercio sin restricciones, condiciones fiscales que facilitaran las inversiones, mínimas restricciones para aumentar la competitividad reduciendo costes de producción –cuyas consecuencias podían ser recortes salariales o deslocalizaciones– y la reducción del Estado para que influyera lo mínimo posible en la economía.

Si el Consenso de Washington y las recetas neoliberales que lo acompañaron fueron efectivamente aceptadas, y la globalización asumida como un proceso inevitable y positivo por el bloque capitalista a partir de la década de 1980 –y por todo el mundo desde el final del bloque soviético– se debió, en parte, a la asunción de la tesis «del fin de la historia»popularizada por Fukuyama (1989) tras la caída de la Unión Soviética. Sin embargo, los acontecimientos que se han sucedido desde el final de la Guerra Fría (como la entrada de China en la OMC en 2001, la crisis financiera de 2008 y, los más recientes, la pandemia y la guerra de Ucrania), así como los efectos de la globalización (como el aumento de las desigualdades entre países y también dentro de ellos) han hecho posible ponderar en su justa medida sus externalidades negativas, como también las del Consenso de Washington y el neoliberalismo. En este sentido, fue la pandemia de la COVID-19 de 2020 la que marcó un punto de inflexión que ha conducido a un posible cambio de consensos.

Las críticas a la globalización han dejado de vivir principalmente en los márgenes –movimientos alterglobalización, izquierda radical, etc.– y se han instalado en el centro del debate político dominante. Muestra de ello son las decisiones y soluciones políticas adoptadas recientemente, que resquebrajan el Consenso de Washington y despejan el camino hacia posibles nuevos consensos. El ejemplo más claro, en este sentido, es el «Consenso de Cornualles», bautizado así por ser el lugar desde donde los líderes del G-7 dieron, en junio de 2021, un impulso significativo a nuevos mecanismos de gobernanza global, al sumarse a la lucha contra la evasión fiscal encabezada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). El Consenso de Cornualles relegitimaba el papel del Estado en la economía, fortaleciéndolo por la vía impositiva, ante la evidencia de que, sin impuestos, no se puede invertir en bienes públicos nacionales y, por ende, globales. En otras palabras, el Estado y lo público –denostado por el Consenso de Washington– han adquirido un nuevo papel en este nuevo consenso. 

Del «fin de la historia» a la «globalización»

En los últimos coletazos de la Guerra Fría, Francis Fukuyama (1989) se preguntaba, al observar los acontecimientos que le rodeaban, si no estábamos ante el «fin de la historia»; es decir, en el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y en la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano. Eso sí, reconocía que el triunfo de la democracia liberal como forma última de gobierno, en ese momento, se había producido solo en el mercado global de las ideas, aunque no en el plano material. La victoria de la democracia liberal en el mundo debía plasmarse en el mundo material con la primacía de cierta doctrina económica: el neoliberalismo. Una ideología que Stiglitz (2002) vinculó con «el fin de la historia». Al respecto, Davies (2016) hace la distinción entre el neoliberalismo combativo y el neoliberalismo normativo. El primero, relacionado con los gobiernos de Margaret Thatcher (1979-1990), en el Reino Unido, y de Ronald Reagan (1981-1989), en Estados Unidos, «se trataba de una insurgencia deliberada, de un movimiento social dirigido a combatir e idealmente destruir a los enemigos del capitalismo liberal» (ibídem: 134). Otro aspecto de esta agenda neoliberal era reducir el tamaño del Estado (Ostry et al., 2016), culpándole del estancamiento económico por su excesivo afán de regulación. El problema, según el mismo Fukuyama (2022), es que Reagan y Thatcher fueron demasiado lejos al socavar todo tipo de actuación estatal, lo que desembocó en una globalización que aumentó la desigualdad y la inestabilidad del sistema financiero global.

Por su parte, el neoliberalismo normativo –entre 1989 y 2008– protagonizó la época en la que el discurso y las políticas neoliberales adquirieron la hegemonía ideológica, no solo en Europa o Estados Unidos, sino también en América Latina. Esta segunda ola de neoliberalismo se caracterizó por la adopción de muchas de sus políticas por parte de gobiernos considerados de centro izquierda, como el «globalismo de mercado» de Bill Clinton o la «tercera vía» de Tony Blair (Steger y Roy, 2010). Así, el neoliberalismo se convirtió en la nueva normalidad y solo se contestaba desde los márgenes (George, 1999). Durante este período, el neoliberalismo normativo, sin contrapeso y socialmente aceptado, tuvo como efecto secundario la desestabilización del Estado y de sus capacidades para asegurar las necesidades y derechos fundamentales de sus ciudadanos: desde el socavamiento de los derechos laborales hasta el tamaño del Estado del bienestar o la puesta en cuestión de la misma democracia. En definitiva, el neoliberalismo se tradujo en la voluntad de arrinconar al Estado dejándole a merced de las fuerzas de mercado y reduciendo al mínimo los impuestos. 

Más globalización y… ¿menos Estado? Un modelo agotado

Asumido y promovido por el propio Estado, el neoliberalismo permitió fiscalidades favorables para grandes empresas, la desregularización y financiarización de la economía, también a través de instituciones internacionales como la Organización Mundial del Comercio (OMC), que fomentó acuerdos de libre comercio y la precarización de salarios y derechos laborales (Rodrik, 1997, 2018; Stiglitz, 2002; FMI, 2016 o Banco Mundial, 2016). Como afirma Rodrik (2018: xi), la mayoría de economistas asumieron durante mucho tiempo que la globalización solo traía beneficios.

Los acuerdos de libre comercio fueron una de las herramientas para promover una economía desregulada o regulada para satisfacer unos intereses particulares y, en la mayoría de casos, beneficiando más a los países del Norte Global que a los del Sur (Rodrik, 2007). Esta globalización llevó a los estados a poner facilidades al desarrollo económico obviando los riesgos que ello pudiera suponer para el interés general, como las limitaciones para proveer y administrar bienes públicos. Se impuso una globalización desregulada porque prometía crecimiento, empleo e inversión. Las multinacionales se beneficiaron de este contexto, siendo capaces de influir en las políticas públicas hasta el punto de que, en estados pequeños como Irlanda o Malta, el Estado acabó asumiendo una fiscalidad favorable para atraer inversiones; se fomentaron la privatización de empresas estatales que proveían bienes públicos y condiciones laborales más desfavorables para los trabajadores, argumentando que eran medidas beneficiosas, en última instancia, para el interés general. En cambio, en estados más grandes, el neoliberalismo empujaba hacia las bajadas o eliminación de subvenciones y a la bonificación de las multinacionales, que recibían una tributación favorable para fomentar la actividad económica y competir en mercados desregulados. El resultado ha sido que, desde 1980, las grandes corporaciones han ido aumentando el margen de beneficios a nivel global y pagando cada vez menos impuestos.

Analizando el neoliberalismo y la relación entre el Estado y el mercado entre los años noventa hasta la crisis de 2008, Kiely (2018) concluye que lo que ha definido el neoliberalismo no es tanto el grado de intervención del Estado como el tipo de intervención que este ha realizado. La connivencia del Estado con el neoliberalismo facilitó el desempeño de determinadas empresas. Sin embargo, la llegada de la Gran Recesión de 2008 requirió más intervención estatal para rescatar a las entidades financieras. Estados Unidos, por ejemplo, destinó casi 500.000 millones de dólares para proteger a sus bancos (Lucas, 2019), y los estados miembros de la Unión Europea (UE) dedicaron 747.000 millones de euros en rescates (Trumbo y Peters, 2017).

Con la pandemia de la COVID-19 pasó algo parecido. Las farmacéuticas aumentaron sus beneficios gracias, en parte, a la inversión pública, aunque sus bienes nunca han sido del todo públicos, ni todo el mundo tuvo el mismo acceso a las vacunas. Las principales farmacéuticas que desarrollaron la vacuna llegaron a ingresar 65.000 dólares por minuto, después de recibir 8.000 millones de dólares públicos, principalmente de Estados Unidos y Europa, mientras que se negaron a liberar las patentes aunque fuese temporalmente. Otro ejemplo es el de las empresas energéticas, que llevan años sacando provecho de los «beneficios caídos del cielo» gracias al diseño del mercado eléctrico en la UE. Estos beneficios tuvieron un incremento sustancial en los veranos de 2021 y 2022 por el aumento del precio del gas y las condiciones meteorológicas extremas. En la actualidad, en un momento de alta volatilidad política y de precios de la energía a causa de la invasión rusa de Ucrania, el Estado ha intervenido, vía impuestos, para que estos beneficios tengan un retorno en la sociedad. Sin embargo, esta intervención no ha sido bien recibida. Las multinacionales siguen intentando pagar pocos o ningún impuesto, como se ve en la tendencia del impuesto de sociedades, a la baja desde los años ochenta en Occidente (véase gráfico, extraído de Piketty, 2014). 

Hacia el cambio de consensos

La globalización, el neoliberalismo y el Consenso de Washington siempre tuvieron sus críticos en los márgenes: de la batalla de Seattle (1999) al primer Foro Social Mundial (2001), o de la contracumbre de Génova (2001) y el Foro Social Europeo de Florencia (2002) al movimiento de los indignados (Occupy Wall Street, Yosoy132, OccupyGezi, Nuit debout, Que se Lixe a Troika, 15-M) de 2011. Estas protestas no se han producido solo los países del Norte Global, sino que el Sur Global siempre ha sido crítico, en menor o mayor medida, con la globalización tal y como la hemos conocido (Ülgen, 2022), también desde sus gobiernos: solo hace falta recordar el Movimiento de Países No Alineados en pleno auge entre las décadas de 1960 y 1980. Sin embargo, tal como ya se ha mencionado, varios acontecimientos en los primeros 20 años del siglo xxi han hecho que las críticas a la globalización hayan pasado de ser minoritarias o periféricas a abrirse camino entre las élites globales.

En primer lugar, la admisión de  China en la OMC en 2001, que respondió al convencimiento en Washington y Bruselas de que «la entrada de China en esta organización transformaría inexorablemente al país asiático en una democracia y en una economía de mercado liberal de tipo occidental» (Sapir, 2022: 120).  Cuando quedó claro que esto no iba a suceder y que China elegiría su propio camino político y económico, se empezó a poner en duda la hegemonía de Estados Unidos como actor y promotor de la globalización, cuestionándose la teoría del «fin de la historia» y el neoliberalismo; pues ni la democracia liberal que teóricamente acompañaba a la globalización era exportable a todo el mundo, ni para el crecimiento sostenido chino había sido necesaria la conversión del gigante asiático en una democracia liberal. Es más, la intervención estatal en la economía había impulsado a China hasta convertirse en el mayor «exportador mundial de bienes, y con la probable conversión antes del final de la década en la economía con el mayor PIB del mundo» (ibídem).

En segundo lugar, la crisis financiera de 2008, que tensó las costuras de la globalización y el neoliberalismo. Como explica Ülgen (2022: 102) «a cada nuevo episodio de crisis, la consiguiente intervención al rescate de las instituciones financieras internacionales ha impuesto sus rígidas cadenas –en forma de austeridad y de costosos programas estructurales de ajuste– cortadas con el patrón de las políticas neoliberales». Estas imposiciones retrasaron la recuperación, y el crecimiento económico poscrisis no fue equitativo. Su impacto reveló que las recetas neoliberales one size fits all no funcionan sistemáticamente, que el sistema financiero internacional necesitaba ser regulado, y que las grandes corporaciones too big to fail, debían contribuir más al sostenimiento de los estados para poder asegurar el bienestar sus ciudadanos.

En tercer lugar, la pandemia de la COVID-19, que empezó a finales de 2019 en China y alcanzó el resto del mundo entre febrero y marzo de 2020, de la que hablaremos más adelante con más detalle; y por último, la guerra de Ucrania, aún vigente, que ha revelado la geopolitización de la globalización. Estos dos últimos acontecimientos han determinado, de manera distinta, una nueva mirada hacia el papel del Estado y de lo público, así como una nueva consciencia de vulnerabilidad provocada por las disrupciones en las cadenas de valor globales. Con la crisis sanitaria global que supuso la pandemia, se inició el gran cambio en la globalización y en las respuestas para hacerle frente.

Tal como avanzaba el informe de CIDOB sobre las tendencias en el mundo en 2023, en la actualidad existe el debate sobre si vamos hacia una globalización de bloques, que se distinguirían por cumplir una serie de normas distintas a la de otros bloques, escenificando la rivalidad entre Estados Unidos y China y su voluntad de no depender el uno del otro en cadenas de valor de alto valor estratégico; si se mantendrá la globalización que hemos tenido como hasta ahora; o si asistiremos a una ralentización del proceso de globalización, a la llamada slowbalization, de acuerdo con el FMI, porque percibe una ralentización en la apertura comercial desde la crisis financiera y en comparación con periodos anteriores. En cualquier caso, se ha abierto el debate sobre qué globalización vendrá y cuál es la deseable mientras las cadenas de valor son revisadas también en función de si suponen una vulnerabilidad o fortaleza en clave geopolítica. Por lo tanto, las deslocalizaciones no obedecerán solamente a las facilidades que tengan las empresas para invertir en un determinado lugar, sino que se valoraran también otros elementos como la estabilidad que pueda ofrecer un determinado país para que la inversión tenga un retorno asegurado o unos derechos laborales y salarios dignos para que no haya disrupciones en la producción (García-Herrero, 2022). 

El consenso de Cornualles

La pandemia, como se ha comentado, puso en evidencia la necesidad de tener un Estado capaz de proteger, de forma colectiva, a sus ciudadanos de crisis globales a las que no se puede hacer frente de manera individual. A la vez, supuso un cambio en el discurso y las políticas dominantes. La forzada paralización de la economía por el obligado confinamiento hizo que buena parte de la ciudadanía solo pudiese sostenerse a través de los recursos públicos. El papel de mero espectador que el Consenso de Washington y la globalización habían reservado al Estado y a lo público ya no era válido.

En Occidente, solo la decidida intervención del Estado en la economía aseguró las rentas y sustentos de los hogares durante lo peor de la pandemia. La necesidad de tener un Estado con músculo financiero y recursos para sostener tanto los servicios públicos de primera necesidad como la sanidad, así como las rentas ciudadanas para aquellos que tuvieron que abandonar el mercado laboral temporalmente, puso a la globalización y sus efectos desreguladores frente al espejo. Por un lado, el leitmotiv de la fiscalidad baja para facilitar la inversión de las empresas no siempre tenía un retorno positivo, porque sin impuestos los estados no obtienen recursos. Y, por otro lado, la deslocalización para reducir costes laborales se reveló como una vulnerabilidad, pues con las cadenas globales de valor paradas o interrumpidas quedó patente que no era sencillo acceder a bienes de primera necesidad cuando más se necesitaban.

Si el coste que pagó la sociedad con los rescates a los bancos después de la gran recesión de 2008 puso de manifiesto la contradicción existente entre las grandes corporaciones, que florecieron gracias a las facilidades de la globalización, y el interés general; la gran reclusión de la pandemia y las medidas adoptadas para hacerle frente vinieron a confirmar que esta contradicción podía superarse con voluntad política; y cada vez existe más consenso para ello. Al principio de la pandemia, la propia directora general del FMI, Kristalina Georgieva, urgía a los estados a gastar todo lo posible (aunque sólo mientras fuera necesario), después de admitir los errores cometidos en 2008. La pandemia ha devuelto, así, la legitimidad al Estado, al menos de momento. De hecho, ha puesto de manifiesto la necesidad de preservar lo público para no dejar a nadie atrás y ello se financia con impuestos. Ahora se pone en evidencia la necesidad de un nuevo consenso, que busque una fiscalidad más justa y un papel más importante de lo público en la economía. Estados y organizaciones internacionales, desde Estados Unidos o la UE y sus estados miembros hasta el conjunto del G-20 o el FMI, empiezan a perseguir estos objetivos.

La administración de Joe Biden lanzó programas de gasto público por valor de 4.300 millones de dólares, pidió a los empresarios que pagaran más a sus trabajadores, propuso un impuesto a los súper ricos, defendió el derecho de los trabajadores a sindicarse y, con la Inflation Reduction Act, señaló que el Estado también podía desempeñar un papel en la economía. De Catheu (2022), analiza un discurso de Brian Deese, director del Consejo Económico Nacional de la Casa Blanca, cuyo objetivo es relegitimar el papel del Estado en la economía. Afirma que, si bien es cierto que «a partir de los años ochenta y de la revolución de Reagan, el discurso neoliberal que hace de la intervención del Estado el problema y no la solución ha tenido gran influencia», Deese ahora pretende cambiar esta percepción poniendo énfasis en el Estado como fundamental para el desarrollo del país. De Catheu culpa a la economía neoliberal reagaonomics de la desvinculación del Estado de la desindustrialización y, en cambio, destaca del discurso de Deese la necesidad de inversiones públicas en gran cantidad para hacer frente a los desafíos que plantean otros países como China; pero también retos globales como el cambio climático o futuras pandemias.

Por su parte, la UE ha ejecutado varias iniciativas: el NextGenerationEU, un instrumento de inversión público comunitario financiado con la emisión de deuda común –lo que hasta entonces había sido un tabú–, con 806.900 millones de euros entre préstamos y subsidios; el mecanismo SURE, que ya ha gastado 98.400 millones de euros para proteger del desempleo a los ciudadanos europeos, e incluso en la propuesta de la Comisión Europea para reformar las reglas fiscales de la Unión se ha recogido la exigencia de adaptar la reducción de deuda pública a las necesidades de cada país, alejando así los recuerdos de los programas de ajuste estructural adoptados en el marco de la crisis financiera. Los planes de reducción de deuda tendrían que ser creíbles y pasarían a tener una limitación temporal, pero podrían ampliarse por motivos justificados, adaptándose a las necesidades, características y contexto de cada país. Existe también el debate sobre si las inversiones públicas necesarias para proveer bienes públicos deben ser clasificadas como gasto público que computa como deuda a reducir, en la medida en que estas inversiones se piden y son necesarias. Esta propuesta, pendiente de aprobar, sería difícil de imaginar si el consenso no hubiera cambiado.

En octubre de 2021, con el impulso recibido en Cornualles por el G-7 en junio de ese mismo año, se anunciaba un acuerdo histórico, auspiciado por la OCDE, entre 136 países –aunque de mínimos– para gravar el 15% en todo el mundo a las empresas multinacionales que facturasen más de 750 millones de euros. Ese acuerdo permitiría implementar una arquitectura fiscal capaz de hacer frente a la erosión de la base imponible y al traslado de beneficios (BEPS, por sus siglas en inglés), es decir, a los vacíos legales entre distintos tipos impositivos nacionales de los que se sirven las multinacionales para pagar menos impuestos. Ello, según la OCDE que auspició la negociación, generaría unos 150.000 millones de ingresos impositivos anuales para compensar a los países afectados por el BEPS. La realización de este proyecto permitiría fiscalizar mejor a las multinacionales con el fin de impedir la no tributación de sus ganancias, reforzando a los estados para, como admite la OCDE, proveer mejores servicios públicos, entre otras cuestiones. Con todo, el acuerdo también despertó críticas por beneficiar más a los estados más ricos y no generar una auténtica redistribución de recursos a través de lo recaudado, aunque el texto así lo preveyese. Lo que sí es cierto es que este acuerdo, perseguido desde 2013 por la OCDE, se convertía en un primer paso hacia una redistribución global más justa cuya implementación del acuerdo está prevista para 2024.

La narrativa surgida a partir del cambio de paradigma devuelve el Estado al centro, relegitima el papel de lo público y ofrece una visión positiva sobre la fiscalidad. De hecho, el apoyo global a empresas de titularidad pública ha ido en aumento en las últimas dos décadas. Fukuyama (2020) destacaba que los factores para una gestión positiva de la pandemia fueron la capacidad del Estado, la confianza social y el liderazgo. Además, quedó patente que un Estado fuerte podía «proporcionar soluciones aprovechando los recursos colectivos». Sin embargo, el cambio de consenso no está exento de riesgos. Un refuerzo del Estado corporativo donde lo público está al servicio de élites nacionales y a expensas de la mayoría de la población sería el escenario a evitar.

A finales de 2021 la economista Mariana Mazzucato declaraba muerto el Consenso de Washington: aquél que había dado alas al neoliberalismo y a la globalización para enfrentarse al Estado, minusvalorando su papel como distribuidor de los recursos a través de la intervención en la economía y los mercados; reduciéndolo a ser un mero espectador. Por el contrario, daba la bienvenida al consenso de Cornualles afirmando que, en este nuevo consenso, «el papel del Estado no sería el de reparar el daño una vez ya está hecho, sino el de prevenir y prepararse para hacer frente a los riesgos globales, además de perseguir y asegurar bienes públicos globales».

La era en la que el Consenso de Washington recetaba austeridad, sin que importara el contexto, a todos los países en crisis que pedían asistencia financiera ha quedado en entredicho. Las urgencias económicas y sanitarias de la COVID-19 –con la patente necesidad de protección del individuo– han impulsado el cambio de consensos que había empezado a fraguarse en el mundo de las ideas, y se ha materializado para encontrar nuevas soluciones en el mundo material que pasan por: relegitimar el papel del Estado en la economía, recuperar una narrativa favorable sobre la fiscalidad y desarrollar políticas públicas para fortalecer lo público.

El Consenso de Washington puede haber muerto y parece que pueden estar formándose nuevos acuerdos y recetas para una gobernanza distinta; y, quizás, ¿otra globalización?. Pero el establecimiento de este cambio de tendencia abre la puerta a futuros acuerdos que ayuden a defender al Estado de la no-contribución de las grandes multinacionales, que aumenten su capacidad para redistribuir la riqueza y permitan invertir en bienes públicos globales; también discutir sobre el futuro de la globalización sin corsés ideológicos. Con imaginación, puede haber alternativas; faltaría voluntad política. ¿Larga vida al Consenso de Cornualles? Está por ver.

Referencias bibliográficas

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DOI: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2023/290/es

 

 

 

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