Robert Gates
Secretario de Defensa (2006-2011)
La revalidación por el presidente demócrata Barack Obama de Robert Gates, miembro de la anterior Administración republicana, como secretario de Defensa de Estados Unidos supone un reconocimiento a la labor y la visión de este veterano profesional de los aparatos de inteligencia y seguridad, en los que sirvió durante 27 años. Director de la CIA en el nuevo orden de la posguerra fría con el presidente Bush padre, su nombramiento en 2006 por Bush hijo para sustituir al desacreditado Donald Rumsfeld al frente del Pentágono fue interpretado como un punto a favor de la vieja y pragmática escuela realista en su pugna con el radicalismo neocon. Ahora, desde 2009, Gates ejecutará algunas de las principales estrategias de Obama de cara al exterior: la retirada escalonada de Irak, el cierre de la prisión de Guantánamo y la concentración de los esfuerzos bélicos en las luchas contra los talibanes afganos y Al Qaeda.
(Nota de edición: esta versión de la biografía fue publicada originalmente el 25/2/2009. El ejercicio de Robert Gates como secretario de Defensa de Estados Unidos concluyó el 1/7/2011. Su sucesor en el puesto fue Leon Panetta). |
1. Alto ejecutivo de los aparatos de inteligencia y seguridad de Estados Unidos
2. De director de la CIA con Bush padre a secretario de Defensa con Bush hijo
3. Reenganche con el demócrata Obama para reorientar las prioridades militares
1. Alto ejecutivo de los aparatos de inteligencia y seguridad de Estados Unidos
Tras graduarse en 1961 en la Wichita East High School de su ciudad natal, la más populosa del estado de Kansas, consiguió una beca que facilitó su matrícula en el College of William and Mary, universidad pública radicada en Williamsburg, Virginia, por la que cinco años después se licenció con el título de Bachelor in Arts en Historia Europea. Como alumno del College, estuvo activo en los Jóvenes Republicanos. Luego marchó a la Universidad de Indiana para sacarse un Master’s degree en Historia. Fue en esta universidad del medio oeste, en 1966, donde el joven aceptó ser reclutado por la CIA, principio de una carrera en los aparatos de inteligencia y seguridad de Estados Unidos de 27 años de duración.
En enero de 1967, recién casado con su prometida, Becky, al cabo de un breve noviazgo (el matrimonio iba a tener dos hijos), y sin querer acogerse a la prórroga por estudios, que muchos compañeros de su quinta solicitaban para evitar ser enviados a la guerra de Vietnam, Gates respondió al mandamiento de las Fuerzas Armadas para incorporarse a filas y fue asignado a la Fuerza Aérea. Durante dos años, hasta 1969, realizó el servicio militar como subteniente en el Mando Estratégico Aéreo, destino que incluyó un servicio en la base de Whiteman, Missouri, donde se encargó de despachar partes de inteligencia a los escuadrones de misiles balísticos intercontinentales Minuteman.
Finalizadas sus obligaciones castrenses, Gates regresó al servicio civil como analista de la CIA, un trabajo que pudo simultanear con la ampliación de su currículum académico en la Universidad Georgetown de Washington, donde en 1974 se sacó un doctorado en Historia de Rusia y la URSS; su tesis doctoral llevaba por título Soviet sinology: an untapped source for Kremlin views and disputes relating to contemporary events in China. Ese mismo año se dio de baja en la CIA e ingresó en la Casa Blanca, a punto de ser abandonada por Richard Nixon, como miembro de la plantilla del Consejo de Seguridad Nacional, teniendo como jefe al consejero Brent Scowcroft. El cambio de Administración en 1977, con la marcha del republicano Gerald Ford y la llegada del demócrata Jimmy Carter, no alteró el cometido del especialista en temas soviéticos, que continuó sirviendo en este órgano de la Oficina Ejecutiva del Presidente de Estados Unidos, salvo que tuvo como nuevo jefe a Zbigniew Brzezinski.
En diciembre de 1979 Gates se despidió de la Casa Blanca y regresó a la nómina de la agencia con cuartel general en Langley, Virginia. Nombrado director del Centro de Evaluación Estratégica en la Oficina de Investigación Estratégica, Gates ascendió a buen ritmo en el escalafón de la CIA tras constituirse la Administración republicana de Ronald Reagan. Así, sirvió sucesivamente como jefe de analistas sovietólogos en el gabinete ejecutivo de la Dirección desde marzo de 1981, director adjunto de Inteligencia (en el Directorio de Inteligencia, responsable del trabajo analítico de la Agencia) desde enero de 1982 y, sin descargo de la segunda función, presidente del Consejo Nacional de Inteligencia (NIC) a partir de septiembre de 1983.
El 18 de abril de 1986, con 42 años, Gates fue promovido a número dos de la Agencia, es decir, a director adjunto Central de Inteligencia, convirtiéndose en la mano derecha del director William Casey. Sustituía a John McMahon, contrario a la política de Reagan y el secretario de Defensa, Caspar Weinberger, de aumentar el apoyo militar a las guerrillas anticomunistas operativas en diversas partes del mundo, en particular la Contra de Nicaragua. En este sentido, Gates se proyectaba como un experto en la interpretación de información con los criterios más beligerantes de los últimos años de la Guerra Fría, en sintonía con los enfoques agresivos de Reagan, Weinberger y el mismo Casey, obsesionados con derrocar al régimen sandinista de Nicaragua, sin descartar la intervención militar directa, y con expulsar a los soviéticos de Afganistán valiéndose de insurgencias clientes.
Algunos observadores pintaban a Gates como un profesional sobrio, un burócrata del espionaje que, a diferencia de los mandamases políticos del Pentágono y la Casa Blanca, sabía separar las motivaciones ideológicas radicalmente anticomunistas de las conclusiones de un análisis riguroso. Años después, trabajadores de la Agencia iban a contradecir este retrato de objetividad presentando al director adjunto y kremlinólogo como un ejecutivo servil que no dudaba en exagerar la amenaza soviética con tal de complacer a su jefe, el halcón Casey, pero también por propio criterio, ya que desconfiaba profundamente del aperturismo y las propuestas de pacificación y desarme lanzadas por Mijaíl Gorbachov, a cuyo movimiento de reforma comunista negaba toda credibilidad. Un análisis pesimista que, dicho sea de paso, le costó a Gates algunos encontronazos con los dos secretarios de Estado de las administraciones republicanas entre 1982 y 1992, el dialogante George Shultz y el todavía más posibilista James Baker, exponente de un "idealismo pragmático" en lo referente a la URSS de la perestroika y la glasnost que el de la CIA sólo podía mirar con incomprensión.
En cualquier caso, a finales de la década de los ochenta Gates estaba considerado un hábil especialista en el manejo de información ultrasensible generada por la CIA y por otros tres grandes organismos de la Comunidad de Inteligencia, menos conocidos, más secretos e igualmente poderosos, sujetos al Departamento de Defensa: la NSA (Agencia Nacional de Seguridad, responsable del rastreo electrónico de las comunicaciones extranjeras), la DIA (Agencia de Inteligencia de la Defensa, una especie de CIA militar) y la NRO (Oficina Nacional de Reconocimiento, encargada de los satélites espía).
Ostentando tan elevadas posiciones en la CIA, Gates no pudo evitar verse involucrado en el escándalo Irangate, o Iran-Contra, trama clandestina que tuvo como principales muñidores al consejero de seguridad nacional de Reagan, el almirante John Poindexter, y su mano derecha, el coronel Oliver North, los cuales gestionaron en 1985 la venta de misiles al Irán jomeinista con el fin de propiciar la liberación de los rehenes estadounidenses en Líbano para luego desviar las ganancias obtenidas a la financiación encubierta de los contras nicaragüenses.
El director adjunto, en tanto que coordinador entre la CIA y el Consejo de Seguridad Nacional, fue uno de los numerosos altos responsables de la Comunidad de Inteligencia, el Departamento de Defensa y el Ejecutivo que tuvieron que testificar ante el Comité de Inteligencia del Senado y la Comisión especial que desde noviembre de 1986, bajo la presidencia del senador John Tower, llevó el escrutinio público del Irangate para la posible depuración de responsabilidades penales. Gates declaró que en 1985 no había tenido noticia de ninguna operación no autorizada que implicara a funcionarios a sus órdenes, y que sólo en fecha muy reciente, a primeros de octubre de 1986, había adquirido un conocimiento fragmentario del desvío ilegal de fondos a la Contra; lo puso en conocimiento de Casey quien, al parecer, no hizo nada por informar al Gobierno.
Cuando el 2 de febrero de 1987 Casey, enfermo de un tumor cerebral en fase terminal, se vio obligado a cesar al frente de la CIA, Gates asumió provisionalmente sus funciones a la vez que fue nominado por Reagan director titular. La designación, para hacerse efectiva, debía superar antes el examen del Comité de Inteligencia del Senado. Entonces, se interpuso el informe de conclusiones de la Comisión Tower, que si bien le ahorró las severas críticas repartidas a North, Poindexter, Weinberger y el propio Reagan –y que después iban a acarrear sendas incriminaciones judiciales a los tres primeros-, arrojó una mácula de sospecha sobre Gates al sacar a relucir que la CIA había participado junto con el Consejo de Seguridad Nacional en la elaboración de un informe de evaluación de la situación en Irán, país que necesitaba armas para la guerra que libraba con Irak, grato a las intenciones políticas de los asesores de seguridad de la Casa Blanca.
Los barruntos de que Gates tenía más conocimiento de la venta ilícita de misiles a Irán y de la financiación también ilícita de la Contra de lo que él en persona le había indicado en los interrogatorios de valoración fueron suficientes para convencer al Comité de Inteligencia del Senado de que, sin cuestionar las aptitudes del candidato, no era oportuno dar luz verde al nombramiento. En consecuencia, Gates, el 2 de marzo, para evitar que "un período prolongado de incertidumbre dañara a la CIA, a la Comunidad de Inteligencia y, potencialmente, a la seguridad nacional", solicitó al presidente que retirara su proposición al Senado antes de que el Comité de Inteligencia diera su veredicto, con seguridad negativo. Reagan, no sin lamentar la decisión del funcionario, así lo hizo. Gates continuó dirigiendo la CIA en funciones hasta el 26 de mayo, día en que asumió la titularidad el candidato alternativo, William Webster, hasta entonces director del FBI, quien le mantuvo como adjunto.
El 20 de marzo de 1989 Gates se apartó por segunda vez de la CIA para servir directamente al presidente, ahora mismo George Bush padre, como consejero o asesor adjunto de seguridad nacional. El analista estuvo de vuelta en la Casa Blanca a instancias de su viejo amigo y mentor, el veterano Scowcroft, recuperado por Bush para el puesto de consejero en el momento de tomar posesión la nueva Administración, y le tomó el relevo al polémico John Negroponte, otro alto funcionario envuelto en la polémica del Iran-Contra. En este período, Gates tomó parte en los procesos decisorios de la Casa Blanca como presidente de un comité de secretarios adjuntos encargado de supervisar la ejecución de las disposiciones de política exterior y seguridad. Esta labor fue particularmente relevante durante las crisis de Panamá, en diciembre de 1989, y del Golfo, entre agosto de 1990 y marzo de 1991.
2. De director de la CIA con Bush padre a secretario de Defensa con Bush hijo
La renuncia voluntaria de Webster en mayo de 1991 devolvió a Gates al primer plano. El 14 de ese mes, Bush, él mismo un antiguo director de la Agencia, le presentó como su selección para jefe de la CIA al Comité de Inteligencia del Senado. Comenzó entonces una segunda y en extremo complicada batalla de confimación en la Cámara alta del Congreso, ya que los senadores se pusieron a escrutar ceñudamente los viejos papeles sobre el grado de relación del oficial de inteligencia con el Irangate; en particular, querían determinar si sesgó informes de inteligencia para satisfacer a sus superiores y justificar los planteamientos políticos del Ejecutivo. La indagación, en realidad, se remontaba a unos meses atrás, en el marco de la investigación general iniciada por la Fiscalía Independiente del Departamento de Justicia, que rendía cuentas directamente al Congreso.
En septiembre, el fiscal independiente determinó que lo averiguado sobre las actividades realizadas por Gates en la CIA en paralelo a la trama delictiva, aunque no del todo nítidas, no contradecía los testimonios del interesado, luego no había lugar para una formulación de cargos como perjurio u obstrucción de investigación. Despejadas sus últimas dudas, el Comité de Inteligencia, aunque sin voto unánime, dio luz verde a la nominación, que fue confirmada con el voto mayoritario del pleno de la Cámara el 5 de noviembre y plasmada con la ceremonia de jura al día siguiente. A sus 48 años, Gates se convirtió en el primer funcionario de la CIA que llegaba al puesto cimero de la institución desde el nivel de empleado de base.
En el año largo que dirigió la CIA, Gates se aplicó, obteniendo claros resultados pese a la brevedad de la ejecutoria, en las dos tareas de envergadura que Bush le había encomendado. La primera, separar escrupulosamente las labores propias de la Agencia, a saber, la recogida y análisis de información, y la conducción de misiones de espionaje y otras operaciones clandestinas en el extranjero, del proceso de toma de decisiones políticas, exclusivo del Ejecutivo. Esto suponía, y el presidente así lo indicó expresamente, que Gates, a diferencia del difunto Casey con Reagan –y de Webster en la primera mitad de su ejercicio-, no sería miembro del Gabinete de Estados Unidos, aunque sí miembro del Consejo de Seguridad Nacional y principal asesor presidencial en cuestiones de inteligencia. La medida pretendía impedir colusiones perniciosas, como la que había dado lugar al escándalo Irangate.
La otra misión, más compleja, era redirigir el grueso del presupuesto y el trabajo de la Agencia al control y seguimiento de las nuevas amenazas de la posguerra fría, tales como la proliferación nuclear y el terrorismo transnacional, desmontando gran parte del enorme andamiaje operativo que hasta entonces había estado enfocado al bloque soviético, ahora liquidado. Por lo demás, en tanto que director de la CIA –en puridad, el cargo se llamaba entonces director central de inteligencia (DCI)-, Gates era también el jefe coordinador de la Comunidad de Inteligencia de Estados Unidos, que abarcaba una quincena de agencias autónomas, entre ellas las citadas NSA, DIA y NRO, así como el FBI y la Administración Anti-Droga, la DEA. La CIA era la única agencia independiente, en tanto que las demás funcionaban como oficinas o secciones de diversos departamentos del Gobierno.
El compromiso de Gates con la CIA llegó a su fin el 20 de enero de 1993 con la asunción de la Administración demócrata de Bill Clinton. En apariencia, le había llegado la hora de jubilarse del servicio público. Abandonó Washington D. C., estrenó con su esposa la casa que se habían comprado al norte de Seattle y emprendió una nueva etapa vital como consultor empresarial privado, conferenciante universitario y autor. En su historial constaban la Medalla de la Seguridad Nacional, la Medalla Presidencial de la Ciudadanía, dos Medallas Nacionales de Inteligencia por Servicios Distinguidos y tres Medallas de Distinción del Servicio de Inteligencia, el máximo galardón de la CIA. En el primer ámbito, a lo largo de la siguiente década Gates se sentó en las juntas directivas y asesoras de las corporaciones Fidelity Investments (servicios financieros), NACCO Industries (transporte rodado, minería y productos para el hogar), Brinker International (restaurantes), Parker Drilling Company (prospecciones petroleras), la contratista del Pentágono Science Applications International Corporation (SAIC, ingeniería aplicada) y VoteHere, una pequeña compañía tecnológica especializada en patentar software de encriptación de datos y sistemas de voto electrónico, la cual debió hallar muy útil la dilatada experiencia de Gates en el manejo inteligente de información.
La faceta de autor de textos de lectura no confidencial la estrenó en 1996 –si bien en la década anterior ya había escrito un artículo para la revista Foreign Affairs- con la publicación del libro de memorias From the Shadows: The Ultimate Insider's Story of Five Presidents and How They Won the Cold War . En este ensayo, Gates defiende el papel de la CIA en la ejecución de las famosas, o infames, covert actions, que según él ayudaron a Estados Unidos a ganar la Guerra Fría y que las dos superpotencias, informa, se lanzaron recíprocamente en gran número en 1983, el año más peligroso de aquella. También, revela que en su etapa como segundo de la CIA sostuvo dos encuentros secretos (el segundo, en 1989, en Moscú) con su equivalente en el KGB soviético, Vladimir Kryuchkov, quien en 1991 fuera uno de los cabecillas que perpetraron el fracasado golpe de Estado contra Gorbachov, el cual, por cierto, asegura el autor, la CIA había predicho con meses de antelación.
En 1998 su alma máter, el College of William and Mary, al que volvió a vincularse como miembro de su Fondo de Donación, le concedió un doctorado honorífico en Humanidades. Al año siguiente potenció su perfil académico al ser nombrado, por sugerencia de Brent Scowcroft, decano interino de la George Bush School of Government and Public Service, centro formativo anexo al Museo y la Biblioteca Presidencial puestos en marcha por el estadista tras dejar la Casa Blanca en la ciudad texana de College Station, e integrado en el campus de la Universidad de Texas A&M. El 3 de octubre de 2002 Gates se convirtió en presidente de la propia Universidad.
Para entonces, los republicanos llevaban año y medio asentados en la Casa Blanca de la mano del hijo y tocayo del ex presidente, George W. Bush. El anterior gobernador de Texas había nombrado para el Gabinete y su Oficina Ejecutiva a varios antiguos veteranos de las administraciones de Ford, Reagan y Bush padre, como Dick Cheney (Vicepresidencia), Donald Rumsfeld (Defensa), Powell (Estado) y Negroponte (embajada en la ONU), así como a representantes de la muy derechista escuela neoconservadora, como Paul Wolfowitz y Richard Perle, que tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington pareció llevar la voz cantante, según se desprendió del discurso presidencial sobre el "eje del mal", la elaboración de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional (informalmente, la Doctrina Bush) y su concepto de "autodefensa preventiva", y el plan de invasión de Irak. Gates parece que no recibió ningún ofrecimiento de cargo institucional. En cualquier caso, el ex director de la CIA no mostró el menor interés en regresar al servicio estatal, tan a gusto como estaba en su rectorado texano.
Tras la invasión de Irak en marzo de 2003, que apoyó, Gates aireó sus opiniones sobre la conducción por Estados Unidos de la guerra global contra el terrorismo islamista a raíz del 11-S y sobre las amenazas a la seguridad que entrañaba la proliferación nuclear en países como Corea del Norte e Irán. Aunque alineado con los esfuerzos bélicos de la Administración Bush en Irak y Afganistán, no dejó de deslizar matices de advertencia crítica. Así, instó a no bajar la guardia frente a la amenaza del terrorismo más sutil e invisible, el ciberterrorismo, que según él podía destrozar la economía nacional como "la más devastadora arma de destrucción masiva", y expresó su convicción de que la tortura no sería aplicada a los presos de Al Qaeda como método para arrancarles información sobre los planes terroristas.
En agosto de 2004, en la convención anual de la Association of Public-Safety Communications Officials-International (APCO) celebrada en Montreal, denostó la "negligencia presupuestaria" y la "inercia burocrática" que lastraban la eficacia los servicios de inteligencia en la lucha antiterrorista, lo que podía interpretarse como una crítica a la prelación de los medios de lucha militares reactivos y punitivos, activados a posteriori, sobre las estrategias preventivas y abortivas, a priori y propias de la Comunidad de Inteligencia, de unos ataques e intentos de ataque contra suelo e intereses estadounidenses que venían produciéndose desde principios de la década anterior. Este pronunciamiento lo hizo Gates poco después de concluir la comisión independiente que desde 2002 venía investigando el contexto nacional previo al 11-S que los servicios de inteligencia habían fracasado en la prevención de los ataques.
Gates criticó a las administraciones de Bush y Clinton en un momento en que arreciaba la polémica nacional por los indicios de que la CIA, con George Tenet a su frente, había violado los más elementales principios de profesionalidad –e ido a contracorriente del espíritu que guió el trabajo de su antecesor en el cargo entre 1991 y 1993- al elaborar, aceptando como válida la información suministrada por fuentes dudosas, unos informes sobre la pretendida tenencia por el derrocado régimen irakí de unas armas de destrucción masiva prohibidas por la ONU y sobre su capacidad de usarlas, informes que eran precisamente los que el Ejecutivo republicano esperaba recibir para justificar ante la opinión pública una decisión política tomada de antemano: la invasión de Irak, la liquidación del dictador Saddam Hussein y la ocupación del país.
En marzo de 2005, luego de quedar claro que Saddam no escondió arma química o bacteriológica alguna, la comisión de investigación independiente creada por Bush para calificar el trabajo de inteligencia en vísperas de la guerra de Irak concluyó que el espionaje había estado "completamente equivocado", si bien exoneró a la Casa Blanca de haber dirigido "presiones políticas" a la Comunidad de Inteligencia para distorsionar sus evaluaciones. La toma de distancia por Gates del modus operandi de la Administración Bush en las políticas exterior y de seguridad quedó más patente en la cuestión de Irán. En enero de 2004 el universitario aceptó copresidir junto con Zbigniew Brzezinski una task force del Consejo de Relaciones Exteriores (CFR) para ofrecer propuestas al Departamento de Estado sobre cómo conseguir que el régimen de Teherán dejara de representar una seria amenaza potencial debido a su programa de desarrollo nuclear, que oficialmente perseguía unos usos sólo civiles y pacíficos.
En su informe, publicado en julio, Gates y Brzezinski recomendaban al Ejecutivo el abandono de la estrategia de la confrontación y el aislamiento de Irán -que incluso contemplaba el cambio forzoso de régimen, como se había hecho en Irak con regusto imperialista-, y la apertura de un escenario de "compromisos políticos selectivos", en los terrenos diplomático, comercial y otros, para abordar la capacidad tecnológica nuclear del país persa con marchamos de seguridad y promover la estabilidad en todo Oriente Próximo. En concreto, advocaban una vía dialogada que permitiera a Teherán seguir con su programa nuclear a condición de garantizar debidamente que no se dotaría de armas atómicas. A su entender, Estados Unidos podía abrir unas "relaciones constructivas" con la república islámica de manera similar a como lo había hecho con la URSS y China, es decir, explorando "áreas de común interés" sin dejar de "impugnar las políticas objetables".
Las reflexiones de Gates, todo un tabú para los halcones de la Casa Blanca, fueron enmarcadas por algunos comentaristas en la batalla en curso que por el ascendiente en las políticas del Ejecutivo estaban librando los ideólogos neoconservadores, con toda su carga nacionalista, militarista y expansionista, los neorrealistas, que tenían a Cheney y Rumsfeld como grandes valedores –los cuales, por su belicismo en Oriente Próximo, podían pasar por realizadores de los deseos de los primeros- y los realistas clásicos, más pragmáticos, multilateralistas y legalistas, muy bien representados en los cuatro años de la Administración de Bush padre por personas como Baker, Scowcroft y Lawrence Eagleburger, pero que ahora estaban marginados, siendo el eclipsado Powell su único y vago representante en el núcleo dirigente. La moderación y el posibilismo de que hacía gala Gates no podían menos que ubicarle en la tendencia realista, cuyas tesis, por el momento, no encontraban eco en la Casa Blanca.
Por otro lado, Gates acogió con frialdad la reestructuración legal realizada por Bush en diciembre de 2004 de la Comunidad de Inteligencia, que supuso la abolición del puesto de director central de inteligencia y su sustitución por un director nacional de inteligencia (DNI) como coordinador de todas las agencias y asesor presidencial en la materia. La creación de un "zar de la inteligencia" que no fuera el propio director de la CIA concitó la crítica de Gates, que se despachó a gusto en un artículo publicado en junio de aquel año por The New York Times con el expresivo título de Carrera para arruinar a la CIA. El articulista pensaba que un DNI carente de medios propios no sería más que un "eunuco de inteligencia" y, en aras de la eficacia, proponía dotar al director de la CIA de verdadera jurisdicción sobre las demás agencias, de mayores atribuciones y más presupuesto.
A pesar de este elenco de opiniones críticas, Bush, que tras su reelección en noviembre de 2004 empezó a emitir señales de que podía introducir cambios en sus denostadas políticas en el segundo mandato, ofreció a Gates ser, precisamente, el primer director nacional de inteligencia. En febrero de 2005 el interesado, a través de la página web de la Texas A&M, se encargó de "zanjar los rumores" de su próximo nombramiento, que había declinado, reveló, porque prefería seguir presidiendo la Universidad. Bush se decantó entonces por John Negroponte, el veterano diplomático.
Al cabo de un año, en marzo de 2006, Gates aceptó de buen grado formar parte del Grupo de Estudio sobre Irak, una comisión bipartidista nombrada por el Congreso y copresidida por James Baker a la que el Legislativo encomendó las tareas de analizar la situación en Irak y formular recomendaciones al Gobierno sobre la estrategia a seguir para salir del formidable atolladero en que había devenido la guerra en el país árabe, que continuaba ocasionando a Estados Unidos cuantiosas bajas militares y colosales costes económicos tres años después de lanzarse la invasión sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU. En ese momento, Irak, pese a haberse dotado de unas instituciones de gobierno con legitimidad electoral y formalmente soberanas tras la disolución del régimen de ocupación, seguía sumido en un caótico estado de violencia de múltiples rostros y frentes que en buena parte era el resultado de una desastrosa retahíla de malas decisiones políticas, errores militares, negligencias burocráticas y abusos de todo tipo que se remontaba al mismo día, el 9 de abril de 2003, en que los tanques estadounidenses tomaron el centro de Bagdad y pusieron en fuga a los jerarcas de la dictadura baazista.
La multiplicación de atentados terroristas y ataques insurgentes contra las tropas de la coalición internacional encabezada por Estados Unidos, las fuerzas de seguridad irakíes y la población civil, así como las agresiones sectarias entre las comunidades musulmanas sunní y shií, pintaba un cuadro de la seguridad cada vez más sombrío. En marzo de 2006 se contabilizaron un millar largo de irakíes muertos entre civiles, policías y soldados, víctimas de atentados, ataques y bombardeos, pero en los meses siguientes ese balance iba a duplicarse y a triplicarse.
El 8 de noviembre de 2006, un día después de ganar los demócratas a los republicanos la mayoría de las dos cámaras del Congreso en las elecciones legislativas, Bush anunció la dimisión de Rumsfeld, profundamente desacreditado por la manera en que había planeado y conducido la guerra de Irak, donde seguían coleando episodios tan escandalosos como el trato vejatorio y la tortura a los presos de la cárcel de Abú Ghraib, y la nominación de Gates para sustituirle como nuevo secretario de Defensa. El ex directivo de la CIA había constatado sobre el terreno, en una visita de recogida de información efectuada en septiembre, la calamitosa situación de la seguridad en Irak, y ahora no vaciló en aceptar, como una especie de sometimiento al deber que volvía a llamar a su puerta, el ofrecimiento del presidente. El 8 de noviembre dimitió como miembro del Grupo de Estudio sobre Irak, el 5 de diciembre recibió por unanimidad el visto bueno del Comité del Senado de Servicios de Armas, un día más tarde fue confirmado por el pleno de la Cámara con 95 votos contra dos y el 18 de diciembre tomó posesión del ministerio. 48 horas después se presentó por sorpresa en Bagdad para una visita de inspección.
Al promoverlo, Bush se refirió a Gates como un "agente del cambio" y como un "hombre íntegro" que aportaría una "visión renovada" y una "nueva fórmula" para "seguir adelante en Irak" y "vencer en la guerra contra el terror". En su testimonio ante el Comité de Servicios de Armas, el nominado reconoció sin rodeos que Estados Unidos, pese a prevalecer en todas las ofensivas, no estaba ganando la guerra de Irak, si bien tampoco la estaba perdiendo; significativamente, Bush, en un ostensible cambio de tono, empleó esas mismas palabras en una entrevista pocos días después.
El nombramiento del realista Gates al frente del Pentágono levantó grandes expectativas en el bando demócrata, que, con el respaldo de la mayoría de la población, según indicaban los sondeos, venía exigiendo a Bush un drástico cambio de rumbo en Irak, donde las tropas sufrían más de 900 ataques a la semana y una media de tres bajas diarias, aproximando la cuenta de caídos desde el inicio del conflicto a los tres millares. Ello pasaba por iniciar sin demora la retirada total de los 130.000 soldados destacados, ya que, entendían los partidarios de este escenario, lo que acontecía en el país árabe era más una guerra civil de tintes confesionales que una batalla crucial en la guerra global contra el terrorismo de Al Qaeda y sus secuaces.
En similares términos se manifestó el Grupo de Estudio sobre Irak, del que Gates había sido miembro hasta hacía un mes. En su informe final publicado el 6 de diciembre de 2006, la comisión de Baker urgía a emprender la retirada escalonada de las tropas de combate y a traspasar las tareas de seguridad al Gobierno irakí, el cual no tendría más remedio que resolver las pendencias partidistas que maleaban el proceso político, así como a iniciar un diálogo directo con Irán y Siria para involucrarlas en la vigilancia de las fronteras y el cese del trasiego de armas a los grupos insurgentes y terroristas. Ahora bien, la nueva estrategia que Gates acordó con Bush, y a la que se supeditaron los nuevos comandantes de la Fuerza Multinacional de Irak y el Mando Central de Estados Unidos, general David Petraeus y almirante William Fallon, respectivamente, apuntó a la dirección contraria, a la escalada militar.
Asumiendo la tesis de que había resultado un error no haber enviado más tropas anteriormente –lo que en sí mismo ya suponía una ruptura con la estrategia de Rumsfeld de confiar la invasión y la ocupación de un país tan grande como Irak a un contingente de combate relativamente pequeño-, e invocando la necesidad de elevar significativamente los niveles de seguridad antes de abordar cualquier repliegue, el Ejecutivo dispuso el envío "temporal" de 21.000 soldados suplementarios, es decir, cinco brigadas más, de las que cuatro serían desplegadas en Bagdad y sus alrededores.
Se trató de la surge (expresión traducible por crecida o incremento), que también supuso la extensión de los turnos de servicio de las tropas de 12 a 15 meses. Anunciada por el presidente el 10 de enero de 2007 y puesta en marcha antes de terminar el mes, la nueva estrategia suscitó gran escepticismo y crudas críticas entre los congresistas demócratas y en no pocos republicanos. La idea no era exactamente una maniobra improvisada a la desesperada: ya había sido discutida por el Grupo de Estudio, que de hecho la mencionaba en su informe como una opción a considerar, un "despliegue a corto plazo" dirigido a pacificar Bagdad. Tras el envío de las tropas de refuerzo, Gates terció en el acerado pulso sostenido por Bush y la mayoría demócrata del Congreso, que regateaba la aprobación de la asignación presupuestaria al esfuerzo de guerra reclamada por el presidente, con la advertencia a los legisladores de que condicionar la dotación de fondos a la presentación de un calendario para un repliegue total en 2008 privaría a los soldados de pertrechos fundamentales para el cumplimiento de su misión y pondría en riesgo el conjunto de las operaciones.
Tras unos meses dramáticamente sangrientos (sólo en mayo perdieron la vida 126 soldados norteamericanos), al finalizar el verano de 2007, la surge que Gates y Petraeus defendían con ahínco pareció empezar a dar resultados, lo que animó al Pentágono a sopesar una modesta retirada militar en 2008. Pero la cautela se impuso, ya que los tímidos avances en la seguridad podían revertirse en cualquier momento. En todo este tiempo, el secretario de Defensa se destacó también por las expresiones de decepción por la lentitud del proceso de reconciliación político-religiosa iniciado por el Gobierno del primer ministro Nuri al-Maliki y por distanciarse del otro gran punto negro del legado de Rumsfeld, la prisión de Guantánamo, donde cientos de "enemigos combatientes" estaban sometidos a unas durísimas condiciones carcelarias y sumidos en un verdadero limbo legal y judicial, cuya clausura insinuó. Sin embargo, el universalmente condenado centro de detención siguió operando.
A lo largo del año electoral de 2008, la ya evidente mejora de la situación en Irak, donde los niveles de violencia iban descendiendo paulatinamente gracias a la conjunción de la surge y otros procesos estimulados en mayor o menor medida por Estados Unidos (el cese de hostilidades del cabecilla radical shií Muqtada as-Sadr, la mayor efectividad combativa de las fuerzas gubernamentales y la conversión de muchos insurgentes y milicianos tribales sunníes en aliados del Gobierno y las fuerzas de la coalición en la lucha contra Al Qaeda y los jihadistas extranjeros) hizo que Gates, no sin dejar de advertir que la surge -contrariamente a lo pretendido por el vicepresidente Cheney- no podía prolongarse indefinidamente por motivos logísticos y políticos, priorizara en sus manifestaciones públicas el otro gran campo de batalla del Ejército de Estados Unidos, Afganistán.
En el país centroasiático, los fundamentalistas talibanes, derrocados y puestos en fuga en la invasión de 2001, venían contraatacando con fuerza inusitada desde sus bastiones sureños y orientales comunicados con el noroeste de Pakistán a través de unas fronteras porosas, llegando a campar a sus anchas en dos tercios del país y poniendo en serios aprietos al Gobierno del presidente Hamid Karzai instalado en Kabul y a las fuerzas internacionales que lo respaldaban.
Hasta ahora, la campaña de Irak había reclamado un vasto dispositivo militar que había relegado el teatro de operaciones afgano a un segundo plano, manifestándose un déficit de fuerzas del que las guerrillas talibanes estaban sacando un formidable partido. En junio de 2008 servían en Afganistán más de 48.000 soldados de Estados Unidos; de ellos, 23.500 estaban encuadrados en la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), una operación comandada por la OTAN, aprobada por la ONU en 2001 con la misión de conducir la vigilancia de la seguridad y las labores de reconstrucción, y que desde 2006 venía realizando también misiones intensivas de combate (el contingente estadounidense suponía más de la mitad de la ISAF); los demás efectivos, no menos de 24.000, estaban dedicados exclusivamente a las campañas de guerra antiterrorista en el marco de la llamada Operación Libertad Duradera (OEF).
La llegada de Gates al Departamento de Defensa supuso un ligero incremento, desde un nivel levemente superior a los 20.000 hombres, del conjunto de fuerzas estadounidenses desplegadas en Afganistán a principios de 2007, tendencia que se acentuó en la primavera de 2008. En otras palabras, una especie de surge afgana, pero menos publicitada. Las acciones bélicas se multiplicaron, con el consiguiente aumento de las bajas propias, y los talibanes sufrieron enormes pérdidas, pero esto no parecía frenar su proliferación y acometividad. La situación en Afganistán era francamente delicada, así que Gates, al alimón con el secretario general de la OTAN, Jaap de Hoop Scheffer y los gobiernos canadiense y británico, urgió insistentemente a los aliados europeos a que se implicaran mucho más en las operaciones de combate.
Molesto con las reluctancias bélicas de países como Alemania o Francia, el secretario de Defensa expresó su preocupación por la tendencia a "confundir" las misiones de Irak y Afganistán por los europeos, a los que recordó "la importancia de la misión de Afganistán y su relación con la más amplia amenaza terrorista". Con un tono que levantó ampollas en los gobiernos implícitamente aludidos, Gates llegó a plantear el peligro de una OTAN convertida en "una alianza de dos niveles, el de aquellos que están dispuestos a luchar y el de otros que no lo están"; tal división, arguyó, "destruiría" la OTAN.
3. Reenganche con el demócrata Obama para reorientar las prioridades militares
En principio, Gates abandonaría la Secretaría de Defensa el 20 de enero de 2009, cuando entrara en funciones la administración del ganador de las elecciones presidenciales de noviembre. Sin embargo, se especuló con que el candidato del Partido Republicano, John McCain, de llegar a la Casa Blanca, podría mantenerlo en el ministerio. Y en él iba a continuar Gates, pero por el camino contrario. El triunfador en las elecciones fue el demócrata Barack Obama, quien tras proclamarse presidente ofreció al secretario seguir portando la cartera de Defensa en su Gabinete. Gates respondió al mandatario demócrata que aceptaba servir con él, por lo menos durante un año. El 1 de diciembre Obama hizo oficial la confirmación en el cargo.
El presidente electo podía esgrimir varios motivos para mantener a Gates, técnicamente un independiente pero en la práctica un republicano –bien que no militante-, en la jefatura del Pentágono. En primer lugar, porque su insistencia en reconstruir el consenso bipartidista en las políticas exterior y de seguridad sintonizaba muy bien con la plataforma de cambio reformista difundida por el demócrata, que en la campaña había prometido integrar a los republicanos en su acción de gobierno. En segundo lugar, porque, aunque había sido contrario a esa guerra desde el principio y también había rechazado la surge en 2007, Obama reconocía y apreciaba los avances producidos en Irak bajo la secretaría de Gates, que permitirían acometer, aunque con seguridad en un plazo más dilatado (los generales pedían máxima prudencia), su promesa electoral de retirada militar en un período de 18 meses. Gates ya tenía entre manos un plan, anunciado por Bush en septiembre, para la marcha de 8.000 soldados en el primer semestre de 2009; con Obama de comandante en jefe, el proceso de repliegue podría continuar hasta tener a todas las tropas fuera de Irak entre 2010 y 2011. De Gates, Obama esperaba una "conclusión responsable de la guerra de Irak mediante una transición exitosa al control irakí".
En tercer lugar, Gates, como secretario de Defensa, había dejado meridianamente clara su nula simpatía por el recurso a la fuerza para neutralizar la amenaza nuclear de Irán, aunque esa era una opción más a tener en cuenta. Se trataba de un enfoque ponderado que casaba con lo dicho por Obama al respecto, sobre que abriría la puerta al diálogo con Teherán para una solución negociada y que consideraría las acciones militares sólo como último recurso. En cuarto lugar, Gates procedería de buena gana a clausurar el centro de detención de Guantánamo, otra de las divisas electorales de Obama, aunque antes habría que determinar el estatus y el destino de los prisioneros, y revisar todos y cada uno de los procesos judiciales ya incoados. En suma, se trataba de acatar las Convenciones de Ginebra sobre el trato a prisioneros de guerra y de levantar el estado de excepción legal. Y, tanto o más importante que lo anterior, Gates y Obama coincidían en la estrategia a aplicar en Afganistán y Pakistán, donde iban a volcarse muchos más recursos militares, materiales y humanos, ahora que se aliviaban las cargas en Irak, ya que la derrota de las fuerzas de Al Qaeda y los talibanes constituía una acuciante prioridad.
(Cobertura informativa hasta 1/1/2009)