Néstor Kirchner
Presidente de la Nación (2003-2007); gobernador de Santa Cruz (1991-2003)
Néstor Kirchner, presidente de Argentina en 2003-2007, presidente del Partido Justicialista, diputado nacional, secretario general de UNASUR e hipotético aspirante a la jefatura del Estado de nuevo en 2011, sucediendo a su esposa Cristina Fernández, falleció repentinamente en octubre de 2010, dejando al país sumido en la consternación y la duda. El incuestionable hombre fuerte de la política argentina desde hacía un septenio, últimamente como co-regente de hecho en el Gobierno de su esposa, emergió desde la remota Santa Cruz impugnando el legado neoliberal de la década menemista y prometiendo rescatar al Estado y la sociedad de la devastadora crisis de 2001-2002 con un programa expansionista de producción y trabajo. Su Frente Para la Victoria (FPV), situado en la izquierda del peronismo, consiguió arrebatar al sector duhaldista el control mayoritario del PJ; como mandatario, hizo gala de un estilo heterodoxo, fuertemente ejecutivo, e inauguró una política favorable al final de la impunidad de las violaciones humanitarias de la dictadura.
Kirchner reestructuró y liquidó la deuda externa con el FMI, canjeó con quita la deuda soberana y obtuvo un histórico superávit fiscal, mientras la economía creció a tasas chinas, y el paro y la pobreza retrocedieron. El nuevo modelo económico, con elementos intervencionistas, trajo estabilidad y credibilidad financieras, pero encajó los repuntes inflacionarios y la escasez de inversiones. En la política exterior, su discurso crítico de nacionalista sudamericano priorizó sobre Estados Unidos la alianza estratégica, ligada a las preocupaciones integracionistas y energéticas, con el Brasil de Lula da Silva y la Venezuela de Hugo Chávez, aunque su pelea con Uruguay dañó el Mercosur, pese a considerarse su paladín. Kirchner afrontó escándalos de corrupción institucional y tras dejar el cargo recibió denuncias de enriquecimiento ilícito y orquestó una ofensiva del oficialismo contra la prensa no afín.
(Texto actualizado hasta octubre 2010)
1. Un recóndito gobernador de la Patagonia austral
2. Subida al escenario nacional en la debacle del posmenemismo
3. La apuesta presidencial de 2003: decisivo apoyo del peronismo duhaldista y plataforma socialdemócrata para sepultar la crisis
4. El final de la impunidad de las violaciones de la dictadura
5. Alivio de la carga deudora y recuperación económica y social
6. La construcción del kirchnerismo: expansión del FPV, control del justicialismo y el gobierno por decreto; el estilo K
7. Pilar del eje progresista sudamericano entre Lula y Chávez
8. Una empresa político-conyugal: la sucesión por Cristina Fernández en 2007
9. Reserva de poder determinante fuera de la Casa Rosada
10. Fallecimiento en 2010: de la conmoción a la incertidumbre
1. Un recóndito gobernador de la Patagonia austral
El estadista argentino nació en 1950 en el seno de una familia con ascendientes europeos y de religión católica; el padre, Néstor Carlos Kirchner, laboraba de funcionario de correos y descendía de alemanes y suizos, mientras que la madre, María Ostoic, era hija de inmigrantes croatas radicados en Punta Arenas, Chile. Tenía dos hermanas, Alicia Margarita, mayor, y María Cristina, menor. Los Kirchner residían en Río Gallegos, capital de la provincia de Santa Cruz, un territorio de la Patagonia austral de clima árido y frío, muy escasamente habitado (hoy en día continúa siendo la provincia argentina con menor densidad de población no obstante tratarse de la segunda más extensa, unas 230.000 personas para una extensión comparable a la del Reino Unido, lo que da menos de un santacruceño por kilómetro cuadrado) y tradicionalmente relegado de las instancias de poder político y económico de la nación
El muchacho cursó la enseñanza primaria en escuelas públicas provinciales y el bachillerato en el Colegio Nacional República de Guatemala. Desde temprana edad militó en el Movimiento Justicialista, primero como miembro de una Juventud Peronista que en aquella época, a finales de la década de los sesenta, estaba impregnándose de radicalismo izquierdista al calor de la oposición a las dictaduras militares; de ese proceso emergieron grupos partidarios de la lucha armada y la guerrilla urbana como los Montoneros y las Fuerzas Armadas Revolucionarias, los cuales entraron en conflicto con Juan Domingo Perón en 1973 cuando el viejo general retornó triunfalmente del exilio y a la Presidencia de la Nación de la que había sido expulsado en 1955. El joven Kirchner canalizó sus actividades en la Federación Universitaria de la Revolución Nacional (FURN), grupo inciertamente conectado con los Montoneros y que en 1973 se fusionó con el Frente de Agrupaciones Eva Perón (FAEP) para dar lugar a la Juventud Universitaria Peronista (JUP). En noviembre de 1972 el santacruceño estuvo entre la muchedumbre que acudió al bonaerense aeropuerto de Ezeiza para recibir a Perón en su primer regreso a Argentina.
En marzo de 1975 Kirchner era un militante de la izquierda peronista no extremista y un estudiante de Derecho en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) cuando contrajo matrimonio civil, tras medio año de noviazgo, con Cristina Fernández, natural de la citada capital de la provincia de Buenos Aires y compañera de estudios y de militancia partidaria tres años más joven, quien iba a desarrollar su propia carrera política, paralela a la de su esposo. En febrero de 1977 la pareja de veinteañeros iba a tener a su primer retoño, Máximo, y trece años después iba a nacerles una niña, Florencia.
En 1976, el año del derrocamiento por las Fuerzas Armadas de la viuda del fundador y caudillo del justicialismo, Isabel Perón, Kirchner recibió el título de abogado y a continuación regresó a su Río Gallegos natal para ejercer la profesión junto con Cristina, que tenía la carrera a medio cursar. Atrás dejó la feroz represión que desde 1973, primero por cuenta de la Triple A, organización clandestina asociada al peronismo de ultraderecha, y ahora al desatar los militares en el poder un terrorismo de Estado a gran escala, venía abatiéndose sobre la multiforme izquierda peronista en el Gran Buenos Aires. A principios de aquel año, poco antes del golpe de Estado, el matrimonio sufrió un encarcelamiento de unos días de duración por su pasada militancia en la Juventud Peronista.
Fragmentaria y muy escasa es la información divulgada por los medios argentinos sobre el quehacer del futuro presidente en el tenebroso septenio en que Argentina estuvo regida por las juntas militares y el peronismo, muy en particular su ala izquierda, padeció las sevicias de la guerra sucia. La pareja Kirchner descartó la clandestinidad en favor de una vida pública, desde su estudio jurídico en Río Gallegos, que no estaba exenta de peligros, tal como testimonian las dos noches que pasó él en los calabozos de una comisaría en marzo 1977, semanas después de estrenar la paternidad con Máximo. Sin embargo, puede decirse que durante un lustro Kirchner, mirando más que nada por su seguridad y la de su familia, mantuvo sus actividades políticas congeladas. Tampoco hay constancia de que en su profesión defendiera casos relacionados con la conculcación de los Derechos Humanos. Económicamente le fue bastante bien, ya que al pequeño bufete que regentaba no le faltaban los contratos y además realizó unas inversiones muy lucrativas, que le convirtieron junto con su mujer en el propietario de una veintena de inmuebles y terrenos.
En 1982, a la caída de la tercera Junta Militar, noqueada por el desastre bélico en las Malvinas y el inicio de la restauración democrática, Kirchner emergió a la vida pública desde un puesto de funcionario en la administración provincial de Río Gallegos. Luego de poner en marcha un círculo de encuentro político, el Ateneo Teniente General Juan Domingo Perón, a finales de 1983, coincidiendo con la elección del radical Raúl Alfonsín como jefe civil del Estado, fue nombrado presidente de la Caja de Previsión Social de la provincia. Aunque en julio de 1984, debido a una disputa sobre las políticas financieras de la entidad, fue destituido de este puesto por el entonces gobernador provincial, el peronista Arturo Puricelli, Kirchner llegó a convertirse en una celebridad local y comenzó a construirse una base de apoyos, fundamental para realizar sus ambiciones políticas. En las luchas fratricidas que en estos años libraron la vieja guardia derechista fiel a Isabel Perón y el sector renovador impulsado entre otros por el bonaerense Antonio Cafiero y el riojano Carlos Menem, el santacruceño se alineó con los segundos.
En 1986 el abogado ya había adquirido el suficiente caché como para hacerse con la candidatura a intendente (alcalde) de Río Gallegos en la elección interna de la sección local del Partido Justicialista. Dicho y hecho, en los comicios del 6 de septiembre de 1987 Kirchner ganaba su primer mandato representativo con un centenar largo de votos de ventaja sobre su contrincante radical, mientras que su camarada Ricardo del Val retenía para el PJ la gobernación de una provincia que en los años siguientes iba a mantenerse férreamente en manos peronistas. La gestión de Kirchner como primer edil de la capital provincial en el período 1987-1991 satisfizo a la dirección nacional peronista y a los votantes, y su acopio de méritos le calificó para ser el aspirante del oficialismo al puesto vacante de gobernador. El ascenso de Kirchner se vio favorecido por la caída de del Val, quien en noviembre de 1990 había tenido que renunciar tras perder un juicio político. En las elecciones del 8 de septiembre de 1991, cuando ya habían cumplido el bienio de vida el Gobierno nacional presidido por Menem y el mandato de Cristina Fernández como miembro de la Cámara de Diputados provincial, el intendente riogalleguense se apuntó la victoria con el 61,1% de los votos.
El 10 de diciembre de 1991 Kirchner asumió la gobernación de Santa Cruz cuando la provincia, que aportaba sólo el 1% del PIB nacional con sus discretas producciones del sector primario, estaba azotada por la crisis económica, el paro y un déficit de sus cuentas públicas que ascendía a los 1.200 millones de dólares al cambio. La receta aplicada por el nuevo gobernador consistió en fuertes inversiones públicas para estimular la actividad productiva, la contratación laboral y el consumo, estrategia en favor del crecimiento que se situó en las antípodas del modelo liberal ortodoxo, concentrado en la eliminación de la hiperinflación, en el reajuste monetario y la desregulación del Estado, que estaba aplicando Menem en el Gobierno nacional.
Toda vez que Kirchner hizo un manejo eficiente del limitado presupuesto provincial, con eliminación de gastos improductivos, y de las regalías de la explotación de los hidrocarburos, principal riqueza del territorio y fuente de ingresos, la consecuencia de sus políticas expansionistas y sociales fue que al cabo de una década Santa Cruz exhibía un rostro de prosperidad que encima presumía de equilibrio fiscal, incluso de superávit en algún ejercicio. La remota Santa Cruz saneó sus finanzas y pasó a encabezar la lista de provincias, tras la Capital Federal, con mejor distribución de la riqueza y menor índice de pobreza.
Kirchner se labró un perfil un tanto singular de peronista de centro-izquierda, crítico tanto con el modelo neoliberal de Menem como con la burocracia sindical del justicialismo, y que otorgaba tanta importancia al control de la balanza fiscal como a un modelo de crecimiento sobre bases productivas, no especulativas, y nacionales, no expuestas a los flujos y reflujos del capital foráneo. En lo referente a los Derechos Humanos y la consideración de los años de la dictadura, Kirchner estaba considerado progresista. Así, en diciembre de 1990 manifestó su repudio a la decisión de Menem de indultar a los antiguos comandantes de las juntas y a dirigentes de los Montoneros. Cabe precisar que la labor administradora de Kirchner en Santa Cruz estuvo facilitada por las escasas dimensiones del aparato económico y el mercado laboral de la provincia, además de que no estuvo exenta de fuertes críticas. Para sus detractores, Kirchner no era muy diferente de otros gobernadores peronistas que mandaban en sus jurisdicciones con talante personalista y autoritario. Un generoso albedrío que se manifestó sobre todo en el manejo de los medios de comunicación provinciales y los nombramientos para las magistraturas judiciales de personas de confianza. Por lo demás, el control público de los nuevos puestos de trabajo y una economía acusadamente subsidiada facilitaban la manutención de una electoralmente provechosa red de clientelismo político, típica de los feudos de provincias.
Además, Kirchner dispuso la enmienda de la Constitución provincial en dos ocasiones, en 1994 y 1998, para habilitar la reelección indefinida del gobernador, una reforma hecha a su medida que siguió los pasos de la realizada por Menem en el ámbito nacional. Elegido en 1992 secretario de Acción Política del Consejo Nacional del PJ y presidente del Concejo justicialista en Santa Cruz, amén de presidente de la Organización Federal de Estados Productores de Hidrocarburos (OFEPHI), el 10 de abril de 1994 Kirchner salió elegido convencional nacional constituyente a la par que su esposa Cristina, ambos en representación de Santa Cruz. Como miembro de la Asamblea Constituyente que pactaron Menem y Alfonsín en diciembre de 1993, Kirchner participó en la elaboración de la nueva Carta Magna, que entre otras novedades incluía la reelección presidencial para un segundo período consecutivo de cuatro años en lugar del mandato sexenal no prorrogable.
Al socaire de su propia reforma constitucional en casa, en los comicios del 14 de mayo de 1995 Kirchner fue reelegido con un contundente 66,5% de los votos, que duplicó ampliamente la cuota obtenida por su rival de la Unión Cívica Radical (UCR), para un segundo cuatrienio, el mismo período ganado por Menem en la votación presidencial. Su distanciamiento del carismático y controvertido jefe del Estado y jefe nominal del partido lo expresó a las claras Kirchner en 1996 con la puesta en marcha de la llamada Corriente Peronista, una línea interna del Movimiento Justicialista con pretensiones de ser un espacio de reflexión y debate suprapartidista, y que hacía hincapié en la política en lugar de las soluciones economicistas para confrontar los problemas del país.
2. Subida al escenario nacional en la debacle del posmenemismo
La decisión de Menem en 1998 de postularse de nuevo para la Presidencia mediante una segunda reforma constitucional ad hoc si fuera preciso suscitó un muy fuerte movimiento de rechazo en las filas peronistas, ya agrietadas por la polémica gestión económica y social del equipo de Gobierno, que pasó a capitanear el gobernador de la provincia de Buenos Aires y ex vicepresidente de la Nación Eduardo Alberto Duhalde, una figura de gran peso dentro del justicialismo por su control hegemónico sobre la estructura partidaria en el distrito más importante del país. Entonces, Kirchner salió a posicionarse con Duhalde para detener en seco a un líder cuestionado, Menem, que, con sus deseos de perpetuarse en el poder y la defensa a capa y espada de los intereses particulares de sus leales, estaba perjudicando las ambiciones y cotos de poder territorial de un amplio elenco de dirigentes que no comulgaban con muchas de las políticas del jefe del Estado. Paradójicamente, quien empezó a darse a conocer ante la opinión pública nacional como un firme detractor de la "re-reeleción" del inquilino de la Casa Rosada porteña no veía ningún problema a su propia renovación indefinida en Río Gallegos.
En las elecciones generales del 24 de octubre de 1999 Duhalde fue batido por el candidato de la pujante Alianza entre la UCR y el centroizquierdista Frente País Solidario (Frepaso), Fernando de la Rúa, mientras que en la Cámara de Diputados el PJ fue desbancado del primer puesto. La marea ascendente del aliancismo se notaba también en Santa Cruz, pero en su elección doméstica, celebrada el 23 de mayo anterior, Kirchner había aguantado sin grandes apuros el envite y ganado su tercera gobernación consecutiva con el 54,7% de los votos frente al 44,1% cosechado por el radical Anselmo Alfredo Martínez, intendente de Río Gallegos desde 1991 y sublema mejor situado dentro de la Convergencia, el lema electoral formado, en pintoresca coalición de fuerzas, por la Alianza y el menemista Movimiento Federal Santacruceño (Mofesa), este último animado por Arturo Puricelli, el gobernador peronista de Santa Cruz en 1983-1987 y viejo adversario de Kirchner dentro del partido.
Llamado por sus paisanos Lúpin por que les recordaba, con su físico desgarbado, su nariz prominente y sus ojos camaleónicos, a un popular personaje de tebeo argentino, Kirchner se ubicó nítidamente en las filas duhaldistas, dedicadas a la doble tarea de regatear las fintas de un menemismo desacreditado pero resuelto a defender sus parcelas de poder, y de plantear la oposición al aliancismo en las instituciones del poder nacional. El desgalichado regidor santacruceño ganó ascendiente en la alta política nacional, dentro de una tendencia que otorgaba a los jefes provinciales del peronismo, a fin de cuentas los dueños del capital electoral de un partido mermado tras los últimos comicios, un peso creciente en los órganos de dirección internos del PJ. Con la seguridad y la confianza que brindaba estar al frente de una de las provincias menos golpeadas por la pobreza, el desempleo y la crispación social, Kirchner fue testigo del imparable deterioro del Gobierno de de la Rúa, el cual se mostró incapaz de confrontar eficazmente una crisis económica y financiera de enorme magnitud, la más aguda desde la independencia en 1816, que le estalló en las manos como, en buena parte que era, la herencia funesta de Menem.
En efecto, los gobiernos menemistas habían terminado con la pesadilla inflacionaria, conseguido varios años de crecimiento económico y emprendido una profunda reforma del Estado, con desregulaciones, privatizaciones y supresión de subvenciones, en aras de la participación competitiva de Argentina en las dinámicas subregionales de desarme arancelario y en la nueva economía globalizada. Pero todo el sistema se había hecho descansar sobre estructuras más bien hueras o hipotecadas, con destrucción de tejido industrial nacional, dependencia exagerada de la inversión foránea, proliferación descontrolada de los capitales especulativos, recurso al endeudamiento interno y externo para compensar el déficit fiscal en ausencia de un sistema tributario racional y, finalmente, resentimiento de las exportaciones como consecuencia del tipo de cambio fijo y sobrevalorado entre el peso y el dólar.
El 19 de diciembre de 2001 se declaró el temido y anunciado estallido social en Buenos Aires y otras ciudades del país con el detonante inmediato del corralito financiero, esto es, la inmovilización parcial y temporal de todos los saldos bancarios como medida desesperada del Gobierno aliancista para evitar la fuga masiva de depósitos. En los días siguientes se abatió sobre Argentina una vorágine de mudanzas políticas e institucionales sin precedentes, empezando por la renuncia de de la Rúa el 20 de diciembre. Por lo que se refirió a Kirchner, jugó un papel relevante en las graves decisiones políticas que se tomaron en estos días convulsos. Así, los medios periodísticos citaron al santacruceño entre los participantes en un conciliábulo restringido de líderes regionales justicialistas que consensuó la colocación de uno de los suyos, Adolfo Rodríguez Saá, gobernador de San Luis, para el puesto de presidente interino de la Nación. Todos estos capitostes provinciales, inclusive el bonaerense Carlos Ruckauf, el santafesino Carlos Alberto Reutemann y el cordobés José Manuel de la Sota, albergaban, o se sospechaba que albergaban, ambiciones presidenciales, y otorgaron la investidura congresual a Rodríguez Saá en la creencia de que éste se iba a conformar con servir el interinato y convocar elecciones presidenciales anticipadas para marzo.
Cuando el puntano dejó entender que no se descalificaba para la carrera electoral y además dio muestras de afrontar la calamitosa situación económica con talante populista y escaso sentido de la realidad, Kirchner y los demás barones le retiraron al punto su apoyo, de manera que el 30 de diciembre, con la calle hirviendo en una segunda ola de protestas, Rodríguez Saá hubo de renunciar tras sólo una semana de ejercicio. Entonces, el santacruceño calificó la efímera presidencia de su colega de "retorno al populismo de los años 30". El minué de inquilinos en la Casa Rosada tocó a su fin el 1 de enero de 2002 con la investidura de Duhalde como presidente interino, y aunque la sensación de una inminente y catastrófica desintegración social, e incluso de una guerra civil al decir de los agoreros, se difuminó, siguió respirándose una atmósfera extraordinariamente enrarecida, con la tensión a flor de piel.
Kirchner no cuestionó las medidas de contingencia que el Gobierno de Duhalde fue aplicando a lo largo de 2002, las cuales apuntaron a un nuevo modelo económico y social en Argentina. Estas fueron fundamentalmente dos, y ambas hicieron notar sus efectos balsámicos: una de tipo estructural, la abrogación de la Ley de Convertibilidad, con la consiguiente devaluación de la divisa argentina y la pesificación de los créditos de los particulares; y otra puramente coyuntural, el levantamiento gradual del corralito, a medida que la crisis de iliquidez del sistema financiero iba apagando luces rojas. Ahora bien, en su jurisdicción, Kirchner se las ingenió para minimizar el impacto brutal que el corralito y la pesificación estaban teniendo sobre el poder adquisitivo de la población sacando más de 500 millones de dólares del erario provincial provenientes de regalías petroleras mal liquidadas por el Estado y depositándolos en cuentas bancarias de Suiza y Luxemburgo. La heterodoxa medida, hurtada al control de los órganos públicos, aseguró la solvencia del erario provincial, aunque en 2004, con el gobernador convertido ya en presidente, la justicia federal iba a abrir una investigación penal por unos supuestos de defraudación y malversación de caudales públicos, tal como denunció la oposición santacruceña.
3. La apuesta presidencial de 2003: decisivo apoyo del peronismo duhaldista y plataforma socialdemócrata para sepultar la crisis
Mientras el traumatizado país dejaba atrás la fase más angustiosa de la crisis, si bien en el camino se iban quedando millones de damnificados entre trabajadores despedidos, ahorradores arruinados y nuevos pobres, en el justicialismo fueron poniéndose sobre la mesa las distintas ambiciones presidenciales, hasta entonces más o menos soterradas, un proceso que se aceleró después de que Duhalde decidiera en julio de 2002 adelantar las elecciones presidenciales medio año, a marzo de 2003 (posteriormente la fecha se retrasó a abril). Kirchner, Menem, Rodríguez Saá, de la Sota y el gobernador de Salta, Juan Carlos Romero, anunciaron su intención de presentarse a un proceso de elecciones primarias del PJ que primero se anunció para noviembre de 2002 y que luego se postergó a febrero de 2003, dejando al ganador de las mismas muy poco tiempo para preparar las presidenciales. Duhalde estaba resuelto a frustrar las posibilidades de sus predecesores en la Casa Rosada, Menem y Rodríguez Saá, que aventajaban ostensiblemente a los otros tres en la intención de voto de los afiliados; si los antagonismos del justicialismo se zanjaban en una elección primaria, el vencedor sería muy probablemente, bien el riojano, bien el puntano.
El presidente primero confió en la presentación de Reutemann, pero el ex piloto de Fórmula 1 declinó competir en estas condiciones de atomización de las postulaciones justicialistas. Entonces, Duhalde trasladó sus preferencias al cordobés de la Sota. Pero el 15 de enero de 2003, en un nuevo y sorpresivo viraje, el jefe del Estado anunció que su apuesta para la sucesión era Kirchner, hasta hacía bien poco hundido en las encuestas por detrás de sus rivales, porque compartía "sus ideas vinculadas a la defensa de la producción" y porque figuraba entre los que no querían "volver atrás", en alusión a las políticas de ajuste de Menem. El apoyo de Duhalde implicaba para Kirchner tener detrás, no sólo el núcleo oficialista del partido y la institución presidencial, sino todo el aparato peronista de la provincia de Buenos Aires, con mucha diferencia el distrito político y económico más importante del país. Al día siguiente del público respaldo de Duhalde, Kirchner celebró el acto de presentación oficial de su precandidatura arropado por una representación del peronismo bonaerense y por funcionarios del Gobierno Nacional. Desbordando autoconfianza, el gobernador patagónico afirmó que no le faltaba coraje "ni todo lo que hay que tener" para sacar a Argentina de su postrada situación.
El 24 de enero Duhalde, con el acuerdo de Kirchner, remachó su estrategia al obtener del Congreso del PJ la aprobación a su moción para suspender la elección partidaria interna y trasladar la liza del santacruceño y los dos ex presidentes —de la Sota y Romero abandonaron la carrera— directamente a la elección presidencial del 27 de abril. La inédita decisión fue adoptada pese al fallo de una juez federal con competencia electoral en la que prohibía la reforma de la Carta Orgánica del PJ con aquel objeto, y en ausencia del sector menemista, que puso el grito en el cielo.
Con el argumento de que los tres aspirantes presentaban de hecho programas contrapuestos, el aparato del partido controlado por los oficialistas resolvió que Kirchner, Menem y Rodríguez Saá concurrieran bajo un régimen llamado de neolemas, es decir, con la autorización de exhibir los símbolos partidarios comunes y los lemas específicos de cada lista, pero sin adjudicación de todos los sufragios justicialistas al más votado de entre ellos, de suerte que, desde el principio hasta el final, los tres iban a enfrentarse como si pertenecieran a partidos diferentes. El artificio era una variedad, teóricamente pergeñada para esta ocasión excepcional, de la tradicional ley de lemas, concebida para dar satisfacción a una pluralidad de ambiciones presidenciales en una formación política, pero que al mismo tiempo favorecía la dispersión del voto de dicha fuerza partidaria. El compañero de fórmula de Kirchner era Daniel Scioli, un antiguo deportista náutico metido a político con los auspicios de Menem.
Desprovisto del carisma, el conocimiento público y el desparpajo mediático de Menem y Rodríguez Saá, y, en opinión de algunos analistas, de esa visión estratégica, propia del estadista avezado, de la situación de Argentina en el mundo de la que tanta gala hacía Menem, el gobernador santacruceño arrancó la campaña de las presidenciales en una posición zaguera tras sus dos conmilitones y adversarios, y detrás también del ex ministro delarruísta Ricardo López Murphy, valedor de una plataforma liberal. Para atraer votos, Kirchner se apoyó en la figura del ministro de Economía de Duhalde, Roberto Lavagna, que tenía una imagen positiva por su gestión anticrisis, y anunció que lo mantendría en su futuro Gabinete, lo que equivalía a dar continuidad al programa económico duhaldista. Cristina Fernández, que desde 1995 venía realizando una labor política descollante como senadora y diputada santacruceña en el Congreso Nacional, aportó a la campaña de su marido un elemento de atracción nada desdeñable, más cuanto que ella había gozado hasta hacía poco de un mayor conocimiento por el público nacional que él.
La lista presidencial de Kirchner, el Frente Para la Victoria (FPV), presentó el programa Un país en serio, que incidía en una serie de primeridades, cuyo compendio vendría a ser el eslogan de Primero Argentina: la producción, el trabajo, la justicia, la equidad, la educación y la salud. En este manifiesto a caballo entre la social democracia y el social liberalismo, intencionadamente contrastado con la experiencia y la herencia del menemismo, Kirchner proponía un modelo productivo y laboral que exigía "articular inteligentemente y con sentido nacional lo público y lo privado", de manera que Estado y mercado (preferentemente, el interno) pudieran "asociarse en la construcción de un país distinto" con un reparto de funciones: el primero, "promoviendo, regulando y controlando"; el segundo, "invirtiendo, produciendo y ganando". En el terreno de lo concreto, Kirchner planteaba un buen número de objetivos.
Así, la plataforma del FPV se proponía obtener la reducción de las amortizaciones de capital y los intereses de la deuda externa, y la reprogramación de los servicios; mantener el régimen de cambio flotante, con el peso cotizando libremente con el dólar, vinculado a las necesidades del sistema productivo, con el fin de estimular las exportaciones y permitir la reducción progresiva de la dependencia de las importaciones; rebajar gradualmente los impuestos al consumo y establecer un sistema tributario simplificado y "progresivo", con tipos de retención más ceñidos al nivel de rentas contributivas, así como luchar vigorosamente contra el fraude fiscal y el contrabando; lanzar un vasto plan "neokeynesiano" de inversiones públicas en vivienda, transportes, educación y sanidad, con el objeto de reparar la arrasada red de prestaciones sociales y, de paso, generar cinco millones de empleos, directa o indirectamente; crear un programa laboral específicamente orientado a la microempresa; prolongar las subvenciones y las ayudas sociales del Gobierno, en especial las destinadas a combatir la pobreza extrema y el hambre en regiones concretas del país, en tanto durase la situación de emergencia; y renegociar los contratos y tarifas de las empresas proveedoras de servicios, aceptando un ajuste al alza inicial del 10% al 15% en algunas prestaciones.
Las puntualizaciones "cuidando el equilibrio fiscal" o "sin déficit fiscal" coleteaban como un mantra en las propuestas de Kirchner, en parte por convicción personal y en parte para tranquilizar al FMI, que seguía demandando restricción monetaria, no obstante hallarse el brote inflacionario en vías de solución gracias a la devaluación del peso (en abril de 2003 el índice de precios interanual fue del 15% frente al 41% anual registrado en 2002), así como la reindexación de las tarifas de los servicios públicos privatizados y prestados en su mayor parte por empresas extranjeras. El FMI reclamaba al Estado argentino nuevos ajustes y correcciones para avalar la financiación del sobrepago de intereses de la deuda soberana con acreedores privados, que ascendía a 60.000 millones de dólares, y para conceder reestructuraciones en el servicio de la deuda crediticia propia, que era lo que perseguía Kirchner, como nuevas postergaciones de pagos ya vencidos, so pena de incurrir Argentina en el ominoso default, el mismo que ya afectaba a la deuda externa privada. Por lo demás, desde la implosión de diciembre de 2001, el FMI se estaba negando a socorrer al país sudamericano con más ayudas de contingencia.
Aquellos compromisos financieros habían sido congelados, al igual que las tarifas de los servicios públicos, por Duhalde en enero de 2002. Desde entonces, el Gobierno saliente venía tejiendo, con actitud más retardataria que resolutiva en algunos aspectos, un extremadamente complicado encaje de bolillos: por un lado, buscaba ahorrar a una ciudadanía con los ingresos derrumbados el reajuste alcista de las tarifas; por el otro lado, aspiraba a recuperar la confianza de los fiadores trazándose el objetivo de un superávit fiscal primario (esto es, antes del pago de los intereses de la deuda) del 2,5% del PIB en 2003 y del 4% en 2004, balanza positiva que sólo podría venir gastando menos y recaudando más.
En 2003 Kirchner se lanzó a la justa presidencial haciendo suyo lo esencial de las políticas del Gobierno Duhalde, que implicaban un cambio de modelo económico, y comprometiéndose —aunque sin excesivas rotundidades— a ocuparse de las grandes tareas dejadas intactas o inconclusas por aquel, a saber: la reforma del sistema tributario y una lucha eficiente contra los delitos económicos; la remoción de las angustias contables del Estado, acuciado por los sucesivos vencimientos de deuda; la reforma del sistema bancario y la restitución de la solvencia de las entidades privadas; y una reforma general de las instituciones del Estado, que incluyera sendas reducciones de los cuerpos legislativo y judicial para ahorrar gastos corrientes.
Pero además, como si todo lo anterior no fuera suficiente, había que devolver las esperanzas de futuro a un país devastado socialmente, donde la pobreza en alguna de sus formas golpeaba ya al 54% de la población (20 millones de argentinos, de los cuales la mitad estaban considerados indigentes al ingresar menos de 220 dólares al mes), la tasa de desempleo excedía el 20% de la población activa, la previsión social recibía cotizaciones de sólo el 40% de la población ocupada y las penurias especialmente dramáticas de la desnutrición y el hambre estaban causando mortandad infantil en provincias como Misiones y Tucumán. Sobre el cálculo de Kirchner gravitaban los comportamientos moderadamente halagüeños de los precios, la cotización monetaria y la producción, que registró un crecimiento del 5% en el primer trimestre del año, frente a la brutal recesión, del -10,9%, experimentada por el conjunto de 2002.
Al cabo de una campaña caracterizada por la apatía y el escepticismo del electorado, mientras seguía reverberando el grito de hastío ¡Que se vayan todos! que había presidido las revueltas y movilizaciones del último año y medio, Kirchner llegó a la jornada del 27 de abril en competición muy reñida con Menem y López Murphy por el derecho a disputar la segunda vuelta, requerida constitucionalmente si el candidato más votado no reunía el 45% de las papeletas válidas o más del 40% y una ventaja de diez puntos sobre el siguiente candidato. En opinión de politólogos y expertos en análisis electoral, las opciones estaban abiertas en una tesitura muy fluida, donde las lealtades partidarias y las ataduras ideológicas clásicas contaban menos que la preferencia subjetiva y mudable por uno u otro candidato. Por primera vez en 57 años, la antinomia clásica peronismo-radicalismo no presidía unas elecciones generales y el primer movimiento político, además, se presentaba fraccionado en candidaturas rivales.
Pese a contar con tantos elementos a su favor, Kirchner sufrió una decepción. Con el 22% de los votos, fue superado por Menem, por la Lista Frente por la Lealtad, que se puso en cabeza con el 24,3%. Descalificados para la segunda ronda quedaron López Murphy (Lista Movimiento Federal Recrear), Rodríguez Saá (Lista Frente Nacional y Popular) y la independiente de centroizquierda y ex radical Elisa María Carrió (Lista Alternativa por una República de Iguales), receptores respectivamente del 16,3%, el 14,2% y el 14,1% de los sufragios. En un distante y testimonial sexto puesto quedó el candidato de la UCR, Leopoldo Raúl Guido Moreau, que sólo recogió el 2,3% de los votos. El peor resultado nunca cosechado por un presidenciable radical era todo lo que quedaba del efímero fenómeno aliancista, que tantas expectativas había levantado a finales de los años noventa. La papeleta de Kirchner acaparó el 78,7% de los votos en Santa Cruz y fue también la preferida en la provincia de Buenos Aires (el 25,2%) y el Gran Buenos Aires (27,8%); ahora bien, en la circunscripción propiamente capitalina, otrora bastión del voto radical y frepasista, Kirchner sólo quedó en tercer lugar tras López Murphy y Carrió. La participación en todo el país fue del 78,2%.
Kirchner celebró su paso a la segunda vuelta del 18 de mayo elevando un llamamiento a la población para que escogiera entre dos modelos de país, el de "la exclusión y el endeudamiento", que representaba Menem, y el de una "Argentina de igualdad y con posibilidades para todos", que auspiciaba él. También, expresó su confianza en aglutinar todo el voto de rechazo que Menem suscitaba, especialmente en los votantes de López Murphy y Carrió, en el electorado urbano susceptible de definirse en la categoría socioeconómica (barrida por la crisis) de clase media, o en aquellos que podían apreciar en el santacruceño un perfil más frepasista que peronista. El apoyo implícito de Carrió y el espaldarazo de líderes peronistas como de la Sota así como, ya fuera de la política nacional, de los presidentes socialistas de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, y Chile, Ricardo Lagos, a los que comunicó en Brasilia y Santiago su deseo de priorizar un Mercosur integrado económica y políticamente frente al Área de Libre Comercio de Las Américas (ALCA) patrocinada por Estados Unidos —y secundada con entusiasmo por Menem—, convirtieron a Kirchner en un presidente in péctore antes de celebrar la segunda vuelta. Las encuestas adjudicaban ahora entre un 60% y un 70% de intención de voto al santacruceño, si bien semejante caudal de apoyos no obedecía tanto a méritos propios como a un rechazo frontal a ver de nuevo a Menem presidiendo el país.
Sin embargo, la segunda ronda no llegó a disputarse porque cuatro días antes, el 14 de mayo, Menem anunció su retirada del proceso electoral, decisión que suscitó la increpación general. Al parecer, el ex presidente prefería arrojar la toalla a sufrir su primera derrota, y por goleada, en una carrera cuajada de éxitos electorales, y también para arrojar una sombra de ilegitimidad sobre Kirchner, convertido así en presidente electo con el nivel de voto popular más bajo en la historia de Argentina. También se habló de un intento de Menem de condicionar al futuro presidente, mala noticia para un aspirante a estadista que ya se había embarcado en la carrera a la Casa Rosada con una imagen de predilecto de Duhalde.
Visiblemente irritado por este escamoteo de un capital electoral masivo que, con certeza, le habría permitido gozar de un período de gracia popular más prolongado a la espera de resultados concretos de su gestión, Kirchner devolvió los dardos dirigidos por Menem acusándole de "cobarde" y de "huir" de sus responsabilidades, y definió expresamente su decisión como un "intento de deslegitimar la voluntad de cambio expresada por la sociedad" y de "mostrar débil y frágil al Gobierno que se inicia para tratar de imponerle la continuidad de las políticas llevadas adelante durante la década de los noventa". Consciente de su débil debut, Kirchner aseguró que presidiría "con todos los argentinos" y explicó que su idea era que "el consenso se refleje en el país que se va a construir" y no en "acuerdos entre dirigentes para cambiar apoyos por cargos", una "práctica vieja que los argentinos no quieren más". Por de pronto, iba a tener que gobernar durante medio año, hasta las elecciones legislativas de octubre, con la actual composición del Congreso, donde funcionaba un bloque justicialista de unos 150 diputados y senadores, de los cuales menos de la tercera parte eran duhaldistas, luego, teóricamente al menos, kirchneristas.
El 25 de mayo de 2003, una vez cesado en la gobernación de Santa Cruz, que asumió el vicegobernador Héctor Icazuriaga, Kirchner recibió de Duhalde en el Congreso los atributos de presidente constitucional e inició su mandato de cuatro años (largos, pues el período vencía el 10 de diciembre de 2007), en una ceremonia a la que asistieron sólo uno (Alfonsín) de los otros cuatro presidentes de la Argentina democrática y una decena de mandatarios latinoamericanos, entre ellos el brasileño Lula, el chileno Lagos, el cubano Fidel Castro (con el que abordó la normalización de las relaciones bilaterales, malparadas desde la retirada del embajador en La Habana por el Gobierno de la Rúa en 2001), el venezolano Hugo Chávez y el ecuatoriano Lucio Gutiérrez.
En su discurso inaugural, donde no hizo ninguna referencia a Juan Perón, a Eva Perón o a Duhalde, Kirchner realizó una vehemente defensa del Estado como garante de la dimensión social del mercado, interviniendo allá donde éste "excluye y abandona", esgrimió las nociones de "capitalismo nacional" y "modelo argentino de producción, trabajo y crecimiento sustentable", y llamó a extender la seguridad jurídica a todos y cada uno de los argentinos independientemente de su estatus social y económico. Fue una alocución en la que gravitó constantemente el rechazo del orador al modelo neoliberal propio de la década precedente. Junto con Kirchner debutó en el Gobierno nacional su hermana Margarita, nombrada por aquel titular del nuevo Ministerio de Desarrollo Social.
4. El final de la impunidad de las violaciones de la dictadura
Kirchner acompañó su estreno en la Casa Rosada con una catarata de medidas enérgicas, concebidas para subrayar su dinamismo de gobernante comprometido con el cambio de rumbo en Argentina, pero también para construir una base de poder político propio, autónomo del duhaldismo, vistos el escaso volumen de votos obtenido en las urnas y el intento de Menem de deslegitimar su mandato antes de iniciarse. La ola de entusiasmo que el mandatario levantó con sus primeras actuaciones, aplaudidas por más del 70% de los encuestados, permitió aventurar el éxito de sus pretensiones, que requirieron el ejercicio de la autoridad presidencial sobre poderes fácticos y otros no políticos del Estado vistos como intocables por la ciudadanía. El descrito por la prensa como el "estilo K", que aunaba determinación, radicalidad y compromiso ético, comenzó a manifestarse de manera inmediata.
El 27 de mayo el presidente firmó unos decretos que reorganizaban la cúpula de las Fuerzas Armadas, donde el general Roberto Fernando Bendini relevó al teniente general Ricardo Guillermo Brinzoni como jefe del Estado Mayor del Ejército, el brigadier Carlos Rohde relevó al brigadier general Walter Domingo Barbero en la comandancia de la Fuerza Aérea, el contralmirante Jorge Omar Godoy sustituyó al almirante Joaquín Edgardo Stella al frente de la Armada, y el brigadier mayor Jorge Alberto Chevallier reemplazó al teniente general Juan Carlos Mugnolo en la jefatura del Estado Mayor Conjunto. En total, pasaron a retiro tres cuartas partes del generalato y la mitad del almirantazgo, una profunda mudanza de la institución castrense que causó malestar entre los afectados y que el Ejecutivo justificó en aras de la "renovación en todos los ámbitos", rechazando para la misma el calificativo de "purga".
A continuación, una vez iniciado junio, Kirchner dispuso la reestructuración a fondo de la Policía Federal a fin de mejorar la eficacia de la seguridad del Estado frente al incremento de la criminalidad común, pero también para hacer limpieza en un cuerpo gangrenado por la corrupción y blanco de fundadas denuncias de connivencias ilícitas con determinados delincuentes. Entonces, el presidente mantuvo en su puesto al jefe de la Policía Federal, el comisario general Roberto Giacomino, pero a primeros de octubre lo destituyó de modo fulminante al descubrir que había contratado a empresas administradas por familiares directos para proveer de material informático a un hospital policial sin la obligada licitación. Las corruptelas asolaban también a la Policía Provincial de Buenos Aires.
En noviembre siguiente, el escándalo de la corrupción se desplazó a la misma Casa Rosada, donde, tal como reveló un rastreo telefónico autorizado por la Corte Suprema de la Provincia de Buenos Aires, varias oficinas funcionariales mantuvieron comunicaciones cruzadas con los criminales autores de notorios secuestros con rescate económico y con despachos del Edificio Libertador, sede del Estado General Mayor del Ejército y del Ministerio de Defensa. La impresión general era que la Administración del Estado estaba infectada de corrupción en todos sus niveles, y el presidente se hizo eco de esta preocupante realidad con un gráfico diagnóstico, realizado en la presentación del Plan Nacional Anti-Impunidad, destinado a poner fin a la "gran debacle moral" que sufría Argentina: "Les puedo asegurar que donde uno toca, salta pus, en la mayoría de los lados, arriba, abajo y en el medio". Ahora bien, la batalla más ruidosa la planteó Kirchner en el mismo corazón de la institucionalidad civil de la República. Su objetivo en este ámbito no era otro que cambiar los rostros y el funcionamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el órgano más desprestigiado del país por su escandalosa politización, que lo había convertido en un instrumento al servicio del Gobierno de turno.
Nada más asumir el cargo, el presidente instruyó a su ministro de Justicia, Gustavo Béliz, para que impulsara una renovación de la Corte partiendo de la reactivación en el Congreso del juicio político a varios de sus miembros, empezando por su polémico presidente desde hacía una década, Julio Salvador Nazareno, un magistrado con un historial de sentencias favorables a Menem y su entorno. El Gobierno Duhalde había intentado apartar a los nueve magistrados de la Corte, cinco de los cuales mostraban una marcada tendencia menemista, promoviendo su juicio político, pero los afectados consiguieron detener el proceso en su contra tan pronto como se pusieron a emitir fallos contrarios a los decretos del Ejecutivo en materia económica. El 4 de junio Nazareno insinuó que podría practicar otro chantaje por el estilo, pero Kirchner reaccionó automáticamente, pidiendo a los legisladores la "instrumentación urgente" de los procedimientos que permitieran juzgar a "uno o algunos" de los miembros de la Corte Suprema.
La Cámara de Diputados así lo hizo. El 27 de junio, Nazareno, imputado ya en ocho expedientes por 22 cargos centrados en el "mal desempeño de sus funciones públicas", y confrontado con su juicio y destitución por el Senado, presentó la dimisión. Fue después de anunciar Kirchner el nuevo mecanismo de designación de los jueces del alto tribunal, que "autolimitaba" las atribuciones presidenciales a la hora de proponer al Senado los nuevos magistrados integrantes. "No nos interesa conformar una Corte Suprema adicta", explicó el mandatario cuando comunicó unas reglas pensadas para garantizar la "transparencia" de la elección y la "independencia" del futuro tribunal. A la renuncia de Nazareno le siguió en octubre la de Guillermo López, otro magistrado integrante de la llamada "mayoría automática" promenemista. En diciembre, un tercer ministro de la Corte, Moliné O’Connor, fue removido por el Senado, en la primera destitución de esta naturaleza desde 1947.
Paralelamente a sus actuaciones en los terrenos militar, policial y judicial, el inquilino de la Casa Rosada recibió a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y a otras organizaciones de Derechos Humanos, y abrió un diálogo con el movimiento piquetero (desocupados movilizados como fuerza de choque callejera) y con los sindicatos minoritarios, colectivos todos ellos escasa o nulamente escuchados por las administraciones anteriores. La iniciativa de dialogar con algunos de los actores más combativos de la sociedad civil y orientados a la izquierda formaba parte de una empresa, todavía embrionaria, de tejer un colchón proselitista fuerte y estable, que en buena parte tendría que succionar lealtades peronistas por el momento repartidas en los distintos feudos provinciales.
Transcurrido un mes desde el comienzo de su mandato, Kirchner, de una manera implícita pero inequívoca, transmitió el mensaje de que se disponía a inaugurar una nueva política favorable al final de la impunidad de las violaciones de los Derechos Humanos cometidas por miembros de las Fuerzas Armadas durante la última dictadura. Por de pronto, el Gobierno argentino asumió el principio de jurisdicción universal subyacente en las peticiones de extradición iniciadas por jueces de otros países, en particular de España; ello permitiría que militares argentinos que no podía ser perseguidos en casa al estar protegidos por las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, dictadas en 1986 y 1987 bajo la amenaza golpista de las Fuerzas Armadas, fueran juzgados en el extranjero por causas abiertas allí.
El 25 de julio de 2003 el presidente, mediante un decreto ad hoc derogatorio de otro decreto heredado del Gobierno de la Rúa y que invocaba el "principio de territorialidad", hizo obligatorio el trámite por la justicia nacional de todo pedido de colaboración o extradición proveniente de tribunales extranjeros, retirando al Ejecutivo la potestad de rechazar de entrada tales reclamaciones. Se abría así el camino para la extradición de los 46 antiguos altos oficiales y represores argentinos, entre ellos los comandantes vivos de la primera Junta Militar, el ex general Videla y el ex almirante Massera, reclamados por el juez Baltasar Garzón para ser juzgados en España por casos de genocidio, tortura y terrorismo. En los días siguientes, se hicieron efectivas las detenciones previas reclamadas por Garzón.
La promesa por Kirchner de que Argentina volvería "a la justicia y a la memoria" no se limitó al reconocimiento de la extraterritorialidad de la persecución y condena de unos delitos de lesa humanidad que eran imprescriptibles para el derecho internacional; el Ejecutivo se aseguraría de que lo fueran también para la justicia nacional. Pero para que los presuntos violadores de los Derechos Humanos en el período 1976-1983 pudieran ser procesados en Argentina, antes había que abolir las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que impedían a los tribunales aplicar punición al fijar dichas normas la extinción de acciones penales contra militares y civiles (la primera) y eximir de culpa a todos los uniformados por debajo del rango de brigadier (la segunda).
El 8 de agosto de 2003 el presidente decretó la adhesión efectiva a la Convención de las Naciones Unidas sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad. El Congreso había asumido la Convención, integrándola sobre el papel en el ordenamiento jurídico nacional, ya en 1995, pero desde entonces no se habían cumplido los trámites necesarios para depositar en la Secretaría General de la ONU el pertinente instrumento de adhesión. Mediante un segundo decreto, Kirchner envió al Congreso un proyecto de ley para darle rango constitucional a la Convención.
El Legislativo se movió con presteza. El 13 de agosto la Cámara de Diputados declaró "insanablemente nulas" las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Y en un segundo acto, el 21 de agosto, el Senado y la Cámara reunidos en Congreso sancionaron con fuerza de ley la nulidad de las citadas leyes y de paso otorgaron jerarquía constitucional a la Convención de la ONU. La histórica Ley nº 25.779 de 2003, hecha realidad gracias a la mayoría peronista, daba luz verde al procesamiento de los aproximadamente 1.100 imputados por delitos de secuestro, tortura, homicidio y desaparición que habían quedado impunes en 1986-1987, así como de otros tantos ex uniformados denunciados desde entonces. Al prevalecer la territorialidad sobre la extraterritorialidad, la Ley de Nulidad se interponía decisivamente a los eventuales juicios en el extranjero, y, de hecho, el Gobierno español se apresuró a comunicar que desistía de formular las extradiciones de los encausados por Garzón. Sin embargo, los procesos no podrían reactivarse en Argentina con garantías hasta que emitiera un veredicto inapelable y definitivo la Corte Suprema de Justicia, que debía pronunciarse sobre la demanda de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida realizada por varios jueces federales.
En marzo de 2004, al cumplirse 28 años de la asonada de 1976, el presidente advirtió a los militares que "nunca más se tiene que volver a subvertir el orden institucional", pidió perdón a las víctimas "en nombre del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades", y anunció la creación del Museo de la Memoria en el recinto de la infame Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el centro clandestino de detención y tortura de la dictadura. "No hay rencor ni odio. Lo que nos guía es la justicia y la lucha contra la impunidad", manifestó Kirchner tras protocolizar la transformación de la ESMA en Museo. Por lo demás, la convalidación de la Ley de Nulidad por la Corte Suprema, bajo la presidencia del magistrado Enrique Santiago Petracchi, se produjo el 14 de junio de 2005; entonces, el alto tribunal declaró la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Nada más conocer el fallo, Kirchner proclamó: "En Argentina, la impunidad ha terminado; este fallo devuelve la fe en la justicia".
En marzo de 2006, en la conmemoración popular y oficial del trigésimo aniversario del golpe, el presidente se mostró partidario de que la justicia anulara también los indultos concedidos por Menem en 1989 y 1990 a los máximos oficiales de las juntas militares juzgados y sentenciados antes de entrar en vigor la Ley de Punto Final. A su entender, el final de la impunidad de estas personas debía provenir de una declaración de inconstitucional de un tribunal de justicia, no de un decreto presidencial anulando otro decreto. "No puede haber reconciliación si hay algún resquicio de impunidad", afirmó tajante Kirchner en presencia de la cúpula de las Fuerzas Armadas, tras referirse a "la más cruenta experiencia antidemocrática de la historia argentina" y arremeter contra los poderes fácticos y sectores sociales que habían apoyado el golpe del 24 de marzo 1976; en lo sucesivo, el 24 de marzo, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, era feriado no laborable.
El 15 de septiembre siguiente, la Cámara de Casación Penal halló inconstitucional y declaró nulo el indulto en 1989 del ex general Santiago Omar Riveros, fallo que allanaba el camino para ulteriores veredictos de la Cámara en relación con otros indultos, como los de Videla y Massera. Voces de la oposición y otras críticas, distanciándose del sentir mayoritario, pusieron en duda que, pese a todo, Kirchner esgrimiera una política coherente de defensa de los Derechos Humanos en toda circunstancia, momento o lugar. Sectores de la derecha política, pero también organizaciones humanitarias y antiguos miembros de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), denostaron la consideración por el presidente de la violencia terrorista practicada por los Montoneros y otros grupos subversivos en los años del Gobierno de Isabel Perón previos al golpe, que les parecía indulgente y hasta eximente.
Particular controversia causó la decisión del Gobierno, en mayo de 2006, de incorporar un nuevo prólogo a la última edición del informe Nunca más, o Informe Sábato, entregado por la CONADEP a Alfonsín en 1984. Para quienes les agradó, el cambio textual rechazaba implícitamente la llamada teoría de los dos demonios, según ellos contenida en la versión antigua, al suprimir la afirmación de que "durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda". En el nuevo prólogo se decía: "Es preciso dejar claramente establecido (…) que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado, que son irrenunciables".
5. Alivio de la carga deudora y recuperación económica y social
En paralelo a la pugna con la Corte Suprema y la reivindicación de la memoria histórica, Kirchner, espoleado por los muy positivos efectos en la recuperación económica del fin de la convertibilidad del peso —las exportaciones estaban disparándose y encima los mercados pagaban más por productos básicos como el trigo y la soja, la exportación del momento y llamada ya el oro verde de Argentina— y de la bajada de los tipos de interés —permitida por la estabilización del peso y la moderación de los precios—, sostuvo una dura negociación con el FMI para refinanciar servicios de deuda por un valor sumado de 12.370 millones de dólares con fechas de vencimiento hasta septiembre de 2006. La primera cancelación se echaba encima: la de la financiación puente por valor de 2.980 millones de dólares arrancada por el Gobierno Duhalde en enero de 2003, cuyo plazo expiraba el 31 de agosto.
Buenos Aires resistió la exigencia del Fondo de que incluyera en su programa económico trienal un calendario de descongelación de las tarifas de los servicios públicos privatizados, un plan de compensación a los bancos que se habían visto obligados a devolver fondos en dólares por orden judicial tras la pesificación, y una meta de superávit fiscal primario superior al 3% del PIB en 2005 y 2006. Kirchner y su ministro de Economía, Lavagna, no se apearon de su tope de ajuste fiscal, sobrepasado el cual vislumbraban el malogro de la recuperación económica y de las perspectivas de rescatar de la pobreza a los millones de argentinos que habían caído en ella por culpa del corralito, la pesificación y los despidos masivos. El presidente insistió en un "acuerdo digno", aunque ello pusiera a su país por unos días en la oprobiosa situación de la suspensión de pagos.
El forcejeo fue intensísimo y al final, el 10 de septiembre de 2003, con el país metido en default técnico, el FMI transigió. El acuerdo, alcanzado ese día y adoptado formalmente el día 20, concedía a Argentina unas condiciones más flexibles para pagar sus deudas contraídas con el FMI, y de paso las que tenía con el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y otros organismos internacionales, totalizando los 21.610 millones de dólares. A cambio, el Gobierno se fijaba unos objetivos de superávit primario del 3% en 2004 y de "unos niveles suficientes como para cubrir los pagos netos de deuda" a posteriori, de crecimiento del 5,5% para este año y del 4% en los tres siguientes, y de inflación de un dígito en todo el período. Asimismo, tendrían que acometerse sendas reformas estructurales en los sistemas tributario y bancario. El Gobierno, además, se comprometía a liquidar de inmediato el impago de 2.980 millones de dólares.
Con este trascendental acuerdo, que de hecho era una victoria para su Gobierno, Kirchner consiguió poner estabilidad en las magulladas finanzas nacionales y llevar un poco de sosiego al proceso de renegociación con los acreedores privados de deuda soberana, con los que había un default de 88.000 millones de dólares que se arrastraba desde enero de 2002. Sin embargo, Argentina continuaba siendo un país abrumadoramente endeudado, y nuevos forcejeos con el FMI aguardaban a la vuelta de la esquina. En marzo de 2004, tras publicarse que el PIB había crecido el año anterior un sobresaliente 8,4%, la primera tasa positiva en un lustro, y que la inflación no había pasado del 4% en esos doce meses (aunque la escalada de los precios ya estaba otra vez sobre la mesa, de manera que el año iba a cerrar con un índice medio de inflación del 6,1%), Kirchner electrizó al Congreso con su advertencia, dirigida a los acreedores internacionales, de que "no pagaremos deuda a costa del hambre y exclusión de millones de argentinos, generando más pobreza y conflictividad social".
El grueso de la deuda externa privada ya vencida, arguyó el presidente, no iba a poder devolverse (el Gobierno había ofrecido reintegrar a los tenedores de bonos sólo la cuarta parte de su inversión, aunque no descartaba elevar el porcentaje en función del rendimiento del PIB) porque, pese a los logros obtenidos en el último año, el país únicamente había "ascendido un escalón" y continuaba "en el peor de los mundos posibles: el infierno". En cuanto a la deuda externa pública, los organismos internacionales de crédito eran tan responsables de su problemático cobro como los gobiernos que la acumularon, gobiernos a los que sus fiadores foráneos "protegieron y prohijaron".
En la parte central de su mandato, el presidente y su equipo económico cosecharon resonantes éxitos en los dos frentes de deuda. Primero, entre enero y febrero de 2005, Argentina consiguió reestructurar su gigantesco débito externo privado en moratoria al aceptar la mayor parte de los acreedores cambiar sus viejos títulos por valor de 102.000 millones de dólares por otros nuevos que valían algo menos de la mitad, 41.800 millones. Los nuevos bonos, eso sí, estaban indexados a la inflación y a la tasa de crecimiento económico. La operación de canje no tenía precedentes en el mundo, por su magnitud y por protagonizarla un país en suspensión de pagos.
Menos de año después, mediadas las elecciones legislativas de octubre, ganadas rotundamente por el FPV, y la remodelación gubernamental de noviembre, que supuso los reemplazos de Lavagna por Felisa Miceli en Economía, de Rafael Bielsa por Jorge Taiana en Exteriores y de José Pampuro por Nilda Garré en Defensa, Kirchner acometió otra histórica tarea: la cancelación de la deuda con el FMI, que entonces ascendía a 9.810 millones de dólares y que el Estado estaba en condiciones de saldar gracias al espectacular crecimiento de las reservas del Banco Central (el nivel alcanzaba los 27.000 millones), a su vez generado por los grandes superavits fiscal y comercial. Aun así, a Argentina le quedaría una deuda externa total, pública y privada, de 124.000 millones de dólares. Sin embargo, la emancipación del FMI, por sus repercusiones simbólicas, ofrecía unos dividendos políticos de primera magnitud.
El 15 de diciembre de 2005 el presidente anunció solemnemente la devolución de los 9.810 millones, por anticipado y en un solo pago, para el 31 de diciembre. En los días siguientes se hicieron pequeños abonos y el capital principal, de 9.534 millones, fue reembolsado por el organismo multilateral, con unas jornadas de retraso sobre la fecha anunciada, el 3 de enero de 2006. Al comunicar la liquidación de golpe de tres pagos que vencían hasta 2008 (con el consiguiente ahorro de intereses, de 842 millones de dólares), el mandatario aprovechó para recriminar al FMI sus presiones a Argentina para que aplicara "políticas que perjudicaban al crecimiento de la economía", actitud que había provocado "dolor e injusticia" en el país austral.
En los meses siguientes, las preocupaciones del Gobierno las focalizó la inflación, que oficialmente rozó el 10% en 2006 (tras el 12,3% alcanzado en 2005, para disminuir ligeramente después), aunque la calle percibía un encarecimiento de la vida mayor del que decían las cifras del Gobierno, ya de por sí negativas. Kirchner venía tomándose como un verdadero sabotaje contra el Estado las alzas comerciales de precios que pusieran en solfa las previsiones de inflación del Ejecutivo. Las subidas de tono en este capítulo fueron abundantes, como en marzo de 2005, cuando el presidente embistió contra la petrolera Shell, llamando a un "boicot nacional" a la multinacional anglo-holandesa por aplicar un encarecimiento de los precios de sus combustibles y lubricantes que sólo perseguía una "rentabilidad desmedida".
En enero de 2007 el presidente levantó una recia polvareda al forzar la destitución de la funcionaria al frente del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), Graciela Bevacqua, responsable entre otras cosas de elaborar el IPC mensual, luego de negarse a facilitar a la Secretaría de Comercio Interior el listado de comercios minoristas a los que el INDEC acudía para confeccionar los índices de precios. La nueva directora del INDEC, Beatriz Paglieri, cambió la metodología y trabajadores del instituto denunciaron que la Secretaría de Comercio pretendía adulterar los índices para poner a la baja la inflación real. El escándalo fue a más y un fiscal federal encausó por un supuesto de violación y manipulación del secreto estadístico a Paglieri y al secretario de Comercio, Mario Guillermo Moreno. Pese a intervenir la justicia, el INDEC siguió siendo objeto de enérgicas denuncias, avaladas en el extranjero, sobre que estaba ofreci