Mohammed Hussein Tantawi

El derribo de Hosni Mubarak en el décimo octavo día de la revolución ciudadana iniciada el 25 de enero de 2011 ha convertido en el nuevo hombre fuerte de Egipto al alto oficial que hasta el último momento pasó por ser el más fiel soporte del porfiado autócrata. Comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y ministro de Defensa, el mariscal Tantawi traía una reputación de profesional de la milicia reaccionario, opuesto a toda liberalización, aunque sin ambiciones políticas. Como cabeza de una institución respetada, Tantawi jugó un papel intrigante en la revuelta popular, manteniendo un hábil equilibrio entre la lealtad al presidente, el reconocimiento de las "legítimas aspiraciones" de los manifestantes –que los soldados se guardaron de reprimir- y la consideración de las urgencias reformistas de Estados Unidos. Su ambiguo arbitraje le condujo, asumiendo el poder entregado por Mubarak de manera claramente inconstitucional y con visos de golpe silencioso, a la jefatura de hecho del Estado como presidente del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. La suspensión y reforma de la Constitución, la disolución del Parlamento, la fijación de un período de transición a culminar con elecciones democráticas en seis meses y, en el ínterin, el gobierno por decreto, han sido sus primeras disposiciones, aunque la sociedad, que sigue movilizada, le reclama una ruptura radical con el viejo régimen. Por otro lado, la garantía de Tantawi de la vigencia del tratado de paz egipcio-israelí ha tenido un efecto balsámico en Jerusalén y Washington.

(Texto actualizado hasta febrero 2011)

1. Jefe de la cúpula militar egipcia bajo la presidencia de Mubarak
2. La revolución popular de 2011 y la irrupción del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas


1 Jefe de la cúpula militar egipcia bajo la presidencia de Mubarak

Hijo de nubio étnico, obtuvo la graduación, acompañada de una titulación en Ciencias Militares, en la Academia Militar de Heliópolis en abril 1956, a tiempo para participar como oficial del arma de Infantería en la segunda guerra contra Israel, la estallada a raíz de la nacionalización por Nasser del Canal de Suez. Fogueado también en la siguiente contienda, la de los Seis Días de junio de 1967, en 1971 se preparó para la escala de oficiales superiores en el Colegio de Mando y Estado Mayor, y dos años después, en la Guerra de Yom Kippur, comandó el 16º Batallón de Infantería. En 1982, el año siguiente al asesinato del presidente Anwar as-Sadat y la asunción del poder por el hasta entonces vicepresidente de la República, el mariscal del Aire y teniente general Hosni Mubarak, Tantawi amplió su adiestramiento con un cursillo impartido por el Colegio Superior de la Guerra, encuadrado en la Academia Militar Superior Nasser.

En los 18 años posteriores a la participación en la guerra de 1973, Tantawi fue enriqueciendo su hoja de servicios y ascendiendo en la jerarquía castrense, al tiempo que acumulaba medallas y condecoraciones. Así, fue sucesivamente promovido a: jefe de operaciones de una división de Infantería; agregado militar en Pakistán y Afganistán; jefe de planificación y de operaciones en el Departamento de Operaciones del Ejército de Tierra; comandante, ya con el galón de general, de una brigada de Infantería; jefe de planificación y de operaciones en la Autoridad Operacional de las Fuerzas Armadas; comandante de una división de Infantería Mecanizada; jefe de la Guardia Presidencial; y comandante de la Autoridad Operacional de las Fuerzas Armadas.

Como titular de esta última instancia, Tantawi, con el rango de teniente general, fue el jefe de las operaciones militares que entre 1990 y 1991 involucraron a 35.000 soldados egipcios en la protección de Arabia Saudí y en la liberación de Kuwait, dentro de la gran coalición internacional antiirakí liderada por Estados Unidos. El 20 de mayo de 1991, con 55 años, Tantawi vio coronada su carrera militar con el nombramiento por el presidente Mubarak como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas en sustitución de su colega de escalafón Youssef Sabri Abu Taleb.

En tanto que comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, sólo subordinado al comandante supremo, el propio Mubarak, el teniente general debutó en las tareas de gobierno como ministro de Defensa y de Producción Militar. En octubre de 1993, nada más ser reelegido Mubarak en el referéndum nacional de confirmación para un tercer mandato de seis años, Tantawi recibió las insignias de mariscal de campo; se trataba del cuarto alto oficial que alcanzaba este grado supremo del Ejército de Tierra egipcio desde la Revolución nasserista de 1952.

Oficial discreto, con fama de modesto y, sobre todo, de fidelísimo a Mubarak, Tantawi se convirtió, en efecto, en un soporte fundamental del rais, que en estos momentos hacía frente a una fortísima ofensiva terrorista de las organizaciones integristas Asamblea Islámica y Jihad Islámica. De hecho, tras ser elevado al mariscalato, Tantawi declaro que, si la subversión de los islamistas ponía en peligro la integridad del Estado, él no dudaría en ordenar el despliegue de las tropas para apoyar a la Policía en la lucha antiterrorista.

En los años siguientes, bajo el mando de su comandante en jefe de uniforme pero con un rol gubernamental, las Fuerzas Armadas egipcias se amoldaron mejor al patrón profesional de no inmiscuirse en la política diaria, sin menoscabo de un papel vigilante y garante de la estabilidad del sistema republicano por todos reconocido. Esta supeditación estricta al poder político civil –por más que Mubarak, que desde 1981 vestía de paisano, conservaba intacta su aureola castrense, lo que le garantizaba el respeto y la adhesión del vértice de la institución de la que había sido miembro-, detrajo visibilidad a la vieja burocracia militar, bregada en los servicios de armas y que venía mandando en el país desde 1952, en favor de las élites políticas y económicas civiles, conformadas por las nuevas generaciones de tecnócratas, gestores, empresarios y funcionarios del partido gobernante, el Nacional Democrático (PND).

A partir de 2002, el representante más conspicuo del soporte civil del régimen era el propio vástago del jefe del Estado, Gamal Mubarak, quien ese año se puso al frente del poderoso Comité Político del PND. En lo sucesivo, y coincidiendo con las primeras señales del declive de la salud de Mubarak, Gamal fue acrecentando su influencia y visibilidad, desatando las especulaciones sobre la pretensión por ambos, padre e hijo, de instaurar una dinastía republicana. El escenario de la sucesión de Mubarak era materia altamente sensible porque el presidente, desde 1981, se había negado a nombrar un vicepresidente y rehusaba también señalar de manera abierta a algún posible delfín. Sin embargo, y esta era una impresión general, las Fuerzas Armadas no verían con simpatía la opción de Gamal porque carecía de cualquier experiencia militar.

Los analistas se pusieron a hacer hipótesis sobre candidatos alternativos y entre ellos no faltó el mariscal Tantawi, quien gozaba de estima en círculos del poder de Estados Unidos, la potencia que surtía a las Fuerzas Armadas egipcias de las más modernas unidades de combate, formaba a sus oficiales y concedía todos los años 1.300 millones en ayuda militar. Tantawi se comunicaba regularmente con el Pentágono y tenía trato personal con los secretarios de Defensa. Ahora bien, la posibilidad de la sucesión, algún día, de Mubarak por el siete años más joven Tantawi era pura elucubración, ya que nada en el proceder de Mubarak sugería ese horizonte y porque el interesado nunca dio el menor atisbo de tener ambiciones políticas; en su personalidad, el público sólo advertía obediencia y docilidad.

Años más tarde, en 2011, cuando las circunstancias históricas situaron al mariscal en el primer plano, unos cables del Departamento de Estado filtrados en Internet por la organización Wikileaks iban a arrojar un poco más de luz sobre la personalidad e inclinaciones del alto oficial. Así, a Tantawi los diplomáticos estadounidenses lo retrataban, con tono crítico, como un dignatario profundamente conservador, reacio a cualquier reforma aperturista, fuera política o económica, que pusiera en cuestión el statu quo heredado de Sadat, cuyas piedras angulares eran la fortaleza del Estado, la evitación de las divisiones políticas o religiosas que pusieran en riesgo la unidad nacional y el Tratado de Paz firmado con Israel en 1979.

Las filtraciones daban cuenta también del escaso aprecio de que gozaba entre sus subordinados en los cuarteles, donde se hablaba de su "incompetencia" en cuestiones puramente militares y se le llamaba el "perrito faldero" de Mubarak por su servilismo al rais. Para el embajador Francis Ricciardone, quien transmitió esta opinión a sus superiores en Washington en marzo de 2008, el mariscal era un tipo "añoso y resistente al cambio" que estaba "congelado en el paradigma de Camp David". Él y Mubarak "simplemente no tienen la energía, la inclinación o la visión del mundo para hacer algo diferente", comentaba el diplomático al referirse sobre todo a la poca "flexibilidad" de la cúpula militar egipcia para cooperar con Estados Unidos sobre la base de objetivos estratégicos comunes como la lucha antiterrorista, el control de fronteras y la pacificación de conflictos.


2. La revolución popular de 2011 y la irrupción del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas

Al comenzar 2011, la carrera pública del veterano oficial, que a sus 75 años, salvo descomunal sorpresa (Mubarak tenía previsto presentarse por sexta vez a las elecciones presidenciales de septiembre, mientras que la opción sucesora de Gamal, pese a los reiterados mentís, seguía mereciendo mucha credibilidad), no tendría más que añadir en el terreno gubernamental, parecía abocada a una jubilación en fecha próxima. Sin embargo, el 25 de enero de ese año, el país entró en una etapa de conflictividad política sin precedentes que 17 días más tarde iba a tener un desenlace inimaginable cuando la pasmosa secuencia de acontecimientos se puso en marcha: la renuncia forzosa de Mubarak, el dirigente más sólido del mundo árabe, y la asunción de las riendas del país por Tantawi y los generales.

En aquel "día de la revuelta", convocado en Internet por jóvenes activistas antigubernamentales inspirados por los recientes sucesos revolucionarios en Túnez, miles de personas salieron a las calles de El Cairo y otras ciudades para protestar de manera pacífica por los abusos y fracasos del régimen autocrático, a saber: la corrupción generalizada, la represión policial al amparo del estado de emergencia vigente desde 1981, las agresiones a la libertad de expresión, la adulteración sistemática de los procesos electorales y el empeoramiento de las condiciones socioeconómicas derivado del alto desempleo, la inflación de los precios de los alimentos y la mezquindad salarial, todo ello con un trasfondo de flagrantes desigualdades en el reparto de la renta nacional. Sin embargo, la consigna más coreada era la que exigía lisa y llanamente la marcha de Mubarak.

Las manifestaciones ganaron intensidad y la intervención de las fuerzas del orden ocasionó los primeros muertos. La confrontación convirtió el centro de El Cairo en un campo de batalla el 28 de enero, "día de la ira" para los manifestantes, que sostuvieron violentos choques con la Policía y atacaron edificios oficiales como la sede central del PND, pasto de las llamas. En esa jornada, mientras los disturbios prendían con similar virulencia en Alejandría, Suez, Port Said e Ismailía, unidades blindadas del Ejército hicieron su aparición en determinados puntos de las principales ciudades del país. Fue la primera intervención en la crisis de Tantawi, que sin pronunciarse verbalmente por el momento acató el llamado del Gobierno a movilizar las tropas para hacer cumplir el toque de queda y apoyar a la Policía, incapaz de controlar la situación pero ella misma responsable del enardecimiento de las masas con su brutal represión. Egipto entró en una fase de rebelión total contra el régimen, con su cohorte de actos vandálicos y anarquía.

En las últimas horas de este día de furia popular no vista antes en sus tres décadas de presidencia, Mubarak, en su primera alocución televisada a la nación, anunció el cese del Gobierno del primer ministro Ahmed Nazif y la constitución de otro Gabinete capaz de traer reformas y cambios. La medida no consiguió su objetivo de aplacar a los revoltosos, que se declaraban resueltos a no cejar en su empeño de tumbar el régimen, desenlace que veían ya al alcance de la mano. El 29 de enero, con el balance luctuoso de la insurrección aproximándose al centenar de víctimas, Mubarak nombró vicepresidente de la República al teniente general Omar Suleiman, director desde 1993 de la Inteligencia General y en los últimos tiempos identificado como un potencial candidato a la Presidencia, y encargó formar el nuevo Gobierno a Ahmed Shafiq, ex comandante de la Fuerza Aérea y hasta ahora ministro de Aviación Civil.

Tantawi dispuso el refuerzo del despliegue militar en el centro de El Cairo, en particular en los exteriores del odiado Ministerio del Interior y del Museo Egipcio, que ya había sido asaltado y robado por desconocidos, así como en los accesos a la Plaza Tahrir, convertida por los opositores en el epicentro de su protesta. Las tropas hacían gala de una gran contención, se dejaban estrechar la mano o abrazar por los paisanos, y hasta permitían a los más osados encaramarse a sus tanques y realizar pintadas contra Mubarak en sus camiones. Pese a los controles, el toque de queda no se hacía cumplir. Entre los manifestantes cundió la convicción de que los soldados no se volverían contra ellos y que, de hecho, les protegían de la Policía, que ya no hacía acto de presencia. El oficial al mando de las fuerzas desplegadas en la plaza y sus alrededores dio pábulo a esta creencia cuando aseguró a los congregados: "En ningún caso dispararemos contra el pueblo; si nos dieran esa orden, la desobedeceríamos",

El 30 de enero, Tantawi, su número dos, el teniente general Sami Anan, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, y el resto del alto mando militar se reunieron con Mubarak y Suleiman. No trascendió ninguna información de lo tratado o decidido en el encuentro. Lo único que quedaba claro era que el presidente estaba decidido a resistir el embate de la calle, pero para ganar esa partida era de todo punto imprescindible contar con el respaldo firme de las Fuerzas Armadas, un respaldo proactivo y enérgico llegado el caso. En la actitud de Tantawi y los generales afloraban abundantes elementos de ambigüedad, como si quisieran jugar con dos barajas. Lo que se estaba cociendo en la trastienda del poder era todo un enigma.

El 31 de enero tomó posesión Shafiq, en cuyo Gabinete Tantawi vio reforzada su posición con la condición de viceprimer ministro, en añadidura a la cartera de Defensa. A la vez, la televisión estatal emitió un comunicado del Ejército que parecía dar un espaldarazo a la protesta: "Vuestras Fuerzas Armadas, conscientes de la legitimidad de vuestras demandas y dispuestas a asumir su responsabilidad en la protección de la nación y los ciudadanos, afirman que la libertad de expresión pacífica está garantizada para todos", leyó el portavoz militar, el general Ismail Etman.

La pasividad vigilante del Ejército, convertido en un extraño observador del drama en curso, pretendidamente neutral pero en las últimas horas, en apariencia, escorado al bando de la oposición, tomo un cariz alarmante el 2 de febrero, cuando, a rebufo de un segundo discurso televisado en el que el presidente respondió a las demandas de renuncia inmediata hechas oír por cientos de miles de manifestantes con el anuncio de que no sería candidato en las elecciones de septiembre, una gran turbamulta de partidarios del régimen irrumpió en el corazón de la protesta e intentó arrebatar el control de Tahrir a los antigubernamentales.

El mundo fue testigo de la fiereza de las refriegas libradas con piedras, objetos incendiarios y otras armas arrojadizas, y del acoso a los medios de comunicación extranjeros para impedirles cubrir los sucesos. Para los agredidos, sus atacantes no eran sino policías de paisano y matones contratados por el poder para amedrentarles y reventar la protesta pacífica, diluyéndola en un caos de violencia y disfrazándola de enfrentamiento civil no instigado. Las batallas callejeras se prolongaron al día 3 y dejaron al menos una veintena de muertos además de cientos de heridos. Medios locales aseguraron que la sangría habría sido mayor si los efectivos militares no se hubieran empleado en la separación de las muchedumbres rivales, aunque esta labor de apagafuegos no resultó nada convincente. El posicionamiento de Tantawi y el alto mando, que primero habían medio alentado a la población a salir a redoblar su protesta dándole garantías de seguridad y luego habían tolerado el salvaje contraataque del aparato civil del régimen, quedó otra vez en entredicho.

El 4 de febrero por la mañana, el mariscal, acompañado de varios altos oficiales, se presentó en Tahrir para supervisar el dispositivo militar e intercambiar impresiones con los soldados en una atmósfera relajada. El significado real de este gesto inesperado era difícil de interpretar. El bautizado como "día de la partida", con multitudinarias concentraciones en El Cairo y Alejandría, terminó sin lograr su objetivo de hacer claudicar a Mubarak. En la jornada posterior, mientras la cúpula del PND dimitía en pleno, el general Anan instó in situ a los acampados en Tahrir a que despejaran el área y se retiraran a sus casas.

El mensaje de los militares parecía claro: la protesta callejera ya no tenía razón de ser porque una delegación de partidos opositores se disponía a negociar con el vicepresidente Suleiman la creación de un comité para la reforma constitucional. El llamado castrense no surtió ningún efecto, tanto más porque el régimen, con sus vaguedades, no mostraba una verdadera voluntad de acometer reformas democráticas radicales, o de cualquier tipo siquiera. Y, punto crucial, Mubarak no se iba. Las masas se sintieron burladas, prendiendo en ellas una indignada frustración que, en vez de desmotivarlas, las aguijoneó. Aunque algo decepcionadas, mantuvieron su confianza en que las Fuerzas Armadas harían honor a su promesa de no hacerles daño pasara lo que pasara.

El empuje de la calle regresó con fuerza redoblada y el 8 y el 9 de febrero la revuelta desbordó con creces la Plaza Tahrir, ganando más y más adhesiones populares. El aumento de la presión interna y, tanto o más importante, la externa, con Estados Unidos reclamando el arranque inmediato de la transición política e insinuando que asumía ya el escenario post-Mubarak, obligaba a Tantawi y sus colegas a plantearse hasta dónde estaban dispuestos a llegar con sus malabarismos; por un lado, mantenían fidelidad al Ejecutivo del régimen político del que eran pilares; por el otro, se afanaban en salvaguardar el prestigio de las Fuerzas Armadas como institución que nunca había vuelto sus armas al pueblo pero que tampoco derribaba gobiernos constitucionales; y, por si fuera poco, no podían ignorar las urgentes exhortaciones de la potencia que les financiaba y armaba.

El mariscal ya estaba teniendo consultas con el preocupado secretario de Defensa de Estados Unidos, Robert Gates. Para la Administración Obama, que se jugaba mucho en términos diplomáticos y estratégicos, era indispensable poner en marcha ya una transición real pero controlada.

A sus ojos, el comandante en jefe de la milicia era el hombre ideal para pilotar el delicado proceso, pero Tantawi tendría que tomar una decisión en breve porque el tiempo se agotaba: Mubarak, el hombre al que debía obediencia, se aferraba al poder y el ímpetu revolucionario de los ciudadanos amagaba con tomar un vericueto impredecible. Para turbar más el ambiente, Suleiman advirtió amenazador que si continuaba la "desobediencia civil" podría sobrevenir un "golpe de Estado". El vicepresidente no aclaró si se refería a un autogolpe del régimen –seguido, tal vez, de una represión a sangre y fuego-, a un golpe de un sector del Ejército favorable a la protesta o incluso a una toma del poder por los islamistas.

Las primeras horas del 10 de febrero discurrieron entre fuertes rumores de que la dimisión de Mubarak era inminente. A la ceremonia de la confusión contribuyeron los militares convocando una sesión del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, órgano de 20 miembros que sólo había mantenido dos reuniones anteriormente: con motivo de las guerras de 1967 y 1973. La Constitución de Egipto no hacía mención del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, pero sí estatuía, en su artículo 182, el Consejo Nacional de la Defensa, cuyo cometido, siempre bajo la dirección del presidente de la República, era "examinar los asuntos relacionados con los métodos que aseguren la seguridad del país". Se suponía que el Consejo Supremo equivalía al Consejo Nacional de la Defensa.

Al término del cónclave, presidido por Tantawi, el Consejo emitió su "comunicado número uno", denominación que traía a mientes los pronunciamientos de una junta militar. En el mismo, las Fuerzas Armadas reiteraban su "compromiso de proteger al pueblo y supervisar sus intereses y seguridad", reafirmaban su "apoyo a las legítimas demandas" de aquel e informaban de su decisión de mantenerse en "sesión continua para considerar qué procedimientos y medidas pueden adoptarse para proteger a la nación, así como los logros y aspiraciones del gran pueblo de Egipto".

Llamó poderosamente la atención que Mubarak, pese a ser el comandante supremo, no participara en la reunión del Consejo. Además, en Tahrir, un representante militar, el general Hassan al-Roueini, comandante de la guarnición de El Cairo, inflamó las esperanzas de los manifestantes asegurándoles micrófono en mano que "todas vuestras demandas se cumplirán hoy". Los arengados, exultantes, le subieron a hombros y le pasearon por la plaza mientras gritaban: "El Ejército y el pueblo son uno". El despliegue de tropas y blindados en el centro de la capital era muy superior al de anteriores jornadas.

Por la noche, Mubarak hizo su tercera comparecencia y, frustrando amargamente las expectativas de los opositores y decepcionando también a la Casa Blanca, no dijo nada de renunciar: con tono paternalista, el rais expresó su pesar por las víctimas de la violencia, insistió en su deseo de quedarse en la Presidencia hasta las elecciones de septiembre para "garantizar el marco de una transición pacífica", reiteró su compromiso con la reforma constitucional y dio parte de una "delegación de poder" a Suleiman cuyo contenido y alcance quedó en el misterio. A continuación, el vicepresidente apareció ante las cámaras para demandar el final inmediato de las protestas.

La consternación de los manifestantes dio paso instantáneamente a la cólera. Además, el segundo comunicado del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, que según distintas fuentes debía emitirse hacia medianoche, no se produjo. En estas circunstancias, 11 de febrero, "viernes de la despedida", amaneció bajo un clima de movilización general y de máxima tensión en el que cualquier cosa podía pasar.

A lo largo de la mañana, una gigantesca marea humana cubrió Tahrir, las calles adyacentes y las avenidas que conducían a los palacios legislativo y presidencial, custodiados por un fuerte dispositivo militar. Un número incalculable de personas, pero con seguridad muchos cientos de miles, llenaron El Cairo con un solo clamor: Mubarak debía irse ya mismo. En Alejandría, Port Said o Suez la situación era la misma. En todo el país, muchos trabajadores y colectivos profesionales se declaraban en huelga general indefinida.

Poco antes del mediodía, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas emitió su esperado "comunicado número dos". Los redactores, sin abandonar la ambigüedad calculada, empleaban un tono más propio de unos hacedores del proceso político que de unos simples supervisores del mismo. Así, los militares insistían en "proteger las legítimas demandas del pueblo", declaraban su voluntad de "garantizar la implementación" de las enmiendas constitucionales y legislativas conducentes a la celebración de "elecciones presidenciales libres y limpias", así como del levantamiento del estado de emergencia "una vez terminada la actual situación", y se encargarían de "asegurar la transferencia pacífica de autoridad y el logro de la sociedad libre y democrática que el pueblo demanda". De paso, afirmaban la necesidad de "restaurar la normalidad a fin de preservar los intereses y propiedades de nuestra gran nación".

La declaración de Tantawi podía interpretarse como un ultimátum al poder político. Hacia las seis de la tarde, un lúgubre Suleiman salió por la televisión para leer lo siguiente: "En estas difíciles circunstancias que el país está atravesando, el presidente Hosni Mubarak ha decidido renunciar al puesto de presidente de la República y ha encargado al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas la dirección de los asuntos del Estado". Concluida la sucinta alocución, una incontenible explosión de euforia retumbó en las calles de El Cairo. En Washington y las capitales europeas, la caída final de Mubarak, quien ya se encontraba refugiado junto con miembros de su familia en su suntuosa residencia en Sharm El Sheij, en la costa del Sinaí, produjo un visible alivio.

Fue la hora cero del mariscal Tantawi, convertido en el nuevo hombre fuerte de Egipto por una vía que desde luego no era constitucional. En efecto, el artículo 82 de la Carta Magna, enmendado en 2007, estipulaba que si el presidente, "a causa de cualquier obstáculo temporal", no era "capaz de desempeñar sus funciones", las mismas serían ejercidas por el vicepresidente o, en su ausencia, por el primer ministro. Tanto uno como otro, en esas circunstancias extraordinarias, no podrían promover una reforma constitucional, disolver el Parlamento o cesar al Gabinete. De iure, los militares no desplazaban ni a Suleiman ni a Shafiq, que continuaban en sus puestos, aunque en la práctica les suplantaban, arrebatándoles cualquier poder político.

Pero había más irregularidades legales. El artículo 83 establecía que el presidente renunciante debía enviar su carta de dimisión al presidente de la Asamblea Popular, lo que no había sido el caso. Y el artículo 84 investía al responsable del poder legislativo de las atribuciones del jefe del Estado si la "incapacidad" del presidente de la República era "permanente", que era exactamente lo que sucedía. De acuerdo con este escenario, la Asamblea tendría que declarar "vacante" la Presidencia de la República y convocar elecciones para celebrar en el plazo de dos meses. Nada de todo eso se estaba cumpliendo o presentaba visos de cumplirse en los próximos días.

Tantawi era el presidente del Consejo Supremo y en el mismo estaba flanqueado por otros 13 altos oficiales. Los más destacados eran: el teniente general Anan, jefe del Estado Mayor y vicepresidente del Consejo; el vicealmirante Mohab Mamish, comandante en jefe de la Armada; el mariscal del Aire Reda Mahmoud Hafez Mohammed, comandante de la Fuerza Aérea; y el teniente general Abdel Aziz Seif El Din, comandante de la Defensa Aérea. Los restantes miembros eran generales del Estado Mayor, al frente de zonas militares y cuerpos de ejército. Antes de terminar la histórica jornada, hacia las 10 de la noche, vino el tercer comunicado, donde los militares rendían tributo tanto a Mubarak, "por sus servicios a lo largo de su carrera en la guerra y en la paz, y por la patriótica decisión que tomó en aras de los supremos intereses de la nación", como a las "almas de los mártires que sacrificaron sus vidas por la libertad y la seguridad de su país". El epitafio podía incluir tanto a manifestantes como policías.

En la mañana del 12 de febrero, mientras los soldados procedían al desalojo pacífico de la Plaza Tahrir tras una noche de alegría desbordante, el Consejo presidido por Tantawi emitió su cuarto comunicado, cuyos anuncios más relevante eran tres: la continuidad del Gobierno con carácter provisional, hasta la formación de otro nuevo; la garantía desde el Consejo de la "transición pacífica dentro de un sistema libre y democrático que permita la asunción del poder por una autoridad civil electa"; y, muy importante para los países con mayores intereses estratégicos, Estados Unidos e Israel, que "la República Árabe de Egipto está comprometida con todas sus obligaciones y tratados, regionales e internacionales".

Para que no hubiera ninguna duda, Tantawi telefoneó al ministro de Defensa israelí, Ehud Barak, y le confirmó que el Tratado de Paz de 1979 seguía inmutable. La comunicación del mariscal tranquilizó bastante al Gobierno derechista de Binyamin Netanyahu, quien había recalcado que dicho tratado era "un elemento clave para la paz y la estabilidad en el conjunto de Oriente Próximo".

El 13 de febrero el Consejo Supremo difundió su quinto comunicado, calificado de "proclamación constitucional". En él, Tantawi y sus colegas declaraban la suspensión de la Constitución, la disolución de las dos cámaras del Parlamento, la formación de un comité de reforma constitucional a sancionar, en su momento, mediante referéndum, el gobierno por decreto hasta la conclusión del período de transición con la celebración de elecciones generales en seis meses y el respeto de los tratados internacionales. Como reto más inmediato, la dirección militar de Egipto debía transmitir la más completa credibilidad sobre sus planes e intenciones a una población que estaba dispuesta a vigilar muy de cerca, a pie de calle, que ninguna de las metas de su lucha revolucionaria se quedara en el tintero y que el cambio de régimen, por el momento limitado a la remoción de su máximo dirigente, fuera completo.

Además, el nuevo clima de liberación dio pábulo a una miríada de reclamaciones, exigidas a golpe de manifestación, de naturaleza laboral y salarial, sobre todo por parte de los diversos cuerpos de funcionarios, a los que Mubarak no había permitido quejarse. El disgusto del Consejo Supremo por esta situación salió a relucir el 14 de febrero, a través de un sexto comunicado donde se instaba a los "egipcios honorables" a tomar constancia de que las manifestaciones organizadas en ciertos sectores "dañaban la seguridad nacional", "interrumpían la producción y las operaciones del Estado" e "impactaban negativamente" en la economía y el suministro de bienes básicos. Por si fuera poco, las protestas socio-laborales generaban "una atmósfera que da a personas irresponsables la oportunidad de cometer actos ilegítimos". El aviso fue desoído por los colectivos profesionales y sindicatos, que continuaron con la ola de paros y huelgas.

En las jornadas siguientes, el Consejo Supremo de Tantawi dio pasos bastante significativos, como reunirse –el movimiento era verdaderamente insólito- con los representantes de los movimientos juveniles que habían iniciado y conducido el levantamiento popular para conocer su "mapa de ruta" democrático, y poner en marcha el comité de enmiendas constitucionales, el cual debía reformar en tan sólo diez días "todos los artículos que se requieran para garantizar la democracia y la integridad de las elecciones parlamentarias y presidenciales". Las reformas a la Carta Magna que los manifestantes y los partidos de la oposición reclamaban con más insistencia eran la supresión de la reelección indefinida del presidente y la limitación de sus mandatos a dos, la eliminación de las draconianas condiciones para poder ser candidato presidencial, el restablecimiento del control judicial de las elecciones para impedir el fraude, el fin de la prohibición de los partidos con base religiosa y la abolición del marco legal antiterrorista que permitía la vigencia del estado de excepción.

Los generales nombraron para presidir el comité a un magistrado jubilado de prestigio en los círculos más reformistas, Tarik El Bishri, y entre sus miembros incluyeron a un experto de los Hermanos Musulmanes, la principal fuerza de la oposición, islamista y duramente golpeada bajo Mubarak, que por el momento continuaba en la ilegalidad.

(Cobertura informativa hasta 15/2/2011)