Megawati Sukarnoputri

La segunda de la decena de vástagos (la mayor entre las chicas) tenidos por Sukarno, primer líder de Indonesia y figura central del movimiento descolonizador en la segunda mitad del siglo XX, nació en 1947, en plena guerra de la independencia contra los holandeses y mientras su padre, autoproclamado presidente de la República en agosto de 1945, conducía las operaciones guerrilleras, lucha que terminó cuando el Estado indonesio fue reconocido el 27 de diciembre de 1949. La joven creció en el palacio presidencial de Merdeka, en Yakarta, en compañía de su madre, Fatmawati, una de las nueve esposas que llegó a tener Sukarno. Allí se empapó de la intensa atmósfera política que en los primeros años sesenta caracterizó el régimen dictatorial de su padre, construido sobre fórmulas personalistas y un original andamiaje ideológico que vinculaba nociones socialistas, nacionalistas y religiosas.

Megawati inició en 1967 estudios de peritaje agrícola en la Universidad Padjadjaran de Bandung, pero la remoción de Sukarno por los militares en marzo de aquel año, al cabo de un bienio de práctico secuestro por unas Fuerzas Armadas dominadas por el ala derechista del general Suharto, le obligó a abandonar las aulas para atender al dirigente caído en desgracia en su precario exilio en Bogor. Los primeros años setenta estuvieron cuajados de sinsabores para la futura líder. En junio de 1970 falleció Sukarno, marginado de toda actividad política, a los 69 años de edad. Meses después, en enero de 1971, estando embarazada de su segundo hijo, Megawati perdió a su marido, el teniente de la Fuerza Aérea Surindro Supjarso, en un accidente de aviación; el aparato pilotado por el militar se estrelló en el curso de una misión en territorio selvático de Nueva Guinea Occidental, futura Irián Jaya, que había sido anexionada por Indonesia en 1969, y su cuerpo nunca fue hallado.

En 1972 las autoridades académicas interrumpieron en el tercer año de carrera el segundo intento de Sukarnoputri de sacarse una titulación, la de Psicología, en la Universidad de Indonesia. El mismo año, sus segundas nupcias con el diplomático egipcio Hassan Gamal Ahmad Hassan fueron anuladas a las dos semanas de celebrarse por no haber consignado debidamente su estado civil de viudedad. En 1973 se casó a la tercera y sin contratiempos con Taufik Kiemas, un acaudalado hombre de negocios de Sumatra cuya azarosa trayectoria política iba a discurrir a la par que la de su esposa, aunque siempre a la sombra de ella. La pareja tuvo una hija, Puan Maharani, que se sumó a los dos muchachos tenidos con el difunto primer cónyuge, Muhammad Rizki Pratama, alias Tatam, y Muhammad Pranada Prabowo.

Sukarnoputri no había sido preparada por su padre para el propósito de fundar una dinastía política, como fue el caso de Indira Gandhi en India, y de hecho, en los años en que se consolidó la dictadura político-militar de Suharto, se mantuvo totalmente apartada de la vida pública para dedicarse en exclusiva a su familia. La elusiva "ama de casa" (según una expresión recurrente en la prensa local) no debutó en el proscenio político hasta una fecha tan tardía como abril de 1987, ya con 40 años, cuando, con su esposo haciéndole compañía, figuró entre los 40 diputados electos en las listas del Partido Democrático de Indonesia (PDI) para la Cámara de Representantes Populares (DPR).

El PDI había surgido en 1973 como una amalgama de cinco partidos, dos confesionales cristianos y tres nacionalistas aconfesionales, uno de los cuales era el Partido Nacional Indonesio (PNI) fundado por Sukarno. Desde 1977 el PDI venía funcionando como una de las dos únicas agrupaciones toleradas por el régimen para mantener una fachada de competencia electoral con la formación hegemónica creada por Suharto, el Partido de los Grupos Funcionales (Golkar), que en las mencionadas elecciones de 1987, por ejemplo, se hizo con 299 de los 400 escaños de la DPR abiertos al sufragio directo.

En realidad, tanto el PDI como su rival ligeramente más votado, el musulmán Partido del Desarrollo Unido (PPP), más sumiso a los designios de Suharto, no eran sino meros engranajes del Nuevo Orden diseñado por el dictador. El antagonismo ideológico entre el PDI y el Golkar se tornó complicado tanto por la heterogeneidad del primero como por el reclamo por ambos del ideario del Pancasila, formulado por Sukarno para dotar a su movimiento de sustrato ideológico, que él quiso hacer extensible al conjunto del Estado, hasta el punto de incluirlo en el preámbulo de la Constitución de 1945. La noción, mixtura de credo político y de ética reclamada a gobernantes y gobernados, pregonaba la unidad nacional, el humanismo internacional, la democracia representativa, la justicia social y la fe en Dios.

Durante muchos años, la capacidad del PDI para plantear una verdadera oposición y precipitar cambios democráticos contó menos que las propias dinámicas de liberalización que pudieran aflorar en el Golkar y las Fuerzas Armadas, dos instituciones en absoluto monolíticas. Los comicios del 9 de junio de 1992 mantuvieron el statu quo, con el PDI como la tercera fuerza en votos (14,9%) y en escaños (56), si bien al alza, dentro del muy limitado corsé en que operaba.

Discreta, taciturna y muy moderada, Sukarnoputri demostró tener dotes organizativas y habilidad para limitar sus enemistades políticas, pero no se desenvolvió como una líder opositora mitinera y combativa, al estilo de las célebres políticas de Asia meridional, ni siquiera después de acceder a la presidencia del PDI en diciembre de 1993 en sustitución de Suryadi. Éste era un líder acomodaticio con el régimen que en marzo de aquel año había desautorizado a Guruh Sukarnoputra, hermano de la dirigente, en su aspiración de retar a Suharto en la reelección ritual por la Asamblea Consultiva Popular (MPR, formada por los 500 miembros de la DPR y 500 diputados designados) para un sexto mandato quinquenal. Una vez investida en sus altas funciones orgánicas partidarias, Sukarnoputri cesó como parlamentaria.

Con Sukarnoputri al timón, el PDI empezó a ejercer una oposición más consistente. Suharto no temía de ella tanto su escasa pugnacidad política como el hecho de ser la hija de quien era; ahí radicaba el incontestable carisma de Mega, como le llamaban sus seguidores, para quienes ella representaba un vínculo emocional, casi mitológico, con el añorado presidente fundador de la República. Su forma de ser modesta y circunspecta era tenida por virtuosa, ya que encajaba bien con la idiosincrasia javanesa. Empero, la dirección de Sukarnoputri encontró una temprana contestación en la cúpula del partido, y el Golkar, que ya había intentado torpedear su salto de 1993 apadrinando al aspirante rival, Budi Harjono, se apresuró a azuzar las divisiones internas en el PDI para debilitar a una líder presta a resucitar la imagen y los símbolos del sukarnismo.

La facción disidente de Suryadi se coordinó con una campaña de desprestigio orquestada desde fuera por los medios de comunicación y la judicatura controlados por el régimen, que acusaron a dirigentes afectos a Sukarnoputri de haber mantenido relaciones con el proscrito y extinto Partido Comunista de Indonesia. El 20 de junio de 1996 el antiguo líder del partido la desplazó de la presidencia en un golpe de fuerza perpetrado nada más inaugurarse una conferencia en Medán. Sukarnoputri se resistió a su destitución arguyendo que la reunión de la Ejecutiva del partido no figuraba en el cronograma de eventos, pero el 27 de julio, tropas del Gobierno y milicianos partidarios de Suryadi asaltaron la sede del PDI, dejando un brutal balance de cinco muertos, 143 heridos y más de 20 desaparecidos entre las huestes rivales que se habían apoderado del edificio.

La burda defenestración de Sukarnoputri desató violentos disturbios protagonizados por sus incondicionales, muy numerosos en las áreas urbanas empobrecidas de Yakarta, Java Central y Bali —isla mayoritariamente hindú—, pero ella, legalista, contraria a cualquier forma de violencia como instrumento político y, sobre todo, paciente hasta la exasperación de sus subalternos más exaltados, se plegó a su mutismo habitual luego de impugnar en vano ante los tribunales, a la espera de que el panorama evolucionase a una coyuntura más propicia para su causa. Paradójicamente, la terca o prudente quietud de Sukarnoputri en unas circunstancias que para no pocos comentaristas y opositores a la dictadura, los mismos que le reprochaban falta de visión política, eran las idóneas para lanzarse a una lucha democrática frontal, la elevó, con su papel de víctima, al rango de símbolo de la resistencia contra los desmanes del suhartismo.

Sukarnoputri fue vetada de presentar su candidatura a las elecciones legislativas del 29 de mayo de 1997, que discurrieron por unos cauces de fraude e intimidación más clamorosos que en ediciones anteriores. El PDI pagó sus luchas fratricidas descendiendo al 3,1% de los votos y los 11 escaños. El PPP sacó tajada de la debacle, en parte debido a que muchos demócratas prefirieron votar por esta formación musulmana y conservadora que por un PDI presidido por Suryadi, al que veían como una marioneta de Suharto. De hecho, algunos medios aseguraron que la propia Sukarnoputri dio luz verde a esta operación de "rescate" de su voto.

La impresión de que Sukarnoputri estaba acomodada en un perfil bajo se reforzó a lo largo de 1998 y en el arranque de 1999, cuando la política, literalmente, se mantuvo al margen de la gran protesta nacional que, desencadenada por una aguda crisis financiera en el contexto de la tormenta monetaria de toda Asia sudoriental, forzó la dimisión de Suharto, el 21 de mayo de 1998, y el arranque por su sucesor, Bacharuddin Jusef Habibie, hasta entonces ministro de Tecnología y vicepresidente de la República, de una transición a la verdadera democracia multipartidista. Se dio la circunstancia, incomprensible para muchos, de que mientras los militantes de base del PDI copaban la punta de lanza de las manifestaciones callejeras, su jefa parecía limitarse a contemplar filosóficamente los acontecimientos, segura de que su momento político (nadie dudaba de sus ambiciones de poder), llegaría por sí mismo.

Así, a comienzos de 1998, cuando el estallido social era inminente, Sukarnoputri desestimó el exhorto de dirigentes de su facción para que se enfrentara a Suharto en la reelección presidencial prevista para el 10 de marzo. Un primer anuncio de postulación, el 10 de enero, fue automáticamente invalidado por el Gobierno, y Sukarnoputri ya no insistió por esa vía, que le aparejaría la confrontación directa con el régimen.

Ella, seguramente, intuía que el predominio del Golkar se mantenía intacto por más que la autocracia personal de Suharto crujía bajo el peso de las turbulencias económicas y el descontento de la población por la caída de su nivel de vida. Aunque su régimen se antojaba agotado, Suharto aún continuaba al mando y cualquier reto desde las instituciones estaba condenado al fracaso; en estas circunstancias, parecía razonar la opositora, salir a disputarle la presidencia a Suharto en la MPR, que continuaba siendo un formidable engranaje bien engrasado, sólo le acarrearía un desgaste político gratuito. Pero también podía argüirse que sin iniciativas valientes de enfrentamiento desde la legalidad, todo el peso de la lucha a favor de la reformasi (reforma) en Indonesia recaería en los movimientos populares, con el consiguiente riesgo de sangrientas represiones.

Las manifestaciones públicas de Sukarnoputri en este convulso período se limitaron a algunas críticas al Gobierno de Habibie y encuentros con sus enardecidos seguidores, siendo el más destacado el auténtico baño de masas que se dio con motivo del V Congreso del PDI, el 8 de octubre de 1998. Hasta el 14 de febrero de 1999, con la mirada puesta en las elecciones democráticas convocadas por Habibie para el 7 de junio, Sukarnoputri no registró su facción como una fuerza política autónoma, bajo el nombre de Partido Democrático de Indonesia-Lucha (PDIP).

La militancia del PDIP reclutó tanto a las antiguas clases urbanas de tradición nacionalista e izquierdista como a un colectivo emergente de profesionales liberales y tecnócratas progresivamente desencantado con la rigidez política y las cortapisas monopolísticas del Golkar y el clan Suharto, triste protagonista de una escandalosa corrupción. La captura de un perfil centrista, de compromiso con una auténtica economía de libre mercado pero sin menoscabo de su bagaje social, nacionalista y secular, auguraban al PDIP una gran victoria electoral, tanto más cuanto que las reglas del juego iban a ser equitativas esta vez.

Sukarnoputri, además, se hallaba en buenas relaciones con los militares (cuya capacidad para determinar el acontecer político, aunque disminuida tras la partida de Suharto, era incontestable) porque, como abanderada del nacionalismo, siempre había proclamado su rechazo a las tendencias separatistas y los conflictos étnico-religiosos en las denominadas islas exteriores del archipiélago indonesio, y su fe en la unidad del Estado. Ahora mismo, la situación era verdaderamente explosiva en Timor Oriental (Timor Timur), la región especial de Aceh en el extremo norte de Sumatra, Borneo Occidental (Kalimantan Barat) y las Molucas (Maluku), por citar solo los escenarios donde más estragos estaban produciendo las violencias.

Durante la campaña electoral, la dirigente opositora se subió a una plataforma ostensiblemente moderada en las formas y parca en los contenidos, tanto que suscitó dudas sobre su talla de líder nacional y el alcance de su visión reformista y democrática. Así, rechazó la decisión de Habibie de convocar un referéndum en la provincia de Timor Oriental, reclamado por la comunidad internacional, sobre la independencia de la antigua colonia portuguesa anexionada manu militari en 1976. Tampoco censuró, ya después de las elecciones en Indonesia y en los días previos y posteriores al referéndum que ganaron los independentistas —desde finales de agosto a mediados de septiembre de 1999—, las matanzas cometidas por las milicias proindonesias contra los timoreses que habían votado masivamente por la separación; más aún, se constataron relaciones entre la rama del PDIP en Timor Occidental y el líder de la milicia Aitarak responsable de las atrocidades, Eurico Guterres. Estos paramilitares, hasta que intervino la comunidad internacional, libraron una campaña de terror con el manto protector del Ejército indonesio.

Asimismo, cuando Aceh, otro viejo conflicto que hundía sus raíces en los intentos de asimilación javanesa de la cultura autóctona, tomó el relevo en el rosario de estallidos, Sukarnoputri se opuso frontalmente a cualquier concesión soberanista como la hecha a Timor Oriental por la imposición internacional. En la región especial de Sumatra combatía el Movimiento por la Liberación de Aceh (GAM), que decía oponerse a la pretensión javanesa de arrinconar a la población aborigen mediante la inmigración incentivada y el expolio de los abundantes recursos naturales. Estos posicionamientos de la jefa del PDIP cogieron por sorpresa a sectores democráticos que pensaban que, siendo ella una víctima ilustre de la represión de Suharto, sería comprensiva con las reivindicaciones de los pueblos de Timor Oriental y Aceh.

Más todavía, Sukarnoputri se despachó con declaraciones más bien contemporizadoras con el antiguo régimen sobre la oportunidad de procesar a Suharto por corrupción y abuso de poder —una demanda persistente de los estudiantes—, mientras que otra categoría de críticas a su persona se refería a la implicación de dirigentes del PDIP en casos de corrupción, la práctica continuada de reclutar militantes en el mundo del hampa para reforzar una fuerza de seguridad oficiosa del partido, la Satgas, y la progresiva personalización del partido en la familia Sukarno, con los hermanos y el esposo de ella siempre en puestos descollantes.

Sukarnoputri se rodeó de un nutrido y multidisciplinar círculo de asesores, pero no presentó propuestas concretas o alternativas claras de futuro; tan sólo, promesas generales de democracia, de recuperación económica, de distribución más equitativa de la renta nacional, y de combate a la corrupción y el nepotismo endémicos, metas que podía trazar cualquier partido a vuelapluma. En el capítulo de la economía, se limitó a certificar que un gobierno suyo respetaría el programa de reconversión estructural y austeridad financiera acordado por Habibie con el FMI. Ausente de las ruedas de prensa o de los debates con otros candidatos, la hija de Sukarno omitió cualquier consideración sobre los graves conflictos separatistas, religiosos y étnicos, que conformaban una temible espada de Damocles sobre la embrionaria democracia indonesia.

A pesar de tantas incógnitas, el PDIP cumplió el pronóstico de encaramarse como el principal referente de los deseos de cambio y en los históricos comicios del 7 de junio de 1999 conquistó el 37,4% de los votos y 154 de los 462 escaños de la nueva DPR abiertos a la elección directa (los 38 escaños restantes siguieron reservados a las Fuerzas Armadas), adelantando ampliamente al otrora todopoderoso Golkar, el cual, empero, salió del envite más airosamente de lo esperado. Con todo, la mayoría cosechada por el PDIP no garantizaba la elección presidencial de Sukarnoputri, ya que ésta iba a corresponder a la MPR reducida a los 700 miembros, 200 de los cuales serían elegidos indirectamente en las provincias (135) o designados por diversos colectivos sociales (65). Se daba por hecho que el grueso de todos estos asambleístas no elegidos en las urnas representaría a los intereses del antiguo régimen y se alinearía con las fuerzas conservadoras.

La clave de la elección presidencial la tenía el abanico de partidos prodemocracia que durante la campaña de las legislativas se había comprometido a formar un Gobierno de coalición, fuera cual fuera el resultado de los comicios, para desalojar al Golkar del poder. El acuerdo lo adoptaron Sukarnoputri y dos destacados dirigentes opositores: Abdurrahman Wahid, líder musulmán laico que gozaba de un enorme ascendiente en esa comunidad de fieles (absolutamente mayoritaria sobre el conjunto de la población) y cabeza del Partido del Despertar Nacional (PKB), el tercero más votado; y, Amien Raïs, rival del anterior por la captación de la militancia musulmana, de talante más progresista, también más contestatario con el suhartismo (fue la personalidad más visible cuando las protestas de la primavera del año anterior), y jefe del Partido del Mandato Nacional (PAN), el quinto más votado.

No obstante, las mutuas suspicacias y rivalidades pudieron más que la voluntad de acabar con el antiguo régimen, así que los tres líderes fueron incapaces de consensuar un candidato unitario a la Presidencia de la República. Las relaciones entre Sukarnoputri y Wahid, por ejemplo, se habían estrechado en los últimos años (para alarma de Suharto), pero nunca llegaron a ser cálidas.

La elección de Sukarnoputri por la MPR parecía a priori bastante factible, pero finalmente se impuso la opción de Wahid, quien a los ojos de los asambleístas conservadores y musulmanes confesionales reunía tres requisitos no cumplimentados por aquella, a saber: por de pronto, era hombre; en segundo lugar, era un experto conocedor, desde la vivencia interna, del alma musulmana de Indonesia, y tenía un potente caché intelectual; en tercer lugar, parecía capaz de conciliar las diferentes tendencias sociales y camarillas políticas para sacar adelante un proyecto de regeneración nacional. Sukarnoputri, con sus extraños silencios, su aureola enigmática y su poco lustroso currículum, sin más reseñas profesionales que las de la política, seguía generando desconfianzas.

En particular, se adujo la ductilidad y el talento para la intriga del experimentado Wahid a la hora de negociar componendas. Pero la impresión fue que a Sukarnoputri lo que de verdad le perdía era su doble condición de mujer y no practicante del Islam (circularon imputaciones de discretas prácticas religiosas en templos hindúes de Java, profesión de fe que ella ni confirmó ni desmintió), algo que a los citados sectores les parecía inaudito en una aspirante a presidir el mayor país musulmán del mundo, aunque también era cierto que esta postura pasaba por alto que la Constitución nacional no hacía la menor precisión de fe, sino que proclamaba la creencia en el “solo y único Dios”.

Así las cosas, la alianza fáctica del Golkar (que retiró la candidatura de Habibie), el PPP, el PKB y el PAN permitió el 20 de octubre de 1999 la elección presidencial de Wahid por 373 votos frente a los 313 de Megawati. Ella sufrió una amarga decepción por esta maniobra frentista, y por otro lado se temió una reacción en las calles de sus airados partidarios. Para conjurar este peligro y porque Wahid realmente necesitaba la alianza con el PDIP, al día siguiente, 21 de octubre, la MPR compensó a Sukarnoputri eligiéndola vicepresidenta de la República con 396 votos sobre su único contrincante, Hamzah Haz, líder del PPP, que recibió 112. Minutos antes de la votación retiraron sus candidaturas el general Wiranto, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, y Akbar Tandjung, el nuevo presidente del Golkar.

El puesto de vicepresidente estaba relegado constitucionalmente al ejercicio de funciones protocolarias, pero con Wahid mermado de salud (había sufrido trastornos cardíacos en los últimos años y prácticamente estaba ciego), Sukarnoputri se proyectaba como su muy probable sucesora en la jefatura del Estado, tal vez antes de acabar el mandato de cinco años. En cualquier caso, la Vicepresidencia le permitiría adquirir un valioso perfil de estadista y familiarizarse con los mecanismos institucionales en la cúpula del Ejecutivo estatal. En añadidura, el PDIP se integró en el Gobierno de amplia coalición a la par que los otros seis partidos más votados, incluido el Golkar.

En los meses siguientes, Sukarnoputri se mantuvo a la sombra de Wahid; sólo emergió para cuestionar determinadas gestiones del presidente en aspectos sensibles, como la situación en las islas exteriores, muy en especial la crisis en Aceh. A medida que Wahid iba conduciéndose por un vericueto cada vez más errático y, fundamentalmente, a raíz de la difusión de escándalos de corrupción en el seno del Gabinete, la vicepresidenta más se aferraba a sus costumbres inveteradas, lo que le evitó verse salpicada de las acusaciones de mala gestión gubernamental.

Los apuros para Wahid empezaron de verdad en abril de 2001, cuando la DPR le exigió que testificara ante la Cámara en relación con dos escándalos financieros del Gobierno que los diputados venían investigando desde enero. Wahid, que se exponía al juicio y la destitución parlamentarios, adoptó una actitud de desafío y se dirigió a Sukarnoputri en busca de apoyo, pero el PDIP optó por aliarse con el PAN y el Golkar para, con el decisivo beneplácito del generalato, propiciar la caída del presidente. Esta vez, los grupos derechistas y religiosos, contagiados de la decepción general por el fracaso de Wahid en sus intentos de reanimar la economía y atajar las crispaciones a lo largo y ancho del archipiélago, no pusieron pegas a la elevación de Megawati a la suprema magistratura.

La arcana política era el centro de todas las miradas, pero ella rehusó pronunciarse sin tapujos hasta prácticamente el final de la crisis. A finales de mayo, su respuesta negativa a la oferta de Wahid de transferirle poderes a cambio del cese del acoso parlamentario fue transmitida a través del grupo de diputados del PDIP. El presidente cumplió su amenaza de declarar el estado de emergencia el 22 de julio de 2001, en la víspera del inicio en la MPR del proceso de impeachment, pero su aislamiento de las elites del país impidió la aplicación siquiera de este decreto de fuerza.

Pocas horas después, el 23 de julio, la MPR resolvió destituir a Wahid por unanimidad y acto seguido invistió a Sukarnoputri en la Presidencia de la República. Al principio, Wahid reaccionó como no dándose por enterado de su remoción y se escudó en el palacio presidencial, pero el día 26, consciente de su soledad, abandonó el país con destino a Estados Unidos para someterse a unos análisis clínicos. En esos cuatro días de porfía, Megawati, en atinado juicio, no envió a las fuerzas de seguridad a desalojar al díscolo ex mandatario y prefirió que éste arrojara la toalla voluntariamente.

La flamante jefa del Estado recibió una manifestación de apoyo de todos los partidos principales para completar el mandato constitucional hasta las siguientes elecciones, en 2004, un respaldo al que se adhirieron los cuerpos de seguridad, las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y el poder judicial. Ahora bien, esta carta blanca fue bastante más explícita por parte del Golkar (que siempre la había considerado su bestia política) que por los partidos musulmanes agrupados en el denominado "Eje Central". El PAN de Raïs sugirió que el sostén de Megawati estaría condicionado a la no repetición de los errores de Wahid. Desde el exterior, los principales gobiernos se apresuraron a felicitar a Sukarnoputri, en cuyas credenciales democráticas confiaban y de la que esperaban que trajera la demorada estabilidad política y económica al cuarto país más poblado del mundo. En un discurso pronunciado nada más jurar el cargo el mismo 23 de julio, la presidenta lanzó un llamamiento a la unidad nacional para impedir la desintegración del país, y a afrontar con resolución la flojera económica.

El 26 de julio, coincidiendo con la rendición de Wahid, la MPR eligió para vicepresidente de la República a Haz, una decisión muy aplaudida por los socios de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, que el 1 de enero de 2002 se disponía a aplicar el último desarme arancelario multilateral para la culminación del Área de Libre Comercio empezada a implementar en 1993) y otros países atentos al devenir de Indonesia. Cuando la elección presidencial de 1999, Haz había sido el principal instigador del frente de rechazo a Megawati, así que su investidura ahora en la Vicepresidencia destiló deseos de superar los encontronazos y mirar al futuro. En cuanto a Tandjung, fue derrotado en la aspiración a este puesto, pero como él ya era presidente de la DPR los analistas consideraron que se había alcanzado un inteligente reparto de atribuciones.

El 9 de agosto la presidenta anunció un Gabinete equilibrado entre las cuotas de poder reservadas a los partidos políticos principales (PDIP, Golkar, PPP, PAN y el Partido de la Estrella Creciente, PBB) y una serie de ministros tecnócratas de reconocido prestigio que se hicieron cargo del apartado económico con la misión de desbloquear los créditos del FMI, paralizados por el estancamiento de las privatizaciones durante Wahid. Una de las pocas sorpresas fue el nombramiento al frente de la Defensa de Matori Abdul Djalil, tanto por ser un civil como por pertenecer al PKB, formación que había presidido nominalmente antes de enemistarse con Wahid. Los militares también recibieron una importante presencia, como gratificación por su apoyo durante la pasada crisis.

Por lo demás, la llegada de Megawati Sukarnoputri al frente de Indonesia enriqueció la galería de presidentas o primeras ministras de Asia hijas de estadistas de prestigio: eran los casos de la ya citada Indira Gandhi en India, de Chandrika Kumaratunga en Sri Lanka, Gloria Macapagal Arroyo en Filipinas, Benazir Bhutto en Pakistán y Hasina Wajed en Bangladesh. A ellas podían añadirse las viudas Khaleda Zia en Bangladesh, Cory Aquino en Filipinas y Sirimavo Bandaranaike (madre de Kumaratunga) en Sri Lanka, como continuadoras de otras tantas dinastías políticas. En el momento de asumir Sukarnoputri, otros dos países del continente estaban regidos por mujeres: Sri Lanka, por Kumaratunga, y Filipinas, por Arroyo.

Sukarnoputri no había cumplido su segundo mes en la Presidencia cuando el 11 de septiembre se produjeron los atentados de Al Qaeda en Nueva York y Washington. Justo una semana después, fue recibida en la Casa Blanca por George W. Bush —la visita estaba planeada de antemano—, a quien aseguró que Indonesia, país musulmán sunní al 90% y tradicionalmente adepto a formas moderadas y tolerantes, a la vez que piadosas, del Islam, compartía el sentimiento de dolor por las víctimas y condenaba en los términos más enérgicos los brutales ataques terroristas.

Sin embargo, la presidenta no quiso asumir compromisos ante Bush cuando éste le pidió la participación de Indonesia en la coalición global contra el terrorismo que acababa de anunciar al mundo, cuyo dispositivo militar, la Operación Libertad Duradera (llamada en un primer momento Justicia Infinita) ya se estaba organizando a marchas forzadas. Bush ofrecía una generosa ayuda económica al plan de reformas del Gobierno, sobre todo en la privatización del sistema bancario; a cambio, esperaba de Yakarta que arrimara el hombro en la supresión de las amenazas a la seguridad en Asia, no tanto ofreciendo fuerzas y facilidades militares al Ejército estadounidense como reprimiendo sin miramientos a los colectivos integristas de casa, altamente sospechosos de estar captados por la organización transnacional del saudí Osama bin Laden.

Aunque políticamente irrelevantes y socialmente muy poco implantados, ya que la confesionalidad musulmana la canalizaban en gran medida las grandes organizaciones de masas (la Nahdlatul Ulama de Wahid, la Muhammadiyah de Raïs y otras) y los partidos no clericales presentes en el Parlamento, los grupos radicales, campeones de la introducción de la sharía en Indonesia y abiertamente antioccidentales, eran muy estridentes. En octubre, cuando Estados Unidos y el Reino Unido empezaron los bombardeos contra el régimen talibán en Afganistán, los fundamentalistas se echaron a la calle y lanzaron virulentas proclamas que eran calcadas de las proferidas por Al Qaeda, los talibán o los partidos simpatizantes de Pakistán.

En Java, Sumatra y prácticamente en el resto de Indonesia, los llamamientos a la guerra santa y la caza del anglosajón, ya fuera estadounidense, británico o australiano, encontraron bien poco eco entre la población, pero inquietaron profundamente en Washington. Allí, existían dudas sobre la naturaleza del movimiento Laskar Jihad, o Milicias para la Guerra Santa, cuya acción armada se venía centrando en las islas Molucas, donde actuaba como la fuerza de choque de los musulmanes locales enzarzados en una guerra particular con los cristianos

Aunque el servicio diplomático insistía en el carácter pacífico, refractario por naturaleza a todo extremismo, del pueblo indonesio, y en dulcificar los informes estadounidenses sobre las andanzas de los supuestos secuaces de Al Qaeda en el vasto archipiélago (un dédalo de islas, en ocasiones con escasa presencia del Estado, que ofrecía refugios perfectos para subversivos locales o extranjeros), Sukarnoputri, prototipo del estadista aconfesional, parecía temer al Islam militante y la capacidad de sus orillas más radicales para succionar a islamistas conservadores que hasta ahora se habían mostrado plenamente integrados en el sistema político a la vez que respetuosos con las líneas maestras del Estado, así que se abstuvo de tomar medidas que pudieran airar a estos sectores. Por otro lado, dirigentes del PPP y el PBB, los dos socios del Gobierno más conservadores en materia de fe, no se resistieron a jugar la carta de la retórica con guiños populistas, haciendo reverdecer la no superada pugna entre religión y secularismo.

Esta prudencia contentiva de Sukarnoputri, que fuera del país era percibida como una frustrante falta de determinación, tocó a su fin el 12 de octubre de 2002, fecha que marcó un antes y un después en la historia contemporánea de Indonesia al conocer la irrupción sangrienta del integrismo islámico vinculado a Al Qaeda: ese día, un vehículo cargado con una tonelada de explosivo estalló junto a dos clubes de recreo abarrotados de turistas en Kuta, Bali, causando 202 muertos y otros tantos heridos. Entre los fallecidos había súbditos extranjeros de 22 países, llevándose la peor parte los australianos, con 88 muertos, seguidos de los británicos, que contaron 26 cadáveres. Ciudadanos indonesios perecieron 38, en su mayoría insulares balineses.

La masacre, que, además de la tragedia humana, suponía un golpe letal a la industria turística (fuente de ingresos fiscales y de divisas de creciente importancia), hizo que el Gobierno reaccionara como un resorte. El Ministerio del Interior dirigió de inmediato su dedo acusador a la Jemaah Islamiah, una organización extremista por largo tiempo sospechosa de pertenecer a la red de bin Laden. Sukarnoputri ordenó la persecución implacable de los culpables, aprobó dos decretos de lucha antiterrorista (uno de los cuales permitía el arresto de sospechosos sin cargos y durante seis meses) y puso mucha más atención a las demandas estadounidenses de cooperación en la materia. En los días y semanas ulteriores, la Policía indonesia, trabajando conjuntamente con agentes australianos, practicó varias detenciones, destacándose las del clérigo Abu Bakar Bashir, ampliamente considerado el líder espiritual de la Jemaah, e Imam Samudra, otro cabecilla del grupo y sospechoso de haber organizado el atentado. Las investigaciones sacaron en claro que los autores de la atrocidad de Bali fueron todos indonesios, aunque el 8 de noviembre Al Qaeda reivindicó el ataque en una página web.

Inicialmente, Bashir, que proclamó vehementemente su inocencia y que incluso negó la existencia de la Jemaah, no pudo ser involucrado en el ataque de Bali por falta de pruebas, si bien fue procesado por su presunta responsabilidad en la cadena de ataques con bomba a iglesias cristianas durante la Navidad de 2000. En abril de 2003 la justicia le acusó de traición, por haber intentado derrocar al Gobierno y establecer el Estado islámico. Aunque absuelto de ese cargo en septiembre, fue hallado culpable de una serie de delitos menores y condenado a un total de cuatro años de prisión, pena que no se aplicó porque sus abogados apelaron.

En cuanto a Samudra, sí fue imputado y juzgado en relación con el atentado de Bali: en septiembre de 2003, el juez le consideró culpable y le condenó a la pena capital. En 2003 los tribunales dictaron otras tres sentencias condenatorias, dos de pena de muerte y una de cadena perpetua, ninguna de las cuales fue ejecutada a la espera de resolverse los respectivos procesos de apelación. Entre medio, el 5 de agosto, el país sufrió un segundo zarpazo terrorista, un coche bomba que el suicida que lo conducía hizo explosionar junto al hotel Marriott de Yakarta, en pleno centro de negocios de la capital, matando a 13 personas. Casi nadie dudó de estar ante una venganza de la Jemaah.

Este segundo ataque únicamente consiguió reafirmar a Sukarnoputri y sus ministros en el propósito de liquidar la seria amenaza que se cernía sobre Indonesia, que bastante tenía con lidiar con los conflictos territoriales como para soportar desafíos terroristas en el corazón del archipiélago, aunque ahora la represión de los círculos extremistas resultaba más complicada por el clima general de rechazo a la invasión y la ocupación estadounidenses de Irak, vistas por muchos fieles musulmanes como una agresión de la superpotencia occidental al Islam. Para no empeorar las cosas en el terreno doméstico, Sukarnoputri se distanció ostensiblemente de la controversia de Irak, pero el precio a pagar por esta frialdad fue un frenazo al acercamiento a Estados Unidos. Por otra parte, el clérigo Bashir fue incriminado por el atentado de Yakarta, y a partir de este sumario se le abrió otro pliego de acusaciones en relación con el atentado de Bali.

Los gobiernos de los países de procedencia de las víctimas de Bali, en especial Australia y Estados Unidos, expresaron su satisfacción por la presteza y la eficiencia de las acciones policiales y judiciales, lo que aceleró una especie de rehabilitación de Sukarnoputri ante la Administración Bush. Aunque en Australia la pena de muerte estaba abolida, el Gobierno de John Howard notificó que no solicitaría a su homólogo de Yakarta medidas de clemencia. Ahora bien, en julio de 2004, uno de los reos que había apelado consiguió que el Tribunal Constitucional declarara incompatible con la Carta Magna su enjuiciamiento con arreglo a la legislación antiterrorista especial que había sido promulgada después de la comisión del hecho juzgado.

Aunque el ministro de Justicia y el propio presidente del Constitucional aseguraron que este fallo no afectaba al estatus de los otros 32 convictos, algunos confesos, por el atentado de Bali, la incertidumbre sobre el resultado definitivo de los procesos penales quedó en el aire. Algunos observadores prefirieron poner de relieve la independencia del poder judicial frente al poder ejecutivo. Por otra parte, la celebración precisamente en Bali de la IX Cumbre de la ASEAN al año del bárbaro atentado, el 7 y el 8 de octubre de 2003, fue aprovechada por Megawati para transmitir una imagen de país seguro que a muchos les parecía engañosa.

Simultáneamente al terrorismo islamista, Sukarnoputri hubo de vérselas con las violencias en las islas exteriores. Su política en este frente difirió un tanto de la esgrimida por Wahid en el sentido de que esgrimió más palos que zanahorias, y que otorgó más libertad de actuación a los militares para imponer soluciones de fuerza. El teniente general en la reserva Susilo Bambang Yudhoyono, un antiguo protegido del general Wiranto, a quien en agosto de 2000, por decisión de Wahid, había sustituido como ministro coordinador de Asuntos Políticos y de Seguridad, supervisó todos los dispositivos antiterroristas y antisubversivos, convirtiéndose en el hombre fuerte del Ejecutivo.

Sin duda, el conflicto que más quebraderos de cabeza dio y que más sangre hizo correr fue el de Aceh, que se aproximaba a su tercera década de existencia, con un balance de miles de muertos y desplazados. Un primer intento de apaciguar al GAM, consistente en la dotación de un nuevo ordenamiento político por el que el Gobierno regional, aseguraba Yakarta, ingresaría cuatro quintas partes de los ingresos por la explotación de los hidrocarburos que atesoraba el país y de paso adquiría libertad para implantar de inmediato la sharía, fracasó a principios de 2002 porque la guerrilla se aferraba a las exigencias de independencia. Tras varios meses de relativa calma, el 9 de diciembre del mismo año, representantes del Gobierno indonesio y el GAM firmaron en Ginebra un acuerdo que fue calificado de paz, aunque se trató propiamente de un parón formal en las hostilidades, a falta de compromisos concretos en torno a los aspectos políticos y económicos del conflicto. Sin esos mimbres, el alto el fuego colapsó en mayo de 2003.

Entonces, Sukarnoputri delegó en el cada vez más visible Yudhoyono la responsabilidad de anunciar la declaración del estado de emergencia y la ley marcial en la región especial, decreto que preludió el lanzamiento de una vasta operación militar —la mayor conocida por el archipiélago desde la invasión de Timor Oriental en 1975— aderezada con los llamamientos del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, general Endriartono Sutarto, a “cazar” y “destruir” a los rebeldes. Más comedido en las formas pero igual de contundente en el fondo, Yudhoyono informó que el Ejecutivo ya no buscaría una solución permanente del conflicto y que en adelante apostaría por la vía militar, hasta conseguir la completa rendición del GAM, a menos que la guerrilla transigiera con la oferta de una autonomía especial y se olvidara del secesionismo.

La presidenta ofreció su acostumbrada parquedad mediática y se limitó a decir que esperaba que esta acción de las Fuerzas Armadas en Aceh, donde estaban desplegados 40.000 soldados, fuera “comprendida y apoyada por el pueblo indonesio, incluidos aquellos grupos que trabajan por la democracia y los Derechos Humanos”. El refuerzo de los tonos nacionalistas y castrenses en el Gobierno no gustó a la Unión Europea y Japón, que habían sido, al igual que Estados Unidos, facilitadores de las negociaciones de alto el fuego en Suiza. Cuando las tres partes, en noviembre de 2003, comunicaron a Yakarta su inquietud por la ausencia de una “solución política” en el horizonte de un conflicto que había engullido un millar de vidas sólo desde mayo, las reacciones fueron de lo más irritadas, con el vicepresidente Haz bramando contra la “injerencia” extranjera en la política indonesia de seguridad nacional.

En cuanto a los demás conflictos insulares, hubo flujos y reflujos. Sendos acuerdos de pacificación beneficiaron a las poblaciones musulmanes y cristianas de Célebes Central (Sulawesi Tengah) y las Molucas en diciembre de 2001 y febrero de 2002, respectivamente. En octubre de 2002, días después del atentado de Bali, los islamistas de Laskar Jihad, que habían extendido sus violencias a Célebes, anunciaron el abandono de la lucha armada y su autodisolución como grupo. Pero en abril de 2004 el escenario moluqueño conoció una súbita deflagración, con varios muertos en la ciudad de Ambón entre seguidores y enemigos del proscrito Frente por la Soberanía de Maluku del Sur, cuyo líder Moses Tuannakota, fue detenido por la Policía por presidir un acto ilegal.

En la provincia de Irián Jaya, ahora llamada Papúa, el estatus de Autonomía Especial negociado por el Gobierno de Wahid y las fuerzas nacionalistas papúes fue muy escasamente implementado por el Gobierno de Sukarnoputri, con la consiguiente insatisfacción de aquellas. Además, en 2003, Yakarta desgajó de la provincia de Papúa la península de Bird’s Head y la convirtió en la provincia de Irián Jaya Barat, o Irián Jaya Occidental, movimiento unilateral que no ayudó a aquietar las tensiones. Una provocación en toda regla de elementos recalcitrantes del Ejército fue el secuestro y asesinato en noviembre de 2001 del líder independentista papú Theys Eluay, presidente del Consejo del Presidium de Papúa y muy crítico con la Ley de Autonomía Especial. El Gobierno quiso dar un castigo ejemplar y siete uniformados fueron llevados a juicio y condenados por su implicación en el crimen, aunque las sentencias de prisión, de algo más de dos años para cada convicto, fueron consideradas demasiado leves por la acusación.

Timor Oriental, donde Indonesia no tenía ninguna jurisdicción desde que en octubre de 1999 fue forzada a entregar el control a la Administración Transicional de Naciones Unidas (UNTAES), proclamó su independencia el 20 de mayo de 2002. Sukarnoputri, que, como se recordará, se había manifestado tajantemente en contra de este proceso cuando dirigía la oposición al Gobierno de Habibie, asistió a los actos en Dili, flanqueando discretamente al líder independentista timorés y ahora flamante presidente de la República Democrática de Timor-Leste, Xanana Gusmão.

La mandataria indonesia asumió las forzadas relaciones de buena vecindad con la antigua provincia con más realismo del esperado. En vísperas del acceso la independencia, el 2 de mayo, ya sostuvo en Yakarta una cumbre preliminar con Gusmão, de quien aceptó la invitación de asistir a la ceremonia que iba a celebrarse días después. Y el 2 de julio los dos dirigentes se vieron las caras por tercera vez, de nuevo en Yakarta, para la firma por los respectivos ministros de Exteriores de un documento por el que se establecían las relaciones diplomáticas y se preveía el intercambio de embajadores. En la visita oficial de Gusmão se acordó también establecer una comisión intergubernamental para guiar las relaciones de cooperación económica y resolver algunas cuestiones pendientes como el marco jurídico de las propiedades privadas de particulares y los fondos bancarios indonesios en Timor Oriental, la demarcación de las aguas territoriales y el retorno de los refugiados que quedaban en la parte occidental de la isla.

Las autoridades timoresas no establecieron condiciones sine qua non en torno a la depuración de responsabilidades penales por los crímenes cometidos por las fuerzas de seguridad indonesias en los años de la ocupación. De todas maneras, las presiones a Yakarta sobre el particular no amainaron, siendo partícipes de las mismas organizaciones humanitarias, cancillerías extranjeras, la ONU y, en menor grado, segmentos de la propia sociedad civil indonesia. La presidenta se escudó en la independencia del poder judicial para desviar las acusaciones de vacilar o no implicarse con directivas adecuadas del Ministerio Fiscal en la persecución de las violaciones de Derechos Humanos perpetradas en Timor Oriental, que al final quedaron completamente impunes.

Así, el Tribunal Especial de Derechos Humanos, puesto en marcha en marzo de 2002 prácticamente a regañadientes, porque lo estaba exigiendo la comunidad internacional, absolvió de sus cargos, e incluso revocó algunas sentencias inicialmente condenatorias, a todos los altos oficiales, 16, de las Fuerzas Armadas y de la Policía, de coroneles hacia arriba, que fueron incriminados a partir de la iniciativa de la Fiscalía General en 2000. Así sucedió con los generales Adam Damiri, Timbul Silaen y Tono Suratman, por citar a los máximos comandantes en Timor Oriental hasta 1999.

Dos civiles timoreses, Eurico Guterres, líder de la milicia proindonesia Aitarak, y Abilio Soares, último gobernador provincial, fueron hallados culpables y condenados a diez y tres años de prisión, respectivamente, pero apelaron con muy buena fortuna (Soares, incluso, terminaría siendo absuelto por el Tribunal Supremo en noviembre de 2004 después de haber tenido el dudoso honor de ser el único de los 18 juzgados que llegó a pisar la cárcel). El Gobierno de Estados Unidos, las ONG y las autoridades de Dili se declararon avergonzados con el desenlace de estos procesos.

En cuanto al general Wiranto, en quien concurrían abrumadoras pruebas de haber ordenado o tolerado los abusos en Timor Oriental y que estaba empeñado en labrarse una respetable carrera política en las filas del Golkar, no llegó a ser procesado en Indonesia, aunque en febrero de 2003 la fiscalía del tribunal penal mixto de Dili, organizado por la ONU y el Gobierno timorés, le acusó formalmente in absentia de crímenes contra la humanidad. Esta instancia judicial incriminó también a los jerifaltes militares y civiles exonerados por el tribunal de Yakarta, pero al carecer de efectiva jurisdicción extraterritorial, todos los autos de inculpación contra personas fuera del país eran papel mojado.

Sukarnoputri poco más o menos que se cruzó de brazos también en el frente de la lucha contra la corrupción, con lo que abatió una de sus banderas electorales. Los juicios espectaculares contra Akbar Tandjung, el jefe del Golkar y el presidente de la DPR, acusado de meterse en el bolsillo 4 millones de dólares de las subvenciones públicas al partido para las elecciones de 1999, y Sjahril Sabirin, gobernador del Banco Central, acusado de desviar fondos en favor de la campaña electoral de Habibie, siguieron el consabido vericueto de la inicial sentencia condenatoria a unos pocos años prisión que no llega a ejecutarse gracias al proceso de apelación con resultado absolutorio (Sabirin fue eximido por la Corte de Apelaciones en agosto de 2002 y Tandjung fue absuelto por el Supremo en febrero de 2004). Además, ninguno de los dos dejó de desempeñar sus cargos públicos, ni siquiera cuando fueron condenados en primera sentencia, volviendo a evidenciar la prepotencia de las élites del poder, ya fueran civiles o castrenses.

Con ser decepcionantes todas estas incidencias judiciales, la presidencia de Sukarnoputri, sin embargo, quedó indeleblemente marcada en sentido positivo por una serie de reformas legales que cualificaron democráticamente el sistema político indonesio. El 27 de agosto de 2002, la MPR, en una sesión histórica, aprobó un paquete de enmiendas constitucionales para permitir la elección del jefe del Estado por sufragio universal, en lugar de la votación parlamentaria, y para eliminar la reserva de diputados (38) militares y policiales en la DPR, que en lo sucesivo sería elegida en las urnas en su totalidad, sin miembros nombrados a dedo. Las Fuerzas Armadas intentaron impedir la mudanza, pero los tiempos estaban cambiando y el generalato hubo de resignarse a perder esta especie de fiscalización de la esfera civil en el corazón del sistema democrático.

También, se modificó la ley electoral, de manera que sólo los partidos que alcanzaran la barrera del 5% de los votos o que poseyeran una cuota del 3% de diputados como mínimo pudieran nominar candidatos a la Presidencia y la Vicepresidencia. Ahora bien, Sukarnoputri no podía reclamar la maternidad de unas reformas, en especial la introducción de la elección presidencial directa, cuya iniciativa correspondió a los legisladores. Es más, la presidenta se opuso a cambiar el sistema de elección de un puesto en el que pretendía ser reelegida; indudablemente, temía someterse personalmente a los electores en una liza en la que tendría que vérselas con cabezas partidistas de mucho tirón.

La sensación de retroceso de la popularidad de la líder del PDIP se agudizó en enero de 2003, cuando la presión de la calle obligó al Gobierno a retractarse parcialmente en la decisión de eliminar los precios subsidiados de la electricidad, la gasolina y la telefonía, una liberalización reclamada por el FMI para continuar con las facilidades crediticias y el reescalonamiento del pago de la gigantesca deuda externa, en torno a los 140.000 millones de dólares. A Megawati no le perdonaron muchos indonesios pobres de solemnidad, esas masas de desheredados que eran, o que habían sido hasta ahora, el sustrato electoral del PDIP, que pusiera tanto énfasis en la disciplina presupuestaria, que se codeara con los militares, que protegiera a muchos magnates corruptos de la era de Suharto (de la manera más torpe, la aplicación de las alzas en las tarifas fue casi simultánea al anuncio de que el Ministerio Fiscal no iba a emprender acciones contra los empresarios bajo sospecha) o que no quisiera ayudar a los miles de trabajadores clandestinos deportados por Malasia.

Aunque el PIB experimentó un crecimiento constante en todo el período (3,3% en 2001, 3,7% en 2002, 4,1% en 2003 y 4,9% en 2004), y la inflación fue disminuyendo en consonancia (del 11,5% el primer año se pasó al 6,4% el cuarto), la economía indonesia siguió presentando serios problemas de fondo, como un bajo nivel de inversiones (siguió sin recuperarse el nivel anterior a la crisis financiera de 1997-1998), lo que se traducía, por ejemplo, en un declive de la explotación petrolera (hasta el punto de que este país miembro de la OPEP empezó a importar más petróleo del que producía), la debilidad del sistema bancario, una infraestructura de comunicaciones inadecuada y un esquema de distribución provincial de los recursos profundamente desequilibrado. El mercado laboral era incapaz de absorber a los miles de nuevos graduados cada año, el desempleo y el subempleo rondaban el 40%, y la corrupción, tal era la percepción general, campaba por sus respetos.

Mega contaba por lo menos con la fidelidad de los votantes hindúes de Bali y Java, y del aparato del PDIP, que le aseguró la nominación presidencial, aunque la política encajó una publicidad tan negativa como el anuncio por sus dos hermanas menores, Sukmawati Sukarnoputri y Rachmawati Sukarnoputri, de que concurrirían en las elecciones presidenciales, enfrentándose a ella, si sus respectivos partidos, el Nacional Indonesio-Marhenisme (PNIM) y el de los Pioneros (PP), salían de las legislativas satisfaciendo los requisitos constitucionales para presentar candidato propio a la jefatura del Estado. Desde la familia, tampoco le hizo el menor favor político su esposo Taufik Kiemas, acusado por la prensa de estar metido en corruptelas y protagonista de varias polémicas por su verbo destemplado.

Por ejemplo, a principios de marzo de 2004, en el arranque de la campaña de las legislativas del 5 de abril, Kiemas se mofó del “comportamiento infantil” del ministro Yudhoyono, quien llevaba semanas deshojando la margarita sobre si abandonaba el Gabinete para postularse como candidato presidencial por cuenta de algún partido. El 11 de marzo, Yudhoyono presentó la dimisión entre quejas de haber sido marginado por su superiora ejecutiva, que ya no le consultaba, decía, sobre cuestiones de seguridad.

Con una fama de servidor honesto, hostil a la corrupción que observaba en su entorno y de convicciones democráticas, Yudhoyono, casi sin proponérselo, se había convertido en el favorito de la ciudadanía a medida que Sukarnoputri, en una actitud inexplicable, restringía sus apariciones públicas y dosificaba sus mensajes a la nación. La opinión pública manifestaba una y otra vez su inquietud por la falta de liderazgo en la Presidencia, y Yudhoyono se subió a la tribuna para ofrecer precisamente eso, un “liderazgo fuerte”, además de mano dura contra los corruptos y los terroristas, y una “nueva aproximación” a los conflictos regionales, abriendo puertas a los “métodos no violentos” y dando prelación a las estrategias políticas.

Muy poco propicios eran, por tanto, los vientos para el PDIP, al que Sukarnoputri tenía medio desvalido. Como consecuencia, en las elecciones del 5 de abril a la nueva DPR de 550 miembros los demócratas vieron esfumarse la mitad de los votos y un tercio de los escaños obtenidos cinco años atrás: con el 18,5% de los sufragios y 109 diputados, el partido de la presidenta fue superado por el Golkar, que sacó el 21,6% y 128, respectivamente. Entre 58 y 45 legisladores obtuvieron el PKB, el PPP, el PAN, el Partido de la Justicia y la Prosperidad (PKS) y el Partido Democrático (PD), fuerza a la que se afilió Yudhoyono para poder presentarse a las presidenciales. En cuanto a los partidos de las hermanas de Megawati, el PNIM y el PP, no alcanzaron el 1% de los votos y entre los dos sumaron tres escaños, frustrando las ambiciones presidenciales de las otras dos hijas de Sukarno.

El descalabro de las legislativas levantó en el PDIP corrientes de animosidad contra Sukarnoputri, que se vio obligada a salir de su letargo para no correr el mismo sino en las presidenciales. Así que la aspirante reeleccionista desplegó durante la campaña una, para ella, inusitadamente febril actividad, visitando puestos en la calle, escribiendo columnas en los periódicos, concediendo ruedas de prensa y entrevistas, y saliendo a reclamar los logros, que objetivamente eran ciertos, de haber dado al país en estos tres años de transición una cierta estabilidad económica y un robustecimiento de las instituciones democráticas. También, cortejó el voto religioso musulmán con el fichaje de Hasyim Muzadi, sucesor de Wahid en el liderazgo de la Nahdlatul Ulama, como compañero de fórmula para la Vicepresidencia.

Sin embargo, estos apresurados movimientos no llegaron a tiempo para revertir las tendencias electorales, que situaban a Yudhoyono como el gran favorito. Además, de manera discreta, los gobiernos de la ASEAN y de Estados Unidos (que todavía percibía rasgos de tibieza en la actitud de Megawati frente al terrorismo), y más explícitamente la comunidad empresarial y financiera, deslizaron sus simpatías por el candidato del PD, que exudaba un dinamismo natural, no artificioso, por más que sus propuestas adolecieran de la misma imprecisión que caracterizaba a sus adversarios.

El 5 de julio de 2004 Sukarnoputri, con un mediocre 26,2% de los votos, fue aventajada por su ex ministro, que obtuvo el 33,6%. Los dos pasaron, por tanto, a la segunda y definitiva vuelta, para la que fueron apeados Wiranto por el Golkar (22,2%), Raïs por el PAN (14,9%) y Haz por el PPP (3,1%). Aunque las encuestas aventuraban que no tenía nada que hacer frente a Yudhoyono, subido en la ola de la popularidad, Sukarnoputri se comportó con tenacidad y consiguió que pidieran el voto por ella el Golkar (aunque Wiranto dejó libertad de voto a sus seguidores), el PPP, el Partido de la Paz y la Prosperidad (PDS, valedor de los intereses de la minoría cristiana), el Partido de la Estrella y la Reforma (PBR, que al principio había estado del lado de Yudhoyono) y el Partido de la Preocupación por una Nación Funcional (PKPB), fuerza formada en 2002 por los incondicionales de Suharto y encabezada entre otros por la propia hija del ex dictador, Siti Hardiyanti Rukmana, alias Tutut.

En otras palabras, las fuerzas conservadoras tradicionales y los círculos del antiguo régimen dictatorial se alinearon con la jefa del PDIP, su antigua enemiga, porque ante todo temían las promesas de Yudhoyono, al que veían como un outsider de la política con tics populistas, de erradicar la corrupción. A favor de Yudhoyono se pronunciaron el Partido de la Justicia y la Unidad de Indonesia (PKPI) y dos formaciones confesionales musulmanas emergentes, el PKS y el PBB. En cuanto al PAN y el PKB, se declararon neutrales, aunque Wahid hizo algunos amagos favorables a Yudhoyono. Si el electorado hubiera acatado las orientaciones impartidas por los cabezas de facción Sukarnoputri, que tenía de su lado más respaldos fácticos, habría podido ganar, pero ese escenario era una pura entelequia: el 20 de septiembre, once días después de encajar Indonesia el tercer atentado terrorista de dimensiones mortíferas —un coche bomba hecho estallar por un suicida frente a la embajada australiana en Yakarta, con el resultado de 11 muertos, todos de nacionalidad indonesia—, el ex militar barrió a la presidenta con el 60,9% de los votos.

En una actitud que no fue comprendida ni por sus propios seguidores, Sukarnoputri se resistió a aceptar el resultado, incluso después de ser proclamado Yudhoyono presidente electo por la Comisión de Elecciones Generales, el 4 de octubre, y de certificar todas las instancias competentes la validez de las votaciones. El 20 de octubre, después de pronunciar un emocionado discurso de despedida, Megawati cesó en la presidencia de la República con la toma de posesión de Yudhoyono, en una ceremonia en la que no quiso estar presente.

(Cobertura informativa hasta 1/7/2005)