Leonel Fernández Reyna

Con el paréntesis de 2000-2004, desde 1996 viene presidiendo la República Dominicana Leonel Fernández, líder del centrista Partido de la Liberación Dominicana (PLD). A lo largo de sus tres mandatos, el segundo a rebufo de la calamidad financiera del Gobierno Mejía y el último renovado en 2008, este abogado mulato ha hecho gala de un enfoque intelectual de su labor de gobierno, que reclama logros, reconocidos en las urnas, como el fuerte ritmo de crecimiento económico, los acuerdos de libre comercio con Centroamérica, el Caribe y Estados Unidos, y el convenio petrolero con la Venezuela bolivariana, aunque en el camino se quedan la fracasada privatización del sector eléctrico, los casos de corrupción y los acusados desequilibrios sociales. Pragmático, buen comunicador y con una imagen de modernidad, Leonel invoca un modelo de desarrollo ligado a las nuevas tecnologías y una "economía social de mercado" donde la prioridad de la estabilidad fiscal pone el aspecto liberal de su "versión tropicalizada de la Tercera Vía". En su actual mandato, el presidente ha buscado paliar el impacto negativo de la crisis global y ha hecho aprobar una polémica reforma constitucional.

(Nota de edición: esta versión de la biografía fue publicada originalmente en enero de 2010. Leonel Fernández Reyna concluyó su tercer ejercicio presidencial el 16/8/2012, siendo sucedido por Danilo Medina, del partido oficialista PLD. En 2019 el ex presidente abandonó el PLD y fundó el partido Fuerza del Pueblo).

1. Discípulo y heredero de Juan Bosch al frente del PLD
2. Victoria electoral sobre Peña Gómez con el apoyo de Balaguer
3. La primera presidencia (1996-2000): privatizaciones, estabilidad macroeconómica e integración en el comercio regional
4. El cuatrienio en blanco: proyección de la FUNGLODE y oposición al Gobierno del PRD
5. La segunda presidencia (2004-2008): fijación fiscal, récord de crecimiento, el CAFTA-RD y Petrocaribe
6. El tercer mandato (2008-2012): el impacto de la crisis global y reforma constitucional
7. Aportes intelectuales y filiaciones internacionales


1. Discípulo y heredero de Juan Bosch al frente del PLD

Hijo del oficial del Ejército José Antonio Fernández Collado (quien iba a fallecer en noviembre de 2000 nada más cesar como cónsul general en Panamá) y de la maestra de escuela Yolanda Reyna Romero, y nacido en el populoso barrio capitalino de Villa Juana, habitado por familias de las clase media y baja, en 1962 emigró con sus padres y su hermano a Estados Unidos en busca de un mayor bienestar. El muchacho retomó las clases escolares en Nueva York y concluyó su educación secundaria en la Louis D. Brandeis High School, sita en el Upper West Side de Manhattan. Tras retornar a la República Dominicana en 1968, cursó la carrera de Derecho en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), por la que se doctoró magna cum laude en 1978 con una tesis titulada El delito de opinión pública, que luego se convirtió en un manual de obligada consulta por los estudiosos de los aspectos jurídicos de la labor periodística. También recibió el premio J. Humberto Doucudray como el alumno más destacado de su promoción.

Atraído desde su juventud por la problemática social e imbuido de ideas progresistas, Fernández ingresó en un comité de base del Partido Revolucionario Dominicano (PRD, socialdemócrata) que dirigía el veterano político izquierdista Juan Emilio Bosch Gaviño, efímero presidente de la República en 1963 y que, de no haberse metido en política, habría pasado igualmente a la posteridad por sus aportaciones literarias y su condición de académico de la Lengua. En diciembre de 1973 Fernández secundó a Bosch en su decisión de separarse del PRD y fundar, el día 15, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), una fuerza originalmente calificada de marxista y antiimperialista, pero que más tarde se deslizó al centro del espectro político, si acaso con concesiones al progresismo social. Fernández se destacó como líder estudiantil antes de alcanzar notoriedad en su triple faceta de jurista, docente y periodista. En la Escuela de Derecho ejerció de secretario general de la Asociación de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la UASD, y participó activamente en las agitaciones reivindicativas contra el régimen derechista de Joaquín Antonio Balaguer Ricardo, aupado a la Presidencia de la República en 1966 y descabalgado de la misma en las elecciones de 1978 antes de recuperar el poder en 1986, al cabo de un interregno perredeísta de ocho años.

En el PLD, Fernández desempeñó sucesivamente los cometidos de responsable de la distribución de circulares, secretario de comité de base, miembro del Comité Central (1985), miembro del Comité Político (1990) y secretario de Asuntos Internacionales y de Prensa. Asimismo, dirigió la revista Política, Teoría y Acción, y colaboró en las tareas editoriales de Vanguardia del Pueblo, el órgano de prensa del partido. Como profesional privado, ejerció la abogacía, especializada en Derecho Civil, en diversos tribunales de la República, y, sobre todo, impartió docencia dentro y fuera del país. Durante dos décadas dio clases, seminarios y conferencias en la UASD, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) en Estados Unidos, siendo sus áreas lectivas la sociología de la comunicación, el derecho de prensa y las relaciones internacionales.

Al iniciarse la década de los noventa, Fernández, todavía en mitad de la treintena, era el paradigma del mulato (aproximadamente, el 73% de la población presentaba esta variedad racial, incluido el elemento mestizo, frente a un 11% de negros descendientes de los esclavos traídos de África y un 16% de blancos de estirpe española, siendo éstos últimos por tradición los integrantes mayoritarios de la élite política nacional) ascendido por méritos propios a los escalafones altos de la sociedad. Personaje ubicuo en los círculos intelectuales y creadores de opinión pública, en estos años el profesor publicó los libros Los Estados Unidos en el Caribe: de la Guerra Fría al plan Reagan y Raíces de un poder usurpado, éste un análisis crítico del proceso electoral de 1990, que hurtó la victoria a Bosch en favor de su viejo archirrival, Balaguer. Fernández era autor también de un buen número de artículos sobre comunicación social, política internacional, historia contemporánea, cultura y derecho. Además del español, hablaba con fluidez el inglés y el francés.

Con un currículum profesional tan rico (aunque algunos echaron en falta una mínima experiencia en el ejercicio de funciones públicas, bien en la Administración del Estado, bien en la política representativa), y siendo miembro de la plana mayor del PLD, no causó extrañeza que el octogenario Bosch, que le tenía por discípulo, le escogiera para acompañarle como candidato a vicepresidente de la República en las elecciones del 16 de mayo de 1994. Sin embargo, la votación fue ganada de nuevo, de manera escandalosamente fraudulenta, por Balaguer, caudillo sempiterno del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) y tan provecto como su inveterado adversario peledeísta. Balaguer se llevó su sexto mandato cuatrienal, y Bosch y Fernández continuaron en la oposición.

De cara a las presidenciales anticipadas de noviembre de 1995 (la fecha se trasladó luego a mayo de 1996), convocadas tras suscribir el 10 de agosto el PRSC, el PRD y el PLD el llamado Pacto por la Democracia con el fin de superar la grave crisis política que habían generado los comicios de 1994 y para reformar la Constitución con un espíritu de perfeccionamiento democrático del sistema, Fernández se convirtió en el centro de todas las miradas de sus conmilitones una vez que Bosch, imitando a Balaguer y acosado también por los achaques (padecía una aguda arteriosclerosis y un principio del mal de Alzheimer), anunció que no sería candidato de nuevo y que se retiraba de la conducción partidaria. El adiós nominal —que no real— de Bosch al liderazgo político se representó el 10 de octubre de 1994. Fue en el V Congreso del PLD, el cual le otorgó la presidencia vitalicia de la formación.


2. Victoria electoral sobre Peña Gómez con el apoyo de Balaguer

La consagración de Fernández, con 41 años, se produjo el 21 de abril de 1995, cuando la Convención del PLD le proclamó su candidato presidencial para las elecciones del 16 de mayo de 1996. Sin pérdida de tiempo, el aspirante puso en marcha una campaña proselitista en la que mostró sus grandes habilidades de comunicador. Capacitado, correcto en las formas y, en mayor o menor medida, convincente en el fondo porque se refería a problemáticas del presente y no se conformaba con las apelaciones trilladas del pasado, Fernández empleó un discurso de progreso que hacía hincapié en la modernización de las estructuras del país, ahora que el proceso político cobraba un interés extraordinario por el relevo generacional en las ofertas electorales del PLD y el PRSC. Sus propuestas económicas no eran muy precisas, pero apuntaban a un liberalismo sin complejos, aunque también inclusivo, según se desprendía de la exhortación a asentar en la República Dominicana un modelo de "economía social de mercado". Más en el terreno de lo concreto, el candidato opositor propuso fortalecer la industria manufacturera de trabajo intensivo orientada a la exportación y lograr un crecimiento anual no inferior al 6% (en 1995 el PIB había aumentado el 4,8%).

La presencia —atildado, bien parecido y sonriente— y los mensajes frescos de Fernández no podían contrastar más con la decrepitud física y el inevitable desfase cultural de Bosch y Balaguer, y resultaban atractivos para importantes sectores del electorado, fundamentalmente los jóvenes, las mujeres (los analistas de campaña subrayaron la soltería del candidato, ya divorciado de su esposa, Rocío Domínguez, como un elemento nada baladí) y los profesionales de las clases medias urbanas. La cuestión de la imagen y la mercadotecnia electoral irrumpieron con fuerza en la campaña. Por ejemplo, Fernández se publicitó con anuncios televisivos en los que aparecía jugando al baloncesto, deporte de enorme predicamento entre los jóvenes frente a la pasión que el béisbol levantaba en los adultos, con ritmos musicales de moda como telón de fondo. Los corresponsales internacionales no tuvieron inconveniente en endilgarle la etiqueta de populista por abusar de los llamamientos a terminar con la pobreza y la corrupción.

Gracias a Fernández, el PLD, que blandió el eslogan "Servir al partido para servir al pueblo", abandonaba la situación de tercero en las preferencias de voto, se metía en un competitivo segundo puesto y recuperaba la condición de principal alternativa al oficialismo balaguerista, que había perdido en 1994. Ahora bien, su tirón electoral no era tan grande como para anular las posibilidades del aspirante del PRD, el veterano opositor izquierdista José Francisco Peña Gómez, líder negro con fama de honesto y aureola de mártir que lanzaba su tercera tentativa presidencial después de, literalmente, ver robada la victoria dos años atrás.

Fernández se mostró cauto en las críticas al partido del Gobierno y en cambio focalizó sus ataques en Peña, al que presentó como un "peligro público" para la estabilidad del país, debido a su "personalidad indefinida" y a su condición de "hombre díscolo, emocionalmente inestable y con delirio de persecución". Había insinuaciones racistas en la propaganda contra Peña, pero el PLD aseguraba que lo que ponía en tela de juicio no era el color de su piel, sino sus aptitudes para gobernar y la cuna de sus progenitores, que él situaba en la República Dominicana cuando había fundados indicios del origen haitiano de, al menos, el padre. A su vez, el PRD arremetió contra Fernández por su inexperiencia en los asuntos de Estado, por articular un discurso que le parecía vacío de contenido y por aceptar la financiación del "anillo palaciego" en torno a Balaguer.

Esta última imputación la realizó el partido socialdemócrata sin aportar pruebas. No dejaba de ser una presunción, pero todo apuntaba a que el anciano mandatario saliente, en un ejercicio de maquiavelismo político que era audaz incluso para él, estaba en tratos con Bosch para apoyar a Fernández y cerrarle el paso al miembro de una raza, la negra, de siempre despreciada por las élites dominicanas, amén de tratarse el dirigente socialista del mayor enemigo político de ambos. De hecho, el postulante oficial del PRSC, el vicepresidente de la República Jacinto Peynado Garrigosa, se quejó por el escaso respaldo recibido desde su propio partido, pero luego se resignó a hacer de figurante en esta intriga de altos vuelos.

La coalición de intereses del PRSC y el PLD, insólita en dos formaciones que habían sido adversarias acérrimas durante décadas, se estrenó en las elecciones presidenciales de 1996 con éxito total. Las encuestas no erraron y el 16 de mayo Peña se puso en cabeza con el 45,9% de los sufragios seguido de Fernández con exactamente siete puntos de voto menos. Descalificado para la segunda vuelta, requerida al no alcanzar ningún candidato el 50% más uno de los votos (una de las novedades legales alumbradas por el Pacto por la Democracia), quedó Peynado, que sólo recabó el 15%. Fue entonces cuando afloró el resultado del sorprendente conciliábulo de los dos patriarcas, otrora irreconciliables, de la política dominicana: Balaguer, próximo a entrar en su novena década de vida y medio ciego (físicamente apenas veía ya, pero sus maniobras demostraban que conservaba intacta su legendaria astucia), saltó a la palestra para anunciar un Frente Patriótico Nacional (FPN) entre su partido y el PLD, y para reclamar el voto para Fernández y su compañero de fórmula, el psiquiatra Jaime David Fernández Mirabal. El histórico acuerdo del FPN fue suscrito por Balaguer y Bosch el 2 de junio en olor de multitudes en el Palacio de los Deportes de Santo Domingo.

Espoleado por este formidable patrocinio, Fernández endureció su discurso contra Peña y le lanzó dardos verdaderamente deletéreos, como la acusación de ser "un hombre atado que responde a las directrices de dos ex presidentes condenados tanto en Venezuela como aquí por actos de corrupción". Se refería a Carlos Andrés Pérez, dos veces presidente de país sudamericano y antiguo líder del partido socialdemócrata Acción Democrática (AD), y Salvador Jorge Blanco, presidente de la República Dominicana entre 1982 y 1986, y figura descollante del PRD. La suerte parecía echada y el 30 de junio, en efecto, el peledeísta se impuso con un margen de votos que, sin embargo, fue más exiguo de lo que habría podido colegirse de la unión de fuerzas del centro-derecha: Fernández sacó el 51,2% y Peña el 48,7%.

El político izquierdista podía considerarse, por enésima vez, víctima de los tejemanejes de Balaguer, pero la victoria de Fernández era inobjetable porque los observadores locales e internacionales certificaron la limpieza de los comicios, seguramente los más depurados en la historia de la República Dominicana. Hasta la toma de posesión, Fernández puso mucho énfasis en desmentir que el FPN encerrase cláusulas secretas en forma de algún tipo de gratificación por el respaldo recibido del PRSC, negó que existiera un plan bipartito antes de la ronda del 16 de mayo y afirmó que se alió con Balaguer por puro pragmatismo político, por necesidad de la coyuntura y para satisfacer la "matemática" electoral. Tras la firma del FPN, Fernández había elogiado al presidente saliente por su "talento" y "su intelecto agudo". Preguntado ahora por cómo valoraba que los balagueristas hubiesen distribuido "sobrecitos" con dinero al tiempo que solicitaban el voto para su candidatura, respondió que ése era "el estilo de Balaguer", una práctica clientelista que él no empleaba y que le parecería un "comportamiento reprobable" si se demostrara que los sobornos electorales habían involucrado a fondos públicos.

Por otra parte, toda vez que el PLD venía experimentado una derechización en los últimos tiempos, el anuncio del frente con el PRSC podía ser percibido como el afianzamiento de la tendencia, en el partido que un día se había calificado a sí mismo de marxista. El presidente electo insistió en que el PLD mantenía su identidad progresista y no salía desnaturalizado de la firma del FPN. En cuanto a él, en absoluto se veía como una suerte de "prisionero comprometido" del caudillo socialcristiano.


3. La primera presidencia (1996-2000): privatizaciones, estabilidad macroeconómica e integración en el comercio regional

El 16 de agosto de 1996 Fernández recibió la banda presidencial con mandato hasta 2000. En su discurso inaugural, hizo un llamamiento a la unidad de las principales fuerzas políticas y reiteró su oferta de formar un Gobierno de concentración para vertebrar un proyecto nacional dominicano, aunque del PRD ya tenía el no por respuesta. En cuanto al PRSC, sí iba a integrarse en el Gabinete, pero en grado mínimo, impidiendo que pudiera hablarse de un Ejecutivo de coalición propiamente dicho. El flamante mandatario volvió a enumerar sus prioridades: modernizar el Estado y la estructura productiva; incentivar la pequeña y la mediana empresa, así como la inversión foránea, con un abanico de franquicias y estímulos fiscales; crear empleo y reducir los niveles de pobreza; salvaguardar la estabilidad macroeconómica sin dañar el poder adquisitivo de la población; combatir la corrupción a través de sendas reformas del sistema judicial y la Administración pública; y revisar las directrices de la política exterior y el servicio diplomático para conseguir una presencia más activa del país en los foros internacionales y los organismos multilaterales.

Tan amigo como era de cuadrar los números, Fernández no podía pasar por alto la relación de fuerzas parlamentarias. Los dos partidos del FPN sumaban 63 diputados sobre 120 y exactamente la mitad de los 30 senadores. Toda vez que los peledeístas sólo tenían 13 escaños en la Cámara baja y dependían completamente de sus socios socialcristianos para sacar adelante los proyectos de ley (al menos, hasta el final de la legislatura en 1998, cuando el Congreso sería renovado), en la nueva mayoría oficialista asomaba un cariz de precariedad e incertidumbre, ya que no se sabía el alcance del aval de Balaguer, o, viéndolo de otra manera, se desconocía hasta qué punto estaba dispuesto Fernández a concertar y, eventualmente, transigir.

Por de pronto, Fernández tomaba las riendas de un país de marcados claroscuros. Balaguer había dejado numerosos proyectos desarrollistas en curso, con muchas obras públicas centradas en la mejora de la red de carreteras y aeropuertos. El sector turístico, acogido al modelo de hotel y playa, y orientado a clientes de Europa y América con poder adquisitivo medio-alto, estaba en franca expansión y mostraba un potencial sin rival en el área caribeña. La pujanza de la construcción coadyuvaba a obtener un crecimiento del PIB de en torno al 7% anual. En cuanto a la inflación, empezaba a abandonar la lista de preocupaciones.

Pero el panorama estaba lejos de ser idílico. Además de la pobreza estructural en extensas capas de la población, estaban el alto desempleo (el 20%), el dogal de la deuda externa (4.300 millones de dólares) y los números rojos del erario público, con un bajo nivel de ingresos fiscales y, lo más grave, la virtual bancarrota en que se encontraban la Corporación Dominicana de Electricidad (CDE) y el Consejo Estatal del Azúcar (CEA), las empresas más emblemáticas del Estado. El CEA, otrora considerado el espinazo de la economía nacional, llevaba años resintiéndose del declive de las cosechas de caña (zafras), la disminución de sus ingresos en divisas, el coste de mantener en nómina a una plantilla hipertrofiada como consecuencia de los compromisos clientelistas del PRSC y las pérdidas ocasionadas por la corrupción. Arrastrando deudas por valor de 83 millones de dólares, este emporio había perdido incluso su capacidad de abastecer el mercado interno para poder mantener su cuota preferencial de exportación a Estados Unidos.

Los lastres estructurales de la CDE eran básicamente los mismos (obsolescencia de las instalaciones por la ausencia de inversiones, exceso de burocracia, ineficiencia y corrupción internas, deudas millonarias), pero su impacto social era mucho mayor porque repercutían directamente en el servicio que recibían los abonados, que eran toda la población. Debía hablarse, en realidad, de falta de servicio, ya que las plantas generadoras tenían por costumbre castigar a barriadas y ciudades enteras con apagones que podían durar un día o incluso más horas, de lo que no se libraban cientos de miles de habitantes de Santo Domingo. El suministro de energía en la República Dominicana era verdaderamente calamitoso, propio de los países menos desarrollados, hasta el extremo de limitar la capacidad productiva de las industrias. A mayor abundamiento, la corporación sólo facturaba la mitad de la energía que producía, llenando de cargas por subsidios a la tesorería pública. En la última presidencia de Balaguer, la CDE había estado debatiéndose entre acometer una drástica reestructuración en aras de la rentabilidad o venderse al capital privado. De hecho, tres distribuidoras privadas ya suplían hasta el 45% de la demanda de energía a través de las redes de la CDE, dependiendo de los niveles de producción de las centrales hidroeléctricas y de las unidades de generación de la propia firma estatal.

A la Administración de Fernández le faltó tiempo para decantarse por la segunda opción. El 18 de agosto, en su tercer día de vida, el Gobierno anunció un plan de privatización y reestructuración generales de la CDE, el CEA, la Corporación de Fomento de la Industria Hotelera (CORPHOTEL) y las 24 compañías que integraban la Corporación Dominicana de Empresas Estatales (CORDE), en el pasado pertenecientes al patrimonio personal del dictador Rafael Leonidas Trujillo Molina (1891-1961), la mitad de las cuales operaban con grandes déficits y la otra mitad ya habían suspendido toda actividad.

El presidente instó a los dos partidos mayoritarios que controlaban el Congreso a que trabajaran conjuntamente con el Gobierno y el PLD para la aprobación del nuevo marco legal de las citadas corporaciones. Los objetivos no eran otros que mejorar el suministro energético y liberar de gastos al Estado. El PRSC y el PRD tomaron en consideración el vasto proyecto, pero en cambio pusieron múltiples objeciones al primer borrador de los presupuestos del Estado de 1997 que les presentó el Ejecutivo, obligando a Fernández a negociar las oportunas correcciones. No transcurrió, pues, mucho tiempo hasta poder dictarse el acta de defunción del FPN. Es más, los socialcristianos, guiados por Balaguer con su celo habitual, tendieron a alinearse con los perredeístas, generando la imagen de un presidente atado de pies y manos por el Legislativo.

La campaña anticorrupción, una de las banderas políticas del PLD, conoció sus limitaciones tan pronto como apuntó al entorno de funcionarios que debían sus prebendas al balaguerismo. Algo más de éxito tuvo el presidente en la extensión de su autoridad al estamento castrense, consiguiendo el cese de varios oficiales de alta graduación amonestados por asuntos de insubordinación o corrupción, así como el arresto, en marzo de 1997, de tres generales en la reserva, Joaquín Antonio Pou Castro, Salvador Lluberes Montás y José Isidoro Martínez González, por su presunta participación en el asesinato del periodista Orlando Martínez Howley en 1975, uno de los crímenes sin resolver de los ominosos doce años (1966-1978) de Balaguer.

Donde sí encontró Fernández el espíritu de consenso que reclamaba a los partidos fue en torno al plan de privatizaciones. Tras pasar el escrutinio de las dos cámaras del Congreso Nacional y obtener el respaldo unánime de la oposición, la llamada Ley General de Reforma de la Empresa Pública fue promulgada el 24 de junio de 1997 y a continuación se puso en marcha la Comisión de Reforma de la Empresa Pública (CREP) como el organismo encargado de conducir el proceso de capitalización. Pero los modos, mediante licitación, y los resultados de esta transformación histórica iban a ser harto discutibles, por no decir censurables.

Esta última valoración atañó sobre todo a la privatización de la CDE, que no fue total porque el Estado retuvo algunos servicios y se reservó una participación de capital en calidad de copropietario, a través de la nueva Corporación Dominicana de Empresas Eléctricas Estatales (CDEEE). El patrimonio de la antigua CDE fue dividido en tres áreas, generación, transmisión, y distribución y comercialización, permitiéndose la entrada del capital privado en los ámbitos primero y tercero, y manteniendo el Estado la titularidad del segundo (así como las presas hidroeléctricas en la parte de generación). Se constituyeron dos empresas generadoras, EGE Haina y EGE Itabo, otorgadas al consorcio New Caribbean Investment, y tres de distribución, EDE Norte, EDE Sur y EDE Este (también llamadas Edenorte, Edesur y Edeeste), que fueron ganadas por dos transnacionales extranjeras, la española Unión Fenosa y la estadounidense AES Corporation. La CDEEE puso el 50% de capital de las EDE Norte y Sur, quedando la otra mitad en manos de Unión Fenosa.

La privatización de la CDE, consumada entre agosto y octubre de 1999, adquirió proporciones de fiasco, ya que las nuevas compañías energéticas se mostraron incapaces de garantizar el suministro. Los cortes de luz continuaron estando a la orden del día, prolongándose con frecuencia hasta 20 horas. Con todo, Fernández y su equipo, ya al final de su mandato, no se decidieron a tomar cartas en un asunto que presentaba las trazas de una estafa al Estado. Peor aún, las tarifas eran caras, todo lo cual concitó un sinfín de quejas por negligencia, abuso y desfachatez contra las compañías implicadas. Las distribuidoras replicaron defendiendo su derecho a cortar el suministro a los clientes morosos, en masa si era necesario, y exigiendo al Gobierno acciones vigorosas para impedir los robos a gran escala en la red eléctrica.

Al comenzar 1998, antes de completarse el proceso de privatizaciones y cuando Fernández se aproximaba al ecuador de su presidencia, la desazón estaba instalada en la calle. Fueron frecuentes los motines en los barrios populares por un hartazgo acumulado que no se nutría únicamente del desbarajuste eléctrico; también, de un suministro de agua deficiente, de las carencias en el transporte y otros servicios públicos, y de una subida incontrolada de precios que dejó la tasa de inflación de 1997 en el 9,6%, tres veces más que el año anterior. Las algaradas fueron reprimidas con severidad por unas fuerzas del orden proclives a reaccionar con brutalidad ante estas situaciones, aunque el Gobierno, para aquietar los ánimos, optó por autorizar importaciones urgentes de alimentos. En este sentido, la iniciativa presidencial de convocar, el 18 de noviembre de 1997, una mesa de Diálogo Nacional para integrar a la sociedad civil en la discusión de las grandes problemáticas del país no dio los frutos apetecidos.

Y sin embargo, el encarecimiento de la vida era el efecto indeseado de una coyuntura económica positiva en términos generales. La bonanza turística y constructora, el auge de la manufactura de exportación basada en las zonas francas industriales (cuyo número se incrementaba gracias a la acción del Gobierno) y el boom no menor de los servicios tecnológicos (hasta convertir a la República Dominica en un país puntero de América Latina en el desarrollo de las telecomunicaciones, creándose la paradoja de que mientras se levantaba una extensa y moderna red de telefonía y datos, el sistema eléctrico era presa del marasmo más desastroso), junto con la robustez de las remesas de divisas enviadas por la diáspora de emigrantes, se tradujeron en la obtención de las más altas tasas de crecimiento del continente: el 7,3% en 1996, el 8,2% en 1997, el 7% en 1998 y el 8,3% en 1999. En cambio, el sector agrícola no terminaba de levantar cabeza, hasta registrarse retrocesos generalizados en las exportaciones de azúcar, café y cacao al final del cuatrienio. Por todo lo anterior, empezaba a hablarse del "milagro económico del Caribe".

Con todo, el dominicano medio cargaba con las subidas de los precios de los alimentos y los combustibles. Había más trabajo que antes, pero en las clases populares se tendía a percibir como no equitativos los beneficios de la nueva prosperidad. En el terreno electoral este malestar se manifestó inapelablemente. En las legislativas del 16 de mayo de 1998, el PRD, beneficiado en añadidura por la corriente de simpatía que había levantado la muerte de Peña Gómez días atrás, se hizo con una mayoría absoluta de 83 escaños en la Cámara de Diputados (aumentada a los 149 miembros). El PLD metió 50 diputados y 4 senadores, lo que representaba una considerable ganancia con respecto a 1994 pero que en las actuales circunstancias sabía a derrota. El partido del poder vio frustradas sus esperanzas de obtener, no ya una mayoría suficiente para sacar adelante los presupuestos sin componendas, sino meramente el tercio de legisladores en ambas cámaras que permitiría a Fernández hacer valer su derecho de veto a las decisiones parlamentarias de la oposición.

Sin concesiones populistas y con estilo tecnocrático, tras los comicios de mayo de 1998 Fernández pisó el acelerador en sus políticas neoliberales, tal como eran calificadas por doquier. En el mes de junio, el Gobierno decidió una devaluación del peso del 8,5% para estimular las exportaciones, seguida en febrero de 1999 de la congelación de los gastos públicos para el resto del año. La gran economía siguió dando buenas noticias: en 1998 la inflación cayó por debajo del 5% y la subida del nivel de reservas internacionales del Banco Central permitió al Estado cumplir satisfactoriamente con los compromisos del servicio de la deuda externa, que se recortó hasta los 3.500 millones de dólares. La República Dominicana adquirió la fama de país solvente y de bajo riesgo para las inversiones de capìtal.

Antes de llegar al poder, Fernández había prometido dinamizar en los próximos cuatro años las relaciones exteriores de la República Dominicana. Pues bien, al finalizar el período, podía sacarse en limpio que los objetivos trazados en 1996 estaban cumplidos con creces, a tenor de una retahíla de éxitos diplomáticos y comerciales. En verdad, el estadista exudó activismo y se forjó un perfil bastante alto en política internacional, sintiéndose cómodo en un terreno sobre el que ya había asesorado en su partido e impartido magisterio en la universidad. De puertas afuera, Fernández fue considerado el "primer presidente moderno" de su país, haciéndose acreedor del elogio y el respeto generales.

Decidido a ensanchar los canales diplomáticos en todas las direcciones, Fernández intensificó la cooperación con España —cuyo presidente de Gobierno, el conservador José María Aznar, eligió precisamente la República Dominicana como el destino de su primer viaje al continente americano en septiembre de 1996—, participó en las cumbres iberoamericanas anuales y asistió como invitado a la cumbre de presidentes de los cinco países del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) celebrada en San José el 8 de mayo de 1997. A la cita en la capital costarricense también acudió el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, quien un año más tarde, el 10 de junio de 1998, iba a recibir a Fernández en la Casa Blanca con carácter privado.

Entre el 5 y el 7 de noviembre de 1997 Santo Domingo fue el escenario de una cumbre especial con los presidentes de los siete estados centroamericanos dedicada a estudiar el inicio de negociaciones sobre un Tratado de Libre Comercio de bienes, servicios e inversiones entre el país caribeño y el istmo. Definido con suma rapidez, el TLC Centroamérica-República Dominicana fue firmado por Fernández y sus colegas en la misma ciudad el 16 de abril de 1998 y debía estar vigente para el 1 de enero de 1999, pero el proceso de ratificación, país por país, se ralentizó hasta el extremo de imposibilitar la entrada en servicio del tratado en la actual presidencia.

No menos relevante fue la actuación de Fernández en el espacio geográfico que era propio de la República Dominicana, el Caribe insular, donde, sin embargo, el país adolecía de un muy escaso nivel de integración comercial, ni a nivel bilateral ni en el ámbito multilateral. El presidente puso fin a esta desconexión histórica participando el 8 de julio de 1997 en Montego Bay, Jamaica, en la XVIII Cumbre de la Comunidad del Caribe (CARICOM), organización económica hasta entonces estrictamente anglosajona, y haciendo de anfitrión del 20 al 22 de agosto de 1998 en Santo Domingo de una cumbre especial del CARIFORO o Foro del Caribe de los Estados ACP (Asia, Caribe y Pacífico), esto es, signatarios de la Convención de Lomé IV establecida en 1989 con la entonces Comunidad Europea para la recepción de la ayuda concedida por el Fondo Europeo de Desarrollo (FED).

El CARIFORO surgió por la necesidad que había de coordinar estas ayudas europeas en un entorno de cooperación e integración regionales a raíz de la participación de la República Dominicana y Haití, los dos estados que conforman la isla de La Española, en Lomé IV, toda vez que el país hispano y su vecino francófono no eran miembros del CARICOM y la Secretaría de este organismo ya no resultaba suficiente para monitorizar los recursos FED destinados a la región.

En la reunión del CARIFORO en Santo Domingo, que coincidió con el quinto centenario de la fundación de la capital dominicana, Fernández firmó, el 22 de agosto, un Acuerdo de Libre Comercio con el CARICOM (que tampoco pudo entrar en vigor bajo la actual Administración) y además sostuvo un histórico encuentro con el dictador cubano Fidel Castro, que asistía a la cumbre a título de observador, escenificando el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, después de 39 años de incomunicación, producido el 16 de abril anterior. En noviembre de 1999 Fernández aprovecharía la asistencia a la IX Cumbre Americana para prestar una visita oficial a La Habana. En lo sucesivo, el dominicano cultivó los lazos de amistad con Castro y subrayó lo anacrónico del bloqueo estadounidense a Cuba, que le parecía una reliquia de la Guerra Fría.

El mandatario participó también bajo la sombrilla del Centro Carter de Atlanta, de cuyo Consejo de Presidentes y Primeros Ministros del Programa de las Américas se hizo miembro en 1997, en los trabajos de la Agenda para Las Américas, la iniciativa inaugurada en 1994 a instancias de Estados Unidos para crear una vasta área de libre cambio panamericana en torno a 2005. El 16 y el 17 de abril de 1999 Fernández volvió a captar la atención del hemisferio al dirigir en Santo Domingo la II Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe (AEC), foro que integraba a 25 países ribereños y que en aquella ocasión sentó las bases para el establecimiento de una zona de libre comercio propia. Por otro lado, la República Dominicana fue admitida en el Grupo de Río en junio de 2000, coincidiendo con la XIV Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno en Cartagena de Indias, Colombia.

Mejoraron asimismo los tratos con Haití. Así, en junio de 1998 Fernández realizó en Puerto Príncipe la primera visita de un presidente dominicano desde hacía nada menos que 62 años, siendo recibido por su homólogo haitiano, René Préval. Esto fue posible a pesar de que el Ejecutivo peledeísta prolongó (y practicó con fruición) la política tradicional con respecto al trato dispensado a los inmigrantes haitianos clandestinos, a saber, el lanzamiento de redadas y las expulsiones masivas al otro lado de la frontera con poca o ninguna consideración de la dignidad de los afectados, expuestos a sufrir malos tratos físicos como agravio añadido. Las operaciones, conducidas por el Ejército, afectaron también y no por error a un número incierto pero sin duda significativo de dominicanos de color.

Estas verdaderas deportaciones encubiertas de población propia, que habrían provocado un gran escándalo en un país más sensibilizado con los dramas de la inmigración ilegal (no menos dramática resultaba la emigración ilegal por mar de los boat people dominicanos, negros y no negros, a Puerto Rico), ilustraron el arraigo de los sentimientos de superioridad o los prejuicios raciales de ciertas élites nacionales, para las que, al parecer, no contaban para nada los derechos más elementales de un dominicano de nacimiento si se sospechaba que sus padres, sus abuelos o ancestros aún más lejanos eran oriundos de Haití.

El disgusto social apuntado en las legislativas de 1998 volvió a pasarle factura al PLD en las presidenciales del 16 de mayo de 2000, que fueron ganadas por el candidato del PRD, Rafael Hipólito Mejía Domínguez, cuyo programa otorgaba prioridad al capítulo social. El postulante del oficialismo, Danilo Medina Sánchez, secretario de Estado de la Presidencia en estos cuatro años, ex presidente de la Cámara de Diputados, responsable de la campaña electoral del PLD en 1996 y hombre de la máxima confianza de Fernández, sufrió una abultada derrota con el 24,9% de los votos, justo la mitad de los cosechados por el perredeísta.

Aunque técnicamente debía disputarse una segunda vuelta porque Mejía no alcanzó el preceptivo 50% más uno por unas pocas miles de papeletas, Medina arrojó la toalla tras constatar que no iba a recibir el apoyo del PRSC, es decir, a repetirse el escenario de 1996. Balaguer, en su novena liza presidencial (pese a estar ya completamente ciego, sordo e incapacitado para hablar o mantenerse en pie más que unos pocos minutos), quedó en un meritorio tercer lugar y a punto estuvo de desbancar a Medina. Balaguer iba a fallecer en julio de 2002, ocho meses después de extinguirse también el otro ilustre nonagenario de la política nacional, Bosch.


4. El cuatrienio en blanco: proyección de la FUNGLODE y oposición al Gobierno del PRD

El 16 de agosto de 2000 Mejía relevó a Fernández en la suprema magistratura. En su despedida, el político peledeísta reconoció su fracaso en la solución del problema eléctrico (la enésima ola de apagones acababa de abatirse sobre Santo Domingo), pero reivindicó sus políticas de estabilidad y crecimiento, sus programas de modernización y su quehacer exterior centrado en la integración regional y la búsqueda de mercados sin derechos de aduana. El legado macroeconómico de Fernández incluía un ritmo de crecimiento del PIB ligeramente inferior al 8% anual, la estabilidad del peso, la moderación de la inflación, el alivio de la servidumbre de la deuda externa y un excelente nivel de reservas monetarias. Pero desde la perspectiva social, el batiburrillo economicista de tablas y cifras no decía gran cosa. Sobre todo, no se lo decía a ese 25% de la población que vivía bajo el umbral de la pobreza.

Fernández siguió muy atento el devenir del nuevo curso político desde su puesto en el Comité Político del PLD y al frente de un centro de estudios y reflexión puesto en marcha tan pronto como dejó el poder, la Fundación Global Democracia y Desarrollo (FUNGLODE). Mitad think tank dominicano, mitad plataforma de promoción personal, para no perder ascendiente público, la FUNGLODE se definía como una institución privada sin afán de lucro dedicada a "formular propuestas innovadoras de naturaleza estratégica y coyuntural sobre temas relevantes de interés nacional, elevar la calidad del debate nacional y elaborar políticas públicas cruciales para la gobernabilidad y el desarrollo económico y social de la República Dominicana".

Apoyándose en la FUNGLODE, Fernández desarrolló una activísima agenda internacional, con continuos viajes a España, Estados Unidos y países de América Latina para participar en conferencias y seminarios organizados por prestigiosos centros de investigación, universidades y fundaciones (inclusive la suya propia) de los dos continentes. Muy solicitado en los cenáculos académicos y políticos más selectos, siguió codeándose con estadistas, embajadores y altos responsables internacionales, y produjo abundantes ponencias sobre las problemáticas de la globalización, el concepto de gobernanza mundial, las interacciones entre los poderes estatales y los actores de la sociedad civil, la educación de los jóvenes y, con especial énfasis, las tecnologías de la información y las industrias de capital intensivo, que él consideraba elementos imprescindibles en cualquier estrategia de desarrollo social y de superación de la pobreza en los países latinoamericanos. En 2002 el Centro Carter le encargó la misión de evaluar la situación política en Venezuela a petición del presidente Hugo Chávez.

Todo este trajín académico e internacional no impidió a Fernández seguir tomando el pulso al devenir político de la República Dominicana, que empezó a ofrecer un cariz preocupante. Una colusión de factores externos (contracción económica y de los intercambios comerciales en toda la región y en Estados Unidos, impacto negativo de los atentados del 11 de septiembre de 2001, debilidad de los precios agrícolas, encarecimiento del petróleo) repercutió en los ingresos por el turismo, las exportaciones industriales y, sobre todo, las exportaciones agrícolas. El crecimiento del PIB inició la senda descendente, el montante de la deuda pública, interna y externa, apuntó a la dirección inversa, y la perpetuación de los insufribles cortes eléctricos junto con las alzas en los precios los combustibles decretadas por el Gobierno empezaron a concitar rechazo social a la presidencia de Mejía.

El 20 de enero de 2002, ya fallecido Bosch y quedado, por tanto, vacante el mando supremo del partido, Fernández se proclamó presidente del Comité Político del PLD con el 99,3% de los votos en una elección primaria abierta a los afiliados. Ya entonces dio a entender que sería aspirante presidencial en 2004, cosa que el actual articulado constitucional le permitía al estar de por medio el período de cuatro años en blanco. El ex jefe del Estado hizo una profesión de fe del PLD, al que definió como una organización "progresista, humanista y solidaria, enmarcada en la línea del centroizquierda", y empezó a lanzar fuego graneado contra Mejía. Para el líder peledeísta, la gestión del antiguo ingeniero agrónomo estaba siendo "catastrófica" y un "fracaso rotundo". "Arrogante", "atropellante", "irresponsable", "insensible", "cruel", "intolerante", "incompetente", "falto de visión" y "socialmente indiferente" fueron algunos más entre los muchos epítetos, a cual más hiperbólico, de que Fernández se sirvió para arremeter contra un ejecutivo que, en su opinión, comprometía seriamente el desarrollo y la estabilidad nacionales, y dilapidaba el legado de su actuación entre 1996 y 2000. Merecían sus catilinarias fenómenos como la espiral del endeudamiento público, el crecimiento de la plantilla de funcionarios a sueldo del Gobierno y el desvío de partes sustanciosas del presupuesto nacional al gasto corriente. Y eso que la verdadera crisis económica y las mayores convulsiones sociales aún estaban por llegar.

Las legislativas del 16 de mayo de 2002 no sonrieron al PLD, que retrocedió a los 41 diputados y perdió dos de sus cuatro senadores. Cogido por sorpresa, Fernández se quejó de una serie de defectos de forma en el proceso electoral e incluso declaró que los resultados de los comicios no eran "enteramente confiables". En el mes de julio, el proyecto de reforma constitucional de Mejía para introducir la renovación presidencial por un segundo período de cuatro años no prorrogable (uno de los cambios alumbrados por el Pacto por la Democracia en 1994 había sido el final de la reelección indefinida, introducida por y para Balaguer) salió adelante con los votos del PRD y el PRSC. Los asambleístas del PLD se posicionaron en contra de esta enmienda porque entendían que su objetivo inmediato era satisfacer la ambición reeleccionista de Mejía, por mucho que éste lo negara. Nominado candidato presidencial por su partido frente a un contrincante sin posibilidades, el ex vicepresidente Fernández Mirabal, y acompañado esta vez como aspirante a la Vicepresidencia por el veterano jurista y funcionario Rafael Alburquerque de Castro, Fernández Reyna denostó el carácter unilateral y partidista de la revisión de la Carta Magna, pero se hizo a la idea de que en mayo de 2004 Mejía iba a contender con él.

A lo largo de 2003, Fernández continuó haciendo su precampaña sin dejar de poner de vuelta y media a Mejía. Estímulos para criticar el proceder del Gobierno no le faltaban. El año, uno de los más calientes, social y políticamente, de las últimas décadas, conoció tres olas de revueltas populares en Santo Domingo, con su corolario de muertos y heridos, y una primera jornada de huelga general cuyos detonantes fueron la supresión de los subsidios a la electricidad, el descontrol alcista de los precios y los tipos de interés, el anuncio de nuevos impuestos y, en suma, las recetas de austeridad que se vio obligado a aplicar el Ejecutivo ante la caída general de los ingresos y la fuerte depreciación del peso con respecto al dólar, y para satisfacer las demandas del FMI. El PLD, en lo que coincidió con el Consejo Nacional de la Empresa Privada (CONEP, la confederación patronal dominicana), acusó al Gobierno de descargar todo el peso del ajuste en el sector privado y en los ciudadanos, y de no apretarse el cinturón también él mediante un recorte vigoroso de los gastos corrientes. Fernández volvió a levantar su dedo acusador en la primavera con motivo de la quiebra del Banco Intercontinental (Baninter), fuente de dinero habitual de los partidos políticos y una de las más importantes entidades crediticias del país, que arrastró tras de sí al Banco Nacional de Crédito (Bancrédito) y al Banco Mercantil.

El mayor desastre financiero en la historia de la República Dominicana, que obligó al Estado a intervenir con desembolsos del orden de decenas de miles de millones de pesos para respaldar los depósitos de los tres bancos desahuciados, tuvo un impacto automático y extremadamente negativo en la economía nacional. Pero también aireó ante la opinión pública las complicidades de la clase política en las prácticas fraudulentas de ciertos magnates financieros sin escrúpulos. Se supo así que el Baninter llevaba década y media engordando un déficit colosal —su agujero era de 55.000 millones de pesos, al cambio, 2.200 millones de dólares, en el momento de la intervención por el Banco Central— tapado por una artimaña contable; entre tanto, no había dejado de prestar dinero en condiciones favorables al PRSC, el PLD y el PRD, que los tres habían estado en el poder en el período referido, a cambio de favores políticos.

Ni Mejía, que le tocó en suerte encajar el colapso del Baninter pero que hasta la víspera del mismo había elogiado la absorción de la entidad por el Banco Dominicano del Progreso (operación a raíz de la cual se destapó todo el escándalo), ni Fernández, bajo cuya presidencia habían tenido lugar importantes reestructuraciones del sector bancario (el mismo Baninter, en 1997, fue autorizado a comprar el Banco de Comercio, Bancomercio), aceptaron tener responsabilidad alguna en el desaguisado. 2003 iba a cerrar con un retroceso del PIB del 1,3%, y aunque Fernández podía esgrimir el balance de resultados de su primera presidencia, resultaba evidente que la actual crisis hundía sus raíces en un modelo económico apoyado en una estructura doméstica engañosa y, a la vez, sumamente vulnerable a los factores externos.

En otro orden de cosas, Fernández se declaró contrario a la invasión unilateral de Irak en marzo de 2003 porque no consideraba que esa campaña militar, a diferencia de la sostenida en Afganistán, tuviera que ver con la lucha contra el terrorismo internacional. Sin embargo, recalcó que, al tratarse a República Dominicana de un "patio trasero" de Estados Unidos dado el volumen de las relaciones comerciales y migratorias, Santo Domingo no podía permitirse el menor enfrentamiento o desacuerdo bilateral con Washington.

En lo personal, 2003 fue un año señalado para Fernández porque celebró segundas nupcias y fue padre por tercera vez, luego de procrear con su anterior esposa, Rocío Domínguez, a Nicole, nacida en 1987, y a Omar Leonel, nacido en 1991. Así, el 10 de febrero, formalizando una prolongada relación, el ex presidente contrajo matrimonio con Margarita Cedeño Lizardo, una abogada titulada por la UASD que estaba divorciada también. Cedeño se había desempeñado de consultora jurídica de la Presidencia durante el primer mandato de Fernández, y ya entonces los medios se habían hecho eco de ella como una influencia discreta pero muy importante en el Palacio Nacional. Se sabía que pertenecía al primer círculo de colaboradores del político desde antes de su salto al poder, y que en todo este tiempo Fernández la había resguardado del foco de la atención pública para ahorrar chismorreos a los dos. En septiembre nació el primer vástago del matrimonio Fernández-Cedeño, una niña a la que llamaron Yolanda América en recuerdo a la madre de él.

En 2009 la prensa nacional iba a hacerse eco de un extraño episodio de la vida marital de Fernández. A los medios se dio a conocer un joven de 28 años, Ángel González, que, esgrimiendo la posesión de documentación supuestamente acreditativa, aseguraba ser hijo biológico del presidente. Según González, nació en 1978, el año en que su madre, Yolanda Lucinda Robles Peña, contrajo matrimonio con el entonces estudiante de doctorado de la UASD. Robles había fallecido en 2006 sin, aseguraba su hijo, haberse divorciado de Fernández, un extremo que de ser cierto habría convertido a Fernández en bígamo dos veces, primero cuando estuvo casado con Rocío Domínguez y luego cuando se matrimonió con Cedeño. En junio fue divulgada una copia de un extracto con fecha presente del acta del matrimonio de 1978, del que el público no había tenido noticia hasta ahora. En cuanto a Ángel González, alias Adrian y Leonel Adrian, reclamó a Fernández —con el que tenía un notable parecido físico— que se sometiera a una prueba de ADN para demostrar o descartar su paternidad de él. Desde el Palacio Nacional no se quiso comentar estas informaciones.


5. La segunda presidencia (2004-2008): fijación fiscal, récord de crecimiento, el CAFTA-RD y Petrocaribe

La campaña de las elecciones presidenciales del 16 de mayo de 2004 estuvo regada de mutuas acusaciones de juego sucio y de invocaciones al fantasma del fraude. Gran favorito en las encuestas, que le otorgaban la victoria incluso en la primera vuelta, Fernández aseguró que los comicios debían tomarse como un plebiscito sobre Mejía y su "atroz" Gobierno, que, además del país, habían "hundido" al PRD. El peledeísta se refería a las graves fracturas que la postulación reeleccionista del mandatario, en un mentís espectacular de sus propias palabras, había abierto en el perredeísmo.

La propaganda del PLD aventó eslóganes elementales pero muy eficaces, del tipo Estábamos mejor con Leonel, y Vuelve Leonel, vuelve el progreso, que apelaban al recuerdo de la prosperidad y la estabilidad económicas del período 1996-2000. En febrero de 2003 el dólar se cambiaba a 18 pesos, pero un año largo después la tasa, definida por la flotación, rozaba los 42 pesos. Ahora mismo, la inflación interanual marcaba el 43%, la tasa más elevada del continente, el paro registrado era del 17% y la deuda externa alcanzaba los 7.600 millones de dólares, el doble que en 2000. El Banco Central acusaba una severa penuria de fondos a raíz de su intervención a los tres bancos comerciales quebrados el año anterior, y el déficit fiscal rondaba los 500 millones de dólares y seguía creciendo. Sin embargo, los signos de recuperación productiva ya asomaban en el horizonte, permitiendo calcular un balance anual sin recesión.

El 16 de mayo de 2004 no hubo sorpresas y Fernández se proclamó presidente sin necesidad de disputar la segunda vuelta el 27 de junio. El peledeísta obtuvo el 57,1% de los sufragios, uno de los porcentajes más elevados en la historia nacional, mientras que Mejía mereció la confianza del 33,6% de los votantes, cifra superior a la barajada por la mayoría de los sondeos y que no estuvo exenta de mérito, dados la pésima situación económica y social dejada en herencia, el fuerte rechazo popular a las políticas del Ejecutivo y la división instalada, hasta el borde de la ruptura, en las filas del PRD. El hombre del PRSC, Eduardo Estrella Virella, sólo sacó el 8,6% de los votos. Mejía aceptó sin rechistar, con gesto de buen perder, el veredicto de las urnas y felicitó a su adversario, quien arrancó su segunda presidencia el 16 de agosto. A la ceremonia asistieron ocho jefes de Estado y de Gobierno.

En su alocución inaugural, Fernández lamentó heredar un erario "sin un solo centavo", anunció la creación de un fondo de emergencia para cubrir los sueldos del personal de la Administración pública y otras necesidades vitales, y decretó un período de austeridad "para recuperar la confianza". En primer lugar, la confianza de los fiadores internacionales, ya que el grueso del préstamo stand-by de 600 millones de dólares a dos años acordado con el FMI en agosto del año anterior estaba en suspenso al considerar el organismo que el ejecutivo saliente había incumplido su carta de intenciones, y tomando en cuenta la ineficacia de las medidas adoptadas para controlar la inflación y estabilizar el peso.

El paquete de rigor iba a consistir en la reducción de los gastos del Estado un 20%, la supresión de cargos superfluos y sinecuras en el Gobierno y la Administración, y un control estricto del endeudamiento con la banca local. Se pretendía ahorrar, pero también ingresar más. Así, el presidente instó al Congreso a que diera luz verde a un ramillete de gravámenes, de entre el 10% y el 20%, sobre el tabaco, el alcohol y el consumo telefónico, que el Gobierno iba a presentarle próximamente. La reforma era demandada por el FMI para reanudar su asistencia crediticia, y Fernández expuso que, de acuerdo con las estimaciones del Fondo, la estabilización de la economía iba a requerir un ajuste fiscal del 4% del PIB, equivalente a 30.000 millones de pesos (750 millones de dólares). De ese 4%, el 2,5% correspondería al ingreso tributario extra y el otro 1,5% saldría de la austeridad en el gasto corriente y de la reducción de subsidios, en particular los del gas y la electricidad.

Asimismo, a fin de normalizar inmediatamente el suministro de energía eléctrica, Fernández comunicó sus intenciones de contratar una línea de crédito a corto plazo de 50 millones de dólares para comprar combustible y de convocar una licitación internacional para adjudicar la administración de EDE Norte y EDE Sur a otra empresa del sector privado. La nueva prestataria debía sustituir a Unión Fenosa, que se había retirado del negocio energético tras vender a la CDEEE su participación en las dos distribuidoras; este proceder de la Administración Mejía había sido valorado por el FMI como una desprivatización que cargaba con nuevos gastos al Estado, y por eso había suspendido su ayuda de contingencia. Finalmente, el presidente se comprometió a meterle mano a las urdimbres de la corrupción estatal. Sobre el particular, Fernández puntualizó que su Gobierno no quería desatar persecuciones de tipo revanchista y político, aunque tampoco podía convertirse "en un nuevo abanderado del borrón y cuenta nueva."

Transcurrido el año de transición de 2004, que terminó con un crecimiento del PIB del 2%, los abundantes signos de estabilización y recuperación, junto con la inequívoca voluntad del presidente de sacar adelante las reformas fiscal, bancaria y del sector eléctrico, indujeron al FMI a aprobar la carta de intención del Gobierno y a desbloquear su asistencia a la República Dominicana. Así, el 31 de enero de 2005 el FMI aprobó un crédito stand-by de 665 millones de dólares a 28 meses, del que 80 millones eran liberados de manera inmediata. El enderezamiento del rumbo fue un hecho en 2005, cuando la economía creció un espectacular 9,3%, el doble de la media latinoamericana, y la tendencia fue aún más fausta en 2006, cuando la tasa alcanzó el 10,7%. Entre tanto, la inflación, el déficit público y el valor del tipo de cambio (luego una apreciación monetaria) descendieron considerablemente.

La avalancha de datos positivos hizo hinchar pecho a Fernández, un gobernante particularmente propenso a alardear del trabajo bien realizado. El presidente vislumbraba unas inmejorables perspectivas de inversión, que esperaba se diversificara desde el turismo y el sector textil hacia las nuevas tecnologías, cuando a la red de acuerdos de libre comercio con los vecinos centroamericanos y caribeños se le sumara el desarme arancelario con Estados Unidos, una apuesta de enorme calado porque el gigante norteamericano acaparaba el 73% de las exportaciones dominicanas, textiles en gran medida, y le proveía del 47% de sus importaciones; la balanza comercial era ahora mismo favorable a la República Dominicana.

El país caribeño optó por levantar las tarifas y otras barreras a los intercambios con Estados Unidos insertándose sobre la marcha en el Tratado de Libre Comercio de Centroamérica (CAFTA), firmado en mayo de 2004 por aquel país más Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua. El 5 de agosto siguiente, días antes del cambio de Administración en Santo Domingo, la Secretaría de Estado de Industria y Comercio adoptó el texto del CAFTA, en lo sucesivo denominado CAFTA-RD, dando comienzo un proceso de asimilación del mismo por la legislación nacional. El Senado ratificó el Tratado el 26 de agosto de 2005 y la Cámara de Diputados le dio su aprobación, convirtiéndolo en ley, el 6 de septiembre siguiente con 118 votos a favor y cuatro en contra.

Fernández, que en mayo había realizado con sus colegas centroamericanos una gira por Estados Unidos para intentar vencer las resistencia del Congreso de ese país a la ratificación del Tratado, sin el cual el futuro de la República Dominicana le parecía "ruinoso", fue presionado por importantes sectores políticos, empresariales y de la sociedad civil de casa, donde se articuló un movimiento de rechazo expresado con huelgas y bloqueos, para que introdujera medidas compensatorias antes de la entrada en vigor del CAFTA-RD, cuyo impacto en las producciones agrícola, pecuaria e industrial estas voces críticas temían. El Ejecutivo fue mucho más sensible a los avisos de los estadounidenses de que la legislación dominicana aún debía experimentar algunas modificaciones para una correcta adaptación del Tratado. Así, durante todo 2006, Gobierno y Congreso trabajaron a contrarreloj para reformar las leyes sobre Propiedad Industrial y Derecho de Autor, sobre Compras y Obras del Estado, y otras. Satisfecho, el presidente George Bush anunció la entrada en vigor del CAFTA-RD en la República Dominicana el 1 de marzo de 2007.

Las protestas contra el CAFTA-RD se enmarcaron en un malestar más de fondo que tomaba nota de cómo el sensacional crecimiento económico no estaba teniendo un reflejo equivalente en la creación de empleo (el paro seguía siendo elevado, en torno al 16%) y, peor, dejaba intactos la inequidad en el reparto de la riqueza y el nivel de la pobreza, superior al 40%, umbral que seguía estando muy por encima del que había antes de la crisis de 2003. El presidente despachó las acusaciones de obsesionarse con las cifras macro, de complacerse en la retórica modernizadora y de carecer de un verdadero programa social que corrigiera los profundos desequilibrios en la distribución de la renta poniendo sobre la mesa las partidas de gasto en sanidad y educación, y explicando que con la política económica no había que "ideologizar", ya que "un déficit fiscal no es de derechas ni de izquierdas, sino un problema de gestión". Su modelo era, insistía, la "economía social de mercado", binomio que asociaba en un provechoso equilibrio al mercado, en su papel de "instrumento de asignación de recursos en una economía de libre competencia", y al Estado, como "garante de una redistribución equitativa de la riqueza creada".

La existencia de tensiones sociales y políticas se puso de relieve tras el cierre de los colegios en la jornada electoral del 16 de mayo de 2006, que renovó el Congreso y los 151 municipios del país. Diversas reyertas entre militantes violentos de partidos rivales provocaron una decena de víctimas mortales. Pero el veredicto inapelable de las urnas fue de reconocimiento y aprobación de la labor de gobierno de Fernández: con el 52,4% de los votos, 96 diputados (sobre 178) y 22 senadores (sobre 32), el Bloque Progresista, alianza oficialista de seis partidos ampliamente dominada por el PLD, se impuso a la inédita Alianza Rosada, muñida por el PRD y el PRSC, y conquistó la mayoría absoluta en las dos cámaras del Legislativo. Ahora, el Ejecutivo podía llevar adelante sus reformas económicas con mucha más facilidad —como pudo apreciarse en los retoques legales previos a la entrada en vigor del CAFTA-RD— y acelerar la construcción, iniciada el año anterior con un presupuesto de 700 millones de dólares, del sistema de metro de Santo Domingo, la obra pública emblemática de la actual Administración.

En su segunda presidencia, el aspecto más destacado de la política exterior de Fernández fue su provechosa asociación a la diplomacia petrolera de Hugo Chávez. Así, en junio de 2005 el mandatario asistió en Puerto La Cruz, Venezuela, al I Encuentro Energético de Jefes de Estado y de Gobierno del Caribe; allí, adoptó el Acuerdo de Cooperación Energética Petrocaribe, a través del cual la República Dominicana se convertía en socio preferencial de Venezuela para el suministro de petróleo abaratado con facilidades crediticias o mediante el intercambio de mercancías. Fernández destacó la trascendencia de este convenio multilateral para la República Dominicana, país que no producía hidrocarburos, era un importador neto de energía y ya venía comprando a Venezuela la mayoría de los 165.000 barriles de petróleo que importaba para uso diario.

En la II Cumbre de Petrocaribe, en Montego Bay, Jamaica, en septiembre del mismo año, Fernández firmó el convenio operativo de su país. Al suscribir Petrocaribe pero descartar cortésmente entrar en la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), Fernández volvió a mostrar su lado más práctico, que le permitía aprovechar las ventajas económicas y energéticas que le ofrecía el generoso Chávez sin asumir ningún compromiso de alineación geopolítica, que en este caso conllevaría una militancia contra las estrategias librecambistas y de lucha antidroga con medios militares apadrinadas por Estados Unidos en el continente. Chávez, tan celoso en otros casos, no vio incompatibilidad en la simultánea participación dominicana en Petrocaribe y el CAFTA, y Fernández, que pensaba que América Latina debía trascender la disyuntiva entre "populismos y neoliberalismos", se congratuló por ello.

En cuanto a los tratos con Cuba, alcanzaron la excelencia al hilo de una relación personal con Fidel Castro en la que el viejo comandante se dirigía a Fernández, quien le confesaba su preocupación por el descontrol mundial de los movimientos especulativos de capital y materias primas, y sus enfoques críticos de las guerras de Estados Unidos en Irak y Afganistán, con un afecto cuasi paternal.

Por otro lado, Fernández condujo