Faure Gnassingbé

El segundo protagonista de una sucesión paternofilial en la presidencia de una república africana, luego de la producida en 2001 en la República Democrática del Congo entre Laurent Kabila y Joseph Kabila, es uno de los hijos tenidos con tres esposas por Gnassingbé Eyadéma (de nombre de pila Étienne Eyadéma Gnassingbé), presidente dictatorial de Togo desde 1967, cuando se hizo con el poder a través de un golpe de Estado, hasta su defunción por causas naturales en 2005.

Faure Gnassingbé vino al mundo en 1966, cuando su padre, un militar profesional con una hoja de servicios jalonada en el Ejército colonial francés, ostentaba el rango de teniente-coronel y comandaba el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas togolesas, a las que les faltaban unos meses para quebrantar el juramento de lealtad al presidente constitucional, Nicolas Grunitzky. La madre era una sureña de la etnia ewé, en tanto que el padre era un kabré del norte. El muchacho cursó los estudios escolares en Kara, el terruño de su padre, y en Lomé. Tras completar el bachillerato se matriculó en la Universidad de París-Dauphine (París IX), por la que cuatro años más tarde obtuvo una titulación en gestión financiera. Su compromiso académico se prolongó con una estadía en Estados Unidos, en la Universidad George Washington del Distrito de Columbia, para realizar un máster en administración de empresas.

No retornó definitivamente a Togo hasta bien entrado en la treintena de edad, después de que su padre, que durante un cuarto de siglo había dirigido el diminuto país del golfo de Guinea con puño de hierro, ya fuera a través del gobierno militar directo o apoyándose en el partido único, hubiera emprendido un engañoso proceso de reformas bajo el peso de las presiones internas y externas, en especial del país patrón, Francia, y asentado un marco pseudodemocrático donde el pluralismo político no enmascaraba una realidad de ausencia de alternancia electoral y de represión violenta de opositores y disidentes.

Retratado por medios más o menos adictos al régimen como un hombre discreto, de conducta ordenada, inquietudes ilustradas y nada proclive a las extravagancias y caprichos típicos de los vástagos de otros autócratas africanos señalados por el nepotismo y la corrupción, Gnassingbé hizo su entrada en la política en las elecciones legislativas del 21 de marzo de 1999, segundas desde la derogación del partido único en 1991, como uno de los 79 candidatos de la formación oficialista, el Reagrupamiento del Pueblo Togolés (RPT), que, gracias al boicot general de la oposición, conquistaron el asiento en la Asamblea Nacional de 81 miembros.

Desde su escaño en representación de la circunscripción norteña de Blitta y recostado en el velado favoritismo de su padre, Gnassingbé no tardó en llamar la atención en la Asamblea por sus tonos comedidos y sus poses dialogantes. En el hemiciclo presidió el Comité de Relaciones Exteriores, y en esta capacidad realizó varias salidas al extranjero. Llegó a considerársele a la cabeza de un –por otro lado, poco convincente- "clan de los progresistas" del RPT, partido que, mano con mano con los cuerpos de seguridad y el Ejército, no desistía de hegemonizar la vida política y el conjunto del Estado a través del fraude electoral y la represión en la calle, con bárbaras violaciones de los Derechos Humanos que fueron investigadas y denunciadas por Amnistía Internacional, la ONU, la Unión Europea (UE) y la Organización para la Unidad Africana (OUA, luego, Unión Africana, UA), traduciéndose todo ello en la suspensión de la ayuda europea al desarrollo y en graves contratiempos con los organismos multilaterales de crédito.

Reelegido en su escaño en los comicios del 27 de octubre de 2002, nuevamente boicoteados por las principales formaciones opositoras, Gnassingbé fue nombrado el 29 de julio de 2003 ministro de Obras Públicas, Minas, Energía, Correos y Telecomunicaciones en el Gobierno que presidía Koffi Sama, lo que hizo necesaria su baja en la Asamblea. Esta promoción, aunque muy notable, ya que el Ministerio tenía la jurisdicción sobre el estratégico sector de los fosfatos (primera fuente de divisas de exportación), no dio lugar en el beneficiado a pronunciamientos políticos descollantes y a la omnipresencia mediática que habría cabido esperar de un delfín oficioso del veterano autócrata, quien, próximo a estrenar su séptima etapa de vida, intentaba presentar una apariencia de buena salud, no ajustada a realidad.

Más aún, Eyadéma no tenía la menor intención de abandonar el poder, y en las elecciones presidenciales celebradas el 1 de junio de aquel año se proclamó vencedor frente a varios contrincantes. La investidura de Eyadéma en su tercer mandato quinquenal consecutivo con arreglo a la Constitución pluralista de 1992 quedó despejada en diciembre de 2002, cuando la Asamblea copada por el RPT introdujo en la Carta Magna una enmienda ad hoc. Tras la concesión de tan importante cartera ministerial al hijo, se hicieron insistentes las especulaciones sobre previsiones sucesorias. En este punto, Eyadéma afirmó una y otra vez que no estaba preparando a heredero político alguno. Sin embargo, en tal caso, no se entendía el sentido de la reforma de la Constitución (otra enmienda aprobada en diciembre) para rebajar de los 45 a los 35 años la edad mínima para postularse a presidente de la República.

Anteriormente, habían circulado rumores que otorgaban grandes posibilidades de ascenso político a un hermano de Faure, Ernest, teniente-coronel del Ejército y comandante de una base de paracaidistas en la región de Kara, a quien sectores de la oposición y ONG involucraban en algunas de las peores sevicias represivas del régimen. Pero, precisamente en 2003, Ernest Gnassingbé cayó enfermo de malaria y sus posibilidades de coronación, si es que las tenía, se evaporaron. También pertenecían a la élite otros dos hermanos, o acaso hermanastros: Kpatcha, jefe de la Sociedad de Administración de la Zona Franca (SAZOF), un órgano estatal responsable de promover la inversión foránea y las exportaciones, que se había convertido en un paraíso fiscal para las firmas extranjeras; y Rock, presidente de la Federación Togolesa de Fútbol y, como Ernest, un oficial del Ejército.

Como ministro, Gnassingbé adquirió una reputación de servidor tecnocrático, que se mostraba especialmente interesado en el desarrollo de los servicios de telefonía móvil, Internet y, en general, las nuevas tecnologías. También se sabía que era un hábil gestor del patrimonio personal de su padre, sin duda muy abultado aunque bien poco aparente, ya que Eyadéma no era un mandamás especialmente ostentoso, y que le prestaba consejo en cuestiones de hacienda nacional. Asimismo, era miembro del Comité de Privatización del Estado y tenía asiento en los consejos de administración de varias empresas públicas.

Por lo demás, ciertas divulgaciones de la prensa local, que provocaron las iras del régimen, situaron a Gnassingbé al frente de su propio imperio financiero privado, que le convertiría en el segundo hombre más rico del país, después de su padre. Gnassingbé, si albergaba ambiciones del poder máximo, extremo que no deja de ser discutible, se guardó mucho de exteriorizarlas, como acatando escrupulosamente los dictados del presidente. Padre e hijo compartían un físico poderoso -recio corpachón, buena estatura, rostro ancho-, pero el semblante del segundo parecía menos endurecido, menos intimidatorio, más afable.

Poco o nada más se puede contar de un personaje que fuera de Togo y de la región era un perfecto desconocido. El 5 de febrero de 2005, su progenitor, que era el sexto estadista mundial con más tiempo en el ejercicio del poder, el más antiguo dirigente republicano después del cubano Fidel Castro y el mandatario más longevo de África, sufrió un infarto y sucumbió en el avión que le trasladaba con toda urgencia a un centro clínico del extranjero. El primer ministro Sama fue el encargado de anunciar a la población el repentino deceso del jefe del Estado, de 69 años de edad, pérdida que calificó de "verdadera catástrofe nacional".

Paradójicamente, quien en vida se había vanagloriado de encarnar la estabilidad y la gobernabilidad en Togo, dejó un legado de profunda perturbación que situó al país al borde de la guerra civil. De inmediato, las Fuerzas Armadas, muy probablemente ejecutando un plan sucesorio elaborado tiempo atrás y mantenido en secreto por Eyadéma, proclamaron que el nuevo presidente de la República era su hijo Faure. Esta maniobra era flagrantemente inconstitucional, ya que la Carta Magna establecía que en caso de vacancia irresoluble en la Presidencia de la República, la jefatura del Estado recaía en funciones en el presidente de la Asamblea Nacional, a la sazón Fambaré Ouattara Natchaba, el cual gobernaría interinamente hasta la celebración de elecciones presidenciales en el plazo de 60 días.

En sus torpes justificaciones, el jefe del Estado Mayor, general Zakari Nandja, arguyó que, puesto que Natchaba se encontraba ausente del país (en Bruselas, concretamente), y con el objeto de "evitar un total vacío de poder", las Fuerzas Armadas habían decidido "conferir el liderazgo" a Gnassingbé con efecto inmediato. Sama afirmó que "las Fuerzas Armadas y la Policía deben ayudar a preservar la paz y la seguridad nacionales", y que "todos los líderes políticos, sociales y religiosos del país deben abstenerse de cualquier acto que arrastre al país a la anarquía y la confusión". Ni una palabra sobre la convocatoria electoral. A mayor abundamiento, trascendió que Natchaba intentó regresar a Lomé el mismo día 5, por la noche, pero su avión encontró cerrados los aeródromos togoleses y tuvo que aterrizar en Benín.

La oposición se apresuró a denunciar el "golpe de Estado" perpetrado por los militares y el movimiento fue valorado de igual manera desde Addis Abeba por el presidente de la Comisión de la UA, el ex presidente malí Alpha Oumar Konaré. El presidente de turno de la organización panafricana, el nigeriano Olusegun Obasanjo, combinó la elegía a Eyadéma ("uno de los más grandes líderes de África, que dedicó su vida al crecimiento, desarrollo y emancipación del pueblo togolés") con la advertencia de que la designación de Gnassingbé suponía una "transición inconstitucional". En similares términos duales se expresaron el secretario general de la ONU, Kofi Annan, el presidente de turno de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) y presidente de Níger, Mamadou Tandja, y el presidente francés, Jacques Chirac.

El 6 de febrero, ante la unánime postura internacional de condena, la Asamblea Nacional controlada por los diputados del RPT intentó legalizar la sucesión de Gnassingbé mediante un paquete de resoluciones tan apresurado como artificioso. En primer lugar, el pleno borró de la Constitución la prohibición expresa de enmendar la propia Carta Magna en los períodos de vacancia presidencial, como el presente. Semejante modificación legal era, por supuesto, inconstitucional. Acto seguido, los diputados eliminaron la previsión constitucional del período interino de 60 días previo a elecciones y establecieron que el presidente de la Asamblea estaba facultado para desempeñar los poderes del jefe del Estado hasta completar el mandato interrumpido, convirtiéndose de hecho en el "nuevo presidente de la República". A continuación, el hemiciclo despojó a Natchaba de su condición de presidente de la Asamblea.

Quedaba expedito el camino para el encumbramiento de Gnassingbé, de quien no queda claro hasta qué punto tuvo un papel director en los acontecimientos, aunque la teoría del pelele aupado por los militares no parece creíble. Todo en un día, el retoño de Eyadéma cesó en el Gobierno, recobró el acta de diputado y fue elegido presidente de la Asamblea, convirtiéndose por tanto en presidente en funciones de la República. En la jornada siguiente, 7 de febrero, Gnassingbé prestó juramento, resuelto a completar el mandato presidencial en junio de 2008, en una ceremonia que fue boicoteada por los representantes diplomáticos.

Sin embargo, este fraudulento alambique legal lo único que consiguió fue encrespar los ánimos de los togoleses, que, desafiando la prohibición de manifestarse mientras durasen los dos meses de duelo oficial, se echaron a la calle llenos de furia, dando lugar a duros choques con las fuerzas del orden y registrándose los primeros muertos, entre cuatro y doce. Los partidos de la oposición, con el Comité de Acción para la Renovación (CAR), liderado por Yawovi Agboyibo, a la cabeza, llamaron a una huelga general de dos días bajo el eslogan de "Togo, país muerto". En su primer discurso a la nación, Gnassingbé prometió celebrar "elecciones libres y transparentes tan pronto como sea posible", pero esta vaguedad no satisfizo a nadie. El 13 de febrero, el flamante presidente elevó su "enérgica condena" a los manifestantes que habían "arrastrado a gente inocente a las calles cuando el país está de duelo por el fallecimiento del padre de la nación".

La UE, la ONU, la UA, la CEDEAO y la Organización Internacional de la Francofonía (OIF, que suspendió la membresía de Togo el día 9) elevaron el tono de sus condenas y amenazaron con sanciones, todo lo cual no dejó a Gnassingbé y los militares otra opción que la contramarcha, aunque su resistencia se prolongó unos días más. Sometidos a la fortísima presión de sus colegas africanos, el mando militar anunció el 16 de febrero su disposición a "retornar al orden constitucional" pero sin renegar de su lealtad a Gnassingbé, y al día siguiente éste se desplazó a la capital nigeriana, Abuja, para escuchar el ultimátum-reprimenda de Obasanjo: a menos que dimitiera y permitiera la celebración de elecciones democráticas en el plazo de 60 días, Togo sería objeto inmediatamente de sanciones por la UA y la CEDEAO.

Gnassingbé, que ante todo buscaba apaciguar a Obasanjo, cuya autoridad continental era incuestionable, aceptó en principio la convocatoria electoral antes de 60 días, pero insistió en mantenerse en el poder hasta entonces. El 19 de febrero la CEDEAO impuso a Togo un embargo de armas y prohibió a sus dirigentes viajar a los países de la organización. Desafiante, el ministro de Exteriores, Kokou Tozoun, declaró: "preferimos sufrir sanciones y vivir en paz y con estabilidad a sumirnos en la guerra civil."

La crisis empezó a despejarse el 21 de febrero con la decisión de la Asamblea de abrogar sus decisiones del día 6, salvo en lo tocante al presidente de la Cámara. Finalmente, el 25 de febrero, Gnassingbé, con el objeto de "asegurar la transparencia y la equidad" en las elecciones en ciernes, presentó la dimisión y transmitió las funciones del jefe del Estado al vicepresidente de la Asamblea, Abbas Bonfoh, elegido nuevo presidente parlamentario. Las votaciones presidenciales tendrían lugar el 24 de abril y el candidato del RPT sería, naturalmente, Gnassingbé. Obasanjo felicitó al togolés por su decisión, que suponía una "victoria de la democracia".

No obstante, las efusividades del presidente nigeriano, que apostó por rebajar el grado de responsabilidad de Gnassingbé en la usurpación del 5 de febrero y por cargar las culpas en los militares, iban a resultar precipitadas. Haciendo uso extensivo de sus peores vicios, el régimen del RPT se encargó de prepararle a Gnassingbé unas elecciones para ser ganadas con certeza y rotundidad.

Con el aspirante oficialista iban a batirse tres personalidades: Emmanuel Akakpovi Akitani, de 75 años, vicepresidente de la Unión de Fuerzas por el Cambio (UFC, cuyo líder histórico, Gilchrist Olympio, se encontraba exiliado en París) y candidato unitario de siete partidos, quien ya había concurrido a la edición de 2003, cuando juró y perjuró que había sacado más votos que Eyadéma; el empresario Nicolas Lawson, por el Partido de la Renovación y la Redención (PRR), y Harry Olympio, por el Reagrupamiento en Apoyo a la Democracia y el Desarrollo (RSDD), pequeña formación acomodaticia con el poder.

El temor a un fraude a gran escala se disparó en la víspera de las elecciones con la publicación por el Ministerio del Interior del número de ciudadanos habilitados para el voto mediante la recepción de la preceptiva tarjeta electoral. La oposición aseguró que miles de personas que figuraban en el padrón de determinadas circunscripciones donde ella era fuerte no habían recibido sus acreditaciones. También, se acumularon informaciones sobre restricciones a los medios de comunicación independientes y sobre violentos enfrentamientos entre seguidores de Gnassingbé y Akitani.

Aunque la jornada electoral en sí discurrió en calma, tan pronto como se cerraron las urnas saltaron denuncias sobre intimidaciones en colegios e impedimentos a la labor de los monitores internacionales, entre los que no había personal de la UE. Como previendo el veredicto provisional de la Comisión Electoral Nacional Independiente (CENI), Akitani se apresuró en proclamar su victoria con el 70% de los sufragios. El 26 de abril la CENI anunció que el candidato del RPT era el ganador con un abultado porcentaje de votos, el 60,2, mientras que Akitani había obtenido el 38,2%. El índice oficial de participación fue el 63,6%.

Al instante, los seguidores de la UFC y sus aliados se lanzaron a protestar contra "otra elección robada". Los choques con las fuerzas del orden en Lomé y otras ciudades fueron extremadamente violentos y en pocos días se recogieron 29 cadáveres, aunque Yawovi Agboyibo elevó a ciento el número de manifestantes abatidos. La ola de violencia empujó a más de 20.000 personas a huir a los países fronterizos, Benín y Ghana, para protegerse de una masacre generalizada que muchos creían ver a la vuelta de la esquina. La comunidad internacional, y en especial las potencias africanas, que durante la crisis de febrero había actuado con gran firmeza, ahora se mostró tibia y vacilante, dando un espaldarazo de hecho a Gnassingbé como presidente legítimo.

El 3 de mayo el Tribunal Constitucional confirmó los resultados emitidos por la CENI y proclamó presidente electo a Gnassingbé, que tomó posesión de su cargo al día siguiente, en presencia de miles de enfervorizados partidarios y representantes extranjeros de bajo rango. Significativamente, ningún presidente regional se personó en Lomé. Obasanjo y Tandja optaron por invitar al oficialismo y la oposición a una cumbre en Abuja para arreglar la disputa poselectoral y negociar la composición de un Gobierno de unidad nacional, fórmula a la que Gnassingbé decía estar abierto pero que terminó por impugnar ante las exigencias de Olympio y Agboyibo del final de las persecuciones, garantías de seguridad para su gente y para ellos mismos, y el retorno de los refugiados.

Impertérrito, Gnassingbé tiró por el camino unilateral y el 9 de junio nombró primer ministro a Edem Kodjo, un político opositor moderado, líder de la Convergencia Patriótica Panafricana (CPP), que ya había desempeñado el cargo bajo Eyadéma entre 1994 y 1996. El CAR y la UFC fueron excluidos de las componendas y el Gabinete quedó copado por el RPT y una pléyade de viejos rostros del eyademismo. Obtuvieron parcelas de poder el Partido por la Democracia y el Renacimiento (PDR) de Zarifou Ayeva, nuevo ministro de Exteriores, y el igualmente pequeño Pacto Socialista por el Renacimiento (PSR) de Me Abi Tchessa, que se hizo cargo de Justicia.

Pero el nombramiento que más dio que hablar fue el de Kpatcha Gnassingbé para la cartera de Defensa. La colocación de su hermano al frente de la institución castrense indicaba a las claras el deseo de Faure Gnassingbé de cerrar filas con la camarilla de familiares y prebostes del RPT leales a ultranza, los únicos, junto a los militares, de los que parece fiarse este nuevo exponente de una dinastía republicana, fórmula endogámica de poder que, como ya se ha observado en Siria, Congo y Azerbaidzhán –por citar los precedentes más cercanos en el tiempo-, está totalmente reñida con los estándares democráticos comúnmente aceptados.

(Cobertura informativa hasta 1/8/2005)