Fahd ibn Abdulaziz Al Saud

El reinado de Fahd ibn Abdulaziz Al Saud en Arabia Saudí, extendido desde 1982 hasta su muerte en 2005, estuvo caracterizado por la rigidez de un sistema político absolutista que sólo tras la guerra del Golfo en 1991 se abrió a una muy tímida y forzada liberalización, y por una política exterior favorable a los intereses estratégicos occidentales y engrasada por el omnipresente petróleo. Incapacitado para gobernar desde que en 1995 sufriera una apoplejía y entregara las funciones ejecutivas a su hermanastro, el príncipe heredero Abdullah, el creso monarca saudí tuvo un lento ocaso vital que fue paralelo al afloramiento de las contradicciones de la estrategia internacional de los Saud, a saber, la alianza con Estados Unidos en paralelo a la difusión en Asia del integrismo sunní wahhabí, su fe de raigambre tribal, cuyas derivaciones más radicales llaman a la jihad contra Occidente e Israel. De esta cosmovisión teocrática y guerrera surgió la subversión terrorista orquestada por un antiguo súbdito, Osama bin Laden, cabeza de la organización Al Qaeda, quien incluyó a Fahd en su lista de enemigos por "traición al Islam".

(Texto actualizado hasta agosto 2005)

1. La formación del futuro rey
2. Las peculiaridades de la casa de Saud
3. Los años de la dirección del Reino; la baza estratégica del petróleo
4. Actor mediador en los conflictos interárabes
5. Nuevas perspectivas tras la guerra del Golfo y crisis del sistema
6. Apartamiento del primer plano por enfermedad e intrigas familiares
7. Muerte del rey en mitad de una encrucijada para los Saud


1. La formación del futuro rey

Fahd tuvo como padre al rey Abdulaziz Al Saud (1880-1953), conocido comúnmente como ibn Saud, fundador del Reino de Arabia Saudí en 1932 después de unificar a través de una serie de campañas militares los territorios del Nejd (donde reinaba desde 1927) y el Hejaz (arrebatándoselo a los rivales hachemíes, quienes luego reinaron en Irak y Jordania), y como madre a una de las 22 esposas reconocidas de su progenitor, Hassa bint Ahmad Al Sudairi, quien procedía de una influyente tribu beduina. Tres de sus hermanastros, de los 38 que tuvo, más otras tantas hermanas y hermanastras, todos concebidos por distinta madre, le precedieron en el trono: Saud (1953-1964), Faysal (1964-1975) y Jalid (1975-1982), a quien sucedió en el momento de su muerte el 13 de junio de 1982 como rey y primer ministro.

Su nacimiento se suele datar en 1923, sin más precisiones, y los servicios de información oficiales así lo consignan, si bien en algunas biografías aparece la fecha de 1921. Tuvo seis hermanos, nacidos entre 1928 y 1940, que integraban el denominado clan Sudairí dentro del primer círculo del poder en la familia regia: Sultán, Abdulrahmán, Nayif, Turki, Salmán y Ahmad. Educado por preceptores áulicos y en una de las primeras escuelas creadas en el país, en 1945 acompañó a su hermanastro mayor Faysal al frente de la delegación saudí que firmó en San Francisco la Carta de las Naciones Unidas. Su preparación de cara a un futuro acceso al trono tomó cuerpo en 1953, cuando a la muerte de su padre fue nombrado para dirigir el nuevo Ministerio de Educación con la misión de establecer la red educativa nacional. En junio del mismo año representó a su país en la ceremonia de coronación de la reina Isabel II de Inglaterra en Londres.

En 1962 Fahd, próximo a entrar en la cuarentena de edad, fue nombrado ministro del Interior por el rey Saud y cinco años después, reinando ya Faysal, agregó el rango de viceprimer ministro segundo. El nuevo monarca, patriarca del denominado clan Al Thunayyan, premió de esta manera el apoyo recibido de Fahd y los Sudairís en 1964 cuando en un limpio golpe palaciego depuso a Saud y tomó el trono. El príncipe estuvo involucrado en la ejecución del segundo plan de desarrollo, correspondiente al quinquenio 1975-1979 y centrado en la modernización de las estructuras económicas y los servicios sociales del Reino. En todo este tiempo, Fahd adquirió una sólida experiencia diplomática como cabeza de las delegaciones saudíes en diversas cumbres árabes y como interlocutor del presidente francés Charles de Gaulle (1967), el primer ministro británico Edward Heath (1970) y el presidente de Estados Unidos Richard Nixon (1974). Cuando el 25 de marzo de 1975 el rey Faysal fue asesinado por un miembro de la familia real, el emir Faysal ibn Musaid, un sobrino de los hermanastros regios, como venganza, según se contó entonces, por un agravio personal -aunque también pudo existir el motivo religioso al tratarse el magnicida de un wahhabí fanático-, Jalid, miembro del clan Al Jiluwi por parte de la madre, fue proclamado rey y primer ministro, mientras que Fahd fue designado príncipe heredero y primer viceprimer ministro.


2. Las peculiaridades de la casa de Saud

En el caso de Arabia Saudí, cuna del Islam, centro espiritual de los mundos árabe y musulmán, y único Estado del mundo que porta el nombre de la familia que lo fundó y dirige hasta el día de hoy, el sistema político ha sido especialmente rígido. Los Saud han sido desde su surgimiento en el siglo XVIII en la figura del jeque Muhammad ibn Saud, primer emir del Nejd en 1735, los adalides del wahhabismo, una secta fundamentalista sunní que toma su nombre de su fundador, Muhammad ibn Abd al-Wahhab, fallecido en 1787. El wahhabismo se rebeló contra la religiosidad decadente y secularizada de los turcos otomanos, entonces custodios de las Mezquitas Santas de Medina y La Meca, con lo que el movimiento de reforma religioso adquirió desde el principio un importante tinte político. Su ortodoxia descansa en la escuela jurídica hanbalí, la más orientada hacia lo árabe y lo tradicional de las cuatro que florecieron en el califato abasí, y que fue fundada por Ahmad ibn Hanbal, fallecido en 850.

La escuela hanbalí prescribe que la sharía o derecho islámico proviene exclusivamente del Corán y de la Sunna o los seis compendios de hadices (singularizados como Hadith, son textos recopilatorios de los hechos y palabras del Profeta, que conforman la tradición y complementan el Corán) atribuidos a Mahoma y sus primeros seguidores. Opuesto a toda innovación racionalista, el hanbalismo rechaza la mayoría de los hadices y toda la jurisprudencia (Fiqh) de emanación no coránica o mahometana, al igual que los razonamientos jurídicos respaldados por el consenso de los creyentes (Ichma). También, prohíbe de manera rigurosa cualquier manifestación de devoción popular basada en la imaginería religiosa, por considerarla idólatra.

En Arabia, este credo, con sus acentuados rigorismo y puritanismo, impregnó de conservadurismo al Estado, organizado como una monarquía absoluta y patrimonialista, y a la sociedad, férreamente sometida a las prescripciones de la Sharía, a veces draconianas, sobre aspectos tales como el consumo de alcohol y tabaco, el papel de la mujer y el castigo de los delitos. Se adoptó el código penal del Hadd, que comprende la amputación de una mano por robo, la flagelación hasta el borde la muerte por beber alcohol, la lapidación por adulterio o la decapitación por las ofensas más graves. En añadidura, el Estado creó el Comité para Fomentar la Virtud y Prevenir el Vicio, y una policía religiosa, la Mutawwain, investida de plenos poderes para vigilar y castigar en el acto y sobre el terreno cualquier desviación coránica en la conducta del ciudadano de a pie. A los ojos del occidental, extraño a los particularismos culturales, morales y religiosos de una comunidad orgullosa de su pasado de hombres libres y guerreros, este sistema presenta todo el aspecto de un intolerante feudalismo medieval directamente trasportado al siglo XXI, que ejerce un control arbitrario sobre los ciudadanos y que ampara groseras violaciones de los Derechos Humanos.

El caso es que el régimen saudí ha descansado sobre tres pilares domésticos: los aproximadamente 4.000 príncipes que nutren la rama principal de la casa de Saud, los Faysal (por ser descendientes por línea patrilineal del abuelo de ibn Saud, Faysal ibn Turki, sin olvidar que del tronco de Saud surgieron otras ramas que hoy conforman entre 30.000 y 40.000 personas), las tribus beduinas y los jeques, y las Fuerzas Armadas, de todos los cuales se aseguró su lealtad. Tras el fabuloso enriquecimiento que produjo en una sociedad de nómadas del desierto el hallazgo y la explotación de petróleo a finales de los años treinta del siglo XX, los Saud vigilaron con especial celo que la afluencia masiva de dinero no trajera consigo modas culturales e ideas políticas de Occidente, como el parlamentarismo, los partidos políticos y el laicismo del Estado, por no hablar de la más ligera veleidad izquierdista o socializante. El resultado ha sido una insólita simbiosis de los rasgos más avanzados de la tecnología occidental con las costumbres ancestrales de los moradores de la península arábiga. Los ingresos por el petróleo y el turismo relacionado con la peregrinación a La Meca o Hadj (una de las cinco obligaciones coránicas, que todo musulmán debe realizar al menos una vez en la vida) posibilitaron un extremadamente generoso sistema de protección social que durante años adormeció las aspiraciones democráticas.


3. Los años de la dirección del Reino; la baza estratégica del petróleo

Desde años antes de llegar al trono, Fahd se perfiló como el gobernante efectivo del régimen saudí debido a la enfermedad de su hermanastro Jalid, un hombre piadoso poco interesado en la política. Retratado como uno de los más preparados, experimentados y pragmáticos príncipes de la casa real, y también como uno de los más entregados a las suntuosidades palaciegas, el orondo, despilfarrador y afable Fahd era conocido también por su antisovietismo, sus abiertas simpatías por Estados Unidos y, desde 1979, por su rechazo visceral a la triunfante república islámica en el shií Irán. La caída del sha Mohammad Reza Pahlavi ante la revolución liderada por el ayatolá Jomeini y el posterior estallido de la guerra entre Irán e Irak alteraron drásticamente el equilibrio estratégico de la región, tanto en el apartado económico, por la inflación de petróleo en los mercados mundiales, como en lo referente a la estabilidad interna de las monarquías del Golfo, atemorizadas frente al expansionismo shií.

Siendo el responsable de la seguridad interna, a Fahd se le atribuyó la solución expeditiva de la crisis de La Meca iniciada el 20 de noviembre de 1979, cuando varios centenares de hombres armados pertenecientes al proscrito movimiento religioso Ijwán, wahhabíes fanáticos, tomaron la Gran Mezquita y durante dos semanas se atrincheraron con miles de peregrinos tomados como rehenes, con las pretensiones de que un cuñado de su jefe, Juhaiman ibn Muhammad al-Utaibi, fuera proclamado el Mahdi, el mesías esperado, y de que la población se alzara contra la "impía" familia reinante. Este desafío sin precedentes al poder espiritual y temporal de los Saud, en el mismo recinto de la Ka’aba, la piedra sagrada, de la que ellos eran guardianes, tuvo una respuesta implacable: el 4 de diciembre, las fuerzas de seguridad a las órdenes de Fahd asaltaron la Gran Mezquita, mataron a un gran número de rebeldes y capturaron a los restantes, entre ellos Utaibi, todos los cuales fueron luego decapitados públicamente en las plazas de cuatro ciudades saudíes. A ninguno de los doblemente felones, por subversivos y por sacrílegos, se le perdonó la vida.

El inaudito episodio, que sacó a la luz la irritación existente en algunos sectores especialmente rigoristas por el fastuoso estilo de vida que llevaban los príncipes, a sus ojos, hipócritamente solapado con el puritanismo oficial, coincidió con la efervescencia revolucionaria en el nuevo Irán jomeinista, al que Fahd y Jalid veían como una enorme amenaza por partida doble, política y religiosa. Cuando el dictador irakí Saddam Hussein, un laico republicano y socializante aunque árabe y sunní, invadió Irán en septiembre de 1980, Arabia Saudí se declaró neutral. Sin embargo, la postura antiiraní de Riad fue implícita desde el momento en que empezó a asistir económicamente a Bagdad, cuyo régimen baazista era juzgado como un peligro menor. La búsqueda de la protección frente a Irán bajo una sombrilla de seguridad regional condujo a la creación, el 10 de marzo de 1981, del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), organismo que bajo el liderazgo saudí reunió a Bahrein, Kuwait, Omán, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos, es decir, a todas las monarquías de la península arábiga. Luego de que Fahd fuera proclamado rey el 13 de junio de 1982, Riad apostó sin tapujos por la cooperación militar con Estados Unidos, que a su vez era uno de los principales suministradores de armas de Irak.

En vida de Jalid, fue Fahd también quien trazó las grandes líneas de la política petrolera, caracterizada de una parte por la moderación en las alzas de la cotización del barril de crudo y de otra parte por la fijación de unos máximos en los volúmenes de producción. Asimismo, Fahd influyó decisivamente en el comienzo de la nacionalización por etapas, a partir del 20 de diciembre de 1972, de la Arabian American Oil Company (Aramco), el consorcio de multinacionales estadounidenses que desde su creación en 1944 había monopolizado los derechos de explotación y comercialización de los hidrocarburos saudíes. La adquisición de cuotas de participación por el Estado Saudí culminó en 1988, cuando Fahd ya llevaba un sexenio reinando; entonces, el Estado se convirtió en el dueño del 100% de la compañía, que pasó a llamarse Saudi Arabian Oil Company (Saudi Aramco).

Durante el reinado de Fahd, Arabia Saudí, primer productor y exportador mundial de crudo, explotó su ventaja de partida para moderar o disparar a conveniencia el precio internacional del petróleo con sólo aumentar o disminuir ligeramente su producción. Su política de altas producciones y precios bajos, practicada con fruición desde 1985, persiguió quebrar la competencia de otros países, fueran o no miembros de la OPEP, cuyas economías estaban menos preparadas para soportar bruscas caídas de los ingresos, para luego imponer a sus socios del cártel el retorno a la disciplina extractiva de topes bajos. Precisamente, la escalada de ataques mutuos a las respectivas infraestructuras económicas en la guerra que desangraba a Irán e Irak, la cual perturbó seriamente las rutas de embarque del hidrocarburo en todo el golfo Pérsico, planteó un reto a la estrategia petrolera saudí, de manera que en 1985 Fahd empezó una aproximación a Irán y de paso a mediar para ver si era posible concluir el conflicto.

Esta apuesta por la paz se produjo a pesar de las advertencias lanzadas a Teherán contra las agitaciones de signo político protagonizadas por sus contingentes de peregrinos en La Meca, algaradas que para la república shií únicamente mostraban la incapacidad y el sectarismo de los Saud en la administración de los Santos Lugares del Islam. Para reafirmar su autoridad en este ámbito, en 1986 Fahd adoptó el título religioso de Custodio de las Dos Mezquitas Santas (las de La Meca y Medina, con lo que restableció una alta titularidad religiosa antes ejercida por los sultanes/califas del Imperio Otomano), que se convirtió también en la fórmula de tratamiento regio en lugar del convencional Su Majestad. Los sangrientos disturbios producidos en La Meca en julio y agosto de 1987, cuando la Policía saudí reprimió sin contemplaciones una manifestación prohibida de peregrinos iraníes con el resultado de 400 muertos, volvieron a agriar las relaciones bilaterales, que quedaron formalmente rotas el 26 de abril de 1988. Hasta la normalización diplomática del 26 de marzo de 1991, los ciudadanos iraníes no fueron autorizados por el Gobierno saudí a hacer el hadj.


4. Actor mediador en los conflictos interárabes

Con su distanciamiento y reserva característicos, Fahd y sus parientes preferían maniobrar entre bambalinas mientras los otros dirigentes árabes se entregaban a una frenética exhibición pública de sus sempiternas rencillas y reconciliaciones. En agosto de 1981, siendo todavía príncipe heredero, Fahd propuso un plan de paz de ocho puntos para Oriente Próximo que tomó su nombre. El muy divulgado Plan Fahd preconizaba la creación de un Estado palestino independiente en Cisjordania y Gaza y con capital en Jerusalén oriental, la retirada militar israelí de todos los territorios ocupados en la guerra de 1967, el desmantelamiento de las colonias judías y el retorno de los refugiados. El plan también abordaba la pacificación de Líbano, sumido en una devastadora guerra civil. La propuesta del príncipe saudí, que satisfacía todas las demandas palestinas importantes, fue presentada el 5 de octubre de 1981 a la Asamblea General de la ONU para su estudio y discusión, pero topó con el rechazo de los israelíes, los cuales sólo veían en ella "la destrucción de Israel por etapas" y además adjudicaron su verdadera paternidad a la OLP de Yasser Arafat.

Los países árabes radicales, como Siria y Libia, denunciaron igualmente el plan, pero por todo lo contrario: porque implícitamente reconocía al Estado de Israel a través del punto siete, que textualmente hablaba de "confirmar el derecho de los estados de la región a vivir en paz". Los países moderados, con Jordania y Marruecos a la cabeza, y la OLP terminaron adoptando el Plan Fahd en la XII Cumbre de la Liga Árabe, celebrada en Fez del 6 al 9 de septiembre de 1982, pero ya bajo la denominación de Plan de Fez, consistente en una versión remozada que aligeraba la carga interpretativa del punto siete y que además declaraba a la OLP como la única y legítima representante del pueblo palestino. De todas maneras, como otras iniciativas de paz anteriores y posteriores, el plan cuya versión original había sido redactada por el estadista saudí nunca fue aplicado.

Más éxito tuvo Fahd en las labores de intercesión en el conflicto de Líbano. La ciudad de Ta’if, cercana a La Meca, fue el escenario el 22 de octubre de 1989 de una reunión de diputados libaneses de la que salió un documento de entente nacional para la integración en un nuevo ordenamiento institucional de todas las milicias y partidos enfrentados en la guerra civil. En los meses siguientes, casi todas las partes enfrentadas se sumaron al acuerdo y en el plazo de un año la guerra, al menos en Beirut, llegó a su fin. El monarca saudí fue también uno de los dirigentes de la Liga Árabe que presionó en pro del levantamiento del ostracismo a Egipto, país que se hallaba excluido de la organización desde el acuerdo de paz firmado unilateralmente con Israel por el presidente Anwar as-Sadat en 1979, una decisión que los Saud siempre habían condenado, al menos en público. En noviembre de 1987, la Liga, instada por Fahd, autorizó a sus miembros el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con El Cairo si era su deseo, lo que empezó a producirse de inmediato, con Arabia Saudí predicando con el ejemplo.

No puede dejar de destacarse que Fahd fue un gran protector de Yasser Arafat, sobre todo cuando el líder palestino más lo necesitaba, entre 1982 y 1987, unos años de plomo en los que la OLP sufrió el cuádruple acoso militar de los israelíes, los sirios, sus protegidos shiíes libaneses y las diversas disidencias palestinas de extrema izquierda. Sin embargo, Fahd cerró el grifo de las ayudas a la OLP en 1990 como castigo por el alineamiento de Arafat con Saddam Hussein durante la ocupación de Kuwait. Hasta el 24 de enero de 1994 Arafat no volvió a ser recibido en Riad, pero sin la calidez de antaño. El mismo rencor, a raíz de la postura proirakí de Ammán cuando la crisis del Golfo, se mantuvo hacia el rey Hussein de Jordania, al que Fahd se negó a recibir en palacio en marzo de 1994 aprovechando su llegada a La Meca para hacer el hadj. El encuentro de reconciliación se demoró hasta el 11 de febrero de 1996, en Jeddah, donde el monarca hachemí expuso a su anfitrión la urgencia de la reanudación del suministro petrolero saudí a Jordania.

Los esfuerzos de Fahd en favor de la superación de los conflictos y de la unidad de los estados árabes resultaron decisivos para desactivar la crisis prebélica que enzarzó a Siria y Jordania en diciembre de 1980 con el telón de fondo de los posicionamientos antagónicos en la guerra irano-irakí, o para acercar a Marruecos y Argelia, dos naciones mal encaradas casi de continuo, en torno a la cuestión del Sáhara Occidental. El rey Hasan II y el presidente Chadli Bendjedid sostuvieron a iniciativa suya el 4 de mayo de 1987 en la localidad marroquí de Uxda una reunión que inauguró una etapa de distensión. A esta cita le siguió en junio de 1988, a rebufo de la XV Cumbre de la Liga Árabe, una histórica reunión de los líderes de los cinco países magrebíes, los dos citados más los de Túnez, Libia y Mauritania, en la localidad argelina de Zeralda; aunque considerada un hito de la diplomacia marroquí, a este cumbre informal que sentó la base para la creación en 1989 de la Unión del Magreb Árabe (UMA) se llegó gracias, de nuevo, a los buenos oficios de Fahd.

En definitiva, en la década de los ochenta Fahd estableció un equilibrio entre el compromiso saudí con la solidaridad árabe e islámica, centrada en la voluntad inequívoca de expulsar a los israelíes de Jerusalén (Al Qods), y la consideración de los intereses estratégicos de los países europeos occidentales, que fundamentalmente tenían que ver con el petróleo, a ser posible barato, y de Estados Unidos, que pasaban también por el petróleo y además por el soporte a diversos movimientos anticomunistas en el mundo, tanto insurgencias armadas como gobiernos. En uno y otro caso, Fahd facilitó una ayuda financiera masiva, en forma de donaciones, créditos e inversiones. Que Arabia Saudí se consolidó como un aliado estratégico de Estados Unidos de primer orden es ilustrado por el siguiente dato, menos anecdótico de lo que parece: en junio de 1985, un saudí, el príncipe Sultán ibn Salmán, sobrino de Fahd por parte de su hermano menor Salmán, tomó parte en una misión del trasbordador espacial y se convirtió en el tercer astronauta de nacionalidad no estadounidense en la historia de la NASA, después de un alemán y un canadiense. Por otro lado, ese mismo año, del 7 al 10 de febrero, Fahd realizó su primera y única visita oficial a Washington.


5. Nuevas perspectivas tras la guerra del Golfo y crisis del sistema

Ahora bien, la crisis irako-kuwaití iniciada en agosto 1990 alteró la trayectoria arriba descrita. En mayo de ese año, la actitud insolidaria de saudíes y kuwaitíes, que excedieron en hasta un 30% las cuotas de producción acordadas por la OPEP en noviembre de 1989, provocó la caída del precio del barril de crudo de los 18 a los 15 dólares, proporcionando a Saddam Hussein, que necesitaba imperiosamente ingresos para sufragar la reconstrucción material tras ocho años de guerra con Irán, una de las excusas para invadir Kuwait. Fahd, que en vísperas de la agresión irakí intentó en balde desactivar la disputa, volcó toda su solidaridad con el emir depuesto, Jabir Al Ahmad Al Sabah, brindándole asilo a él y a su familia en Ta’if, y comprometiéndose firmemente con la expulsión del Ejército irakí del emirato.

Los amagos expansionistas del dictador irakí contra el propio reino saudí, carente de medios defensivos propios para repeler una eventual invasión, empujaron a Fahd a los brazos de Estados Unidos. A partir del 2 de agosto, Riad se lanzó a una frenética y exorbitante adquisición de armas de última generación al tiempo que ponía el territorio saudí a disposición de la coalición de países encabezada por la superpotencia norteamericana y autorizada por el Consejo de Seguridad de la ONU. La llegada de decenas de miles de soldados aliados, estadounidenses en su mayoría, provocó un impacto sin precedentes en la hasta entonces apacible, de hecho petrificada, sociedad saudí, que desde la expulsión de los turcos al final de la Primera Guerra Mundial no había conocido un ejército de ocupación, por más que la masiva presencia de tropas extranjeras ahora no era sino la garantía de la soberanía nacional frente a Irak, y desde luego nunca uno formado por occidentales.

Tuvieron que suspenderse las decapitaciones y los castigos corporales públicos para no herir la sensibilidad de los huéspedes uniformados, mientras que el personal femenino de entre aquellos recibió instrucciones de discreción en cuanto al atuendo y la conducta en público para no ofender a los anfitriones. El rey se sintió obligado a convocar un consejo de 350 ulema en el que estas autoridades coránicas legitimaron la presencia militar extranjera mediante una fatwa o decreto religioso. Tras la guerra, sectores de la opinión pública internacional reprocharon a Estados Unidos que sacara del apuro a un país que no era más democrático que Irak. El 1 de marzo de 1992, Fahd, como gesto de correspondencia con su protector, aunque a regañadientes, emitió una serie de decretos que apuntaban al primer esbozo de un Estado de Derecho en Arabia Saudí, que hasta entonces sólo había conocido la sharía como fuente jurídica.

Se promulgó así una Ley Básica sobre el Sistema de Gobierno, de hecho la primera Constitución escrita a modo de Carta otorgada por el monarca, que, entre otras novedades, reguló las relaciones entre el poder y los ciudadanos e instituyó una Asamblea Consultiva o Majlis ash-Shura, un órgano que había existido, en una versión más reducida, hacía tres décadas antes de ser suspendido. Este pobre sucedáneo de poder legislativo no se convocó hasta el 28 de diciembre de 1993. La totalidad de sus 61 miembros –aumentados a 90 en 1997 y a 120 en 2001- eran de nombramiento real y sus atribuciones se limitaban a asesorar al Gobierno en cuestiones de política social y económica, y a hacer comentarios de los decretos reales. El Majlis, de hecho, revestía una importancia incluso menor que el Consejo de Altos Ulema, que realizaba una función fiscalizadora de las políticas del Gobierno para que estuvieran en consonancia con la sharía.

El monopolio legislativo del monarca por la vía del decreto-ley se mantuvo intacto, al igual que el sistema informal del gobierno colegiado basado en el consenso de un grupo restringido de príncipes, que había hecho de la saudí la dictadura absolutista más descentralizada y despersonalizada del mundo. Por lo demás, los partidos políticos continuaron rigurosamente prohibidos y descartadas las elecciones, ya que, como explicó Fahd, tales prácticas eran "ajenas a la teología islámica". Esta mínima liberalización (Kuwait, por el contrario, sí restauró un Parlamento elegible con alguna concesión al pluralismo) no satisfizo las renovadas aspiraciones democráticas de una oposición multiforme y cada vez más contestataria. El sector más crítico lo conformaban ulema y jeques sunníes, frecuentemente penetrados por un wahhabismo de corte ultrarradical, que clamaron contra la presencia de los 35.000 civiles y militares estadounidenses y contra el mal gobierno, los privilegios y la corrupción de la dinastía Saud.

Con timidez primero y más abiertamente después, estas voces, menos preocupadas por la ausencia de democracia que por la erosión de las rígidas tradiciones sociales, religiosas y culturales, acusaron a la casa real de cometer una gran "traición" o "impiedad" al permitir la "profanación" de la tierra sagrada del Islam por los soldados occidentales, vistos en algunos casos como modernos "cruzados" invasores. Para ellos, la monarquía saudí ya no era digna de arrogarse la custodia de las Mezquitas Santas de La Meca y Medina. En cuanto a los shiíes, que sumaban un millón de habitantes, el 5% de la población, denunciaron discriminaciones de índoles religiosa y económica, y crearon un Comité de Derechos Humanos.

La manifestación terrorista de esta doble animosidad, contra la monarquía y contra Estados Unidos, arruinó la imagen de Arabia Saudí como un remanso de estabilidad y seguridad. El 13 de noviembre de 1995 un coche bomba estalló frente a la sede en Riad de los consejeros militares destacados por Estados Unidos en la Guardia Nacional saudí y mató a siete personas, cinco de ellas de aquella nacionalidad. El 25 de junio de 1996, otro atentado contra un edificio ocupado por militares en Dhahrán causó 19 víctimas adicionales, todas estadounidenses. El régimen respondió a estos embates practicando arrestos masivos de islamistas y llevando al patíbulo a los sospechosos que la justicia halló culpables. La represión se centró, una vez más, en la minoría shií, pero la principal amenaza procedía de los ambientes sunníes wahhabíes. A los servicios de seguridad estadounidenses se les pidió cortésmente que no se inmiscuyeran en las investigaciones. Dicho en lenguaje coloquial, la consigna pareció ser que los trapos sucios se lavaban en casa y sólo en casa, fuera de las miradas inquisitivas de los extranjeros.

Con estas actitudes, Fahd y sus familiares mostraron su incapacidad para comprender, o bien su negativa a asumir, que el mayor de los peligros para su férula lo representaban individuos integristas procedentes de la élite social y económica del Reino, algunos de los cuales incluso habían pululado por los círculos principescos. La constatación de que Arabia Saudí había sido el origen de vastas tramas subversivas de proyección internacional, como la animada por el multimillonario Osama bin Laden, un jihadista recalcitrante exiliado desde 1992 por oponerse a la presencia militar estadounidense en el país y convertido en enemigo jurado de sus antiguos padrinos al frente de la organización Al Qaeda, verdadera autora de los atentados de Riad y Dhahrán, puso sobre el tapete las consecuencias perniciosas de muchos años de patrocinio, con dinero, armas y voluntarios, de la resistencia mujahid afgana.

Esta guerra contra el Gobierno comunista ateo y el ocupante soviético alimentó una solidaridad islámica permeable a todo tipo de integrismos y curtió a miles de combatientes de problemática reinserción en sus países de origen luego de que la jihad afgana tocara a su fin. Para los Saud, fue también una manera de mitigar las contradicciones y hasta problemas de conciencia que generaba compaginar una diplomacia prooccidental y proestadounidense con un sentir religioso fundamentalista, ambivalencia que parecía entrar ahora en una crisis de incalculables consecuencias.

Oficialmente, los Saud siempre habían auspiciado la coexistencia pacífica y la cooperación entre el Islam y el Occidente cristiano, pero ahora advertían las implicaciones funestas de haber dado alas a grupos extremistas que terminaron escapando a su control y revolviéndose contra ellos con las más aviesas intenciones. El movimiento de los talibán, convertido en intolerante régimen de Gobierno en Kabul en septiembre de 1996, fue esencialmente una criatura gestada, nutrida y sostenida, aportándole su ideología deobandi-wahhabí, su capacidad financiera, su poderío militar y su infraestructura de seguridad y administrativa, por el Servicio General de Inteligencia saudí, el Istajbarat, dirigido desde 1977 por el príncipe Turki Al Faysal, hijo menor del rey Faysal, y los servicios secretos de Pakistán. Además, después de desalojar del poder por la fuerza de las armas al Gobierno de antiguos mujahidines antisoviéticos que presidía el islamista Burhanuddin Rabbani, los talibán, liderados por el mullah Mohammad Omar, recibieron el reconocimiento diplomático de Riad e Islamabad.

Agudizando las contradicciones y ambigüedades de la política islámica de los Saud, Riad siguió asistiendo a los talibán incluso cuando éstos dieron cobijo y trabaron una alianza con bin Laden, convertido en apátrida en 1994 al serle retirada la nacionalidad saudí, y su gente, que no cesaban de lanzar improperios y amenazas contra la familia real. Se sabe que después de los brutales atentados cometidos por Al Qaeda contra las embajadas de Estados Unidos en Kenya y Tanzania en agosto de 1998, el príncipe Turki se presentó en la capital espiritual de los talibán, Kandahar, para intentar convencer al mullah Omar de que tenía que expulsar a bin Laden, declarado objetivo militar por Estados Unidos, pero aquel no sólo rechazó lo que se le pedía, sino que se permitió insultar a los Saud. Agraviados y frustrados, Turki y sus familiares decidieron cortar lazos con los talibán, pero sin llegar a romperlos del todo.

En el campo secular y nacionalista, los movimientos de oposición centraron su descontento en la inexistencia de garantías constitucionales de los derechos fundamentales, la negación de derechos políticos y la falta de fiscalización de los manejos económicos del Gobierno, aspecto relevante en un país donde no había una frontera precisa entre las arcas del Estado y las de la familia real. Este colectivo opositor, compuesto principalmente por clases medias profesionales e intelectuales, y agrupado en sendos comités que fijaron sus sedes en Londres y Virginia, pugnaba por unas mayores oportunidades laborales, constreñidas por las colocaciones a dedo, las prebendas y los favoritismos de la casa saudí.

La oposición hallaba caldo del cultivo en la omnipresencia estadounidense, pero no menos en la crisis del Estado del bienestar. El país compensó muy rápidamente la desaparición de las cuotas de petróleo de Irak y Kuwait cuando se produjo la invasión. En el primer trimestre de 1991, antes de volver al servicio los pozos kuwaitíes, Arabia Saudí aportaba casi un tercio de la producción mundial de petróleo, y hasta que a mediados de aquel año los precios del barril no recuperaron los niveles anteriores a agosto de 1990 (durante la crisis se llegó a los 40 dólares), la tesorería saudí registró un alza fantástica de los ingresos. A partir de entonces, todo fueron dificultades para la economía del Reino. Los recortes obligados en la extracción de crudo, las sucesivas caídas del precio del barril y los compromisos armamentísticos adquiridos con Estados Unidos -a mediados de los años noventa la defensa nacional absorbía el 35% de los presupuestos y el país figuraba entre los diez con mayores gastos militares de todo el mundo- crearon unas dificultades financieras tales que el Reino, por primera vez, hubo de solicitar créditos en el mercado internacional de capitales.

La aportación directa al fondo de gastos de la coalición antiirakí había superado los 30.000 millones de dólares. Pero esta cantidad se duplicó con creces al sumar el coste de las ayudas y las condonaciones de deuda otorgadas a los países árabes de la coalición, como Egipto y Siria, las adquisiciones de armamento de urgencia a Estados Unidos y la movilización de los 67.000 efectivos del Ejército y la Guardia Nacional en el teatro de operaciones. A finales de la década de los noventa, el Gobierno intentaba enjuagar los déficits de las cuentas públicas y la deuda externa reduciendo el gasto público, pero seguía sin establecer un sistema de fiscalidad directa como demandaba el FMI. De hecho, a Riad le interesaba mantener a Irak en la cuarentena y el embargo, ya que el levantamiento de las sanciones de la ONU y la consiguiente recuperación por Irak de su cuota petrolera en el mercado internacional supondrían una espectacular reducción de la producción saudí, acelerando la evolución decreciente de los ingresos por el petróleo.

La crisis de 1990-1991 aportó un nuevo empuje a la diplomacia, no siempre del talonario, saudí. Por un lado, las relaciones con Irán entraron por una senda de entendimiento. Por otro lado, la reacción contra Irak reforzó los vínculos con Egipto y facilitaron una rápida y completa reconciliación con Siria, país que durante muchos años había estado entre los más hostiles a los Saud. Los tres gobiernos colaboraron estrechamente para salvaguardar el statu quo en el golfo Pérsico. Fahd sostuvo con los presidentes Hosni Mubarak y Hafez al-Assad una cumbre tripartita en Alejandría el 29 de diciembre de 1994. El monarca saudí prestó un apoyo total al proceso de paz de Oriente Próximo que arrancó en la Conferencia de Madrid de octubre de 1991. En otro escenario, Fahd nunca aceptó la unificación en mayo de 1990 de los dos Yemen, por considerarla más una absorción de la República Democrática Popular (el Sur), a la sazón posmarxista, por la República Árabe (el Norte), cuyo régimen republicano Riad venía hostilizando desde que en 1962 fuera derrocado el último imán y rey yemení. La instigación saudí se apreció tras el intento secesionista realizado por antiguos dirigentes suryemeníes en 1994, el cual provocó una breve pero encarnizada guerra civil que fue ganada por el Gobierno central dominado por los ex nordistas.

El final del enfrentamiento ideológico entre las superpotencias y la subsiguiente desaparición del bloque soviético descubrió a Arabia Saudí nuevos campos de influencia religiosa, como las ex repúblicas soviéticas de Asia central, que Fahd inundó con cientos de miles de ejemplares del Corán para estimular el renacimiento de la práctica de la fe islámica, o la ex república yugoslava de Bosnia-Herzegovina, con cuyo presidente, el musulmán confesional Alija Izetbegovic, el monarca estableció el más estrecho vínculo con un dirigente europeo. Con su prodigalidad inveterada, Fahd, uno de los hombres más ricos del mundo, apadrinó un gran número de colectas y fondos de ayuda para los pueblos musulmanes acosados por enemigos diversos en numerosos lugares del planeta, una finalidad humanitaria y solidaria que no consiguió eclipsar la principal intención de fondo, cual era exportar la doctrina del sunnismo wahhabí, tan susceptible de dar pie a planteamientos integristas violentos, a los cuatro vientos. Finalmente, hay que añadir que la archiconservadora Arabia Saudí estableció relaciones diplomáticas con la China comunista el 22 de julio de 1990 y con la URSS el 17 de septiembre del mismo año.


6. Apartamiento del primer plano por enfermedad e intrigas familiares

El 30 de noviembre de 1995, a caballo de los zarpazos terroristas de Riad y Dhahrán, Fahd, que desde junio de 1989 tenía transplantado un riñón a causa de un cáncer, sufrió un ataque de apoplejía que lesionó sus facultades físicas e intelectuales de manera irreversible. El accidente cerebrovascular se complicó con una diabetes y con una artrosis de rodilla, y además produjo perdidas de memoria. La junta familiar decidió entonces que el hermanastro un año más joven y príncipe heredero desde 1982, Abdullah, a la sazón primer viceprimer ministro y comandante de la Guardia Nacional desde 1962, esto es, el número dos del Reino, asumiera las tareas ejecutivas con carácter interino a partir del 1 de enero de 1996. El 21 de febrero Fahd retomó oficialmente las funciones regias y gubernamentales, aunque lejos de estar restablecido. Desde entonces, el rey permaneció sumido en una convalecencia crónica. Septuagenario, enfermo y, a partir de 1999, ausente del país por largos períodos, Fahd se mantuvo parcialmente apartado de la actividad pública y más aún de la política.

Abdullah, acreditado como un hombre más austero, tradicionalista y menos complaciente con Estados Unidos que su hermanastro, así como más interesado en ampliar las relaciones con Siria e Irán, asumió las riendas del Estado y se convirtió en el regente de hecho. El declive en la salud del rey, acentuado desde que el 12 de agosto de 1998 se le extirpara la vesícula biliar por una infección diagnosticada cinco meses atrás, hacía presumir un próximo desenlace biológico. La falta de información precisa sobre su estado de salud alentaba la suposición de que su incapacidad era equiparable a un estado semivegetativo la mayor parte del tiempo. Tanto la reasunción de funciones en febrero de 1996, que se antojó precipitada, como el descarte de la abdicación apuntaron a la existencia en la vasta familia real de serias disensiones sobre la oportunidad de una sucesión a corto plazo y sobre la identidad del próximo rey. Todo indicaba que los hermanos del clan Sudairí, el más prooccidental de la rama familiar Faysal, no venían con buenos ojos una entronización de Abdullah.

Entre sus decretos de 1992, Fahd había prescrito que, comenzando con el heredero de Abdullah, el trono correspondiera al príncipe que el monarca de turno juzgara como el más apto para reinar. Esta meritocracia, de concretarse, podía suponer la desaparición de los últimos vestigios del principio paternofilial que hasta la fecha había respetado el linaje en segunda generación del fundador del Reino, sobrevivido a finales del siglo XX por 25 hijos príncipes, el más joven los cuales, Hamud, había nacido en 1947. En otras palabras, adquirían opciones al trono los nietos de ibn Saud, lo que incluía a los hijos de Fahd.

Fahd tuvo tres o cuatro esposas (las fuentes son parcas sobre el estatus conyugal del monarca, más que nada porque los Saud, quintaesencia del patriarcado, siempre han relegado a sus mujeres a la penumbra), con las que concibió, que se tenga constancia, 13 hijos, cinco hembras y ocho varones, la mayoría de los cuales recibieron puestos de alto rango. Con la princesa Al Anud bint Abdulaziz ibn Musaid ibn Jalawi, Fahd tuvo a los príncipes Faysal, Muhammad, Saud, Sultán y Jalid. Muhammad, gobernador de la provincia Oriental, adquirió una fama de preboste muy hostil a los agitadores integristas. Su hermano un año más joven, Saud, se colocó a las órdenes del primo Turki Al Faysal como subdirector del Istajbarat. Con la princesa Al Jawhara bint Ibrahim Al Ibrahim, Fahd tuvo al príncipe Abdulaziz, nacido en 1972, al que se concedió un ministerio de Estado.

Faysal, el primogénito, nacido en 1946, un apasionado del deporte que soñaba con organizar en su país una final del campeonato mundial de fútbol, estuvo al frente de los programas sociales destinados a la juventud y falleció prematuramente el 21 de agosto de 1999, tan sólo cinco meses después de morir su propia madre, la princesa Anud, como consecuencia de un ataque al corazón que al parecer fue provocado por la sobredosis de un estupefaciente. Él óbito del mayor de sus vástagos cogió a Fahd descansando en su lujoso palacio, construido en 1983 en mármol y oro, y con una fachada semejante a la de la Casa Blanca, en las inmediaciones de Marbella, en la Costa del Sol española, a donde había llegado el 18 de julio anterior acompañado de su enorme séquito habitual, 400 personas entre familiares, asistentes, guardaespaldas y personal de servicio –una muchedumbre que requirió fletar ocho aviones y reservar 200 plazas hoteleras de lujo y otras tantas habitaciones de inferior categoría-, para pasar unas vacaciones de diez semanas de duración.

Se trató de su primera salida al extranjero desde el achaque de 1995 y su primera estadía en Marbella desde 1987. Los rumores de abdicación volvieron a circular, pero el 29 de septiembre el anciano monarca se presentó en Riad y acto seguido compareció para presidir un Consejo de Ministros. Entonces, tres de los hermanos menores del clan Sudairí, los príncipes Sultán, Nayif y Salmán, eran señalados como los capitostes del núcleo íntimo del poder más interesados de prolongar el reinado de Fahd hasta el final. Los tres estaban al frente de puestos muy elevados de responsabilidad estatal: Sultán era la tercera persona del Reino en tanto que ministro de Defensa desde 1962 y, desde 1982, viceprimer ministro segundo y teórico segundo en la línea de sucesión detrás de su hermanastro, amén de jefe del Consejo Supremo de Asuntos del Petróleo y los Minerales (SPMAC); Nayif era el ministro del Interior desde 1975; y Salmán ejercía de gobernador provincial de Riad desde 1962.

Haciendo una piña de consanguinidad, el trío era secundado por los demás hermanos, que ocupaban un escalón de poder más bajo: Abdulrahmán, viceministro de Defensa; Ahmad, viceministro del Interior; y Turki, ex viceministro de Defensa. Dos hijos de Sultán, Bandar y Jalid, fueron nombrados por su tío embajador en Washington y viceministro de Defensa, respectivamente. Medios de comunicación internacionales se hicieron eco de que entre el 4 y el 6 de diciembre de 1995, con Fahd hospitalizado de resultas del ataque cerebral y aprovechando que Abdullah se encontraba en Mascate, Omán, participando en una cumbre del CCG, Sultán convocó a los ulema del Reino para solicitarles su aquiescencia a una decisión personal que suponía, de hecho, el golpe de Estado: la destitución de Abdullah al frente de la Guardia Nacional y su apartamiento de la primacía en la línea sucesoria, dignidad que reclamaba para sí mismo.

Los líderes religiosos rehusaron bendecir tales mudanzas y Abdullah, cuyo punto débil radicaba en que no tenía hermanos de la misma madre ni un clan incondicional de familiares en que apoyarse para contrarrestar el poder de los Sudairí, se apresuró a poner en estado de alerta a los 57.000 efectivos de la Guardia Nacional y a confirmar la lealtad de las tribus beduinas afectas, dando a entender a sus hermanastros que si lo que pretendían era quebrar el orden establecido de la sucesión y colocar a Sultán en el trono, creando una nueva dinastía Faysal-Sudairi basada en el linaje maternal, el precio a pagar sería la guerra civil. Como en todo lo que afectaba a sus asuntos y más cuando estallaban los desacuerdos y las porfías, la familia real intentó llevar toda esta crisis con el máximo de los secretismos. Casualmente, el 7 de diciembre Fahd abandonó el hospital y se dejó ver en la televisión recibiendo a dignatarios extranjeros.

Cabe afirmar que la impugnación a Abdullah por parte de Sultán en 1995, tanto si fue un verdadero intento de defenestración como si se trató de una maniobra para achicar su coto de poder, fue alentada por la Ley Básica promulgada por Fahd en 1992, que, pretendiendo institucionalizar la condición de los monarcas saudíes como descendientes directos de ibn Saud, arrojó un poso de confusión a la herencia regia de Abdullah, hasta entonces no seriamente cuestionada, pero, sobre todo, cubrió de incertidumbre los derechos dinásticos de Sultán.


7. Muerte del rey en mitad de una encrucijada para los Saud

Aunque no dejó de conceder audiencias y de emitir comunicados, últimamente de respaldo a las iniciativas aperturistas de Abdullah (regularización de las primeras elecciones municipales), Fahd, postrado en una silla de ruedas, estaba definitivamente apartado de la actividad política. El reguero de conmociones que abrieron los devastadores ataques de Al Qaeda contra Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001, que resultaron ser perpetrados por una mayoría de saudíes, llegó cuando las riendas del Reino estaban firmemente asidas por el príncipe Abdullah. Él fue el rostro de Arabia Saudí en la vorágine internacional. Cabe dudar de hasta qué punto participó Fahd, si tuvo iniciativa ejecutiva o si bien se limitó a asentir ante lo que le explicaban sus hermanos y hermanastros (y eso, dando por supuesto que era consciente de lo que sucedía), en la adopción por Palacio de las decisiones concernientes a la seguridad interna y la política internacional, puestas al rojo vivo por las acciones terroristas del 11-S.

Aquellas fueron: la reestructuración del Istajbarat, comenzada incluso antes de los atentados, que supuso el cese del príncipe Turki; el nada entusiasta respaldo a la guerra global contra el terrorismo de Al Qaeda declarada por la Administración de George W. Bush, la llamada Operación Libertad Duradera; el regateo con Estados Unidos por el empleo de la base de utilización conjunta Príncipe Sultán para las operaciones bélicas en Afganistán; la ruptura total de las relaciones con el régimen talibán poco antes de su derrota por las tropas estadounidenses y sus aliados afganos; y el veto al uso de las facilidades logísticas saudíes para la invasión de Irak y el derrocamiento de Saddam Hussein.

Pero de todas las decisiones adoptadas en el Reino a raíz del 11-S, hubo una especialmente delicada: el lanzamiento, tras muchas vacilaciones, de una enérgica represión de las células de Al Qaeda instaladas en casa, campaña que se intensificó al ritmo de los ataques terroristas contra objetivos de las fuerzas de seguridad saudíes, el Ejército estadounidense y las compañías petroleras occidentales. Estas agresiones dejaron decenas de asesinados, siendo los atentados más graves los ocurridos en Riad en mayo y noviembre de 2003, Yanbu y Al Jobar en mayo de 2004 y Jeddah en diciembre de 2004. Osama bin Laden, desde su refugio en algún lugar de Afganistán o Pakistán, de manera expresa, llamó a derrocar a los Saud. Mientras el Reino se estremecía por la espiral de violencia conformada por los atentados terroristas y las operaciones policiales que degeneraban en sangrientas batallas a tiros, y mientras el integrismo, subversivo o no, acrecentaba sus filas gracias a un malestar social espoleado por el aumento del paro y la pobreza, y por la hiriente ostentación de unos príncipes y jeques cada vez más desconectados de la realidad política y social de su país, la vida de Fahd se apagaba lentamente.

En mayo de 2002 el monarca arribó a su mansión en Collonge-Bellerive, Suiza, a orillas del lago Leman, para vacacionar y de paso someterse a una operación de cataratas en el Hospital Universitario de Ginebra, un centro acostumbrado a tratar a clientes de alto postín. En agosto siguiente inició en Marbella otra temporada de descanso que se prolongó hasta comienzos de octubre. El derroche más desmedido, para alborozo de la hostelería local, presidió las estadías de Fahd en Europa. El presidente de la asociación de turismo de Ginebra calculó que el rey y su séquito gastaban de tres a cuatro millones de euros al día entre la manutención, el alojamiento, el material mobiliario, los consumos en comunicaciones, el transporte aéreo y rodado, y las compras de bienes de lujo como joyas, moda de alta costura y el último grito en aparatos electrónicos.

El 27 de mayo de 2005 el rey ingresó en el Hospital Rey Faysal de Riad para someterse a unas pruebas médicas que no fueron especificadas, aunque luego se supo que había contraído neumonía y que tenía los pulmones anegados de agua. En junio le fue practicada una traqueotomía que sin embargo no le evitó continuar conectado al respirador y bajo cuidados intensivos. El fatal desenlace se produjo poco antes del amanecer el 1 de agosto de 2005 y fue comunicado por el Ministerio de Información esa misma mañana. No hubo precisión de la causa de la muerte. En el mismo comunicado, el ministro anunció la automática entronización de Abdullah y la proclamación de Sultán como príncipe heredero.

Las exequias del monarca fallecido estuvieron ceñidas a la premura y la austeridad prescritas por la religión musulmana y la doctrina wahhabí. El difunto fue trasladado a la mezquita del imán Turki Ibn Abdullah, la más grande de Riad, y el 2 de agosto, al cabo de un servicio de plegarias que fue oficiado por gran muftí de Arabia Saudí, el jeque Abdulaziz ibn Abdullah al-Sheij, el cuerpo, envuelto en un sudario blanco y cubierto por el bisht -manto de beduino, el atuendo tradicional- que usaba cuando le sobrevino la muerte, fue inhumado en una fosa sin nombre en el cercano cementerio Al Ud, lugar de enterramiento también de su padre Abdulaziz, sus hermanastros Saud, Faysal y Jalid, y varios antepasados de la familia.

A la ceremonia de inhumación sólo asistieron miembros de la familia Saud y notables del Reino. Al funeral en la mezquita acudieron varios presidentes árabes y musulmanes, como el egipcio Mubarak, el argelino Abdelaziz Bouteflika, el tunecino Zine El Abidine Ben Alí, el irakí Jalal Talabani, el palestino Mahmoud Abbas, el sirio Bashar al-Assad, el yemení Alí Abdullah Saleh, el afgano Hamid Karzai y el pakistaní Pervez Musharraf, así como el rey jordano Abdallah II. Los representantes de países no musulmanes, como el presidente francés Jacques Chirac y el vicepresidente estadounidense Richard Cheney, no pudieron entrar en el recinto donde se celebró el funeral, aunque se unieron a los anteriores en la expresión del pésame ante el nuevo rey Abdullah y el príncipe heredero Sultán.

(Cobertura informativa hasta 1/1/2007)