Donald Trump

(Nota de edición: esta versión de la biografía fue publicada originalmente el 13/1/2017. Donald Trump inauguró su mandato presidencial el 20/1/2017 y el 20/1/2021 fue sucedido en la Casa Blanca por el demócrata Joe Biden, ganador frente a él de las elecciones del 3/11/2020. Para más información, pueden consultarse los documentos especiales de CIDOB «Elecciones presidenciales de 2020 en Estados Unidos: las propuestas electorales de Donald Trump y el Partido Republicano, y de Joe Biden y el Partido Demócrata», y «Protagonistas de la transición política de 2020-2021 en Estados Unidos: crisis poselectoral, asalto al Capitolio, segundo impeachment y nuevo Gobierno»).

En el verano de 2016 el mundo asistía atónito a la marcha, con ínfulas triunfales, del polémico magnate Donald Trump hacia la Casa Blanca. El 8 noviembre, lo que casi nadie había creído —o querido creer— que pudiera suceder, sucedió: el candidato republicano, campeón del discurso altisonante y transgresor, le ganó las elecciones, al capturar el número necesario de electores estatales (304), a su adversaria demócrata, Hillary Clinton, receptora sin embargo de un mayor voto popular directo (dos puntos más, el 48%), desatando con ello un tsunami de estupefacción global.

El 20 de enero de 2017 Trump, acompañado por Mike Pence en la Vicepresidencia, toma posesión como el 45º presidente de Estados Unidos en un ambiente de tensión, sin comedirse, manteniendo intacta su retórica áspera, lejos de la gravedad y la compostura esperables de una persona en su situación. Concluye así una transición, la que marca el final de la era Obama, insólita en la democracia norteamericana al campar en ella los estruendos beligerantes, si no el esperpento y el caos. Es lo que se desprende del inquietante torbellino de acusaciones cruzadas donde están involucrados la inteligencia de Estados Unidos, la Administración saliente, Rusia, China y, por supuesto, Trump y su equipo. Por encima de los miedos y las esperanzas que los enemigos y los partidarios de Trump puedan albergar, este radical cambio de guardia en el país que sigue siendo el mas poderoso e influyente alumbra una etapa colectiva que bien puede bautizarse como la de la imprevisibilidad aguda y la incertidumbre total.


(Texto actualizado hasta enero 2017)


TRUMP: EL RUIDO Y LA FURIADos fechas clave, el 16 de junio de 2015, día en que lanzó su precandidatura presidencial por el Partido Republicano, y el 19 de julio de 2016, cuando la Convención Nacional Republicana le nominó oficialmente para batirse en noviembre contra Clinton, delimitaron un año en el que Donald Trump, con sus mensajes descarnadamente populistas y su atropelladora incorrección formal, dejó de ser el mero aspirante abrasivo y faltón hasta lo caricaturesco, el fenómeno supuestamente pasajero al que todos subestimaban y nadie tomaba en serio, para, con el aval de 14 millones de votos ciudadanos, conseguir echar de la carrera a 16 contrincantes, entre ellos varias primeras figuras del establishment conservador, y reunir, ya en mayo, el número suficiente de delegados estatales para asegurarse la proclamación de su candidatura en Cleveland.

Más que ganar con insospechada facilidad unas primarias, Trump, presentándose como el hombre capaz de "hacer grande a América de nuevo" y como el "verdadero gran líder" que Estados Unidos, golpeado por todo tipo de "desastres", necesitaba, consiguió doblegar a todo un partido con 162 años de historia, tomado furiosamente al asalto y convertido, pese a algunas resistencias desesperadas de última hora y al disgusto de notorios representantes de su aparato, en instrumento servil del proyecto personal de quien era un auténtico outsider por méritos propios.

Narcisista e hiperbólico, el patrón ejecutivo del conglomerado Trump Organization con sede en Manhattan se jacta de no ser rehén de ningún lobby o grupo de interés, y de "saber más" y ser "mejor negociador" que todos esos políticos "perdedores" y "moralmente corruptos" que no tienen "ni idea". Tampoco entronca con ninguna corriente o tradición derechista del republicanismo, incluidos el Tea Party, cuyo espíritu insurgente, sin embargo, de alguna manera retoma, y la que rodea el período presidencial de George Bush, el cual ignora con desdén. Como colectivos ideológicamente coherentes, tanto conservadores tradicionales como libertarios, antes de las elecciones de noviembre, abjuraban o recelaban de Trump; otra cosa eran los electores de base que venían votando a esas tendencias. Y, no por sabido menos destacado, Trump, a sus 70 años, carece de cualquier experiencia en asuntos de representación política o administración pública.

El creso as de los negocios inmobiliarios y la industria del entretenimiento, constructor de rascacielos, dueño de hoteles-casino y taimado explotador de su propio nombre, registrado como marca comercial, no ha tenido siempre, empero, éxito en sus aventuras empresariales, de hecho pródigas en apuros financieros y declaraciones de quiebra. Tampoco figura en el top ten de los hombres más ricos de su país, por más que su amor a la ostentación kitsch y el lujo versallesco sugiera lo contrario. Además, tiene a sus espaldas una infinidad de demandas, litigios y pleitos que ilustran su lado marrullero. Sin embargo, desde los años ochenta, el autor de best sellers tales como The Art of the Deal y Trump: How to Get Rich se las ha arreglado para mantenerse en el candelero haciendo exhibicionismo de todo lo que rodea a su persona, sacando partido de sus controversias y poniéndose como paradigma del triunfador con mayúsculas. Durante años, Trump fue el personaje de un programa de telerrealidad que finalmente, provocando incredulidad, entusiasmo o desolación a su paso, hizo el salto fulgurante a la política con maneras de ganador y dedicando insultos y menosprecios a todo el que se atreviera a criticarle.

Lo que ya puede llamarse con toda propiedad trumpismo, posible equivalencia en Estados Unidos de los movimientos nacional-populistas en auge en Europa, se proyecta como una mixtura de patrioterismo, antipolítica, antielitismo, antiglobalismo, llamada al cierre de fronteras y defensa de los programas sociales, sin faltar el tono y los exabruptos que acarrean a su autor los epítetos de misógino, xenófobo y racista, imputaciones que por supuesto él refuta. Uno de sus principales llamamientos, muy coreados por sus huestes, es el de "drenar el pantano de la corrupción en Washington", lo que empieza por la supresión de la práctica de las puertas giratorias entre la Administración federal, las corporaciones privadas y los omnipresentes lobbies.

El Trump empresario rinde culto a un individualismo de frontera que concibe la vida como una lucha en la que solo los fuertes o los listos, los aptos en suma, saborearán el éxito material. El Trump metido a político, y esta parece ser la clave de su impresionante tirón proselitista coronado con su histórica victoria final en las urnas, azuza demagógicamente la ansiedad y el resentimiento del "americano medio radical", trabajadores blancos del mundo rural y las ciudades pequeñas que creen que Estados Unidos, ya desde antes del crash de Lehman Brothers en 2008 y más después con Barack Obama, está en franco declive, y que el Gobierno federal les deja desamparados frente al dumping interno que representan los inmigrantes y el externo de los desequilibrios comerciales. Hasta aquí el análisis demoscópico más socorrido, porque luego resultó que muchísimas mujeres y nada menos que cerca de un tercio de los hispanos acabaron votando al denigrador de ambos colectivos.

Otro rasgo característico de la plataforma de Trump, hombre de salidas impredecibles y con un acusado sentido escénico que no se queda en lo teatral porque parece ser sincero en lo que dice, es el carácter desestructurado y errático de su discurso: el flamante mandatario se deja llevar por la improvisación y la espontaneidad, salta veleidosamente de un tema a otro, incurre en flagrantes contradicciones y pronuncia falsedades sin inmutarse. Usa Twitter con fruición, donde truena, zahiere, contraataca, expresa júbilo y revela intenciones sensacionales con una desenvoltura tal que suscita la pregunta de dónde están sus asistentes y asesores de imagen. Se apunta alegremente a teorías conspirativas y denuncia manipulaciones por doquier. Si se digna a dar explicaciones por algún comentario chirriante, zanja la polémica asegurando que solo estaba "bromeando".

Durante la campaña, Trump consiguió que todo el mundo, incluidos sus adversarios directos, estuviera absorto en su verborrea airada y pasase por alto un hecho clamoroso, que dejara sin aclarar cómo evitaría un descomunal conflicto de intereses en caso de llegar a sentarse en el Despacho Oval. Ahora, ha confirmado que va a ceder los negocios de su imperio corporativo a sus hijos, pero no ha dicho nada de entregar la propiedad.


UN REPERTORIO DE PROMESAS HETERODOXAS BAJO EL LEMA DE AMERICA FIRSTEl candidato Trump, tras pintar un escenario catastrofista, no ajustado a realidad, de Estados Unidos, retomó la retórica nixoniana de "la ley y el orden" para, avisaba, acabar con la inmigración clandestina y restringir la inmigración regular, orígenes según él de muchos males. Prometió, y como presidente electo se ha reafirmado en ello, levantar un "gran muro" a lo largo de la frontera con México, país cantera de "criminales y violadores" que "no es amigo" y que encima deberá "pagar" por tal obra, y dio a entender que si era elegido presidente ordenaría deportaciones masivas de "ilegales", en especial aquellos con antecedentes penales. Opinando en caliente, al ritmo que marcaban los atentados terroristas y las masacres de pistoleros en Estados Unidos y Europa, llegó a decir que prohibiría a los extranjeros musulmanes entrar en el país. También, se compromete a revocar la reforma sanitaria de Obama, el Obamacare, y a sustituirla por un esquema de seguro médico más opcional y barato, a suprimir las regulaciones financieras adoptadas por la Administración saliente y a aplicar una bajada considerable de los impuestos sobre la renta y de sociedades, los mismos que él, alardea, siempre ha procurado no pagar gracias a su "conocimiento" de las normas tributarias.

Al mismo tiempo, el jefe de Estado entrante rechaza privatizar o meter la tijera en la Seguridad Social y programas federales de asistencia sanitaria como Medicare, punto este en el que contraría a sectores derechistas del republicanismo, y abandera la protección de la industria manufacturera nacional y el empleo, "asesinada" y "robado", respectivamente, por el comercio "injusto" y las deslocalizaciones, aunque luego resulta que la mayoría del merchandising que luce su nombre está fabricado en el extranjero. Apela a debilitar la Primera Enmienda, que protege la libertad de expresión, y en cambio defiende la "sagrada" Segunda Enmienda, que ampara el derecho ciudadano a poseer armas de fuego. "Lamentablemente, el sueño americano está muerto. Pero si soy elegido presidente, lo recuperaré más grande, mejor y más fuerte de lo que nunca fue antes", proclamó al oficializar su precandidatura en 2015.

Ahora bien, Trump no termina de precisar cómo va a compaginar la gran rebaja tributaria a la clase media, el mantenimiento del gasto social y el aumento de la inversión pública en infraestructuras sin hacer caer los ingresos federales. Él da por sentado que la mera aceleración económica fruto del alivio de cargas dará al Gobierno todos los recursos fiscales que necesite. Tantos, vaticina optimista, que Estados Unidos podrá empezar a podar masivamente su gigantesca deuda nacional, cuyo montante, 20 billones de dólares, ya supera el PIB.

Si las Trumponomics suenan inconsistentes, las aprensiones se ceban en el enfoque América primero de Trump en política exterior, que de llevarse íntegramente a cabo aboca a toda la arquitectura de relaciones internacionales, seguridad y defensa de Estados Unidos a una convulsión sin precedentes, y que puede ser visto como una enmienda a la totalidad de la estrategia del Gobierno Obama, una gruesa tachadura a su legado.

Cabalgando confusamente entre el repliegue aislacionista y un nacionalismo que desdeña las fórmulas multilaterales y exhibe músculo militar, Trump anuncia que "es tiempo de ponerse duros" y de "hacerse respetar", y mete muchos giros drásticos de volante en un mismo saco: el repudio o renegociación de instrumentos librecambistas como el NAFTA, el TPP y el TTIP; la imposición a China, etiquetado de "manipulador monetario", de unas nuevas reglas del juego para comerciar "con reciprocidad"; el aumento de los gastos militares para conseguir "el Ejército más fuerte que hayamos tenido jamás"; el combate al Estado Islámico "con increíble inteligencia", hasta "borrarlo del mapa"; el "desmantelamiento" del "terrible" acuerdo nuclear firmado con Irán; la eventual "liquidación" también del acuerdo del deshielo con Cuba; o la promesa a Israel de que reconocerá a Jerusalén como la capital indivisa de su Estado.

Más aún, el empresario llama a "repensar" el papel de Washington en la OTAN, cuyos aliados europeos podrían tener que acostumbrarse a costear en mayor medida su paraguas de seguridad. Una carga que Trump también endosa a japoneses y surcoreanos en la región del Pacífico, llegando a indicar que no le parecería mal que Tokyo y Seúl se dotaran de arsenales nucleares propios. Antes de salir elegido presidente, mientras sermoneaba y acuciaba a los principales aliados de Estados Unidos en Europa y Asia, Trump dejó claras sus simpatías por la Rusia de Putin, intruso tercer protagonista de la contienda electoral con el que ha intercambiado piropos, y abrió las puertas a un entendimiento directo con Corea del Norte. Por otro lado, dijo que el Brexit de Londres, infausto para la UE, le parecía "fantástico". Y a modo de guinda, el nuevo presidente insiste en que no cree para nada en el calentamiento global antropogénico ("es un bulo inventado por los chinos", dijo), de manera que reorientará las políticas medioambientales y energéticas en consecuencia, lo que quiere decir retirar recursos públicos para las renovables, cancelar fondos para las programas de la ONU sobre el cambio climático y levantar las restricciones legales a la explotación de las reservas nacionales de combustibles fósiles causantes del efecto invernadero.


TRAS LA VICTORIA DE NOVIEMBRE: LA CRISPACIÓN SUMA Y SIGUE Superado el trámite de la nominación por la CNR en julio, luego de franquear las primarias como una apisonadora, exudando agresividad verbal y gestual, y generando titulares sin cesar por sus salidas de pésimo gusto, Trump encaró la campaña presidencial propiamente dicha con toda su artillería pesada apuntando a su antagonista, rebautizada por él como "Hillary la Tramposa" (Crooked Hillary). Con estos antecedentes, no había dudas de que la democracia estadounidense iba a vivir una de las contiendas presidenciales más virulentas y polarizadas que se recordaban. El presagio se cumplió al milímetro.

Ni el escándalo por los comentarios zafios sobre las mujeres acompañado de una cascada de denuncias de sus supuestas víctimas femeninas de abusos sexuales. Ni las admoniciones de Obama. Ni el anuncio de su voto para Clinton por varias figuras de la vieja guardia republicana convencidas de la "no cualificación" del potentado para tan alta empresa. Ni la maniobra enturbiadora de levantar sospechas sobre la limpieza del proceso electoral (solo reconocería los resultados si ganaba, advirtió el postulante republicano). Nada de ello erosionó el tremendo caudal de votos pro Trump.

Al final, a Clinton, demonizada por su oponente, quien había llegado a amenazarla con meterla entre rejas, a identificarla como un hipotético blanco físico para los amantes de las armas de fuego y a llamarla "cofundadora del Estado Islámico" junto con Obama, le perdieron su imagen de quintaesencia del denostado establishment de las élites, sus tics de suficiencia, las especulaciones sobre su estado de salud y las dudas razonables sobre su rectitud como servidora pública después de haber usado una cuenta privada para el envío de correos electrónicos siendo secretaria de Estado. Trump no ganó en votos populares, pero sus casi 63 millones de papeletas, 2,8 millones menos que Clinton, sumaron a su marcador de votos electorales varios estados decisivos.

Lo que siguió al 8-N, día en que el republicanismo retuvo de paso la mayoría de que gozaba en las dos cámaras del Congreso, escribe una crónica vertiginosa: vendaval de reacciones internacionales dominadas por el estupor; palabras iniciales del triunfador inesperadamente contenidas y que resultaron ser un espejismo; iracundas manifestaciones callejeras al grito de "Not my president!"; subrayado del vademécum de intenciones, contenidas en el Contrato con el votante americano y puro revisionismo, para ser ejecutadas en los primeros 100 días de Gobierno; recrudecimiento del escándalo del ciberespionaje ruso en contra de Clinton e insistencia en minimizarlo por Trump, luego de haber invitado él mismo a los hackers rusos a que la emprendieran con los e-mails desaparecidos de la demócrata, al tiempo que arremete contra los servicios de inteligencia de los que va a ser jefe por urdir una suerte de conspiración criminal, arguye, para deslegitimarlo; secuencia de nombramientos de prebostes de la gran empresa, políticos ultraconservadores y negacionistas de nociones asentadas por las corrientes oficiales para los altos puestos de la nueva Administración, sin faltar los indicios de nepotismo; amenazas, vía Twitter y surtiendo efecto, a multinacionales de la automoción con aplicarles severos impuestos y aranceles punitivos a menos que cancelen sus deslocalizaciones en México e inviertan en Estados Unidos; broncas con Obama por Israel, con China por Taiwán y con la prensa de continuo... por citar solo los asuntos más sonados.

Tras librar y ganar los dos primeros rounds, las primarias y las elecciones, de su batalla particular contra todos, lo que incluye al Partido Republicano, Donald Trump arranca cuatro años de mandato presidencial envuelto en turbulencias y abonando el escepticismo sobre su disposición a someterse al sistema de contrapoderes constitucionales, pilar de la democracia de los padres fundadores, y a los convencionalismos, estos no tan antiguos, que imponen máximas dosis de corrección política. Esta es justamente una de las cosas que más aborrecen sus votantes, los cuales le van a exigir que cumpla lo prometido, por problemático que sea. Si Trump instala la vehemencia y el rupturismo como hábitos en la Casa Blanca, entonces las implicaciones de su presidencia para Estados Unidos y el resto del mundo pueden ser de envergadura.

(Texto actualizado hasta enero 2017)

1. La trayectoria de un magnate norteamericano paradigma de la opulencia
2. Ambiciones políticas y desembarco populista en la precampaña presidencial republicana de 2015
3. El fenómeno Trump: la nominación impensable de un outsider con programa revisionista

1. La trayectoria de un magnate norteamericano paradigma de la opulencia

El célebre y polémico empresario que en 2016 ha revolucionado la política de Estados Unidos con su candidatura presidencial por el Partido Republicano nació en 1946 en el distrito neoyorkino de Queens, en el hogar de clase adinerada formado por Frederick Trump (1905-1999), hijo de alemanes, y Mary Anne MacLeod (1912-2000), emigrada escocesa. El pequeño Donald John ocupaba el cuarto lugar en una secuencia de cinco hermanos; mayores que él eran Maryanne, Fred y Elizabeth, y dos años menor Robert.

Cuando Fred Trump sénior empezó a alumbrar su progenie a finales de la década de los treinta, ya marchaban viento en popa sus negocios de promoción inmobiliaria y construcción de viviendas y supermercados, herederos directos de la fecunda actividad hostelera desarrollada por su padre tocayo y nieto de Donald, y que conducía en sociedad con su madre, Elizabeth. El estallido de la Segunda Guerra Mundial acrecentó las ganancias de Fred Trump, que obtuvo varias contratas de la Armada para levantar barracones de marineros y trabajadores de los astilleros de Virginia y Pensilvania. Acabada la contienda, Trump padre entregó al Ejército alojamientos para veteranos de guerra y sus familias, y desde finales de los cuarenta construyó miles de apartamentos baratos en diversas barriadas de Nueva York.

Aunque no era el primogénito, fue Donald el llamado a continuar y expandir el emporio familiar basado en el ladrillo, que él iba a redirigir en parte a los usos recreativos y turísticos, mercados en los que ya había incursionado su abuelo alemán hasta su fallecimiento en 1918, 33 años después de emigrar desde Bremen con su nombre vernáculo de Friedrich Drumpf. El joven, que vivía en una elegante casa de dos plantas de estilo neo-tudor en Jamaica Estates, selecto barrio residencial de Queens, se educó en la Kew-Forest School, colegio privado para chicos de familias de alto poder adquisitivo y que tuvo que abandonar a los 13 años debido, parece ser, a su mal comportamiento. Se supone que para disciplinarle, sus padres le matricularon en la New York Military Academy (NYMA), un centro de ambiente cuartelero donde los estudiantes pasaban largas horas haciendo instrucción y desfilando de uniforme.

Una vez terminada la secundaria en la NYMA, Trump comenzó a tomar clases en la Universidad Fordham del Bronx, pero a los dos años se mudó a las aulas de la Wharton School of Finance and Commerce de la Universidad de Pensilvania, la cual ofrecía unos estudios de Economía inmobiliaria que respondían exactamente a la formación práctica perseguida por el joven. Entre prórrogas por estudios y una descalificación para el servicio de armas por prescripción médica, Trump consiguió eludir un reclutamiento que habría podido terminar en los frentes de la Guerra de Vietnam. En 1968 recibió el título de Bachelor's Degree in Economics y se zambulló plenamente en la actividad corporativa de la firma de la familia, Elizabeth Trump & Son, donde ya llevaba un tiempo participando en diversas operaciones y negocios.

Con 22 años, Trump fue contratado formalmente por su progenitor para desempeñar funciones ejecutivas en la compañía Trump Management. En 1971 se instaló en Manhattan y puso en marcha una impresionante secuencia de proyectos inmobiliarios de éxito que multiplicaron sus beneficios en mitad de la fiebre constructora neoyorkina de las décadas de los setenta y los ochenta, aunque, junto con su padre, también se vio envuelto en tempranas controversias, como la denuncia judicial presentada contra la corporación familiar en 1973 por violar la normativa federal sobre venta y alquiler justos de vivienda al haber rechazado Elizabeth Trump & Son a inquilinos negros. Audaz y narcisista, Trump se hizo multimillonario por méritos propios y comenzó a invertir en negocios ajenos al mercado inmobiliario, como la producción de espectáculos teatrales en Broadway.

La historia singular del hombre-compañía con un pie en la industria del showbiz, capaz de mercantilizar su propia persona hasta lo paródico mientras hacía ostentación del lujo más desbordante, arranca oficialmente en 1974, momento en que relevó a su padre Fred —el cual iba a fallecer un cuarto de siglo más tarde víctima de una neumonía y de la enfermedad de Alzheimer— como presidente ejecutivo de un conglomerado que ya entonces aglutinaba más de 60 compañías y sociedades. En 1977 Trump contrajo matrimonio con la checoslovaca Ivana Zelnícková, una antigua esquiadora olímpica que luego había sido contratada por varias firmas de la industria peletera canadiense. La pareja iba a tener hasta 1984 tres retoños, Donald júnior, Ivanka y Eric. En 1980, meses antes de fallecer uno de los hermanos mayores del empresario, Fred Trump, por complicaciones de su adicción al alcohol, Elizabeth Trump & Son pasó a denominarse The Trump Organization. En su seno, Ivana Trump, naturalizada estadounidense en 1988, se aseguró un cargo ejecutivo como vicepresidenta del área corporativa dedicada al diseño de interiores, si bien luego su marido la puso al frente de varios proyectos de renovación hotelera y la gestión de casinos.

En la década que siguió, Trump (apellido que no es más que la forma anglizada del alemán drumpf, término que, como su equivalente en inglés, alude a la carta del triunfo de una baraja de naipes) y su esposa se hicieron un hueco más que notorio en la vida social de Estados Unidos y en las portadas de las revistas. Su emporio de la construcción enriqueció los skylines de Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos con decenas de rascacielos revestidos de fachadas de muro cortina, como mandaban los cánones del estilo internacional y el movimiento arquitectónico moderno, que destinaba a oficinas, comercios o apartamentos de alta gama, y sembró su estado natal de enormes complejos residenciales. El edificio más emblemático era la Trump Tower, un rascacielos de uso mixto inaugurado en 1983 en el 725 de la Quinta Avenida, en la zona de Midtown Manhattan, para alojar la sede corporativa de la Trump Organization. De 203 metros de altura, 58 plantas y un diseño cúbico en cascada enteramente acristalado con paneles oscuros de reflejos broncíneos, la Trump Tower costó a su dueño más de 200 millones de dólares, pero el magnate no escatimó gastos porque quería hacer de este edificio sofisticado el símbolo de su poder empresarial, además de convertirlo en la residencia principal de él y su familia.

La Personal Residence Trump Tower quedó configurada como un ático tríplex de 3.000 m² repartidos en decenas de habitaciones suntuosamente amuebladas y decoradas, creando un espacio tan recargado como insuperablemente kitsch, si bien el mármol, el cristal de roca y el oro de 24 quilates desparramados por suelos, paredes, techos, lámparas y mesillas de imitación versallesca eran auténticos. Cuando no residían en las tres últimas plantas de este imponente monolito vítreo, Trump y los suyos podían solazarse en Mar-a-Lago, una mansión de 116 habitaciones rodeada de 10.000 m² de terreno en Palm Beach, Florida, y posteriormente transformada en club privado para socios capaces de pagar cuotas anuales de 150.000 dólares, o bien en su palacete campestre de estilo inglés Seven Springs enclavado en Bedford, Nueva York.

A lo largo de los años ochenta, el frenesí promotor e inversor de Trump, quien en esta época aún no lucía su característico flequillo-tupé teñido de rubio pajizo, tomó al asalto los sectores hotelero y de los casinos. La Trump Organization, que en 1995 iba a poner en marcha la subsidiaria Trump Hotels & Casino Resorts para administrar este tipo de negocios, a la larga fuente de muchos sinsabores para el empresario, adquirió para su reforma o construyó de cero varios grandes inmuebles destinados a usos vacacionales y recreativos. La base de operaciones fue el centro del juego de Atlatic City, en Nueva Jersey, donde abrieron sus puertas entre otros los hoteles-casino Trump Plaza y Trump Taj Mahal, este último publicitado como el casino más grande del mundo, título en disputa con el Riviera de Las Vegas.

Los estadios de fútbol americano, las aerolíneas, los viñedos, las ventas al por menor de un amplísimo catálogo de bienes de consumo y los campos de golf atrajeron también los montones de fajos de dólares de Trump, que el empresario ponía sobre la mesa sin pestañear. La nota más extravagante, y cautivadora para el público, de las propiedades de Trump la ponía su flota de jets, helicópteros, yates y coches deportivos provistos de mobiliarios a los que no les faltaban los apliques de oro y que, por supuesto, estaban personalizados con el nombre del dueño, pintado con grandes letras en fuselajes y cascos. La palma se la llevaban un Boeing 727 acondicionado como una vivienda particular con todos sus servicios y accesorios, sin faltar ninguna comodidad, y un Sikorsky S-76 cuya carlinga consistía en un inverosímil living room.

El ojo de Trump para los buenos negocios, muchos de ellos apoyados en complejas sociedades capitalistas con otros accionistas e inversores, no siempre era de águila. Al comenzar la década de los noventa, tras años codeándose con la farándula de Hollywood —en cuyo célebre Paseo de la Fama iba a conseguir la codiciada estrella de cinco puntas, en su caso por sus contribuciones a la industria televisiva, en 2007— y con el matrimonio Reagan, el magnate vio peligrar seriamente su imperio por una aglomeración de problemas financieros. Muy sensible a la crisis en que cayó la economía estadounidense tras la guerra del Golfo en 1991, el errático negocio de los casinos y los hoteles afrontó sus primeras quiebras y reestructuraciones de deuda, de las varias que iban a sucederse hasta la misma víspera del destape de la precandidatura presidencial en 2015.

Trump, tildado de personaje desenfrenado y derrochador por más que, tratándose de un protestante presbiteriano confeso, él asegurara no tomar drogas, fumar o beber una gota de alcohol, tuvo que cancelar proyectos, liquidar operaciones, ceder participaciones y desprenderse de no pocas propiedades. La venta de activos y el reembolso de inversiones le permitió saldar la mayoría de sus deudas con los bancos y demás acreedores, que le otorgaron privilegiadas condiciones de pago, pero de todas maneras perdió cientos de millones de dólares.

En 1989 la revista Forbes adjudicaba a Trump una riqueza de 1.700 millones de dólares, que hacía de él el decimonoveno particular más adinerado de Estados Unidos. 27 años después, la publicación seguía recogiendo a Trump en su lista de milmillonarios, pero en una remota 113ª posición entre los de nacionalidad estadounidense; en todo el planeta, su lugar en el ranking era el 324º (justo el año anterior este había sido el 405º). De acuerdo con Forbes, en 2016 Trump encaraba su aventura política presidencial con un patrimonio neto de 4.500 millones de dólares, pálido reflejo del capital atesorado por los primeros de la lista, Bill Gates (75.000 millones) y Warren Buffett (64.800 millones). Sin embargo, él insistía en que tenía más de 10.000 millones. Bloomberg discrepaba aún más y rebajaba las posesiones del potentado multisectorial a los 2.900 millones. En otras palabras, Trump, tras un sinfín de contratiempos, había visto crecer su riqueza ciertamente, pero a un ritmo mucho menor que decenas de otros paisanos cresos, muchos de los cuales no habían empezado a serlo cuando él ya alardeaba de dicha condición.

A la mala racha mercantil encajada por Trump desde 1990 se le sumó el naufragio de su matrimonio con Ivana, provocado, según la prensa sensacionalista que seguía con avidez las peripecias de la glamurosa pareja, por la relación extraconyugal iniciada por él con la actriz Marla Maples, que Trump no se había molestado en ocultar. En 1991 Donald e Ivana iniciaron el proceso de divorcio y, como era de esperar, a través de sus abogados, se enzarzaron en una arisca batalla judicial por los derechos sobre la fortuna de la Trump Organization, a parte de la cual ella, esgrimiendo su contrato prenupcial y sus años de trabajo como ejecutiva del holding, exigía tener acceso. En 1992 Ivana Trump volvió a ser una mujer soltera con una fracción de las posesiones de su ex marido puesta a su nombre y siguió gozando de una gran repercusión pública como empresaria, diseñadora de moda y joyas, escritora de novelas y socialité.

En 1993 la prensa rosa y los programas de chismorreos volvieron a hacer su agosto con las segundas nupcias de Trump, que llevó a Marla Maples a un improvisado altar en uno de sus hoteles de Nueva York, el Plaza. A la ceremonia asistieron un millar largo de invitados, sin faltar varias celebridades del mundo del espectáculo. En octubre, dos meses antes de casarse, Maples había alumbrado de Trump una hija, Tiffany. Tampoco este matrimonio del magnate prosperó y en mayo de 1997 llegó la separación. En junio de 1999 Trump y Maples firmaron los papeles del divorcio. Para entonces, él ya llevaba varios meses saliendo con la modelo eslovena Melania Knauss, a la que llevaba 24 años. En abril de 2004 Trump y Knauss se comprometieron formalmente y el 22 de enero de 2005 se casaron en una iglesia episcopaliana de Palm Beach. Tras la ceremonia religiosa, los invitados, entre los que estaba el matrimonio Clinton, fueron agasajados en Mar-a-Lago. En marzo de 2006 Melania dio a luz al quinto vástago de Trump, un niño al que sus padres llamaron Barron William.

Las fortunas empresariales de Trump, que se embolsaba millones simplemente por los derechos de explotación de su apellido-logotipo licenciado como marca comercial, cuyo mero estampado en un producto disparaba su precio de venta al público, enderezaron el rumbo y volvieron a despegar a mediados de los noventa, coincidiendo con la etapa de fuerte crecimiento de la economía norteamericana. Trump se afanó en reparar los daños causados a su vasto dominio inmobiliario, y al despuntar el siglo XXI una nueva avalancha de hormigón y cristal con su firma impresa se extendió por Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos y el extranjero (sin salir de Manhattan, entre los rascacielos erigidos ahora estuvieron la Trump World Tower, que con sus 72 plantas fue durante un tiempo el edificio de apartamentos más alto del mundo, y los del complejo Riverside South).

Ahora bien, no faltaron ni los fiascos constructores (como la erección en Chicago de un rascacielos llamado a ser el más elevado del planeta, obra que los atentados del 11-S obligaron a revocar y a la que suplió la más modesta, aunque de todas maneras majestuosa, Trump Tower Chicago, también conocida como la Trump International Hotel and Tower), ni las polémicas que varios de estos proyectos, acogidos a la fórmula de los condominios hotelero-residenciales, suscitaban en consistorios y comunidades de vecinos.

Paralelamente, la legión de abogados que trabajaba para Trump despachaba un río interminable de demandas, pleitos y litigios comerciales, algunos partidos de su cliente y otros presentados por terceros en su contra. Al parecer, a Trump no le resultaba fastidioso todo este bullicio en los juzgados y que contribuía a mantenerle en el candelero; al contrario, tal como sugerían sus salidas desafiantes y bravuconas, en estos líos parecía encontrarse en su salsa.

Por otro lado, ya en los ochenta Trump empezó a aparecer en gran número de series, shows y especiales de la televisión, e incluso en algunas películas. Por lo general, figuraba en los créditos como él mismo, pero también interpretaba a personajes en papeles de reparto, o bien realizaba cameos y se dejaba ver como extra de lujo. Las veces en que el empresario se exhibía caracterizado y con unas líneas de diálogo en una trama argumental, la crítica coincidía en destacar que como actor era pésimo. Por cierto, su filme favorito era Ciudadano Kane. Gran aficionado al mundo del wrestling, se apuntaba asimismo a presentar espectáculos de lucha libre americana, algunos celebrados en sus casinos de Atlantic City y en los que daba rienda suelta a su histrionismo, para regocijo de la concurrencia.

A partir de 2001, Trump le cogió gusto a la producción televisiva y a la organización de galas para la pequeña pantalla como las de Miss Universo y otros concursos de belleza. En 2004 comenzó a producir y a conducir personalmente ante las cámaras, desplegando sus teatrales ceño fruncido, labios apretados y aire altanero, The Apprentice, un lucrativo reality show, devenido franquicia internacional, en el que jóvenes talentos aspirantes a empresarios de postín medían sus habilidades para los negocios en la clásica competición con eliminatorias: el ganador conseguía un puesto de dirección en la Trump Organization con un contrato anual y un salario de 250.000 dólares, mientras que los perdedores eran despedidos sin contemplaciones por un severo Trump con el latiguillo, que se hizo inmensamente popular, de "you're fired!".

Otra faceta destacada de Trump era la de escritor de libros, en los que desvelaba a los lectores sus claves y secretos para triunfar en la jungla de los negocios, sobreponerse a los reveses que pudieran producirse y convertirse en multimillonario contra viento y marea, en la mejor tradición capitalista del American dream. Los libros con títulos más explícitos y atractivos fueron verdaderos superventas: The Art of the Deal, publicado en 1987, escrito conjuntamente con el periodista Tony Schwartz y ensalzado por su autor como su "segundo libro favorito después de la Biblia", y Trump: How to Get Rich, de 2000.

La extensa y egocéntrica bibliografía de Trump, mezcla de biografía autolaudatoria y de catálogo práctico de "buenos consejos" para hacerse rico, incluía estos otros títulos: Trump: Surviving at the Top (1990); Trump: The Art of Survival (1991); Trump: The Art of the Comeback (en coautoría con Kate Bohner, 1997); The Way to the Top: The Best Business Advice I Ever Received (2004); Trump: Think Like a Billionaire: Everything You Need to Know About Success, Real Estate and Life (2004); Trump: The Best Golf Advice I Ever Received (2005); Why We Want You to Be Rich: Two Men, One Message (en coautoría con Dave Shiflett, 2006); Trump 101: The Way to Success (2006); Think Big and Kick Ass in Business and Life (en coautoría con Bill Zanker, 2007); Trump: The Best Real Estate Advice I Ever Received: 100 Top Experts Share Their Strategies (2007); Think Big: Make It Happen in Business and Life (2008); Trump Never Give Up: How I Turned My Biggest Challenges into Success (2008); Think Like a Champion: An Informal Education in Business and Life (2009); y Midas Touch: Why Some Entrepreneurs Get Rich and Why Most Don't (en coautoría con Robert Kiyosaki, 2011).

Más adelante, con motivo de su apuesta presidencial de 2015-2016, Trump iba a colocar en los escaparates los panfletos Crippled America: How to Make America Great Again, libro que fue reeditado al cabo de unos meses con el título de Great Again: How to Fix Our Crippled America, y Trump for President: Why We Need a Leader, Not a Politician.

En 2005 abrió sus puertas la Trump University, una entidad formativa con afán de lucro que ofrecía cursos a personas deseosas de convertirse en marchantes inmobiliarios y gestores de fondos. Últimamente denominada la Trump Entrepreneur Initiative ante las reiteradas advertencias a Trump por las autoridades de que emplear el pomposo nombre de universidad para su negocio lectivo era ilícito, la sociedad no tardó en quedar enfangada en las demandas interpuestas por varios alumnos que se sentían estafados. En 2010 la Trump Entrepreneur Initiative dejó de operar, aunque los pleitos no cesaron. En 2013 fue el estado de Nueva York el que presentó contra Trump una demanda civil por valor de 40 millones de dólares sobre la base de unos supuestos de publicidad engañosa y fraude al consumidor, desde el momento en que la "Universidad" montada por el magnate emitía sus títulos académicos sin licencia educativa alguna.

En 2015, 35 años después de su registro con este nombre, la Trump Organization era un holding sumamente diversificado con más de 500 compañías subsidiarias que empleaban a 22.000 personas y se dedicaban a una amplísima variedad de negocios. Los tres hijos mayores, Donald, Ivanka y Eric, asistían a su padre como vicepresidentes ejecutivos del conglomerado. Además, fuera del grupo operaban más de 300 empresas que comercializaban el nombre Trump y que pagaban a su dueño los correspondientes royalties.

Los principales capítulos de facturación de la Trump Organization seguían siendo la construcción, la promoción inmobiliaria, el comercio electrónico y al por menor, y, el más conocido de todos, el del entretenimiento y la hostelería, si bien Trump seguía teniendo aquí una fuente constante de frustraciones: en 2014, al hilo de una cuarta declaración de quiebra, Trump Entertainment Resorts (denominación de Trump Hotels & Casino Resorts desde 2004) tuvo que echar el cierre al Trump Plaza y abrir una reestructuración del capital societario que para el dueño fundador supuso reducir su cuota participativa a solo una décima parte. En febrero de 2016, por último, el empresario, necesitado de liquidez para financiar su campaña presidencial, optó por vender sus últimas participaciones en los casinos de Atlantic City, donde ya solo seguía funcionando el Taj Mahal, al inversionista Carl Icahn, uno de los más voraces tiburones de Wall Street.


2. Ambiciones políticas y desembarco populista en la precampaña presidencial republicana de 2015

Más allá de sus ajetreos empresariales, los episodios de su vida sentimental publicitados como culebrón y los aspectos frívolos y controvertidos que su persona generaba sin cesar, Trump era también un hombre con inquietudes políticas, si bien estas tardaron bastante tiempo en adquirir un contorno nítido tanto en las intenciones como en la ideología (y en este segundo apartado, incluso entonces), más allá de su archisabida fe en la más absoluta libertad de mercado con igualdad real de oportunidades, de manera que los individuos pudieran ser capaces de hacer dinero y triunfar en la vida valiéndose únicamente de sus conocimientos, sus habilidades o su ingenio.

Trump presentaba la vida como una carrera de obstáculos, una competición en la que solo los listos y los perseverantes llegarían a la meta y saborearían el éxito material. Este concepto, que evocaba el darwinismo social —o, más bien, un darwinismo de tipo económico, pues él no se mostraba partidario de privatizar o de meter la tijera en los programas de asistencia médica federales Medicare y Medicaid, como propugnaban algunos republicanos de derecha dura—, era el mensaje cardinal de sus libros, en los que el autor, naturalmente, se presentaba como ejemplo y modelo a seguir.

Trump fue un admirador confeso de Ronald Reagan y sus recetas económicas liberales, inspiradas en las teorías de la Escuela de Chicago y los partidarios de la economía de la oferta (supply-side), de reducción del gasto público, bajada de los impuestos, desregulación y control de la masa monetaria para combatir la inflación. En 1987 se afilió al Partido Republicano y este vínculo se prolongó hasta 1999. Aquel año, comunicó su adhesión al Partido de la Reforma de Estados Unidos, la plataforma populista, antilibre comercio y liberal conservadora que animaba Ross Perot, el empresario que en 1992 y 1996, con más que estimables resultados (el 19% de los votos en la primera ocasión y el 8% en la segunda), había intentado quebrar la hegemonía multisecular de republicanos y demócratas en las elecciones presidenciales.

A caballo entre 1999 y 2000, y a diferencia de la primera vez, en 1988, cuando tan solo sugirió la idea, Trump se tomó en serio la aspiración presidencial y sondeó sus posibilidades de nominación por cuenta del Partido de la Reforma. En febrero de 2000, tras constatar que no gozaba de respaldos suficientes, decidió retirarse de la campaña de unas primarias reformistas en la que de todas maneras su precandidatura fue votada, y con resultados ampliamente victoriosos, en dos estados, Michigan y California. Al final, el candidato reformista para las elecciones de 2000 fue el ultraconservador y tránsfuga republicano Pat Buchanan, quien luego, en noviembre, sucumbió estrepitosamente con el 0,4% de los votos, quedando cuarto por detrás del republicano George Bush, el demócrata Al Gore y el verde Ralph Nader. De esta experiencia quedó como fruto el libro The America We Deserve, el primer ensayo de corte político escrito por Trump, donde, a modo de manifiesto electoral, el empresario, lejos de tirar del argumentario tradicional de la derecha, expresaba sus preferencias por el comercio justo, la eliminación de la deuda pública federal y la universalización del seguro médico.

En 2001, coincidiendo con la marcha de Bill Clinton de la Casa Blanca y la entrada en la misma de Bush, Trump decidió hacerse miembro del Partido Demócrata, más que nada para subrayar su distancia del ex gobernador de Texas, quien no le inspiraba la menor simpatía. En 2004 volvió a airear su interés en postularse a presidente, en 2006 dejó caer la especie de que podría presentarse a gobernador de Nueva York y en 2009 cambió de nuevo de parecer y regresó al redil republicano, a tiempo para expresar su apoyo a la candidatura presidencial de John McCain, quien más tarde perdió la partida frente al demócrata Barack Obama.

A Trump, la presidencia de Clinton le había sabido a poco y la de Bush, lisa y llanamente, no le había gustado nada (en 2008 había llegado a decir que Bush merecía ser destituido por haber lanzado la invasión de Irak), pero los sentimientos que le producía Obama, a tenor de sus comentarios, eran de animadversión. Muy pronto se apuntó al debate malicioso atizado por círculos derechistas que ponía en cuestión el relato oficial sobre los antecedentes personales, el lugar de nacimiento y hasta la fe religiosa del "arrogante" Obama, hijo de kenyano musulmán. En febrero de 2012 el magnate pidió el voto para el precandidato republicano Mitt Romney porque le parecía el hombre capaz de acabar con "las cosas malas que le están sucediendo a este país que todos amamos".

El apoyo de Trump a Romney para torpedear la tentativa reeleccionista de Obama se produjo cuando el empresario volvía estar en la boca de todos por sus ambiciones presidenciales de cara a las elecciones de noviembre de 2012. De hecho, el interesado había hecho algunas especulaciones al respecto, hasta que en mayo de 2011 dejó claro que no emprendería tal aventura. Con todo, varios sondeos de valoración de líderes siguieron teniendo en cuenta a Trump como potencial competidor en las primarias republicanas y el público preguntado le otorgó unos altos porcentajes de aprobación. Algunos comentaristas señalaron entonces que las sugerencias por Trump hasta 2011 de que podría entrar en la carrera de los republicanos no eran genuinas y que este tan solo buscaba autobombo comercial, encarecer la marca Trump, y mejorar aún más los índices de audiencia de su exitoso reality show, The Apprentice, que ya iba por su undécima temporada bajo la denominación oficial de The Celebrity Apprentice y con un formato modificado.

Terminara o no de dar el salto en la siguiente ocasión, con vistas a las elecciones presidenciales de 2016, lo que sí parecía seguro de Trump era que libraría la batalla de la nominación por sí mismo y confiando en sus exclusivas fuerzas, no como el factótum o el precandidato prefabricado de algún grupo de poder, que era la condición que podía achacársele a Bush hijo en 2000. Es decir, él iría por libre, como siempre había hecho en sus singladuras empresariales, por más que reclamara la adhesión de los distintos sectores del republicanismo.

En apariencia, Trump ni siquiera trazó una estrategia para seducir a las huestes del Tea Party, el poderoso movimiento radical surgido de las bases republicanas que vociferaba un populismo de derechas con acentos libertarios y que era extremadamente hostil a la Administración Obama a causa de sus políticas de estímulo fiscal de una economía herida por la Gran Recesión y de su ley para garantizar la cobertura universal del seguro médico, al igual que presionaba con agresividad al establishment del partido para que endureciera su oposición en el Congreso y trabajara por la bajada de los impuestos y la reducción del Estado federal. Trump podía estar de acuerdo con algunos planteamientos del Tea Party y de sectores tradicionales del republicanismo, pero en otros temas la discrepancia era clara. En realidad, Trump, aquí un completo neófito que no tenía la menor experiencia en asuntos de representación política o de administración pública, aún tenía que construir un discurso hilvanado y coherente sobre cuál era su visión de América y de los problemas que aquejaban a la nación.

A finales de 2013 Trump desmintió el rumor de que se preparaba para concurrir a las elecciones del año siguiente a gobernador de Nueva York y enfrentarse al demócrata Andrew Cuomo. 2014 transcurrió sin noticias sobre posibles maniobras políticas del empresario en la trastienda. El 18 de marzo de 2015, finalmente, semanas después de confirmar la cadena NBC que The Apprentice estrenaría su decimoquinta temporada, el magnate dio el paso de anunciar la formación de un comité exploratorio de sus posibilidades proselitistas en la precampaña republicana para las elecciones presidenciales de 2016, las cuales iban a marcar el final de los ocho años de mandato de Obama. "Amo mucho a este país, pero este país tiene un serio problema. Hemos perdido el respeto del mundo entero. Los americanos merecen algo mejor de lo que les dan sus políticos, que solo hablan y no actúan", manifestaba el declarante, quien añadía: "Nuestra tasa real de desempleo es sorprendentemente alta, mientras que nuestra base manufacturera se erosiona de día en día. Tenemos que reconstruir las infraestructuras, controlar las fronteras, apoyar el control local de la educación, reforzar la capacidad del Ejército, cuidar a los veteranos y hacer que los americanos vuelvan a trabajar".

El comité exploratorio, a diferencia del sondeo realizado en 2011, arrojó conclusiones positivas y el 16 de junio de 2015, desde la Trump Tower, el empresario lanzó su precandidatura presidencial por el Partido Republicano. "Vamos a hacer de este un país grande de nuevo", aseguró el orador varias veces a lo largo de su alocución, enfatizando una aserción tomada prestada del Ronald Reagan de 1980 y convertida desde ya en el eslogan de su campaña. En su agresivo discurso-manifiesto, Trump trazó un diagnóstico catastrofista de la situación de Estados Unidos, dejó clara su postura radicalmente beligerante en una serie de temas y desveló, aunque burda y superficialmente, las que serían sus políticas doméstica y exterior, todo ello exponiéndolo con un tono descarnadamente populista, empleando un estilo entre publicitario y coloquial, y saltando anárquicamente de un tema a otro. En su perorata, desestructurada hasta parecer improvisada, no había ni rastro de la repetitiva retórica moderada de los representantes del establishment, con sus apelaciones a tender puentes y a la armonía. La corrección política y las palabras aleccionadoras o para la motivación brillaban por su ausencia.

El fresco que de los Estados Unidos de 2016 pintaba Trump era tétrico: "Muestro país pasa por serios problemas. Ya no tenemos victorias (...) Nuestro producto interior bruto está por debajo de cero (...) El desempleo real anda entre el 18% y el 20%, y puede llegar incluso al 21%, no creáis lo del 5,6% (...) Nuestros enemigos se hacen cada día más fuertes, mientras que como país somos cada vez más débiles. Ni siquiera el arsenal nuclear funciona (...) Tenemos un desastre llamado la gran mentira: el Obamacare (...) Tenemos una deuda de 18 billones de dólares (...) pronto estaremos en los 20 billones. De acuerdo con los economistas, podría alcanzar los 24 billones, y ese es el punto de no retorno, (...) entonces nos convertiremos en Grecia (...) Cuidáos de la burbuja [financiera], porque lo que vísteis en el pasado podrían ser patatitas comparado con lo que venga. Así que tened cuidado, mucho cuidado".

Sin embargo, aquí estaba él, el candidato Trump, para corregir tamaños descarríos: "Lamentablemente, el sueño americano está muerto. Pero si soy elegido presidente, lo recuperaré más grande, mejor y más fuerte de lo que nunca fue antes", prometió. Además, el sería "el más grande presidente del empleo que Dios ha creado. Os lo aseguro". Y por si hubiera todavía alguna duda sobre su idoneidad para el cargo de presidente: "Nuestro país necesita un gran líder de verdad. Un líder que escribió The Art of the Deal", aseveró.

Por otro lado, Trump nombró una serie de países en términos francamente negativos. Arremetió contra China, Japón y México por practicar el "dumping" comercial contra Estados Unidos y "quedarse con nuestros empleos". China, directamente, estaba "matando" a América con su moneda devaluada, mientras que México, que de "país amigo" no tenía nada, "se reía" de Estados Unidos en la misma frontera, a través de la cual mandaba "gente con un montón de problemas", "violadores" y otros que traían "drogas" y "criminalidad". Si él llegaba a la Casa Blanca, mandaría construir "un gran muro" a lo largo de todo el "borde meridional" para bloquear herméticamente la inmigración ilegal. Ahora bien, y este hecho chocante iba a ser resaltado por los detractores del precandidato en los meses que había por delante, resultaba que la gran mayoría de las merchandise comerciales y publicitarias con la marca Trump, desde gorras, camisetas y corbatas hasta cristalería y muebles de refinado diseño, lucían en sus etiquetados las marcas de fabricación Made in China o Made in Mexico, entre otros países extranjeros de procedencia.

De igual manera, Trump, siguió desgranando en su discurso, impediría que Irán, potencia regional que estaba "tomando el control" sobre Irak (cuya invasión y ocupación en 2003, tan costosísimas en vidas y dinero, no habían servido "para nada"), se hiciera "con armas nucleares". En cuanto al ISIS, "nadie sería más duro" con el terrorismo yihadista que él. "Amo a los militares y quiero disponer del Ejército más fuerte que hayamos tenido jamás, pues lo necesitamos ahora más que nunca", fue su contundente comentario sobre el capítulo de la seguridad y la defensa.

No olvidó Trump recordar que él era un hombre "realmente rico", con un patrimonio neto de "10.000 millones de dólares". Semejante capital, garantizó, le eximía de acudir a los préstamos para financiar su campaña presidencial. La misma sería autofinanciada al completo, y cualquier oferta de fondos por parte de donantes y lobbistas sería rechazada. Los mismos donantes, lobbistas y otros grupos de intereses, proseguía Trump, que tenían a los políticos bajo "pleno control". Y los mismos políticos y responsables gubernamentales que no tenían "ni idea" y que demostraban ser unos "perdedores", unos individuos "moralmente corruptos" y unos "malos negociadores", a la cabeza de los cuales estaba el presidente Obama, toda una "fuerza negativa".


3. El fenómeno Trump: la nominación impensable de un outsider con programa revisionista

Simplemente los crudos comentarios vertidos sobre México pusieron a Trump en el ojo de un huracán de críticas y reacciones negativas, compartidas por demócratas y republicanos. En el país aludido cundió la indignación, y los medios de comunicación mundiales pusieron su foco en el precandidato que se jactaba de outsider, jugaba sin rebozo con la antipolítica y echaba sus redes en el río de frustración popular que recorría Estados Unidos. El magnate del flequillo dorado e imposible empezaba su carrera a la Casa Blanca pisando a fondo el pedal de la provocación, el exabrupto y la demagogia amparándose en el patriotismo, y suscitando dictámenes sobre que, con estas maneras gratuitamente ofensivas, que dejaban traslucir sentimientos racistas o xenófobos, no era digno de presentarse a las primarias republicanas. Pero, al mismo tiempo, Trump arrancaba frenéticos aplausos en las bases del partido. Muy pronto se comprobó que a muchísimos votantes republicanos el discurso corrosivo, las declaraciones explosivas, el gesto autoritario y las maneras ególatras de magnate les encandilaban.

Ahora, Trump tenía por delante una liza que comenzaría oficialmente el 1 de febrero de 2016 y en la que iba a competir con nada menos que otros 16 aspirantes republicanos (de hecho, se trataba de la elección primaria más nutrida, de cualquier formación, en la historia de Estados Unidos), entre los que estaba la flor y la nata del partido, unos profesionales de la política curtidos en el oficio y recostados en sólidas bases de representación territorial.

Los más conocidos eran el senador por Texas Ted Cruz, el senador por Florida Marco Rubio, el senador por Kentucky —y, como los dos anteriores, vinculado al Tea Party— Rand Paul, el ex gobernador de Florida Jeb Bush, el gobernador de Nueva Jersey Chris Christie, el ex senador por Pensilvania Rick Santorum, el ex gobernador de Nueva York George Pataki, el ex gobernador de Texas Rick Perry y el ex gobernador de Arkansas Mike Huckabee. También pugnaban otros seis senadores y gobernadores, en activo o antiguos: Jim Gilmore de Virginia, Lindsey Graham de Carolina del Sur, Bobby Jindal de Luisiana, John Kasich de Ohio y Scott Walker de Wisconsin. La lista la completaban dos particulares que, al igual que Trump, carecían de experiencia política: la empresaria californiana Carly Fiorina, antigua consejera delegada de Hewlett-Packard, y el neurocirujano y escritor Ben Carson, quien, por cierto, era el único afroamericano.

Ahora mismo, y aún en el momento de sonar, siete meses y medio después, la detonación de salida para disputar el rosario de primarias y caucus en los 50 estados de la Unión, el Distrito de Columbia, Puerto Rico y otros cuatro territorios del Caribe y el Pacífico, el potentado inmobiliario era visto como un aspirante poco menos que circense que podía hacer mucho ruido y hasta apuntarse algunas victorias parciales, pero que, irremisiblemente, terminaría desinflándose por la vacuidad de su discurso, para quedar noqueado a los pies de un competidor más solvente.

A Trump no se le tomaba en serio y, por ejemplo, el 17 de junio de 2015 el tabloide New York Daily News abrió su portada con una foto de Trump manipulada bajo el titular "El payaso se presenta a presidente". Nadie se percataba de que el empresario acababa de hacer una irrupción llamada a convertirse en una auténtica toma del Grand Old Party (GOP) al asalto, seguida de una marcha triunfal, rebosante de palabras gruesas, golpes abrasivos y groseras muestras de mala educación (como cuando se mofó, llamándole "pobre diablo" y meneando los brazos, de un periodista discapacitado del New York Times en noviembre de 2015), hacia la conquista de los delegados necesarios para conseguir la nominación por la Convención Nacional Republicana (CNR) que tendría lugar en julio de 2016.

Antes de inaugurar los clásicos caucus de Iowa la secuencia de primarias el primero de febrero de 2016, cinco precandidatos, Pataki, Graham, Perry, Walker y Jindal, decidieron apearse de la contienda. En su primer examen en un estado, Trump, quien ya contaba con los parabienes de la popular ex gobernadora de Alaska Sarah Palin —el Tea Party, como movimiento, no dio ese paso—, aunque no tanto como para aceptar ser su compañera de fórmula para la Vicepresidencia, y resonando aún los ecos de lo dicho el 24 de enero, sobre que "podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a alguien y no perdería a ningún votante", quedó segundo por detrás de Cruz y anotó en su cuenta sus primeros siete delegados. Irritado por no haber dado la campanada a las primeras de cambio, el empresario acusó a Cruz de "robo" y reclamó la repetición de las votaciones o bien su anulación El proceso celebrado en Iowa empujó a arrojar la toalla a Santorum, Paul y Huckabee. Desde el principio quedó claro que las primarias republicanas iban a ser una batalla de tres hombres, Trump, Cruz ("un mentiroso", según el empresario) y Rubio ("un farsante"), y más concretamente de los dos primeros.

A continuación tuvo lugar la primaria de New Hampshire, que Trump ganó. Abandonaron la carrera entonces Gilmore, Fiorina y Christie; este último, además, pasó a apoyar a Trump, al igual que la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA) y que el ex "gran mago" del Ku Klux Klan David Duke. El 20 de febrero tocó la primaria de Carolina del Sur y Trump, en un golpe de mano que dejó estupefacto al Partido Republicano, se llevó los 50 delegados en disputa. Este impactante resultado provocó la marcha de Bush, quien liderara los sondeos durante unos meses entre 2014 y 2015.

El supermartes del 1 de marzo, con 595 delegados en juego, se saldó también positivamente para Trump al vencer en siete estados, frente a los tres ganados por Cruz y el único de Rubio, y capturar 255 delegados. Al día siguiente, Carson suspendió su campaña. El 3 de marzo los cuatro precandidatos que continuaban en la carrera celebraron en Detroit un debate televisado lleno de pullas gruesas y devenido puro espectáculo de entretenimiento; en un momento del mismo, Trump sacó a colación, para refutarlo con gestualidad y procacidad, un comentario hecho recientemente por Rubio sobre el tamaño de sus manos, que según el de Florida eran "pequeñas", sugiriendo así que los genitales del magnate iban en consonancia.

Trump, autodenominado "unificador" de los republicanos y vocero del mensaje de que el Islam profesaba "odio" a Estados Unidos, volvió a imponerse en el conjunto de los 13 procesos electorales celebrados en las dos semanas siguientes, y lo mismo sucedió, pero de una manera mucho más rotunda, en el segundo supermartes del 15 de marzo, cuando el empresario derrotó a sus oponentes en cinco de los seis estados, incluida la populosa Florida, de donde era senador Rubio. Ser doblegado por Trump con el 46% de los votos, 19 puntos más que él, en su propio terruño fue una humillación ante la que Rubio reaccionó suspendiendo su precandidatura.

El 26 de abril, luego de triunfar clamorosamente en Nueva York y de arrasar también, con entre el 54% y el 63% de los votos y adjudicándose 111 delegados sobre 124, en las primarias celebradas en cinco estados de la región nordeste, el magnate, arrollador, salió a proclamarse "presunto nominado" de su partido. Para asombro y consternación en las planas mayores del partido, Trump, en efecto, estaba a punto de asegurarse la nominación. La última vez que una figura no vinculada a la élite del GOP había protagonizado una coronación así había sido en 1952 con Dwight Eisenhower, con la salvedad de que el general de cinco estrellas traía una aureola de artífice de la victoria sobre Hitler en la Segunda Guerra Mundial.

De corrido, Trump, desde el Hotel Mayflower de Washington DC, avanzó detalles de su "plan" de política exterior, denominado América Primero y llamado a suplantar la concepción obamiana de las relaciones internacionales. A esta, a fuerza de "débil, confusa y desordenada", había que valorarla como "un completo y absoluto desastre", sentenciaba Trump. Ahora bien, este manifiesto de intenciones no debía considerarse una "doctrina Trump", aclaró previamente el aspirante a diplomático, pues, en caso de ser elegido presidente, él querría preservar cierto grado de "flexibilidad" para hacer cambios sobre la marcha, en función de los intereses del momento. "Limpiar de óxido" la política exterior de Estados Unidos implicaba, entre otras cosas, "contener la expansión del Islam radical". Y esa empresa, ya lo había dicho Trump anteriormente, requería por ejemplo privar al Estado Islámico, vía bombardeos aéreos, del acceso a los pozos petrolíferos que explotaba en Siria y Libia, y restablecer los métodos de interrogación duros para extraer información a los detenidos sospechosos de terrorismo, como el muy censurado waterboarding o ahogamiento simulado.

El orador tocó más escenarios. Las relaciones con China requerían un "ajuste" porque Estados Unidos había "perdido el respeto" de los asiáticos. El "desastroso" acuerdo nuclear con Irán, suscrito además "a expensas de Israel", que era "nuestro gran amigo y la única democracia auténtica en Oriente Medio", de ninguna manera debía servir a Teherán de subterfugio para dotarse de bombas atómicas. Y la alianza transatlántica en el seno de la OTAN precisaba de un "reequilibrio de compromisos financieros" para obligar a los países europeos a "pagar por los costes de su defensa". En cuanto a la Rusia de Putin, que también sufría "el horror del terrorismo islamista", él "intentaría comprobar" mediante conversaciones si esta se trataba en realidad de una potencia que, tal como decían algunos, "no puede ser razonable".

El hachazo definitivo lo dio Trump el 3 de mayo al hacerse con los 57 delegados de Indiana. Cruz, que ya había visto esfumarse la posibilidad de alcanzar la cifra mágica de los 1.237 delegados pero que se había aferrado a la posibilidad de conseguir los compromisarios leales suficientes como para forzar una CNR abierta, competitiva, y no meramente de aclamación de su rival sobre la base de los votos indirectos de los electores, se resignó a decir adiós. En estas circunstancias, el presidente de la CNR, Reince Priebus, anunció que Trump era el presumptive nominee del partido. Al día siguiente, el último de los contrincantes que seguía en pie, Kasich, desde hacía meses un mero figurante en la liza de personalismos librada por Trump, Cruz y Rubio, se retiró.

A Trump ya solo le restaba satisfacer el requisito matemático de los 1.237 delegados, cosa que hizo el 26 de mayo al sumar los 41 representantes de Washington y meterse en el bolsillo el voto de la mayoría de los delegados seleccionados por el partido en Dakota del Norte. Las últimas primarias, celebradas el 7 de junio en cinco estados, incluida California, fueron un simple formalismo. Al final, Trump acudía a la CNR, a celebrar en Cleveland del 18 al 21 de julio, con el aval de 1.441 delegados. Había ganado en 41 primarias y caucus con un caudal de 14 millones de votos ciudadanos, un volumen sin precedentes.

Su campaña de las primarias le había costado 76,4 millones de dólares, bastante menos que a Rubio, Cruz y Bush, si bien, después de tanto alardear de autofinanciación al 100%, solo algo más de la mitad de esa cantidad había salido de su propio bolsillo; los restantes fondos gastados procedían de las recaudaciones de su Comité de Campaña y, la menor parte, de donaciones externas. Eso sí, no había tocado un dólar de los fondos federales, a los que tenía derecho, ni admitido dinero de los Comités de Acción Política (PAC), fondos de campaña privados de los que Trump decía abominar por responder claramente a intereses de lobbies, aunque finalmente no había puesto pegas a que los llamados Super PACs, que no hacían contribuciones directas a los candidatos si no que gastaban en propaganda favorable (o desfavorable), sí invirtieran en su causa unos cuantos millones. Tampoco dejaba deudas; es más, le habían sobrado más de 22 millones del dinero puesto a su disposición.

Ahora, Trump, resiliente frente a los alfilerazos que le dirigían Cruz (muy enfadado desde que el empresario sugiriera que el padre del senador texano había estado relacionado con nada menos que el asesinato de Kennedy) Romney, McCain, Graham, Bush y otros exponentes del aparato republicano, tan denostado por la plataforma popular que le arropaba (por no hablar de lo que decían de él los del bando demócrata, sin faltar el mismísimo Obama, quien le advirtió que la Presidencia no era un "reality show"), podía concentrarse en exponer con más detalle sus propuestas electorales y volcarse en una de sus actividades favoritas: zaherir sin cesar a su antagonista del Partido Demócrata, la ex primera dama, ex senadora por Nueva York y ex secretaria de Estado Hillary Clinton, a la que empezó a llamar sistemáticamente "crooked" (literalmente, "torcida", y en sentido figurado "corrupta" o "deshonesta") desde su cuenta de Twitter o sobre el atril. Con estos precedentes, la contienda personal entre Trump y Clinton hasta las elecciones del 8 de noviembre de 2016 prometía alcanzar unos niveles de polarización y crispación raras veces vistos en la historia de la democracia estadounidense.

Medio eclipsado por su impetuoso torrente de afirmaciones, muchas veces inconexas o contradictorias entre sí, pronunciadas de viva voz y escritas a vuelapluma en Twitter, Trump colgó en su web de campaña un manifiesto con sus siete "posiciones" fundamentales, en las que estaba implícita, aunque solo parcialmente, su concepción puramente verbal de America First en el marco de la política exterior. Dos de estas posiciones, Compelling Mexico to pay for the wall e Immigration reform that will make America great again, se subsumían en realidad en una sola. El postulante republicano estaba absolutamente decidido a erigir el ya famoso muro con México, que el Gobierno de este país, encima, tendría que "pagar", abonando "de una vez" una cantidad de oscilaría "entre los 5.000 y los 10.000 millones de dólares". Ello, bajo amenaza de ver interrumpidas las transferencias de las remesas, unos 24.000 millones de dólares según él, enviadas a sus hogares por los nacionales mexicanos, "la mayoría ilegales", que trabajaban en Estados Unidos.

También se podía obligar a México a "pagar por el muro", continuaba explicando Trump, imponiendo aranceles a las mercancías que exportaba al Norte, cancelando visados a sus ciudadanos —pues "la inmigración es un privilegio, no un derecho"— y subiéndoles a estos las tasas de tránsito cuando cruzasen la frontera para una estancia temporal, todo ello para alivio del "extraordinario coste diario" que acarreaba la "actividad criminal" de los mexicanos. En cuanto a la reforma migratoria, esta se aplicaría con arreglo a "tres principios cardinales", a saber: que "una nación sin fronteras no es una nación", que "una nación sin leyes no es una nación" y que "una nación que no sirve a sus propios ciudadanos no es una nación". Una medida de entrada sería detener y deportar sin miramientos "a todos los extranjeros ilegales pertenecientes a bandas criminales". Pero también era necesario reducir los volúmenes de la inmigración laboral regular, porque "el flujo de trabajadores foráneos comprime los salarios, mantiene alto el desempleo y hace más difícil para los pobres y los americanos de clase trabajadora —incluidos los propios inmigrantes y sus hijos— ganar unos sueldos de clase media". Aquí, Trump decía tener en mente a los negros, los hispanos y otras minorías autóctonas.

No podía faltar China, otra de las obsesiones de Trump, en su vademécum de propuestas. El candidato sostenía que como consecuencia de la entrada del gigante asiático en la Organización Mundial del Comercio (OMC), en Estados Unidos ya habían cerrado "50.000 fábricas" y se habían perdido "decenas de millones de puestos de trabajo", si bien reconocía que los chinos exudaban "liderazgo y fortaleza" en las mesas de negociaciones, virtudes de las que lamentablemente carecían sus interlocutores estadounidenses. Washington debía obligar a Beijing a "cumplir con sus obligaciones" y proteger la industria manufacturera nacional de la competencia desleal y las deslocalizaciones. Esto no significaba, aclaraba Trump, que América recurriera al "proteccionismo", sino simplemente que debía hacer respetar unas reglas del juego sobre el "comercio justo", es decir, que el concepto de los mercados abiertos tenía que aplicado con "reciprocidad". Como presidente, Trump se pondría duro en las negociaciones con los chinos, a los que declararía de inmediato "manipuladores monetarios" y obligaría a acatar la legislación sobre propiedad intelectual, a levantar los "subsidios ilegales" a sus exportaciones y a satisfacer unos estándares sobre derechos laborales y protección medioambiental.

Otra posición básica de Trump era la abolición de un plumazo por el Congreso de la "increíblemente onerosa" Patient Protection and Affordable Care Act, es decir, el Obamacare, y su sustitución por un esquema de seguro universal de salud más flexible, más barato y con "más opciones para los consumidores". Además, el candidato estaba en contra de aplicar recortes al sistema de pensiones de la Seguridad Social y al programa federal Medicare, el seguro médico de cobertura pública para los mayores de 65 años. El plan de Trump incluía una reforma fiscal de envergadura, con simplificación de la escala impositiva, exoneración de cargas tributarias para las rentas individuales inferiores a los 25.000 dólares anuales y las matrimoniales de hasta 50.000 dólares (una medida audaz que beneficiaría a nada menos que "73 millones de hogares"), bajada del tipo máximo del impuesto sobre la renta del 39,6% al 25%, fijación del impuesto de actividades económicas en un tipo de retención del 15% sin importar el volumen de la facturación ("para hacernos globalmente más competitivos") y supresión de determinados impuestos especiales.

La lista de posiciones la completaban una defensa a capa y espada de la Segunda Enmienda de la Constitución, es decir, el derecho de los ciudadanos a portar armas de fuego, incluidos esos "populares fusiles semiautomáticos" a los que los enemigos de dicho derecho se referían con expresiones "atemorizadoras" del tipo "armas de asalto" y "armas militares", así como una reforma específica del Departamento de Asuntos de los Veteranos (VA), ministerio de la administración federal que estaba lastrado por "la corrupción y la incompetencia".

Fuera de este escueto y fragmentario programa por escrito, Trump se definía como una persona contraria al aborto y a la legalización de la marihuana, así como un firme partidario de la pena de muerte. Aunque defensor del "matrimonio tradicional", él se consideraba un "amigo" de la comunidad LGBT y por lo tanto, desde la Casa Blanca, no haría nada que pusiera en cuestión el matrimonio homosexual, legal a nivel nacional en Estados Unidos desde junio de 2015. Quien se presentaba como un "free trader" convencido, pero siempre que los intercambios entre estados fueran "justos", renegaba de instrumentos clave del libre comercio como el NAFTA con México y Canadá ("un desastre"), ya en vigor, el TPP con los socios ribereños del Pacífico ("el golpe de gracia a la manufactura americana"), pendiente de ratificar, y el TTIP con la Unión Europea ("una locura"), en fase de negociación. Trump se pronunció también por desmantelar "casi toda" la legislación sobre regulación financiera adoptada por el Congreso a iniciativa de Obama como parte de las medidas del Ejecutivo para enfrentar la Gran Recesión y todo el desbarajuste financiero generado por la quiebra de Lehman Brothers en 2008.

Reciamente escéptico con el calentamiento global antropogénico, Trump dejó claro que si era elegido presidente emprendería una "renegociación" del Acuerdo de París de 2015 sobre la limitación de gases de efecto invernadero y podaría en gran medida el presupuesto de la Agencia para la Protección del Medio Ambiente (EPA) de Estados Unidos. En noviembre de 2012 el empresario había asegurado desde su cuenta en Twitter que "el concepto del cambio climático fue creado por y para los chinos, a fin de hacer menos competitivos los productos estadounidenses". En enero de 2016 el precandidato demócrata Bernie Sanders, en el curso de un debate con motivo de las primarias de su formación, recordó con intención de ridiculizar al republicano este tweet de Trump, el cual replicó al "comunista" senador por Vermont que al escribir aquello únicamente estaba "bromeando". En cuanto al impulso de las energías renovables, este le parecía a Trump "un error" desde el momento en que se basaba "en la creencia equivocada de que el cambio climático está siendo causado por las emisiones carbónicas".

(Cobertura informativa hasta 1/7/2016)