Condoleezza Rice

Condoleezza Rice, la afroamericana que más alto ha llegado en el escalafón político de Estados Unidos, estrenó el cargo de secretaria de Estado en enero de 2005 tras la reelección presidencial del republicano George Bush, sobre quien ya venía ejerciendo un poderoso ascendiente como consejera de seguridad nacional. Rice, una antigua sovietóloga bregada en los paradigmas de la Guerra Fría, figura entre los artífices de la estrategia de seguridad nacional que apuesta por el unilateralismo y el ataque preventivo para abortar las amenazas del terrorismo islamista y la proliferación de armas de destrucción masiva. Partidaria de sancionar a Irán por su programa nuclear e interlocutora de dudosa capacidad mediadora en el conflicto palestino-israelí, su inequívoca defensa de la calamitosa ocupación de Irak no le ha deparado, empero, los niveles de desgaste y descrédito sufridos por otros halcones de la Casa Blanca y por el propio Bush.

(Nota de actualización: esta biografía fue publicada en 1/2005. El ejercicio de Condoleezza Rice como secretaria de Estado de Estados Unidos concluyó el 20/1/2009 al terminar el mandato de la Administración Bush y comenzar el de la Administración Obama. Su sucesora en el cargo fue Hillary Clinton).

1. Una joven de color estudiosa de las relaciones internacionales
2. Sovietóloga conservadora reclutada por la Casa Blanca
3. Miembro de la plataforma republicana de George W. Bush
4. Consejera de seguridad nacional de la primera administración Bush
5. Ascenso a la Secretaría de Estado tras las elecciones de 2004


1. Una joven de color estudiosa de las relaciones internacionales

Condoleezza Rice es la hija única del matrimonio formado por el reverendo presbiteriano y propietario algodonero John Wesley Rice y la profesora de música Angelena Rice, quien inculcó en su retoño unas tempranas aficiones artísticas. Los Rice eran una familia acomodada de Birmingham, Alabama, estado sureño conocido por el ultraconservadurismo de su población blanca y los agudos conflictos que allí produjeron las disposiciones federales para terminar con la exclusión social de la población de color. De Birmingham eran también los Johnson, una familia de la reducida burguesía negra local: una de sus miembros, Alma Johnson, se convirtió en la esposa de quien décadas más tarde sería el predecesor de Rice en las oficinas del Consejo de Seguridad Nacional (NSC) y la Secretaría de Estado, Colin Powell, como ella, un afroamericano, aunque en su caso hijo de inmigrantes jamaicanos de clase media-baja radicados en Nueva York.

Rice creció y se educó en Alabama durante los años en que el movimiento de los derechos civiles, gracias al decisivo impulso legal de la Administración demócrata de Lyndon Johnson, empezó a cosechar frutos para los de su raza, después de una espiral de agresiones provocada por el Ku Klux Klan, violencias de la que ella fue directa testigo. En 1967, dos años después de fijar su residencia en Tuscaloosa, no lejos de Birmingham, donde el padre venía fungiendo de deán del Stillman College, la familia se marchó a vivir a Denver, Colorado, en cuya Universidad John Rice había recibido el puesto administrativo de director adjunto del departamento de admisiones. La intención original del progenitor habría sido construirse una carrera académica en la Universidad de Alabama, pero este bastión del segregacionismo blanco seguía resistiéndose a las directivas de equidad educativa impartidas por las autoridades. Mientras su padre desempeñaba las funciones de asistente de decanato y conferenciante de historia, la joven, que aún no había cumplido los 16, se vinculó al campus universitario para recibir clases de música en la Lamont School of Music, a la vez que se aficionaba al patinaje sobre hielo y completaba su enseñanza secundaria en la St. Mary's Academy de Englewood. Lo cierto era que tenía dotes para el piano y su ambición era convertirse en instrumentista de orquesta.

Sin embargo, sus inclinaciones cambiaron radicalmente cuando asistió a un curso sobre política internacional impartido por Josef Korbel, un refugiado checoslovaco nacionalizado estadounidense que no era sino el padre de Madeleine Albright, futura —y primera mujer— secretaria de Estado, entre 1997 y 2001. El magisterio de Korbel, un académico anticomunista experto en la Rusia de Stalin, fascinó a Rice, que descubrió el mundo de las Relaciones Internacionales y halló como aspecto más sugestivo todo lo relacionado con la Unión Soviética, aunque sólo como objeto de investigación politológica, toda vez que ella procedía de una familia de ley y orden, clásicamente conservadora. Si bien su padre estuvo afiliado al Partido Republicano, Rice, todavía por entonces, estaba vinculada al Partido Demócrata, aunque no cabe duda de que sus simpatías se dirigían a su ala conservadora. El ferviente patriotismo estadounidense de Korbel, que defendía a capa y espada la política exterior de su país de adopción, fue una influencia importante que ayudó a perfilar el derechismo, si bien moderado todavía, de quien era una de sus discípulos más entregados.

Animada por su mentor, Rice se matriculó en la Graduate School of International Studies (GSIS), un centro de la Universidad de Denver fundado por el propio Korbel. La decisión levantó mucha perplejidad en su entorno familiar y en la propia universidad, ya que se trataba de una disciplina prácticamente exclusiva de hombres y, además, blancos. En 1974, a los 19 años de edad, Rice aprobó el bachillerato cum laude en Ciencia Política y al año siguiente ya tenía terminada la licenciatura por la Universidad Notre Dame de Indiana. A continuación, regresó a Denver para profundizar en su especialidad académica. En 1977, mientras se sacaba el doctorado en su alma máter, Rice inició prácticas profesionales en la Oficina de Asuntos Educativos y Culturales del Departamento de Estado, a cuyo frente acababa de ser reemplazado el republicano Henry Kissinger por el demócrata Cyrus Vance, el jefe de la diplomacia de la nueva Administración de Jimmy Carter. En 1980 trabajó para Rand Corporation, una organización privada sin afán de lucro dedicada a la consultoría de análisis en múltiples áreas de los ámbitos público y privado.

En 1981, el año del regreso de los republicanos al poder en Washington de la mano de Ronald Reagan, Rice obtuvo el doctorado por la GSIS y acto seguido se marchó a la californiana Universidad de Stanford para disfrutar de una beca de investigación en el afamado Center for International Security and Arms Control (CISAC). Transcurridos unos meses en su condición de becaria, fue seleccionada para cubrir una plaza de profesora asociada con arreglo a un programa de affirmative action, o discriminación positiva, que reservaba determinados puestos académicos a personas de color. Por otra parte, en 1982, decepcionada con la pasividad de Carter frente al órdago soviético en Afganistán, abandonó el Partido Demócrata y se hizo miembro del Partido Republicano.

La brillantez lectiva e investigadora de Rice, ávida lectora de Tolstoi y Dostoyevski que quería penetrar en la psique del pueblo ruso y sus dirigentes, no tardó en merecer el reconocimiento de su comunidad y en llamar la atención más allá de las aulas. En 1984 fue galardonada con el Premio Walter J. Gores a la Excelencia Docente y la Universidad de Princeton le publicó el estudio The Soviet Union and the Czechoslovak Army, 1948-1983: Uncertain Allegiance, un sesudo análisis de las opacas relaciones internas en la Organización del Tratado de Varsovia (OTV). En 1985 ya era adjunta a los codirectores del CISAC, John Lewis y Sidney Drell, éste un crítico del desmesurado —y jamás realizado— programa antimisiles balísticos basado en el espacio exterior, la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), vulgarmente conocida como la Guerra de las Galaxias, que gozaba de la defensa entusiasta de Reagan. Asimismo, daba conferencias sobre su especialidad dentro de un programa de colaboración entre las universidades de Stanford y Berkeley. En 1986, con el sello editorial de Stanford y en coautoría con Alexander Dallin, reputado sovietólogo y director del Center for Russian and East European Studies (CREES) de la Universidad, Rice publicó el libro The Gorbachev Era, que fue visto como un ambicioso intento de interpretar la novísima perestroika gorbachoviana y de diagnosticar con precisión la encrucijada histórica en que se encontraba la URSS.

También en 1986, Rice fue becada por el Council on Foreign Relations (CFR), poderoso y muy influyente think tank que, entre otras muchas actividades, financiaba el trabajo de numerosos kremlinólogos enfrascados en averiguar las intenciones de los dirigentes soviéticos en estos años de transición de la Guerra Fría a la posguerra fría (análisis que no pocas veces destilaban un profundo recelo o un sesgo ideológico, diciendo a los jerifaltes de la línea dura bien asentados en la Casa Blanca lo que querían oír). En añadidura, fue contratada para prestar asesoría durante un año al director de la Junta de Jefes de Estado Mayor, o Estado Mayor Conjunto, de las Fuerzas Armadas, entonces comandada por el general William Crowe. En 1987 apareció su tercer libro, The Party, the Military, and Decision Authority in the Soviet Union.


2. Sovietóloga conservadora reclutada por la Casa Blanca

Fue en 1987 que Rice conoció en una cena universitaria, con motivo de una conferencia sobre control de armamento patrocinada por la Universidad de Stanford, al general Brent Scowcroft, un veterano halcón de las administraciones de Richard Nixon y Gerald Ford, a los que había servido como consejero y viceconsejero de seguridad nacional, y hombre del círculo de Kissinger. Ella no lo sabía entonces, pero acababa de dar con el alto oficial que le abriría las puertas de la Oficina Ejecutiva de la Casa Blanca. Scowcroft quedó tan impresionado con las disertaciones a la concurrencia de la cerebral y articulada Rice que cuando en enero de 1989 fue nombrado consejero de seguridad nacional por el sucesor de Reagan, George Bush, el militar se apresuró a pedirle a la especialista de Stanford que le asistiera en calidad de vicedirectora de Asuntos Soviéticos y de Europa Oriental. Rice, que a estas alturas de su carrera hablaba con fluidez el ruso, el francés y el español, no dudó un instante en decir que sí a la oferta de Scowcroft, ya que aquel era "un tiempo extremadamente excitante en las relaciones soviético-estadounidenses". El 1 de febrero de 1989 estrenó su puesto de funcionaria de la Presidencia con una excedencia universitaria de dos años.

En el bienio siguiente, tiempo en que acontecieron mudanzas históricas como la caída del Muro de Berlín, el colapso de las repúblicas populares europeas, la reunificación de Alemania y los acuerdos de reducción de armamento convencional y de no agresión suscritos por la OTAN y una moribunda OTV, amén de la agudización de la crisis insoluble del Estado y el sistema comunista soviéticos, Rice trabajó con Scowcroft y asesoró directamente a Bush y a su pragmático secretario de Estado, James Baker. Se asegura que sus opiniones y recomendaciones contribuyeron decisivamente a que la Casa Blanca adoptara una postura completamente favorable al deseo del canciller germanooccidental, Helmut Kohl, de aplicar un proceso de unificación rápida con la República Democrática Alemana. El ascendiente de Rice sobre Bush cobró fuerza en agosto de 1990, cuando el presidente la nombró directora de Asuntos Soviéticos y de Europa Oriental, así como asesora especial, en sustitución del hasta ahora su inmediato superior, Robert Blackwill, que acababa de presentar la dimisión por no hallar eco sus advertencias de que Estados Unidos no debía confiar en el éxito democrático de la perestroika. El escepticismo de Blackwill había galvanizado de alguna manera las posturas de auténticos halcones antisoviéticos como el viceconsejero de seguridad nacional, Robert Gates, y el secretario de Defensa, Richard Cheney, que venían sosteniendo una pugna con Baker.

La promoción de Rice, que había ayudado de manera inestimable a Bush a preparar sus cumbres con Gorbachov en Malta y, más recientemente, en Washington, fue interpretada como un punto a favor de Baker y sus tesis posibilistas de que merecía la pena trabajar con el líder soviético para enterrar los rescoldos de la Guerra Fría y desactivar el mutuo desafío nuclear estratégico, más ahora que había que lidiar con la crisis de la invasión irakí de Kuwait.

En febrero de 1991 Rice comunicó a Bush su deseo de retornar a la vida académica. En marzo se despidió del Consejo de Seguridad Nacional y retornó a su despacho en Stanford, pero estos años codeándose con lo más granado de la dirección política, militar y también económica del país debieron ensanchar su red de amistades y admiradores, ya que en mayo siguiente fue admitida en la junta directiva de la compañía petrolera Chevron, que incrementó sus miembros de 12 a 13 para la ocasión. En octubre del mismo año, magnificó sus actividades corporativas privadas, y de paso sus ya abultados ingresos salariales, como directora juntera de la compañía de servicios financieros Transamerica. Por si fuera poco, Rand Corp., su antigua empleadora, le dio asiento en su consejo asesor. Las siguientes compañías en reclutarla para sus juntas directivas o asesoras fueron el gigante informático Hewlett-Packard, la banca J. P. Morgan y la financiera Charles Schwab.

En agosto de 1992 participó en la Convención Nacional Republicana que volvió a proclamar a Bush candidato presidencial y a principios de 1993, coincidiendo con el regreso de los demócratas al Gobierno federal de la mano de Bill Clinton, se convirtió en profesora titular —sorprendentemente, hasta ahora seguía siendo una profesora asociada— de Stanford. Unos meses después, en septiembre de 1993, la Presidencia de la Universidad le otorgó el puesto de provost, segundo en la jerarquía del centro, que reunía las responsabilidades de administrar los programas académicos, coordinar las distintas funciones universitarias y adjudicar el presupuesto. Entre medio, en agosto, Rice tuvo el inusual honor de poner su nombre y apellido al nuevo petrolero de la Chevron, entre los más grandes de su flota. El Condoleezza Rice, con 129.000 toneladas de peso muerto, botado en Río de Janeiro y matriculado en Bahamas, paseó unos cuantos años el nombre de su madrina por los mares del mundo, transportando petróleo en crudo, hasta que en mayo de 2001, con ella ya entrando y saliendo del despacho oval de la Casa Blanca, los directivos de Chevron consideraron que lo apropiado era rebautizar el petrolero, en lo sucesivo llamado Altair Voyager.


3. Miembro de la plataforma republicana de George W. Bush

1995, como 1987, fue un año providencial en la carrera de Rice, que estaba en paro forzoso en todo lo relacionado con el servicio de Estado mientras gobernasen los demócratas. Su cultivada relación de amistad con el ex presidente Bush terminó poniéndola en contacto con su hijo mayor y tocayo, George W. Bush, el flamante gobernador de Texas. Político provinciano que procedía de los negocios del petróleo y los deportes, Bush hijo no tenía propensiones intelectuales y su interés por los asuntos de política exterior era virtualmente cero. Pero esto no obstó a que congeniara con la extremadamente preparada Rice, que, de nuevo, deslumbró a un anfitrión. En esta relación inesperadamente empática jugó a favor de Rice su afición cierta por los deportes y en particular por el fútbol americano, que aunque no era la gran pasión del gobernador tejano —honor reservado al béisbol—, sí cautivaba su atención: para caerle en gracia a Bush y sacarle toda su campechanía, nada había más seguro que entablar con él una animada discusión atiborrada de conocimientos sobre estas prácticas deportivas. Rice no perdió el contacto con el círculo de los Bush, lo que iba a asegurarle el pasaporte para un retorno a la Oficina Ejecutiva de la Casa Blanca por la puerta grande. Aquel mismo año sacó al mercado su cuarto libro: Germany Unified and Europe Transformed: A Study in Statecraft, en coautoría con Philip Zelikow, profesor de Harvard y antiguo colega del equipo de asesores de Bush. En 1997 entró en el Comité Federal Asesor sobre capacitación de personal de las Fuerzas Armadas adscrito a los programas de integración de género.

En julio de 1999 Rice se despidió de su cargo rector en la Universidad de Stanford para unirse a la plataforma preelectoral de Bush, que aspiraba a repetir los pasos de su padre en las elecciones presidenciales de 2000, aunque antes tenía que ganar las primarias republicanas. Condi, como era llamada afectuosamente, fue reclutada por Bush para asesorarle en política exterior, un terreno en el que el aspirante a dirigente más poderoso del mundo tendría que prepararse a fondo. En la campaña de Bush, que fue nominado por la Convención Nacional Republicana en agosto de 2000, Rice se encontró con muchos viejos rostros de anteriores administraciones republicanas. Ya les conocía, y muy bien en algunos casos, al haber sido colegas suyos en el CFR o en la Oficina Ejecutiva del Presidente. Entre otros, estaban: Dick Cheney, que se perfilaba como vicepresidente en caso de ganar Bush; Donald Rumsfeld, secretario de Defensa con Ford y destinatario del puesto si triunfaban los republicanos; Paul Wolfowitz, un experimentado alto funcionario de los departamentos de Defensa y Estado; y, Richard Perle, otro antiguo capitoste civil del Pentágono.

Todos estos nombres se asociaban a las concepciones más derechistas del Partido Republicano y a las corrientes intelectuales neorrealista y —más trabajada en su formulación teórica así como más voluntarista y abiertamente imperialista— neoconservadora, que propugnaban una política exterior más enérgica, reinventando el antiguo paradigma realista en las relaciones internacionales (los primeros) o bien superándolo (los segundos), en un sentido intensamente nacionalista y expansionista. Los teóricos de ambos enfoques, que presentaban muchos puntos de contacto en la práctica a pesar de partir como formulaciones discrepantes entre sí, sostenían que Estados Unidos no debía renunciar, ahora que tenía todo de su parte, a arraigar su supremacía militar y (los neoconservadores) a extender sus valores en todos los órdenes a una escala planetaria. La superpotencia se arrogaba el derecho de intervenir por la fuerza, unilateralmente de ser necesario, allá, y sólo allá, donde sus intereses vitales corrieran peligro; ante otro tipo de crisis, Estados Unidos debería abstenerse de intervenir y delegar en la ONU o en coaliciones regionales de países la responsabilidad de restablecer la seguridad y la paz en las subregiones conflictivas.

Los neorrealistas, parcialmente kissingerianos, sostenían que la presente hegemonía estadounidense era antinatural y que más pronto o más tarde surgirían estados dispuestos a retar este estatus privilegiado de poder, consecuencia del final de la Guerra Fría, luego el país tenía que estar listo para competir, fundamentalmente en el terreno militar. Los neoconservadores no querían oír hablar de multipolarismo competitivo o de equilibrios de poder, y urgían a cimentar el régimen unipolar para garantizar la abrumadora superioridad de Estados Unidos en los terrenos económico, militar, tecnológico y geopolítico a la vez que devolver la estabilidad al orden internacional.

Rice, que hasta ahora había sido sobre todo una analista y no una ideóloga, no se ubicaba con nitidez en uno u otro grupo, aunque sin duda estaba más próxima a Rumsfeld y los realistas duros, en principio menos doctrinarios, por tener como referencia el paradigma clásico, que a los Wolfowitz y Perle, proclives al chovinismo mesiánico. Desde luego, tenía poco que ver con el particular colectivo de la derecha religiosa, con resabios integristas, también presente en la plataforma de Bush. Sí podían trazársele, en cambio, afinidades con los lobbies empresariales de las industrias energéticas, que esperaban obtener grandes beneficios bajo una administración republicana, debido a su posición señera en Chevron, sin olvidar que Bush propugnaba una política petrolera basada en la satisfacción de la demanda doméstica sin importar su grado de voracidad. De todas maneras, la internacionalista de Stanford no desentonaba en esta alineación de inequívocos halcones. Considerada multilateralista, no desdeñaba, empero, una "política exterior asertiva", lo que entrañaba echar mano del unilateralismo armado en caso de necesidad.


4. Consejera de seguridad nacional de la primera administración Bush

Bush ganó al demócrata Al Gore en las disputadísimas y accidentadas elecciones del 7 de noviembre y el 17 de diciembre el mandatario electo seleccionó a Rice para el puesto de su equipo ejecutivo que ningún otro parecía capaz de ocupar con mejores referencias: la consejería de seguridad nacional. El 15 de enero de 2001 Rice se despidió de la directiva de Chevron y el 22 de enero juró su nuevo alto cargo. Como consejera de seguridad nacional (o asesora, advisor, siendo la designación oficial del puesto assistant to the president for national security affairs), Rice tenía acceso directo y constante al presidente, no estaba sujeta a las estructuras burocráticas de las secretarías de Estado o ministerios del Gobierno, y su nombramiento no precisaba de la confirmación del Senado.

Sus funciones asesoras en cuestiones de seguridad nacional y, concurrentemente, política exterior, las desarrollaba tanto dentro como fuera del NSC. Éste órgano lo presidía Bush y tras la toma de posesión de la nueva Administración sus otros miembros regulares eran el vicepresidente (Cheney), el secretario de Estado (Powell), el secretario de Defensa (Rumsfeld), el secretario del Tesoro (Paul O'Neill, hasta 2003, y luego John Snow), el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor (el general Henry Shelton y más tarde el general Richard Myers) y el director de la CIA (George Tenet, y desde 2004 Porter Goss). Con carácter irregular podían asistir a las reuniones del NSC el jefe del Gabinete Presidencial, el asesor legal presidencial, el asesor presidencial en política económica, el fiscal general, el director de la Oficina de Administración y Presupuesto, y otros jefes de departamentos y agencias ejecutivos.

Los primeros pasos de Bush en la política exterior (confirmación del abandono de la ratificación parlamentaria del Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares —CTBT— firmado por Clinton en 1996; negativa a suscribir el Protocolo de Kyoto de 1997 sobre la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, con el argumento de que no estaba demostrada la responsabilidad humana en el cambio climático; luz verde al desarrollo de la versión completa del programa de Defensa Nacional Antimisiles —NMD—, para consternación de europeos, rusos y chinos, que temían que espoleara en todo el mundo el mismo fenómeno que pretendía conjurar, a saber, la proliferación de armas de destrucción masiva y los desafíos temerarios de los llamados rogue states, o estados bribones) no dejaron lugar a dudas sobre el carácter unilateral y de repliegue de las nuevas diplomacia y doctrina de defensa estratégica de Estados Unidos.

El asesoramiento de Rice estaba, sin duda, ahí, aunque en los primeros momentos parecieron prevalecer ciertos aspectos contentivos y conservadores de la llamada Doctrina Powell. El archipopular y plurilaureado ex militar, veterano de Vietnam, consejero de seguridad nacional con Reagan y presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor con Bush padre, tenía la paternidad (no exclusiva) de una doctrina del Pentágono que pregonaba un intervencionismo selectivo y cuidadosamente meditado con criterios de racionalidad, para asegurarse el cumplimiento de los objetivos militares y políticos en toda operación de fuerza. El modelo de este tipo de intervencionismo era la guerra del Golfo, librada contra Irak hacía una década, cuando Bush padre organizó una vasta coalición de países aliados y obtuvo la preceptiva luz verde de la ONU antes de atacar a Saddam Hussein con una superioridad militar aplastante. Los objetivos de entonces, revertir la violación del statu quo territorial y estratégico que había supuesto la invasión irakí de Kuwait en agosto de 1990, fueron conseguidos. Por otro lado, el proyecto de NMD era un reflejo de los planteamientos defensivos del secretario de Estado.

Rice y Powell, los dos afroamericanos del NSC, tenían un enfoque diferente de la política exterior de Estados Unidos. Además, entre ellos no existía ningún tipo de química. La consejera admitía el unilateralismo armado —aunque no por sistema— y manifestaba menos remilgos a la hora de buscar un consenso con los aliados de la OTAN, no obstante defender la importancia del vínculo trasatlántico, y otros aliados no miembros de la organización. El ministro, en cambio, se mostraba más preocupado por no preterir los tradicionales mecanismos de la diplomacia preventiva y las aproximaciones multilaterales a los problemas mundiales. Hablar de la progresiva consolidación de un núcleo duro en la Casa Blanca y el Pentágono, donde hacían sentir su influencia los neoconservadores Wolfowitz, subsecretario de Defensa, y Perle, presidente del Comité Asesor de Políticas de Defensa, traía parejo hablar del aumento del ascendiente de Rice sobre Bush, que le pedía opinión sobre cualquier asunto de política exterior, llegando a puentear a Powell, quien se encontró aislado, regateado e incluso menospreciado por un grupo de servidores presidenciales con una línea ideológica que no era la suya. El antiguo general, disciplinado y sumiso, terminaría convirtiéndose en la correa de transmisión de unas disposiciones exhortadas y decididas por otros, aunque esta resignación no le impidió tomar parte activa en los prolegómenos diplomáticos de la invasión de Irak en 2003.

Frente a la cautela resolutiva y los tics liberales de Powell, Rice, con su mirada acerada y su rictus expeditivo que las amplias sonrisas y los modales sofisticados, desplegados en los actos oficiales, no conseguían disimular, ofrecía discursos contundentes y objetivos de reafirmación nacional, tanto que algunos observadores se preguntaron sobre si la consejera no estaría cultivando el terreno para realizar unos pruritos políticos insospechadamente ambiciosos. Con el secretario de Estado poco menos que en el dique seco, Rice se pegó a Bush como una sombra en sus desplazamientos internacionales y sus encuentros con estadistas. Siendo una mujer soltera, que nunca había estado casada, y sin pareja conocida, Rice no pudo soslayar algunas coletillas sobre su estado civil. En cierta ocasión, durante una cena de capitostes del Partido Republicano, se refirió en broma a Bush como "mi marido"; a pesar de su inmediata aclaración, el dicho provocó jocosos comentarios en la prensa. El presidente, por su parte, describió en una entrevista a quien era una invitada habitual, un miembro más de su familia casi, que se quedaba los fines de semana en la residencia oficial de Camp David para ver con él partidos de béisbol y fútbol, y que le hacía compañía en su rancho vacacional de Crawford, como "una persona muy atenta, que me mima constantemente, como una madre".

La influencia de Rice en las decisiones emanadas del despacho oval quedó de manifiesto, por ejemplo, en la decisión del Departamento de Estado de cambiar la política de Clinton de diálogo con Corea del Norte por otra de confrontación, que puso en un brete a la posibilista sunshine policy del presidente surcoreano y premio Nobel de la Paz, Kim Dae Jung. Washington acusó a las claras al imprevisible régimen de Pyongyang, que desde 1994 estaba sometido a un régimen subsidiado de control sobre su programa nuclear, de contribuir a la proliferación mundial de armas de destrucción masiva, sobre todo en tecnología de cohetes. En este frente, Powell recomendó negociaciones directas y coordinación con los aliados asiáticos, pero no fue escuchado. La nueva política de distanciamiento del conflicto de Palestina, que en la práctica se tradujo en la asunción de buena parte de las tesis del Gobierno israelí y en una pasmosa tolerancia con los excesos represivos de su Ejército, también tuvo que ver con las recomendaciones de Rice.

La estrategia auspiciada por Cheney, no impugnada por Rice, de apostar por el unilateralismo y boicotear activamente ciertas fórmulas multilaterales se vigorizó, y encontró un formidable pretexto, tras los catastróficos atentados de Al Qaeda contra Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001. Con su anuncio de una guerra global contra el terrorismo (la Operación Libertad Duradera) capitaneada por Estados Unidos, Bush, aprovechando la ola de solidaridad internacional que la atrocidad de los suicidas de Osama bin Laden había levantado, dio el banderazo de salida a una etapa belicista en la política exterior de Estados Unidos. La tentación aislacionista fue vencida, el atrincheramiento doméstico se complementó con el ataque en el exterior y se decidió que las consultas intergubernamentales y las cuestiones legalistas, aunque pertinentes y necesarias, no serían nunca el freno a la aplicación de una convicción cardinal, a saber, que el país no podía permitirse el lujo de esperar, atemorizado, el siguiente golpe de los terroristas, sino que tenía que combatirles y destruirles fuera de sus fronteras, sin importar dónde. Naturalmente, semejantes formulaciones suponían un serio zarandeo del sistema de relaciones y el derecho internacionales.

Un nuevo rosario de actuaciones unilaterales, algunas muy aparatosas (abandono oficial del Tratado de Antimisiles Balísticos, ABM, de 1972, por hallársele incompatible con la NMD, siendo la primera vez que Estados Unidos abjuraba de un acuerdo de control de armamento nuclear por él abrazado, y hasta ahora escrupulosamente respetado; retirada de la firma del Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998, lo que tampoco tenía precedentes; obstaculización de la aprobación de un protocolo de verificación concebido para hacer efectiva la Convención sobre prohibición total de Armas Biológicas de 1972; resistencia también a someterse a los controles de verificación de la Convención de prohibición total de Armas Químicas de 1993; negativa a firmar el Tratado de Minas Anti-Personal de 1997) precedió la publicación por la Casa Blanca el 17 de septiembre de 2002, cinco días después de exponer Bush un pliego de acusaciones contra Irak ante la Asamblea General de la ONU, de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos.

El documento, que alumbraba una nueva forma de entender el concepto de la disuasión militar, "no sólo basada en la amenaza de la represalia", y que de hecho suponía un viraje radical en el pensamiento estratégico de Estados Unidos, se basaba en el principio de la "autodefensa preventiva" (preemptive self-defence), entendido como el recurso eventual a las "acciones de anticipación" (anticipatory actions) allá donde se detectara una amenaza inminente para la seguridad nacional, sin mediar primera agresión y sin distinguir entre los agresores y sus amparadores. A nuevas amenazas, ya fueran el terrorismo transfronterizo o el chantaje nuclear de estados forajidos, nuevas estrategias para suprimirlas, insistía el documento. A este marco teórico de la guerra preventiva se le bautizó informalmente como la Doctrina Bush, que convertía en periclitada a la Doctrina Powell, aunque más bien habría cabido hablar de la Doctrina Rice, ya que la consejera de seguridad nacional jugó un papel principal en su elaboración.

A la nueva Estrategia de Seguridad Nacional le faltó tiempo para hallar su primer terreno operativo: Irak. Con los pretextos de que el régimen irakí había incumplido o desafiado varias docenas de resoluciones vinculantes y declaraciones del Consejo de Seguridad de la ONU (lo cual tenía mucho de cierto), llevaba décadas perpetrando las peores violaciones de los Derechos Humanos contra su propio pueblo (rotundamente cierto), escondía grandes reservas de armas y munición de tipo químico y biológico, al tiempo que no renunciaba a desarrollar armamento nuclear (acusaciones espurias, aunque Bagdad tampoco permitía verificar lo contrario y entonces aquello era algo que los mismos contrarios a la guerra no sabían a ciencia cierta), y era más que sospechoso de estar confabulado con Al Qaeda (también falso), Estados Unidos puso en marcha su maquinaria de guerra para deshacerse de la dictadura baazista.

La Operación Libertad Irakí se proponía terminar de una vez por todas con un insidioso quiste de inseguridad que venía prolongándose demasiado tiempo y, razones implícitas no confesadas, satisfacer unos objetivos de índole geopolítica y geoeconómica muy ambiciosos. La ocupación del país árabe permitiría el control directo de sus ingentes reservas petroleras, apretar las tuercas a Irán —país integrante, junto con Irak, del "eje del mal" acuñado por Bush— y Siria en sus mismas fronteras, ganar un eventual sustituto de la sospechosa Arabia Saudí como principal aliado regional y, así lo creían los ideólogos de Washington, propiciar un renacimiento democrático en todo Oriente Próximo a la vez que la pacificación del degradado conflicto palestino-israelí.

Rice se convirtió en una ardiente defensora de la invasión de Irak, ya que vislumbraba enormes beneficios en la instalación allí de un régimen democrático, responsable y cooperativo, que no supusiera una amenaza a sus vecinos y que se erigiera en valladar contra el terrorismo de Al Qaeda, como ya lo estaban siendo —o intentaban serlo— los gobiernos de Hamid Karzai en Afganistán y de Pervez Musharraf en Pakistán. Puede apuntarse que su belicismo era más bien práctico, con consideraciones de la controvertida autodefensa preventiva, y, en apariencia, se apartaba de la lógica puramente imperial y visionaria de los neoconservadores. Sin embargo, en vísperas de la invasión del 20 de marzo de 2003 los lugartenientes de Bush formaban un grupo compacto, prácticamente monolítico, en torno al presidente. El mismo Powell se había unido al bloque con mayor o menor convicción, y asumió la ingrata —y fallida— labor de convencer a los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y a los aliados de la OTAN que se oponían a autorizar expresamente, dando la necesaria cobertura legal, o a participar en una guerra que consideraban innecesaria (países como Rusia, China, Alemania o Francia pedían más tiempo para las inspecciones de armamento in situ y se aferraban a una salida negociada de la crisis), muy peligrosa y contraproducente en términos de la lucha antiterrorista.

La consejera de seguridad nacional fue uno de los apologistas de la invasión de Irak y de la desastrosa ocupación que le siguió. En noviembre de 2002 afirmó que Saddam disponía de armamento químico y biológico prohibido por la ONU, y que "en dos, tres o cuatro años" bien podía añadir a su arsenal no convencional la bomba atómica, dibujando "un futuro que no podemos tolerar". Dos meses después, el New York Times publicó un artículo de opinión suyo titulado Porqué sabemos que Irak miente. Días antes del comienzo de las hostilidades pronosticó que "la mayor parte de los irakíes" iba a "disfrutar de un futuro fenomenal en el Irak posterior a Saddam". En julio de 2003, con 140.000 soldados estadounidenses desplegados en el país árabe y cuando ya estaba meridianamente claro que las armas de destrucción masiva de Saddam eran una entelequia, Rice, insistía: "creo que daremos con la verdad y creo que Saddam Hussein tenía las armas".

El tremendo desbarajuste de una ocupación militar y civil mal planificada y peor administrada, con su dramática incapacidad para atajar los estragos de una resistencia insurgente y terrorista en explosión, las matanzas de paisanos víctimas de los atentados o de los bombardeos aéreos indiscriminados, la acumulación de bajas militares propias, el escándalo de las torturas en la cárcel de Abú Ghraib, las rebeliones de los radicales shiíes, la lentitud de la reconstrucción económica y material, y los retardos en el proceso político debido al clima de absoluta inseguridad y los desacuerdos entre los dirigentes de las distintas comunidades confesionales y partidos, todo ello, se tradujo en una pérdida de popularidad para Bush, el descrédito del Departamento de Defensa (dos ofertas de dimisión de Rumsfeld, no aceptadas por aquel) y la desautorización de los neoconservadores, que se habían frotado las manos de contento en los prolegómenos de la guerra y en los primeros momentos de la ocupación, y que ahora, visto el panorama, optaron por callar.

El vicepresidente Cheney tenía problemas de salud y su habitual trabajo en la sombra, unido a su antipático perfil proempresarial, impedía todo lucimiento. En cuanto a Powell, estaba irremisiblemente tocado tras su comprometedora actuación en la ONU antes de la guerra y por su incapacidad para sintonizar con los designios del presidente. Rice, sin embargo, se las arregló para salir indemne de esta erosión colectiva del núcleo dirigente. En 2008 Bush ya no podría presentarse para el tercer mandato —y estaba por ver si ganaba el segundo en noviembre de 2004— y el provecto y achacoso Cheney, ni quería ni, seguramente, podía lanzar su candidatura al relevo en el republicanismo. Muchas miradas se centraron en Rice, que invitaba a imaginar un apasionante duelo femenino en las urnas con la senadora y ex primera dama Hillary Clinton por el bando demócrata, aunque por el momento todo esto no eran más que elucubraciones. A caballo entre 2003 y 2004, la Administración bastante tenía con detener o esquivar las bolas de nieve que el desaguisado de Irak hacía rodar en la política doméstica.

En febrero de 2004, presionado por la opinión pública, Bush hubo de convocar una comisión de investigación independiente para determinar qué había fallado en los informes de los servicios de inteligencia en torno a las armas de destrucción masiva de Irak, armas que ni habían aparecido ni iban a aparecer. El 8 de abril, tras retractarse la Casa Blanca de su negativa inicial con el argumento de que no había precedentes de esta índole con un consejero presidencial de seguridad nacional, Rice testificó bajo juramento y en público ante otro panel de investigación, la Comisión Nacional bipartita —y, en teoría, independiente también— que desde 2002 indagaba en las circunstancias que rodearon los ataques terroristas del 11-S.

Serena, rigurosa y, según algunos comentaristas, convincente, la consejera contestó durante tres horas a las incisivas preguntas que le hicieron los comisionados, en su mayoría antiguos gobernadores estatales y congresistas de los dos partidos. Rice admitió que Estados Unidos no estaba preparado entonces para impedir unos atentados de aquella envergadura ("el país, como hacen las democracias, esperó, esperó y esperó hasta que la amenaza se presentó"), afirmó que los ataques fueron de todo punto inevitables y consideró de una "vaguedad frustrante" los informes suministrados en los meses y semanas anteriores por el principal asesor presidencial en temas de seguridad antiterrorista, Richard Clarke, que alertaban sobre la posible comisión de atentados (en 2003 Clarke se había despedido de la Casa Blanca para escribir un libro en el que acusó al equipo de Bush de no haber asumido la urgencia de sus avisos sobre las asechanzas de Al Qaeda y de no haber tomado las prevenciones oportunas). La consejera no desaprovechó la oportunidad para romper una lanza en defensa de su jefe, quien, según ella, "entendió la amenaza terrorista y su importancia" nada más tomar posesión del cargo presidencial.

El desfile de declarantes ante la Comisión del 11-S incluyó a Powell, Rumsfeld, Wolfowitz, el subsecretario de Estado Richard Armitage, el propio Clarke y predecesores de algunos de los anteriores en la Administración Clinton. Bush y Cheney, a regañadientes, acudieron a testificar también, aunque a puerta cerrada, no bajo juramento y sin registros íntegros. Finalmente, el 22 de julio de 2004, la Comisión concluyó que los servicios de inteligencia fracasaron en la prevención de los atentados. El vapuleado director de la CIA, George Tenet, pagó por el estropicio con la dimisión. En añadidura, la Comisión no halló pruebas de la colaboración entre bin Laden y Saddam antes de la guerra, un escenario que Bush, Cheney, Rumsfeld y Rice habían evocado con insistencia, hasta el punto de insinuar algún tipo de relación del dictador irakí con los atentados del 11-S. Por ejemplo, en septiembre de 2002, Rice alegó sin rebozo que Saddam había acogido en Bagdad a terroristas de Al Qaeda y que los había entrenado en el empleo de armas químicas.

La caída en desgracia de Tenet también tuvo que ver con lo que ya se sabía que iban a decir las comisiones, tanto la presidencial como del Senado, sobre las armas de Irak, es decir, que la CIA elaboró, pura y llanamente, información falsa. En este escandaloso asunto, Rice estaba razonablemente al margen. Por lo demás, la comisión presidencial sobre Irak demoró la publicación del informe final hasta después de las elecciones generales, para no perjudicar a Bush, lo que volvió a poner en tela de juicio su carácter "independiente"; el 31 de marzo de 2005 el panel reportó que el espionaje había estado "completamente equivocado" sobre los arsenales de Saddam, pero exoneró a la Casa Blanca de cualquier responsabilidad al no haber hallado "ninguna indicación" de que la comunidad de inteligencia hubiese recibido "presiones políticas" del Ejecutivo para distorsionar sus evaluaciones.


5. Ascenso a la Secretaría de Estado tras las elecciones de 2004

Después de pasarse varios meses a la defensiva, Bush fue capaz de recuperar parte del favor popular perdido, que había sido altísimo después del 11-S, y en las elecciones del 2 de noviembre de 2004 derrotó con claridad al candidato demócrata, John Kerry. Durante la esforzada campaña electoral, Rice se subió al proscenio, galvanizó a las huestes demócratas e hizo una defensa porfiada de la política de seguridad nacional practicada durante el primer mandato, sin concesiones a la autocrítica. Con un tono falto de rigor y autocomplaciente propio de los políticos metidos en campaña electoral, dijo cosas como la siguiente: "Si bien Saddam Hussein no tenía nada que ver con los verdaderos ataques a América, Irak era parte de ese Oriente Próximo ponzoñoso e inestable, era parte de las circunstancias que crearon el problema del 11 de septiembre". Para Rice había llegado la hora de la recompensa por todos estos años de servicios diarios y de lealtad sin límites. El 16 de noviembre Bush la nominó para la Secretaría de Estado, liberada, como todo el mundo esperaba, por un Powell cansado y amargado. Los comentaristas destacaron que con Rice al frente de la diplomacia, Bush tenía la garantía de que sus decisiones de política exterior serían ejecutadas al pie de la letra. Sin embargo, existía una división de opiniones sobre si Rice era, realmente, la persona más idónea para este puesto sensible.

Todo el mundo le reconocía una gran inteligencia y un perfil alto, que iban a hacer de ella una secretaria de Estado fuerte y respetada por sus interlocutores. Pero los críticos de la presente Administración dudaban de su capacidad para el pragmatismo y la flexibilidad en el ejercicio de las relaciones internacionales, así como de su conocimiento del mundo árabe-musulmán y su preocupación por la cuestión palestina. Por lo demás, la renovación de Rumsfeld en Defensa y el nombramiento de Stephen Hadley, hasta ahora el número dos de Rice, como nuevo consejero de seguridad nacional, así como la menor presencia del grupo neoconservador, dibujaban una conjunción de enfoques en el Departamento de Estado, el Pentágono y la consejería de seguridad nacional que podía interpretarse como un triunfo de los realistas duros.

De lo dicho por Rice y Bush hasta sus respectivas tomas de posesión se sacó en claro la continuidad en la segunda Administración de las grandes estrategias perseguidas por la primera: guerra frontal contra el terrorismo de Al Qaeda y la nebulosa islamista formada por grupos fundamentalistas fanáticos, hasta conseguir su derrota a largo plazo; presencia militar en Irak hasta que el país estuviera en condiciones de velar por su seguridad interna por sí solo; contraproliferación de armamento de destrucción masiva, sin desestimar la coerción militar; e, intransigencia con los "bastiones de la tiranía", es decir, aquellos países (Rice citó expresamente a Irán, Corea del Norte, Cuba, Zimbabwe, Bielarús y Myanmar) que entrañaban una amenaza para la paz y violaban los Derechos Humanos. Pero también se expuso la necesidad de trabajar por la reparación de las fisuras abiertas en las relaciones transatlánticas. Implícitamente, se ofrecía la reconciliación definitiva a la "vieja Europa" (por emplear aquí la controvertida expresión acuñada por el abrasivo Rumsfeld cuando la gran crispación sobre la crisis de Irak, como contraposición a una supuesta "nueva Europa" proestadounidense), esto es, Francia y Alemania.

El 19 de enero de 2005 el Comité de Relaciones Exteriores del Senado aprobó el nombramiento de Rice por 16 votos contra dos y el 26 de enero el pleno de la Cámara alta hizo lo propio con 85 votos a favor y 13 en contra. Se trataba del menor apoyo recibido nunca por un designado para el puesto. Rice tomó posesión el mismo día 26. En una y otra votaciones, la antigua profesora de Stanford, equilibrando la firmeza característica en ella con un más inusual tono conciliatorio y autocrítico, explicó a los senadores que Estados Unidos tenía que "usar la diplomacia para ayudar a crear un equilibrio de poder en el mundo que favorezca la libertad", que "nuestra interacción con el resto del mundo debe ser una conversación, no un monólogo", y que iba a hacer lo posible para mejorar la relación con los europeos, "nuestros más firmes aliados". Sin embargo, dejó claro que las puertas del unilateralismo militar seguían abiertas de par en par, ya que "las alianzas e instituciones multilaterales pueden multiplicar la fuerza de las naciones amantes de la libertad. Pero, a la hora de juzgar una decisión, nunca olvidaré que la auténtica medida de su valor reside en la eficacia que tengan". En cuanto a Oriente Próximo, prometió "trabajar personalmente" para resucitar el proceso de paz entre israelíes y palestinos después de la "oportunidad" abierta por la muerte de Yasser Arafat.

De Irán, uno de los mayores quebraderos de cabeza de Estados Unidos por su programa de producción de uranio enriquecido —que Teherán insistía en vincular a usos civiles—, la flamante titular del Departamento de Estado dijo que no estaba en el punto de mira militar "por el momento". Sobre Rusia, se mostró preocupada por lo que consideró el "creciente autoritarismo" del presidente Vladímir Putin. Bush, por su parte, resaltó en Rice su "firme creencia en el poder de la democracia para garantizar la justicia y la libertad". En la agenda de la secretaria de Estado ya figuraba una gira internacional que en la primera quincena de febrero debía llevarla a Israel, la Autoridad Palestina, Turquía y siete países de la UE, y a continuación un viaje a Moscú.

(Cobertura informativa hasta 5/8/2005)