Repensar las relaciones internacionales tras la pandemia

Anuario Internacional CIDOB 2021
Data de publicació: 07/2021
Autor:
Bertrand Badie, profesor, Institut d’Études Politiques, París
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A lo largo de las últimas décadas se alcanzó un consenso prácticamente unánime entre profesionales y analistas de la política internacional: las relaciones internacionales podían ser interpretadas como una suerte de competencia ancestral entre estados-nación, abocados al cuestionamiento permanente del poder. Bajo este prisma, la paz se vio reducida a la simple ausencia de guerra, un precario, sutil y más bien cínico equilibrio de fuerzas que poco a poco derivó en el “equilibrio del terror” de la Guerra Fría. El único lenguaje aceptado fue el de los intereses nacionales contrapuestos, apoyados por recursos militares cuyo efecto disuasorio u ofensivo resultaba decisivo: ¡Thomas Hobbes podía descansar en paz, con la aureola del gran erudito de la filosofía política moderna! Se impuso la geopolítica, basada en el triple postulado de que las relaciones internacionales se regían por las normas del juego interestatal, la competencia por el poder y la afirmación y defensa territorial.

Sin embargo, ninguna de estas premisas nos sirve ya para comprender la complejidad del mundo actual. Todas ellas se han visto, como mínimo, cuestionadas, cuando no sacudidas o incluso fulminadas. Y posiblemente, la vertiente más trágica de las relaciones internacionales contemporáneas radica en la negativa casi dogmática de los príncipes contemporáneos a tomar en consideración estos cambios; su obstinada determinación en creer que el mundo de hoy se mide y se aborda como el de ayer. Si nos fijamos en los postulados de la descripción clásica del orden internacional, nada resiste el escrutinio contemporáneo: los estados ya no son los únicos actores significativos en las relaciones internacionales y el lugar de los militares es cada vez más incierto y menos decisivo, siendo la victoria en el campo de batalla un suceso excepcional. Paradójicamente, las potencias dan muestras de su impotencia, el equilibrio de fuerzas resulta inestable y los intereses nacionales se ven cada vez más superados por otros más globales y más solidarios con todo el planeta; en definitiva, las cuestiones prioritarias apelan más a la humanidad global que a la nación particular.

Rupturas cada vez más profundas

En realidad, este mundo hobbesiano o westfaliano (consagrado por la Paz de Westfalia, en 1648), que se creía eterno, pasará a la historia como una mera secuencia de la historia de la humanidad, aquella en la que Europa creyó confundirse con el mundo y forjó su configuración a partir de la lucha constante entre los nacientes estados-nación. Su posterior injerto en una América de radical europeo no modificó la situación. Sin embargo, tres factores han emergido para trastocarlo todo: la descolonización, la despolarización y, sobre todo, la globalización, sometida actualmente a un proceso crítico de revisión.

La descolonización fue la primera etapa de esta deconstrucción: aconteció de manera discreta y para muchos inadvertida, ya que se creía entonces –no sin cierta arrogancia– que era esencialmente un fenómeno “periférico”, que tenía lugar en el ignoto “tercer mundo”. Sin embargo, los procesos de descolonización daban ya pistas de las carencias del paradigma geopolítico de entonces: grandes potencias eran derrotadas por otras más débiles, naciones no occidentales ganaban relevancia en el sistema internacional, veíamos también a sociedades que se movilizaban al margen de los estados –de su diplomacia y de su ejército­, todos ellos fenómenos que se consolidaban ajenos a un sustrato westfaliano. Como consecuencia de la descolonización –que fue súbita e improvisada, se alumbraron estados con poca legitimidad y cuya capacidad redistributiva ha resultado ser tremendamente limitada.

En segundo lugar, la despolarización –resultante de la caída del Muro de Berlín en 1989, hizo que se derrumbara la última muralla hobbesiana. La bipolaridad, introducida tras la Segunda Guerra Mundial, prolongó artificialmente el juego geopolítico entre dos superpotencias militares confrontadas físicamente sobre el terreno en torno al denominado “telón de acero”. Hasta 1989, las dos potencias rivales se alimentaron mutuamente. La noción de los dos “bandos” en lucha encajaba perfectamente con la noción de los dos “gladiadores” que popularizó el Leviatán. Solo los gigantes militares debían ser tenidos en cuenta: los demás estados eran poco más que peones, despreciando el hecho de que algunos habían desarrollado ya una remarcable capacidad económica.

Sin embargo, ha sido la globalización –el tercer factor disruptivo– la que ha puesto todo el paradigma en tela de juicio. Aunque es difícil de definir, sabemos que sus principales elementos constitutivos son la inclusión, la interdependencia y la movilidad. Y la incorporación de un número cada vez mayor de estados a un único sistema interconectado ha provocado la revolución más profunda que haya afectado nunca al orden internacional: la creación de un descomunal sistema social de alcance planetario, que por ende, ha resultado también ser el más desigual de todos los sistemas sociales implantados hasta la fecha. Como consecuencia de la pléyade de desigualdades que se evidenciaron (económica, sanitaria o educativa) la agenda internacional se vio empujada a cambiar de rumbo: las cuestiones sociales internacionales fueron de repente más decisivas para la estabilidad y la paz mundial que los misiles acumulados aquí y allá, o que el sacrosanto equilibrio de poder. Por lo tanto, para sobrevivir, la diplomacia debería haber acompañado estos cambios, algo que en la práctica no ha sabido hacer.

Por su parte, el efecto de la creciente interdependencia ha sido notable y transformador: al relativizar la soberanía, ha ampliado la noción de dependencia, que ya no vinculaba solamente al débil con el fuerte, sino que ahora otorgaba también un valor a la relación inversa. Con el avance de la globalización, los poderosos de antaño han pasado a depender también, al menos en parte, de los más débiles. Los nuevos conflictos, generados por socios con modestas capacidades estratégicas, han tenido un efecto debilitador en las potencias consolidadas, como hemos visto en Irak, Yemen, Afganistán y el Sahel. Asimismo, el ciclo de las crisis económicas ha puesto cada vez más a los fuertes a merced de los más débiles; el viejo entramado de alianzas de protección se ha visto amenazado por la creciente autonomía de las potencias más pequeñas, como por ejemplo, en la relación entre Estados Unidos e Israel, cada vez más distante del modelo del “hermano mayor” protector que impone la línea a seguir.

Por último, la creciente movilidad de las personas, los bienes, las imágenes y las ideas, estimulados por el progreso tecnológico, los transportes y, sobre todo, la comunicación, especialmente la digital, está creando un nuevo mundo, alejado de la geopolítica de antaño y notablemente desterritorializado. Lo internacional es cada vez más virtual y menos territorial; las fronteras ya no son los instrumentos de control casi absoluto que fueron en su día, mientras que los imaginarios, las solidaridades e incluso las luchas se desnacionalizan cada vez más, rompiendo así los paradigmas del pasado como la vieja dupla “war-making/state-making” descrita en su día por el historiador estadounidense Charles Tilly 1.

La invención de la seguridad global

El concepto de seguridad, que en su versión tradicional era la piedra angular de las antiguas relaciones internacionales, también se está rediseñando por efecto del nuevo paradigma. En el esquema más clásico, la seguridad solo se concebía en términos nacionales. Se imponía como protección imprescindible en la beligerancia interestatal. De nuevo, y desde una perspectiva esencialmente hobbesiana, es por el mero hecho de existir el Estado que este ya está expuesto automáticamente a la amenaza potencial que le plantean sus semejantes. Si el pacto social reduce la probabilidad de violencia doméstica interindividual, la ausencia de un contrato entre soberanos los condena a vivir bajo la amenaza mutua y la inseguridad perpetua. La arena internacional ha sido durante varios siglos el escenario de los "estados gladiadores“ y ha configurado de este modo la geopolítica clásica. Sin embargo, como consecuencia de los nuevos factores que hemos identificado, ha surgido gradualmente un tipo diferente de seguridad, que ha reemplazado la tradicional amenaza nacional por una amenaza global. Cuatro parámetros inéditos han cambiado entonces la definición de la construcción de la seguridad tradicional.

En primer lugar, la amenaza ya no se basa únicamente en la presencia de un enemigo potencial o real. El vínculo absoluto que solía establecerse entre inseguridad y hostilidad carece de sentido hoy en día, puesto que el riesgo contemporáneo responde mucho más a las disfunciones del sistema que a las pérfidas intenciones de otros. La inseguridad sanitaria, la ambiental (responsable de cerca de 8 millones de muertes al año según la OMS) y la alimentaria (otros 9 millones de muertes anuales) se cobran hoy muchas más víctimas que la guerra y el terrorismo juntos. Y, sin embargo, un virus y su evolución hacia una pandemia, al igual que el cambio climático, son amenazas sistémicas cuyo detonante humano se explica más por la suma de negligencias individuales que por una hostilidad deliberada hacia una comunidad concreta. Sin embargo, ya sea por automatismo o por malicia política, vemos como de nuevo estas amenazas se procesan con el filtro de lo nacional, a menudo para estigmatizar al otro y cerrar filas –por ejemplo, hablando del “virus chino”– lo que resta más que suma a su resolución. En este contexto, el reflejo geopolítico busca más preservar el viejo orden que comprender y mitigar el impacto de las nuevas amenazas. Es por ello por lo que lo más sabio en este caso sería promover una disociación radical entre los dos conceptos: inseguridad y enemistad.

En segundo lugar, la inseguridad global ya no es fruto de una estrategia deliberada o de la feroz competencia entre estados. Sucede más bien al contrario, es la dinámica competitiva la que se vuelve disfuncional. Debido a que la noción de amenaza ha cambiado, la lógica de suma cero pierde su sentido: lo que yo gano ya no lo pierde necesariamente el otro, ni viceversa. La estrategia del jinete solitario se vuelve bruscamente contra quien la emplea. Ganar la “guerra de las vacunas” a costa de los demás es solo una victoria pírrica que, a la larga, aumenta la vulnerabilidad de quien toma la iniciativa. Sucede lo mismo con la deforestación masiva, que genera pingües beneficios a corto plazo que con el paso del tiempo son contraproducentes. En definitiva, las cuestiones de esta naturaleza no pueden resolverse a nivel nacional, sino que exigen mecanismos de gobernanza global eficaces y que adopten una perspectiva win-win, que resulta impopular entre los políticos ya que empaña su balance de resultados de corto plazo.

En tercer lugar, uno de los atributos de las nuevas amenazas es que tienden a desmilitarizar parcialmente las políticas de seguridad. Y esto da lugar a una paradoja importante: lejos de ser la expresión de una lucha por el poder, los nuevos conflictos surgen precisamente de las carencias y las debilidades del sistema, como la ausencia de seguridad global, alimentaria, económica o ambiental. Mientras que en el pasado los riesgos de seguridad internacional se abordaban esencialmente con intervenciones militares, la solución a estos nuevos conflictos reside más bien en actuaciones en el ámbito social.

Por último, estas nuevas amenazas ya no se dirigen contra un territorio limitado, sino contra la humanidad en su conjunto, y a pesar de los espejismos que prometen algunas opciones políticas, ni los muros ni el encierro son una protección efectiva. Los espacios abiertos se imponen a la territorialidad cerrada de ayer: donde antes el encierro ofrecía virtudes estratégicas, ahora es la integración la que aporta soluciones nuevas. Al mismo tiempo, la seguridad adquiere cada vez más importancia como bien común de la humanidad, entendida como una comunidad cada vez más definida e impulsada por la “solidaridad de facto” que surge de la exposición común a un mismo peligro, ya sea un virus, la hambruna, la contaminación o la desertificación. Esta comunalización de la seguridad es el sustrato de una cultura de seguridad compartida, una especie de opinión pública globalizada.

Sin embargo, en esta evolución de la seguridad tradicional, hablamos en todo momento de un proceso que sigue siendo frágil. La conciencia respecto a las nuevas amenazas ha surgido de manera progresiva y desigual. En relación con las cuestiones ambientales, las evidencias tomaron forma a finales de los sesenta, con los primeros vertidos de petróleo, como el del buque Torrey Canyon, de pabellón liberiano, que contaminó las costas de Francia y el Reino Unido en marzo de 1967. La conmoción fue grande; las imágenes de playas mugrientas y aves agonizantes tuvieron un profundo impacto sobre la opinión pública e impulsaron la creación de las primeras ONG ambientalistas, convirtiendo la defensa de la naturaleza en una causa mundial. Otras catástrofes de la misma índole, agravadas por distintas formas de contaminación, en Seveso (1976), Bhopal (1984) o Chernóbil (1986), también modelaron la percepción de inseguridad ambiental que nos ocupa en la actualidad. Ahora bien, la relación del público general con estas cuestiones siguió siendo algo distante, ya que la inmensa mayoría de la población mundial nunca se había visto expuesta directamente a catástrofes como las enunciadas. La concienciación era un fenómeno intelectual. Del mismo modo, también para los dirigentes, la gestión global de las cuestiones ambientales representaba un coste político importante, cuyos beneficios se dilataban a medio o incluso a largo plazo y, por lo tanto, fuera de los tiempos que marcan las lógicas electorales. Lo que en la práctica inhibía actuaciones efectivas más allá de promesas retóricas y compromisos vagos por los que seguramente no tendrían que rendir jamás cuentas.

La crisis pandémica actual debería haber tenido un efecto muy diferente. Por primera vez en la historia de la humanidad, el mismo riesgo y, de hecho, el mismo miedo, golpeó casi simultáneamente a toda la población mundial, sin excepción, y con una fuerza y una imprevisibilidad comparables, cebándose en ricos y pobres, fuertes y débiles, activos e inactivos. La amenaza sanitaria no ha sido abstracta ni teórica: ha creado un peligro íntimo y palpable. Aunque algunos gobiernos han intentado nacionalizarla e interpretarla según los parámetros de la vieja geopolítica, a nadie se le escapa que los impactos de la nueva seguridad han mutado y afectan a todas las dimensiones de la vida social. Todo el mundo ha asistido a la interacción acelerante de los peligros globales: la inseguridad sanitaria ha repercutido directamente en la inseguridad económica, agravando la pobreza y, consecuentemente, la inseguridad alimentaria y educativa. Tampoco ha pasado por alto su relación más o menos directa con la inseguridad ambiental. Sin embargo, lo que podría haber sido un punto de inflexión importante en el funcionamiento del sistema internacional, no tuvo el impacto transformador que cabría esperar. ¿Por qué? 

La rigidez del sistema internacional

Muchos creían que la pandemia, que surgió a principios de 2020, sacudiría el orden internacional, reformularía el concepto de seguridad global y expandiría la agenda y las capacidades del multilateralismo. Para sorpresa de algunos, no fue así: el nuevo paradigma no ha sido asumido por ninguno de los dirigentes del planeta; la OMS, en lugar de verse reforzada, se ha visto vilipendiada por su “incapacidad” e incluso ha sido acusada de plegarse a los intereses de alguno de sus estados miembros. Al mismo tiempo, en todas partes hemos visto resurgir los nacionalismos, buscando alimentar de nuevo la rivalidad internacional: la guerra de las mascarillas, la guerra de las pruebas diagnósticas, la guerra de las vacunas, el cierre de las fronteras, las mutuas acusaciones de responsabilidad de la pandemia o el cuestionamiento de las cifras oficiales son ejemplos de ello.

El retorno a la crispación del sistema internacional tiene fácil explicación. En primer lugar, se debe a un factor cultural, al del hábito de los estados westfalianos a medir cualquier fenómeno internacional en términos de poder y competencia. El “efecto poder” actuó en detrimento de los Estados del Viejo Mundo, agravando los efectos de la pandemia. También China hizo suya esta visión cuando buscó beneficiarse de una “diplomacia médica” tejida a conciencia. Sin duda, la sensación de emergencia favoreció el instinto conservador: había que reaccionar con rapidez y contundencia, y para ello se recurrió a las viejas prácticas de siempre en lugar de apostar por fórmulas menos ensayadas, pero más innovadoras. Y cómo no, algunos dirigentes no tardaron en recurrir a los chivos expiatorios de siempre para ganar puntos frente a la opinión pública: culpar a un contubernio de chinos, inmigrantes y extranjeros es un recurso que aún hoy sigue dando sus frutos.

Sin embargo, lo esencial se dirimió en otra parte. El sistema internacional no es solo una cuestión de cultura y costumbre: también está estructurado por instituciones y normas que canalizan el poder de unos y otros y, por consiguiente, también de aquellos cuya ocupación principal es no perderlo. Las grandes potencias se han distinguido así por resistirse a la idea de una gobernanza global, promovida por una coalición más poblada pero menos eficaz, que abarca al personal de las instituciones internacionales, la emanación de las sociedades civiles –especialmente las ONG, y también a algunas “potencias globalizadas” que intentan apoyarse en la globalización para lograr un nuevo estatus. Esta coalición no ha logrado transformar el núcleo duro del sistema internacional hasta la fecha, pero sí ha logrado dar visibilidad a la nueva agenda internacional, confiriendo todo el protagonismo a la idea de globalidad. Los primeros atisbos de esta coalición aparecieron en los años setenta y ochenta, cuando del seno de la “sociedad civil global” emergieron las primeras ONG con un alcance plenamente mundial (Greenpeace en 1971, Worldwatch en 1974, Conservation International en 1984, etc.), al tiempo que las Naciones Unidas se dotaron de comisiones de expertos y personalidades relevantes donde debatir acerca de cuestiones como el desarrollo internacional (por ejemplo, la Comisión Brandt), el medio ambiente (Comisión Brundtland) o la gobernanza global, creando el sustrato del informe Our Global Neighborhood (1995)2.

Todo ello dará lugar también a un nuevo lenguaje, una nueva gramática con la que la opinión pública mundial y una emergente clase política internacionalizada estarán cada vez más familiarizados. En la misma dirección apuntaron también el “Discurso del Milenio” de Kofi Annan, los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) derivados de este, y los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que impulsó Ban Ki-moon en 2015 y que se fijaron como meta el 2030.

Sin embargo, pasar a la acción y producir políticas públicas realmente innovadoras ha resultado ser mucho más difícil. En relación con el multilateralismo de la ONU, las resistencias provienen esencialmente del Consejo de Seguridad, que se niega obstinadamente a redefinir y ampliar su concepción de la seguridad, y sigue anclado en nociones de 1945, basadas exclusivamente en el interestatismo, las relaciones de poder y la interpretación geopolítica y estratégica que imperaban al término de una sangrienta guerra mundial. Las cuestiones de seguridad humana no se introdujeron en el Consejo hasta muy tarde: por primera vez en julio de 2000 (Resolución 1.308 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas) y en referencia a la epidemia de VIH/sida, especialmente aguda en África. Aunque el Consejo admitió entonces que la enfermedad era una amenaza para la paz y la estabilidad mundiales, apeló únicamente al riesgo que suponía para las tropas desplegadas en Operaciones de Mantenimiento de la Paz. Dos tímidas resoluciones sobre el ébola tampoco cambiaron la situación. El golpe final llegó en plena crisis de la COVID-19 cuando, en marzo de 2020, el Consejo no logró aprobar una resolución contundente sobre la amenaza letal que suponía para la humanidad. Del mismo modo, los devastadores problemas de seguridad alimentaria no se abordaron hasta mayo de 2018 (Resolución 2.417 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas), ¡73 años después de la creación de las Naciones Unidas! Incluso entonces, el tema se abordó tangencialmente, para denunciar el uso del hambre como arma en los conflictos militares. Respecto a los debates ambientales, los primeros tuvieron lugar en 2007 y desde entonces han sido difíciles e intermitentes, llevando al delegado ruso, Vasili Nebenzia, a proclamar, en enero de 2019, que el examen de estas cuestiones por parte del Consejo de Seguridad era “excesivo” y “contraproducente”.

La inhibición del Consejo de Seguridad también tiene lugar respecto a la política exterior de los estados, sobre todo de las potencias clásicas; esta está estimulada por la ola neonacionalista y populista que avanza simultáneamente en las viejas potencias y en las emergentes (Brasil, India, Turquía, etc.). Este fenómeno se debe en gran medida a los excesos neoliberales de la globalización y a la dificultad que tienen los Estados para “globalizar” su poder, es decir, encontrar su encaje en el nuevo escenario global. En cambio, asistimos a un repunte de actores no estatales, de las interacciones sociales y de las movilizaciones ciudadanas que reaccionan a la polarización política: hoy en día, la esfera social se transforma más rápido que la política y le impone de facto reformas que no pueden subestimarse. La Primavera Árabe tuvo su origen en movilizaciones sociales sin una organización política en la base. Todo el año 2019 estuvo salpicado de movimientos comparables en América Latina, Oriente Medio, el norte de África e incluso en Francia, donde proliferó el movimiento de los “chalecos amarillos”. Todos estos movimientos se han alimentado de la globalización, han aprovechado las oportunidades que brindaba y en ella han reflejado su crítica; junto a las ONG y a las redes globales, sostienen la defensa de un enfoque más social de las cuestiones internacionales y más abierto a las cuestiones planetarias.

Frente a ello, los estados han optado por la resiliencia, es decir, la capacidad de encajar los golpes y absorber sus impactos, para salvar el orden vigente y evitar transformarlo. La decisión frente a la disyuntiva entre abrazar el cambio o no, oscila entre dos visiones del futuro: por un lado, el miedo al desastre inmanente; por el otro, la creencia de que la reforma podría traer nuevas oportunidades. Ambas visiones tienen sus pros y sus contras: el miedo puede llevar tanto a una revisión de las prácticas y los instrumentos, como a la crispación y el repliegue nacionalista. La sensación de oportunidad puede llevar tanto a la adhesión a un nuevo orden percibido como más fiable como a la aparición de nuevos incentivos para volver a “ir por libre”. Será la historia la que tendrá la última palabra. 

Notas:

  1. N. del E.: según el paradigma expresado por el historiador Charles Tilly, la construcción del Estado y el estado de guerra son dos dinámicas que mantienen una relación positiva, es decir, se refuerzan mutuamente. Tilly llega a preguntarse en un aforismo: “¿Quién fue primero, la guerra o el Estado?”
  2. El informe se encuentra accesible en el siguiente enlace: http://www.gdrc.org/u-gov/global-neighbourhood/